El prisionero

Radiante de alegría, Tomelilla se asomó por el hueco de la escalera:

—¡Subid, lo han atrapado! —llamó. Dalia, Rosie y Hortensia corrieron al piso de arriba.

Mientras, Vainilla seguía observando la escena con los gemelos. ¿O era un pretexto? Sabía que a tía Tomelilla le bastaría con mirarla a los ojos para comprender que Pervinca había hecho algo gordo. De las dos, ella era el espejo de la verdad. Por eso, mantenía los gemelos pegados a los ojos sin dejar de pensar.

Quería ayudar a su hermana sin meterla en líos. ¿Qué debía hacer? En su corazón, esperaba que su hermana regresara, quizá pasando por una ventana, a escondidas, antes de que alguien le preguntara: «¿Y dónde está Pervinca, Vainilla?». Pero fue una esperanza vana, porque Dalia, nada más entrar en la habitación, preguntó:

—¿Dónde está Vi?

—Estoy aquí —contestó Vi entrando por la puerta, tranquila y contenta por la captura.

Vainilla sintió ganas de abrazarla y, justo después, de zurrarla por el miedo que le había hecho pasar. Por suerte, consiguió contenerse y no hizo ni una cosa ni la otra. Por su parte, Pervinca, con una de sus miradas, se ocupó de que Flox no abriera la boca.

Las mujeres de las dos familias se abrazaron y felicitaron por el valor de sus respectivos maridos y de sus respectivas hadas. Estaban tan contentas que Dalia se ofreció a encender la cocina y preparar algo bueno para cuando regresaran.

—No —dijeron las niñas—. ¡Nosotras nos ocupamos de la bienvenida!

Y diciendo esto, se encerraron en la cocina.

FOsep

Entretanto, la ronda había entregado al intruso al alcalde, que lo había encerrado en la única celda de Fairy Oak, ¡a prueba de delincuentes y de delincuentes mágicos!

Todo el pueblo felicitó a Duff, a Cícero y a Bernie. Y a nosotras las hadas. O al menos así me pareció.

En realidad, una vez en casa, Cícero nos contó que había oído a algunos lamentarse por la captura.

—¿De verdad? —preguntó Tomelilla estupefacta—. ¿Y cómo es eso?

—Quizá temen la reacción del Terrible 21 —contestó Cícero.

—¡Puede que hayamos capturado a un emisario suyo! —añadió Duff.

—¿Es alguien conocido? Ni siquiera os lo he preguntado.

—No, nunca se le había visto. Un tipo joven, alto y robusto.

—¿Un Mago de la Oscuridad?

—¡Sin duda!

—Podría ser uno de los nuestros, alguien raptado en algún ataque anterior y que se ha aliado con el Enemigo. Y ahora vuelve bajo un nuevo aspecto —dijo Tomelilla.

—Sí, podría ser, pero repito que no se parece a nadie.

—No estoy del todo de acuerdo —intervino Bernie Polimón—. Para mí, tiene algo de Meum McDale.

—Bah, a mí no me lo parece —comentó Duff—. Y además, ninguno de los McDale ha sido raptado.

—Es verdad, pero los McDale son primos de los Dhella, y Hiedra Dhella fue raptada el 21 de junio.

—¿Quieres decir que el mago que hemos atrapado, el posible emisario del Enemigo que por poco nos tumba a los tres, es en realidad Hiedra Dhella? ¡Nunca lo creeré! —exclamó Duff.

—Shhh, hablaremos más tarde —dijo mamá Dalia—, cuando las niñas se hayan ido a dormir. Ahora las tres están ahí preparando no sé qué. Querían daros una buena bienvenida…

—¡Tachán! —exclamó Flox abriendo la puerta de la cocina—. Los héroes están servidos.

Vainilla salió llevando una olla humeante, que posó en medio de la mesa de la sala, y Pervinca la siguió con un vaso para cada uno.

Cícero fue el primero en ser servido, y poco faltó para que escupiera todo a la cara de Duff:

—¡¿GROG?! —exclamó.

—¡El mejor amigo de los marineros!

—¡El único capaz de levantarles la moral!

—¡La mejor medicina!

Recitaron las niñas una después de la otra.

—¿Quién os ha dado la receta del grog? —preguntó Duff.

—El Capitán Talbooth, esta tarde. ¿No está buenísimo?

—A propósito de Talbooth, ¿qué es toda esa historia del barco? No terminasteis de contármela —preguntó tía Hortensia. Dalia aprovechó ese momento para hacer desaparecer la olla y llevar a los hombres a la cocina.

