Del Libro Antiguo

La fuga

Scarlet-Violet corrió a la casa del árbol y encontró al padre de Duffus hablando con el Sumo Mago y su hermano Grisamold. No le sirvió de nada encaramarse a la escala de cuerda, los hombres hablaban de forma excitada y a la muchacha le llegó claramente al oído la palabra «fuga». ¡Duffus se había escapado!

«Voy a la playa a saludar a mi madre», le había dicho esa tarde. Y luego estaba el saco, toda aquella ropa que llevaba consigo, la extraña conversación que habían tenido… «Si escapara, ¿vendrías conmigo?»… Cómo se arrepentía de no haberle dicho que sí. ¿Adónde se dirigía Duffus?

—¡Ha traicionado…! —gritaba su padre en la copa del árbol—. ¡Ha traicionado todo aquello en lo que creen los Burdock, y desde este momento ya no es hijo mío!

Scarlet-Violet cerró los ojos y contuvo las lágrimas. No quería oír más. Se disponía a marcharse cuando, de improviso, una figura apareció por el camino de arena. Entonces se escondió.

—¡Sumo Mago, Sumo Mago! —gritaba.

—¿Quién es, quién me busca?

—Soy yo, Sumo Mago, estoy aquí abajo —contestó el mago moviendo los brazos—. Tenéis que venir a la playa, ¡ha llegado un forastero y dice que no sabe de magia!

—¿Un forastero? ¡Bajo enseguida! —exclamó el Sumo Mago. Luego, volviéndose a Viccard, añadió—: Lo encontraremos, ¡ahora ven conmigo!

Los tres hombres descendieron y siguieron al Mágico por el sendero. Ninguno de ellos se percató de la presencia de Scarlet-Violet, ni ella se dejó ver.

FOsep

En la playa, mientras tanto, Roseto había retado al caballero a un falso duelo. El forastero les había revelado que él también poseía una espada. La tenía en su funda, atada a la silla del caballo, junto a un bellísimo escudo. Los jóvenes nunca habían visto armas de aquella clase y estaban encantados. Algunos, empuñándola, se habían asombrado de su gran peso; otros estaban fascinados por la hoja de acero, tan pulida que la luna se reflejaba en ella, y afilada por ambos lados. El caballero sostenía el escudo con el antebrazo izquierdo y con la derecha combatía.

—Dices que no está aquí para causar problemas, pero tiene una espada y parece saber usarla —comentó el Sumo Mago mientras observaba al forastero.

—Antes no la tenía…

Tropeolum Majus se abrió camino entre los curiosos y llegó silenciosamente por detrás del caballero. Apenas lo vio, Roseto bajó la espada-bastón e hizo una rápida inclinación con la cabeza. El caballero, a su vez, se dio la vuelta:

—Oh, perdonad, no os había visto —dijo un tanto cortado. Resultaba claro, incluso para él, que aquel hombre debía de ser una autoridad.

—Gracias a vos, nuestro Roseto Pimpernel aprenderá el arte de la espada —dijo el Sumo Mago.

—Oh, no tengo nada que enseñar a quien me ha retado —respondió el caballero.

—Y bien, ¿por qué estáis aquí?

—Estamos aquí, mi gente y yo, para encontrar un lugar donde establecernos y poder vivir en paz.

—Paz, qué palabra más dulce. ¿Y es por la paz por la que lleváis con vos una espada y un escudo?

—Para defenderme y proteger a mi familia. Nosotros las usamos para eso. Vosotros, como he tenido ocasión de conocer, usáis los poderes mágicos.

—Desde hace muchos siglos, señor, no utilizamos ese tipo de poderes. Espero que nada nos haga cambiar este plácido discurrir.

—No en lo que dependa de nosotros. Somos un pueblo pacífico que sólo desea un poco de tierra, agua y el poder criar a nuestros hijos con la esperanza de verlos crecer.

—Vuestras palabras me alegran, caballero. Que vuestra espada permanezca así pues, enfundada. Y nosotros no os daremos ningún motivo para usar el escudo.

—¿Paz, entonces?

—Paz. Que nuestro valle sea también el vuestro, él será bueno y generoso con vosotros si vosotros lo sois con él.

Con esas palabras, y con un vigoroso y sincero apretón de manos, el Sumo Mago y el caballero sancionaron la pacífica convivencia de sus pueblos.

Los magos y las brujas, que hasta aquel momento habían guardado un absoluto silencio, ¡estallaron de júbilo!

