El Rugiente del Oeste
Aquella mañana nos despertó el viento. Un viento frío y violento, de esos que impiden a los pescadores echar las redes, a las madres tender la colada, a los niños jugar al balón y a nosotras, las hadas, volar tranquilas sin girar en el aire como las semillas de arce.
Tal como había vaticinado el señor Cícero, iba a ser uno de esos días en los que todo silba, rueda y golpea. Y si el señor Cícero lo había anunciado, se trataba de un fenómeno natural y no del Enemigo. Era un gran alivio. Aunque…
En Fairy Oak, a los días como aquellos los llamábamos «nudosos», porque había que atarlo todo: las barcas, los toldos de las tiendas, las cancelas, que se ponían a dar golpes y se estropeaban… A veces los llamábamos también días de «siesta», porque cuando soplaba el Rugiente del Oeste a nadie le apetecía salir, e incluso los perros y los gatos se quedaban en sus casetas, o buscaban lugares confortables para acurrucarse al sol, en las terrazas o detrás de las ventanas.
Había algunos, sin embargo, que en los días de siesta trabajaban más que de costumbre. Los pintores, por ejemplo, porque cuando soplaba fuerte el viento, el paisaje cambiaba: aparecía el perfil de las montañas, normalmente oculto por la niebla, y sus picos parecían tan cercanos que creías poderlos tocar; en el cielo, las nubes creaban las formas más fantasiosas y al mar le crecía la barba. En los días de siesta me habría gustado saber pintar. Aunque…
Luego estaba el juguetero que vendía cometas: él era el más feliz en los días de viento. Y el propio señor Cícero, ¡que no se separaba de su catalejo!
—¡Se ve la isla de Strongcharles! —gritaba desde el estudio.
—Y las olas se abaten unas sobre otras: ¡mar fuerza siete y aumentando!
Nadie se quejaba: en Fairy Oak el viento era como de la familia y estábamos acostumbrados a sus alborotos. Aunque… desde el día en que el Enemigo había desencadenado el primer ataque, bastaba con una racha de viento para que me inquietara. Si además una contraventana se cerraba de golpe… ¡aguantacorazón! Saltaba como un grillo. E inevitablemente tiraba algo. «¡Tranquila, Felí! ¡Calmapiensaypaciencia!», me decía. «Es sólo el viento, ¡sólo el viento!». Después, sin embargo… BADABUMM, golpeaba una puerta y… UIJJJJ, silbaban las ventanas…
El Rugiente del Oeste podía soplar durante días y días, así que… «¡Muchomásquedemasiado!», gritaba a veces en el límite de mi paciencia.
«Felí, estás hablando con el viento», me hacía notar entonces Pervinca. «¿Lo has oído responder alguna vez?».
No; a decir verdad, no. Pero era más fuerte que yo.
Aquel día, Pervinca estaba demasiado absorta en la lectura para darse cuenta de mi nerviosismo. Nada más terminar de comer, se había enfrascado en un libro antiguo que le había prestado Tomelilla y ahí seguía. En cambio, Vainilla, viéndome tan tensa, hizo una broma con la que en otros tiempos me habría tronchado de risa. Dijo:
—¿Por qué te remueves tanto, hadita? ¿Es que quieres que te dé el síncope de la bruja?
La miré seriamente:
—¿Te parece que se pueden decir esas cosas?
—No —respondió encogiéndose de hombros y esbozando una sonrisa—. Pero era demasiado buena como para no lanzarla.
—Me alegra que no hayas perdido el sentido del humor, Babú. De todas formas, opino que harías mejor en estudiar en vez de burlarte de la única hada que tenéis las dos, o a este paso seguiremos aquí a medianoche.
—Hada gruñona, ¿no ves que tenemos los libros abiertos?
—Ya —dije—, ¡como si con eso bastara! Tenías seis problemas de geometría, ¿los has resuelto todos?
—Hay dos que no me salen. Los haré esta tarde con papá. Ahora estoy aprendiendo los poemas…
—Mmm… está bien, pues cabeza gacha y no quiero oír ni un vuelo… quiero decir, ni un suspiro —dije.
Desde hacía semanas, a los escolares de Fairy Oak les ponían una cantidad increíble de deberes. Los niños se quejaban, pero nosotros sabíamos que era una estrategia de los maestros para mantenerlos alejados de los problemas; mejor dicho, de los peligros que en aquellos días acechaban el valle. Con el Enemigo rondando por ahí, ya no era posible dejar a los pobrecillos corretear afuera. Si salían, tenían que permanecer a la vista y contar en todo momento lo que hacían y con quién; si necesitaban alejarse, tenían que esperar a que alguien los acompañase; si gritaban «socorro» al jugar, sin que hubiese un peligro real, eran castigados, lo mismo que si transgredían las demás normas. Por supuesto, ¡ni hablar de salir solos del pueblo!
En consecuencia, también nuestra labor, la de las hadas, había aumentado: no podíamos perder de vista a nuestros niños ni un solo diminuto minuto, ni de día ni de noche. No es que fuese un sacrificio para nosotras, entiéndase bien, sólo estábamos preocupadas de no hacer lo suficiente para protegerlos.
Los niños, sin embargo, soportaban mal ese permanente control por nuestra parte. Así, a menudo se escapaban o se encerraban en algún sitio para jugar por fin con total libertad. Total, que era un incordio para ellos y un sufrimiento para nosotras. Entre otras cosas porque «no» y «prohibido» son palabras difíciles de pronunciar para un hada.
La voz de Dalia nos llegó desde el fondo de la escalera:
—Felí, vamos a salir. Te quedas tú con las niñas, ¿verdad?
—Sí, sí, no se preocupen, no nos moveremos de aquí. Pero vuelvan pronto —contesté.
—Muy bien, buenas chicas, os aconsejo que no salgáis —dijo la voz de Cícero—. Y si viene alguien, decidle que hoy la previsión es sol y viento frío. ¿Vi y Babú están estudiando?
—Sí. Vainilla está aprendiéndose los poemas y Pervinca… ¿qué es lo que estás leyendo?
—He llegado a Mentaflorida.
—Pervinca está leyendo sobre Mentaflorida.
—Bien. ¿Y sabe ya quién era? —preguntó la voz de Tomelilla.
—¿Sabes quién era?
—No, ¿quién era?
—No, ¿quién era?
—Se divertirá descubriéndolo. Hasta luego.
—Cuando alguien en esta casa se decida a dar una contestación directa, ¡yo volaré también de día! —gruñó Pervinca. Abajo, la puerta se cerró.
Y Vi reanudó la lectura del Libro Antiguo…