—¿Qué barco? —preguntó Flox, olvidándose del cuento que Pervinca había empezado en plena calle pocas horas antes. Por suerte, Devién vino en su ayuda:

—Si me permitís —dijo—, lo que la joven Vi quería decir es que había un buen motivo para estar hoy en el puerto.

—¿Y qué motivo es ese? Quiero decir, el verdadero motivo.

—No podemos decírtelo, tía —dijo Flox finalmente.

—Creo que es un secreto entre los niños y el Capitán —añadí yo. Las niñas asintieron.

—¡Podríais haberlo dicho antes! —replicó tía Hortensia.

FOsep

Esa noche, a Flox se le permitió quedarse a dormir con nosotras, entre los muchos «vivas» de las niñas. Devién fue a buscar los libros escolares para el día siguiente y Dalia le prestó un camisón. Luego, para mi gran sorpresa, me pidió que le avisara cuando bajase a la Hora del Cuento.

—Claro que lo haré, mamá Dalia, pero no creo que la celebremos esta noche. Tomelilla no me ha dicho nada… —le comuniqué con evidente aprensión.

—La habrá, esta medianoche, como siempre —respondió Dalia.

FOsep

«La habrá, la habrá»… ¿Lo decía Dalia porque lo sabía, o era más un «Ya verás, probablemente, quizá, tal vez, a lo mejor habrá»? Porque, después de todo lo que había pasado, no soportaba más estar alejada de mi bruja. ¡Necesitaba hablar con ella!

FOsep

Como siempre que Flox se quedaba en nuestra casa, las niñas pusieron los colchones en el suelo, uno junto al otro, y los cubrieron con una sola sábana.

—Haced sitio, Periwinkles, ¡aquí llego! —exclamó Flox, que, para no desobedecer a su tía ni parecer descortés con la señora de la casa, se había puesto el camisón que le había traído Devién y, por encima, el que le había prestado mamá Dalia. Ágilmente, se deslizó entre las gemelas y con las mantas hasta la nariz suplicó a Vi que leyera el Libro Antiguo.

Devién se acercó a mí:

—Te noto preocupada, ¿es por Tomelilla? —me preguntó.

—Sí —dije—. Tengo tantas preguntas que hacerle, tantas dudas, inquietudes, temores…

—Te entiendo, Sifeliztúserásdecírmeloquerrás, pero es igual para todas, ¿sabes? Tenemos una gran responsabilidad.

—Para la cual tal vez yo no esté a la altura… —dije.

—Hablas así porque estás cansada, Felí. Pero si escuchas mejor tu corazón y tus antenas…

—Mis antenas no funcionan —dije.

—¿Qué es eso de que no funcionan? ¡Pues claro que sí!

—Pues no, Devién. ¡No capto los peligros! —confesé—. ¡Podría volar entre los brazos del Enemigo sin saberlo!

—Porque su campo de energía es más fuerte que el tuyo, y esto anula tu percepción. Pero hay una manera de impedir que ocurra.

—¿De verdad? —pregunté sorprendida—. ¿Y cuál es?

—Cuando dudes de si Él está cerca, cierra los ojos y enrolla las antenas entre sí para formar una sola. Después grita fuerte: «¡Yo te siento!». Si Él está cerca de verdad, notarás un escalofrío y luego oirás un fuerte chasquido en las orejas. En ese momento sabrás qué hacer.

—Yo te siento —repetí en voz baja.

—¡Eso es! De este modo aumentarás tu energía. Pero cuidado: cuando tú lo sientas, Él te sentirá a ti. Quien quiera que tenga antenas te sentirá. Y el Enemigo debe de tener mil por lo menos.

El reloj de la plaza dio el primer toque:

—¡Gracias, Devién! —dije volando a toda prisa hacia la puerta—. ¿Te quedas con las niñas o vienes también?

—Ve tranquila; con vosotras dos, yo sobro.

—No me habla desde hace una semana —dije.

—Lo sé. Ahora ve.

El segundo toque, el tercero… Llamé a la puerta de Dalia para avisarle de que iba a bajar; oí el cuarto toque. Volé por las escaleras… el quinto. Atravesé la sala… el sexto. Delante de las ventanas del jardín me detuve… el séptimo. Miré el cielo, estaba límpido, pero el corazón me latía con fuerza, por Cícero, por Tomelilla… el octavo. Cerré los ojos… el noveno… el décimo toque. Volé ante el espejo… estaba bien, sí… el undécimo… «¡Es la hora!», me dije. El duodécimo toque sonó en mi corazón. Contuve la respiración y entré.