El vagabundo sin nombre

Absorto en sus fantásticos recuerdos, el Capitán daba largas chupadas a su pipa y el tabaco crepitaba y se ponía rojo, mientras el humo se elevaba en amplios círculos sobre nuestras cabezas.

—¿Y luego qué ocurrió, Capitán?

—Ah, no lo sé —respondió sacudiendo la cabeza—. Desde ese momento, las imágenes quedaron envueltas en la niebla. Pero algunas noches escucho todavía ese ruido…

—¿Qué ruido?

Talbooth no contestó. Su mirada estaba lejos, perdida en busca de aquellos últimos recuerdos que no querían volver. Sus labios murmuraban palabras incomprensibles y los niños pensaron por un momento que se había vuelto loco del todo.

—¡El grito de un barco! —exclamó de golpe.

Los niños dieron un respingo:

—¿Los barcos pueden gritar? —preguntaron.

—Los barcos gritan cuando su Capitán los estrella contra las rocas. Es un sonido horrible. Simplemente horrible.

—¿Estrellaste tu barco contra las rocas, Capitán?

—Me temo que sí. Estaba tan oscuro…

—¿Dónde os encontrabais?

—Frente a una tierra que no venía en nuestros mapas. ¡Frente a ESTA tierra! —respondió el Capitán acalorándose todavía de la rabia.

—¿Estas diciendo que el Isabella II naufragó frente a nuestras costas?

—Creo que estábamos frente al Cabo Aberdur.

—¡Precisamente donde te encontraron!

—¡Donde Devién, mi hada, lo encontró! —puntualizó Flox.

FOsep

Tenía razón, lo había encontrado Devién cuando todavía era el hada niñera de la tía de Flox, Hortensia. Talbooth estaba boca arriba sobre la arena, sepultado por la nieve y agonizando. Nadie sabía quién era ni cómo había llegado a aquella playa. Vestía un jersey y unos pantalones hechos jirones, y puesto que en una mano apretaba una botellita de ron y en la otra una muleta de madera los ciudadanos de Fairy Oak imaginaron que se trataba de un vagabundo y lo confiaron al cuidado del señor Viccard. El guardián del faro lo cuidó durante seis largos meses. Con ayuda de Devién, que desde entonces había permanecido muy cerca de él.

—Si esta historia es verdad, Capitán, ¿por qué no la contó enseguida? —pregunté.

Me sonrió enseñando su único diente:

—Por qué, por qué, por qué… Porque cuando me recuperé, apenas si recordaba mi nombre, he ahí el porqué —dijo—. Me convencí de que era de verdad un vagabundo y quizá, puesto que aferraba una botella de ron, también un borracho. No era cojo, sin embargo, y no me explicaba por qué llevaba una muleta.

—Era la de tu segundo, el señor Torrel —dijo Flox, ahora segura de haber comprendido todo—. Quizá intentaste salvarlo, ¡y lo mismo hiciste con el señor Peppop!

—Y te quedaste con sus cosas en la mano —continuó Vainilla.

—¿Qué fue de tus hombres, Capitán? ¿Dónde están ahora?

—No lo sé, y maldigo esta cabeza mía que no quiere recordar. Quizá ocurrió lo que decís, quizá intenté salvar a aquellos compañeros míos que estaban cerca, pero no lo logré, desde luego, y todos entregaron su alma al mar, pobrecillos, porque no he tenido noticias de ninguno de ellos.

—Pero tú te salvaste. El único de toda la tripulación, ¿no es extraño? —preguntó Scarlet Pimpernel, la hija del alcalde. Los niños la miraron de mala manera; ya fuera verdadera o falsa la historia, no estaba bien hacer esa pregunta. Así que cambiaron de tema.

—Capitán, ¿estos objetos vienen todos del Isabella II? —preguntó Babú.

—¡Todos y cada uno! Pero… durante años recogí los restos de mi barco sin reconocerlos. Me parecían bonitos y nada más. Después, mucho tiempo después del naufragio, cuando ya era a todos los efectos «el vagabundo sin nombre», encontré en el mar mi baúl de viaje…

—¿«Ese» baúl? —preguntó Grisam.

—Ese precisamente, pero tú sigue manteniéndote a distancia. Lo que contiene no te concierne.

—¿Y cómo empezaste a recordar?

—Primero sólo fueron imágenes desenfocadas e impresiones confusas —explicó el Capitán—. El chapoteo de las olas, las voces de los hombres, el olor de la pez y de los arenques, el restallido de las velas hinchadas por el viento…

—¿Y se lo contaste a alguien?