FOsep

Pero el júbilo duró poco. Un viento imprevisto irrumpió en la fiesta: el tiempo empeoró en un instante y al este se perfiló el morro negro de una tormenta. Al preguntarle, el mago del tiempo dijo que del este sólo podía llegar una cosa: ¡mal tiempo!

—La lluvia viene del oeste, señor —había dicho— y esas nubes llegan del este. No es lo natural.

Las primeras gotas cayeron sobre las mesas todavía puestas. Y otras, cada vez más abundantes y gordas, siguieron a continuación. Las Brujas de la Luz, entonces, se dispusieron para la batalla, unas junto a otras, y, después de la imposición de manos contra la amenaza que iba acercándose, profirieron las palabras mágicas.

El Hechizo del Tiempo

Nubes negras empujadas por el viento

vosotras no nos provocáis aspaviento.

Truenos callad, rayos huid

contra vosotros nos hemos de unir.

No consentiremos veros avanzar

por donde venís ya podéis regresar.

Pero las nubes no se detuvieron. Es más, comenzaron a retorcerse y a tronar mientras el viento se enfurecía y empezaba a levantar olas hasta el cielo.

—Pronto, ¡marchaos de aquí! —ordenó el Sumo Mago. Un instante después, la playa de Arran fue barrida por una ola gigantesca que arrastró a muchos de ellos. Otros se salvaron subiendo a las dunas, pero el viento y el granizo los azotaban y se los llevaban.

Scarlet-Violet agarró a Mentaflorida y juntas alcanzaron la cueva de las Hadas:

—¡Rápido, venid, venid! —las acogieron las haditas con premura.

—¿Moriremos todos? —preguntó Mentaflorida con lágrimas en los ojos.

—No lo sé —contestó Scarlet-Violet abrazando a su amiga—. Aguardemos aquí a que acabe este jaleo, y esperemos que lo haga.

Mientras hablaba, Scarlet-Violet sintió una punzada en el corazón. Cómo le habría gustado que Duffus estuviese allí con ellas. ¿Dónde estaría en aquel momento? De nuevo cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. No podía llorar, no quería. De repente, más allá de la cortina de lluvia, entrevió una figura que con dificultad caminaba hacia la cueva apoyándose en un bastón.

—¡Es mi hermano! —exclamó Scarlet-Violet—. Tenemos que ayudarlo. ¡Una cuerda! Ayúdame a encontrar una cuerda.

No había cuerdas en la cueva de las Hadas, pero ¡estaban las hadas!

—¡Os ayudaremos nosotras! —le dijo el hada más joven—. Nos agarraremos de las manos, formaremos una cadena y así tú lograrás alcanzar a Roseto. Juntas lo pondremos a salvo.

¿Pensáis acaso que Roseto les dio las gracias? Ni se le pasó por la cabeza. Apenas recuperó el aliento, empezó a acusar a Scarlet-Violet de haber huido y al forastero de haber traído el fin del mundo.

—¡Es culpa suya! —gritó.

—¿Qué dices? —replicó Scarlet-Violet—. ¡No es un mago!

—Así que le habéis creído, ingenuos estúpidos. ¿No habéis visto cómo empuña la espada? ¿La destreza con que la maneja? Yo la he tenido en la mano: ¡pesaba como si fuera de granito!

—Quizá es un hombre muy fuerte…

—¿Estás acaso diciendo que yo soy débil? —gruñó Roseto.

—No, sólo digo que…

—¡Es un mago! —rugió Roseto golpeando con el bastón en el suelo—. Y ha venido a destruir nuestro valle. En cuanto lleguen también los demás, nos harán prisioneros y nos matarán a todos.

Mentaflorida, asustada, se llevó las manos a la boca, sin saber que Roseto no había hecho más que empezar:

—Si nos salvamos de este tormento, quiero que te unas a mí en contra de los recién llegados —dijo Roseto a su hermana—. Estoy seguro de que encontraremos a otros que también querrán echarlos: juntos, formaremos un ejército y los combatiremos.

—Pero Roseto, ni siquiera estamos seguros de que la culpa sea de ellos; esperemos al menos a que vuelva Duffus…

—¿DUFFUS? —vociferó el joven—. ¿Y para qué?

—Bueno, podríais tomar una decisión juntos y…

—Ese cobarde ha huido antes de que se abatiese la tormenta, dejándote a ti y a su propia familia a merced del enemigo. ¿Qué te hace pensar que volverá?

Scarlet-Violet sintió que las lágrimas se le saltaban de los ojos, no pudo contenerlas más:

—¡Volverá! —gritó—. ¡Él volverá!