Un misterioso hallazgo
Sucedió un invierno, uno de los inviernos más crudos e ingratos que yo recuerde… —comenzó el Capitán encendiéndose la pipa—. La Isabella II, una fragata de velas cuadradas, surcaba las aguas entre la niebla del mar de Kerrclan siguiendo la ruta de costumbre. ¡Las estrellas son testigos si digo que era una belleza! Dos puentes, tres mástiles, un velamen imponente y su proa… ¡amplia y esbelta! Una maravilla de barco. Y, ¿queréis saber cuál era su mayor cualidad?
—¿Cuál, Capitán?
—Sabía estrechar el viento.
—Ni siquiera sé lo que quiere decir.
—Maniobrar la Isabella II era tan fácil como llevar a una dama en un vals —explicó Talbooth—. Estaba armada con dos baterías de cañones: doce de siete libras y seis de cinco. Aquel maldito día no utilizamos ninguno.
—¿Era, era un buque de guerra-aah? —preguntó Paj, que voló con la puerta.
—¡No sólo eso! Los cometidos de la Isabella II eran explorar, escoltar, atacar y defender. Pero aquella vez, ay de mí, también llevaba una carga preciosa. Esto, sin embargo, la tripulación no lo sabía. Al reclutamiento se presentaban delincuentes y criminales a los que no habría confiado ni mi pinta de cerveza: no te podías fiar de nadie. Por lo demás, la paga era muy baja y los buenos marineros, los de fiar, no estaban por la labor de navegar en aguas infestadas de piratas. En resumidas cuentas, que con una chusma de esa ralea, a la que hay que sumar treinta oficiales, un contramaestre, un piloto, un jefe de cañoneros, un médico, tres carpinteros y veinticinco infantes de marina, la Isabella II, a las seis en punto del día fijado, soltó amarras y se hizo a la mar escoltada por un puñado de gaviotas. El mar en calma y el viento estable permitieron enseguida una buena andadura: «¡Siete nudos y aumentando, Capitán!», gritó el señor Peabody retirando la corredera.
—¿Eras tú el Capitán? —preguntó Flox.
—Por las barbas grises de las olas, ¿y quién si no habría de serlo? —respondió—. Yo mismo, en persona.
Los niños no pudieron aguantar unas risitas quedas, pero Talbooth no se dio por aludido y continuó su relato.
—«¡Muy bien, señor Peppop!», dijo al contramaestre. Se llamaba Cal Peppop, un gran hombre de mar, así como buena persona. «A este paso, en un par de horas estaremos fuera del cabo, en mar abierta».
»Bajé a controlar la carga: sólo yo conocía el contenido de las cinco cajas estivadas en el vientre de la nave. Y a los tres hombres que hacían guardia les había dado orden de abrir fuego contra cualquiera que se acercara.
»A las ocho en punto, como había previsto, dejábamos las aguas seguras del canal para afrontar el Gran Mar. Cinco horas después, el segundo de a bordo vino a avisarme de que había un problema.
»Todos los hombres estaban sobre el puente y miraban el mar en silencio, atónitos. “¿Se ha caído alguien, Torrel?”, pregunté. “¡Por todas las marañas!, ¿por qué no he oído el grito de alarma?”.
»“No se ha caído nadie, Capitán. Ninguno de nosotros, pero… mirad vos mismo…”.
»Alrededor del buque flotaban los restos de un galeón real. Los piratas lo habían abordado y, después de haberlo saqueado, le habían prendido fuego. Una parte del castillo de popa ardía todavía entre barriles y jarcias, alimentos y aceite, cacharros de todo tipo… “¡Buscad a los supervivientes!”, ordené. “Echad al agua mi barca, ¡bajaré yo también!”.
»No encontramos a un solo hombre, ni vivo ni muerto. Los tiburones habían pasado antes que nosotros.
»“¡Es el Sunboat!”, gritó uno de los marineros sacando del agua la tabla con su nombre. “Gracias, Bradley, me lo imaginaba”, respondí. Los remos habían sacado a flote algunas vestimentas entre las que reconocí el sombrero de mi amigo y valiente capitán Charles Albert Bullet.
»Anduve entre aquellos miserables restos con la esperanza de encontrar el libro de a bordo. Y un libro encontré: flotaba con las páginas abiertas. La corriente lo estaba arrastrando hacia el norte. “Extraño”, me dije. Cuando lo rescaté, enseguida me di cuenta de que no se trataba del Diario del capitán. Pese a encontrarse hundido en el agua, no se le había borrado ni una sola palabra, pero ninguna hacía referencia a la nave recién hundida; la tinta con la que estaba escrito seguía negra y brillante como la del calamar. De todas formas, era un libro. Quien lo había escrito debía de haber vivido muchos siglos atrás. La tierra que describía me era del todo desconocida, lo mismo que los hechos que contaba. Decidí conservarlo y en las noches que precedieron a nuestro desastre me sumergí en su lectura.
—¿Qué contaba? —preguntó Vainilla.
En ese momento noté que, desde hacía unos minutos, ya no oía ni a Paj ni al viento. Me volví y observé al pequeño Robin sentado con las piernas cruzadas delante de la puerta, bajo la cual había encajado un trozo de madera. Sonreí: «El Capitán sabe más que todos juntos, ¡y Paj más que el Capitán!», pensé.
—¿Era un libro de aventuras? ¿Quién lo habría escrito? —insistió Vainilla.
—¡Sólo el cielo lo sabe! —respondió el Capitán Talbooth—. Quizá una Criatura Mágica, viendo el poder de la tinta, pero nombres… ¡bah! Y en cuanto a los hechos que narraba, os asombraría escucharlos.
—¡Cuéntanoslo! —exclamaron los niños a coro.
—Oh, no, no me corresponde a mí. Os diré, en cambio, qué ocurrió la noche en que fuimos atacados.
—¿Tropezasteis con un calamar gigante?
—¡Un cachalote!
—¿Un grupo de sirenas?
—¡Piratas! —exclamó Talbooth—. ¡Esos perros famélicos!
—¡Capitán! —susurró Devién.
—Eh…, quería decir que precisamente con ellos.