¡Domingo libre para todos!
Nada más despertarse, Babú bajó corriendo la escalera para abrir la puerta. «Mmm… vivificante y limpio aire otoñal», pensó respirando profundamente. Qué buen aroma tenía. La Cesta de las Cortesías estaba, como de costumbre, apoyada en el primer peldaño. Aquel día estaba cubierta de escarcha. Vainilla la agarró con el chal y la llevó adentro.
—Un saquito de castañas, tres ovillos de lana sin hilar todavía, seis huevos tibios, un centro de mesa con pan, un ramillete de bayas rojas y… el cubo de pescado fresco —resumió dando saltitos hacia la cocina—. También está la pinza del carpintero.
—¿Quién es? —preguntó Dalia.
—¡Puaj! ¡Adelaida Pimpernel! Esta la podemos tirar —contestó Babú.
—Ni soñarlo —exclamó Dalia—. Siempre las hemos guardado todas, y guardaremos también esta. Sentaos, que el desayuno está listo. Pervinca, ponte algo en los pies, está helando.
—¡Qué buen desayuno ha preparado, señora Periwinkle! —dijo Cícero al entrar.
—Gracias, señor Periwinkle —respondió Dalia.
Cuando Dalia y Cícero se llamaban por el apellido, quería decir que estaban de buen humor y tenían ganas de bromear. Señal de que Tomelilla no les había informado de la mentira que Pervinca había contado para ver a Grisam.
—¡Podrías haberme esperado, cariño, habría hecho buñuelos! —siguió diciendo el señor Cícero.
—Oh, apenas he podido hacer nada, tesoro, siéntate.
—¿Nada? —susurró Pervinca—. ¡A mí me parece un banquete nupcial!
El domingo era un día especial, y en casa de los Periwinkle siguió siéndolo incluso durante el asedio del Enemigo. Aquel domingo en particular la mesa estaba arreglada para la fiesta y había cosas exquisitas de comer.
Mamá Dalia había puesto nuestro mantel favorito, el que había hecho la bruja Prímula Pull para Tomelilla usando «retales de telas antiguas», así había dicho ella. En nuestra opinión, había sido una manera amable de decir que había deshecho los trajes de su marido, por otra parte confeccionados por ella misma, y los había cortado en pedacitos. Lo sospechamos porque, desde el día del cumpleaños de Tomelilla, el señor Pull había llevado la misma chaqueta y los mismos pantalones durante semanas. E incluso esos estaban llenos de parches.
Por su parte, Tomelilla había agradecido mucho el regalo: la señora Pull tenía un excelente gusto en cuestión de telas y cosía muy bien. No por nada era considerada la mejor modista del pueblo. Muchos vestidos de las gemelas salían de su taller. Incluso los uniformes de aprendices de bruja: Tomelilla decía que nadie los hacía como Prímula. El corte, lo resistentes que eran… Excelentes. Algunas lenguas malignas atribuían el secreto de las magníficas prendas de la señora Pull a las hadas que la ayudaban en el taller. Seis hadas ancianísimas, plurimultimilenarias, ¡las hadas más viejas que jamás se habían visto!
Las cotillas se equivocaban, sin embargo. Las hadas son buenas costureras, pero tienen ideas un poco cómicas acerca de la forma de los vestidos. Piensan como hadas y no entienden que los humanos tienen otras necesidades distintas a aquellas que son tan altas como las hojas de sauce y ligeras como la brisa. Para que lo comprendáis: si pidierais a un hada que os confeccionara un traje de su propia creación, probablemente os entregaría un copo de nube bordado con gotas de rocío, o una faldita de plumas de búho y una chaquetita de corteza de árbol. Por eso, está bien claro que en el taller de la señora Pull ella era la mente pensante, y las hadas, la aguja y el hilo. No podía ser de otra manera.
El hecho es que aquel mantel fue siempre nuestro favorito. Dalia le había hecho los honores con todo el amor y la gracia de que es capaz una madre: había puesto los platitos y las tazas de cerámica de los mismos colores que el mantel; había vertido la mermelada en las tarrinas, cada una con su cucharita, evitando así la vista de los botes pringosos. Con la mantequilla había formado una rosa que había colocado sobre un centro de papel, en medio de una tabla con fragantes rebanadas de pan apenas tostado.
Una vez se hubieron sentado todos, mamá Dalia trajo a la mesa la leche en una bonita jarra blanca y no en la cacerolita, como hacía de costumbre, y el café en una cafetera de peltre. Desde el hombro de Vainilla, donde estaba sentada, la vista de todas aquellas bondades me ponía muy contenta.
—Qué magnífico desayuno, Dalia, mis felicitaciones —dijo Tomelilla acomodándose. Viéndola así, distendida y sociable, tuve la impresión de que nuestra mentira era algo pasado, olvidado. Pero cuando Cícero habló, el ceño de la bruja se frunció de nuevo.
—Roble me ha dicho a su lenta manera que tú y Grisam le habéis confiado una carta para que se la entregue a los Poppy… ¡Qué buena idea! —dijo dirigiéndose a Pervinca. Por poco no me caí en la taza de Babú.
Vi, por su parte, murmuró un afligido «gracias» sin alzar los ojos de su café con leche.
—Bien —prosiguió Cícero—, el viejo árbol, siempre con lentitud, nos hace saber que la carta ha llegado a su destino, pero no ha habido respuesta.
—Shirley acaba de aprender a leer y escribir —intervino Vainilla—. No creo que sea capaz de escribir una carta. A menos que lo haga la pluma que tú le has regalado, tía Tomelilla. A propósito, hemos leído en el Libro Antiguo que Mentaflorida recibió como regalo una pluma idéntica de un chico llamado Pruno. ¿Es la misma que le diste a Shirley? ¿La heredaste de tus antepasados?
—En los tiempos de Mentaflorida había pocos profesores y muchas plumas de esa clase. La que le di a Shirley para que aprendiese a escribir es, sin duda, una pluma muy antigua, pero no estoy segura de que sea la misma.
En aquel momento, Pervinca y yo agradecimos a Vainilla de todo corazón que hubiera llevado la conversación a un tema distinto. De todos modos, conociendo a Tomelilla, ambas sabíamos que la reprimenda sólo había sido pospuesta a un momento más oportuno.
Entre otras cosas, porque alguien llamó a la puerta.