—Por desgracia, sí. Dije que estaba seguro de venir del mar, pero nadie me creyó y mi historia sólo sirvió para que me cambiaran el nombre. Como no lograba dar detalles exactos, me convertí en «el marino visionario». Desde aquel momento, sin embargo, los recuerdos empezaron a volverse cada vez más vívidos y claros. Cada objeto que encontraba me contaba un episodio de mi historia: el buque, mis compañeros, los viajes… Habría debido callarme y guardarme para mí solo mi pasado. De todos modos, era tal mi alegría que siempre terminaba contando mis averiguaciones a alguien. Cuando encontré mi gorra y me acordé de que había sido capitán…

—Tu nombre cambió otra vez —adiviné yo.

—Y pasé a ser «el Capitán» —concluyó.

—¡Qué injusticia! —exclamaron los niños.

—Oh, yo en cambio lo entiendo —dijo Talbooth—. ¿Cómo se puede creer a alguien que dice haber visto un calamar gigante, pero que no recuerda su propio apellido?

—Claro… —comentó Scarlet—. Capitán, ¿puedo preguntarle qué hay en ese barril? Suelta un extraño olor.

—¡Grog! —contestó el Capitán—. Lo hago yo con mis propias manos.

—¿Y bebe mucho? —preguntó Scarlet.

—¿No estarás llamando borrachuzo al Capitán, no? —exclamó Vainilla horrorizada.

—No te sulfures, Periwinkle uno. Sólo he hecho una pregunta —respondió Scarlet.

Pervinca ya estaba yendo hacia ella cuando una voz llegó desde el muelle:

—ROBIN WINDFLOWERS, ¿SE PUEDE SABER DÓNDE TE HAS METIDO?

—Es, es mi madre, está buscándome, tengo que irme —dijo Pajarillo. Antes de salir, fue a darle las gracias al Capitán.

—Gracias, gracias por la historia y por el juego de la puerta. Ha, ha sido muy interesante —dijo estrechando con sus dos manos la mano gigantesca del Capitán.

—ROBIN LEWIS WINDFLOWERS, SI NO VIENES ENSEGUIDA A CASA, YO

—Ya, ya voy.

—Nosotras también nos vamos. Vuestro padre se estará quedando helado ahí afuera —dije haciendo que se levantaran las niñas.

Pervinca dudó un momento:

—La historia que nos has contado hoy, ¿cuándo la recordaste, Capitán?

—Hace una semana —respondió él con una sonrisa.

—¿Encontraste algún objeto que te la hizo recordar o te vino así sin más?

—El libro.

—¿Qué libro? ¿El que encontraste entre los restos del Sunboat, con la tinta de las palabras todavía negra y brillante?

—Ese precisamente.

—¿Lo has encontrado hace sólo una semana?

—Se enganchó en la red.

—Vámonos a casa ahora, es casi de noche —dije—. Como siempre, somos las últimas.

—Esperad —dijo el Capitán cuando ya estábamos en la puerta—. Tú querías saber qué es un zoco —dijo dirigiéndose a Vainilla.

—En realidad… sí, Capitán.

—Zoco significa «mercado», y para entender lo que es debes imaginar un lugar de mucho follón, con mil colores que hieren la vista, olores que pellizcan la nariz y voces y palabras que no comprenderías porque provienen de una tierra muy antigua y lejana. Eso es un zoco. Yo he estado en ellos.

—Lo creo, Capitán —contestó Babú—. ¿Puedo hacer otra pregunta? ¿Qué había en las cajas del Isabella II?

—No me acuerdo.

Cuando salimos, el sol estaba poniéndose. Cícero hablaba con el marinero que había intentado echar de allí a los niños. Estaba contento de vernos.

—Ah, aquí estáis —dijo frotándose las manos—. Tengo que pasar un momento por el pub, luego nos vamos.

—Nosotros acompañamos a la «chusma» a sus casas —dijeron Pic, Ditemí, Talosén y Lolaflor—. Nos vemos mañana.

—Sí, tened cuidado —dije despidiéndome.

—Estoy sorprendido de que el Capitán os haya dejado entrar en su caseta. A ninguno de nosotros nos ha permitido nunca acercarnos siquiera —dijo Cícero mientras subíamos la calle.

—Lo ha hecho para protegernos del frío y de… —me interrumpí: no me apetecía pronunciar el nombre del Enemigo en aquel momento, pero Cícero comprendió de todas formas.

—Ese hombre es una continua sorpresa —dijo.

—Nos ha contado una historia preciosa, papá —dijo Vainilla—. ¡Es de verdad capitán!

—¿Ah, sí?

—¡Y ha dicho que vivimos en una tierra que no figura en los mapas! ¿Tú lo sabías, papá? —preguntó Pervinca.

—No, pero ¡esta sí que es buena!

FOsep

Fue todo lo que un adulto supo de aquella historia. El resto permaneció siempre como un secreto entre los niños y el Capitán.