Diez años después
Me aseguré de que todas las luces estuvieran apagadas y volé hasta la habitación de las niñas. Era una noche tranquila. Mamá Dalia descansaba en la habitación de al lado y se oía, apenas perceptible, la leve respiración de Pervinca y Vainilla, que dormían en sus camas. Entré en mi tarro y empecé a escribir.
Desde que el Enemigo había vuelto a Verdellano, velaba por las niñas también de noche y, para pasar las horas de soledad, ponía al día mi diario. Cuántas cosas habían ocurrido aquel año: las niñas habían cumplido diez años y se habían convertido en brujas, y como de costumbre Pervinca había querido sorprendernos demostrando que era la primera Bruja de la Oscuridad de la familia Periwinkle.
El día mismo de su conversión en bruja, el Terrible 21 había atacado el valle. Desde entonces se habían producido otros ataques y en el pueblo se llevaba una vida extraña, más casera y retirada.
Al alba, todavía estaba sentada al escritorio, redactando, cuando un ruido llamó mi atención.
Alguien se había levantado. Pensé que tal vez quisiera charlar un rato, así que dejé la pluma y volé hacia abajo; la casa estaba oscura y silenciosa. Fui a la cocina, pero no encontré a nadie. Atravesé el comedor y me dirigí al salón de la chimenea: no había nadie tampoco. De repente, noté que un hilo de luz se filtraba por debajo de la puerta del estudio del señor Cícero. Llamé… nadie. Llamé otra vez, nada. Decidí entrar.
La lámpara del bonito escritorio de nogal estaba encendida y en el cenicero ardía todavía el fósforo con el que Cícero había encendido su pipa. Quizá había salido a tomar un poco el aire. La radio emitía ruidos, señal de que había tratado de ponerse en contacto con Duff o algún otro del pueblo y que dentro de poco volvería para intentarlo de nuevo.
Tendría que haber salido de allí y volver arriba, pero la atmósfera de aquella habitación siempre me seducía, así que me quedé un rato. Todo estaba bien ordenado, limpio, se notaba muy querido: los libros y las fotos de las niñas en los estantes de madera, los vasitos y las bonitas botellas de vidrio oscuro y elegantes etiquetas, los mapas enrollados en su cesto, la leña junto a la chimenea y la butaca en la que a menudo se quedaba dormida Pervinca. En el armario, detrás de los cristales, brillaban los instrumentos de latón del señor Cícero: era meteorólogo, y un apasionado de la astronomía. Orientado al cielo, en efecto, estaba el precioso telescopio que a ninguno de nosotros se le permitía tocar. Recuerdo que cuando entré por primera vez en el estudio, este apuntaba hacia el Reino del Rocío de Plata: el señor Cícero, a su manera, había acudido a mi encuentro durante mi largo viaje. Aquello me gustó.
El telescopio era el instrumento preferido de Pervinca y a veces, de noche, la había sorprendido mirando las estrellas a escondidas. «Cómo me gustaría poder visitarlas una a una y ver más allá todavía, en la lejana oscuridad», decía. «¿Tú lo has hecho, Felí?».
«¿Ver una estrella de cerca? Sí, he visto algunas. ¿Quieres saber algo? La Tierra vista desde allá arriba parece una estrella».
A Vainilla, en cambio, le gustaba el catalejo. Se sentía una científica mientras lo sostenía como su padre le había enseñado. Sin embargo, como al señor Cícero no le gustaba que jugaran con sus instrumentos, y Vainilla se cansaba de tener un ojo cerrado y el otro abierto, la joven científica recurría a los gemelos, más cómodos. Se los aplastaba contra los ojos para que no se colara la luz y pasaba horas enteras estudiando el vuelo de las gaviotas, observando las olas de la bahía, espiando a los pájaros en sus nidos o atenta a un fruto o una hoja con la esperanza de asistir al momento en que se soltaran de la rama.
«¡No los orientes nunca hacia el sol!», le había dicho el señor Cícero.
«Lástima», había pensado Vainilla. Le habría gustado verlo de cerca.
El suelo del pasillo crujió. El señor Cícero volvía al estudio y lo mejor que yo podía hacer era salir de allí. ¡Estaba allí sin permiso! Volé deprisa hacia la puerta mientras esta se abrió. Sin embargo, no era el señor Cícero.
—¡Pervinca!
—¿Dónde estabas? ¡Me he despertado y todo estaba a oscuras! —me gritó jadeante. Estaba pálida como una sábana. La ayudé a sentarse en la butaca y la tapé con una manta.
—Tú nunca has tenido miedo de la oscuridad —dije sorprendida—. ¿Has vuelto a tener esa pesadilla?
Pervinca afirmó con la cabeza. Estaba fría como el hielo.
—¿Quieres que encienda el fuego?
De nuevo, sí.
Volé a hacerle una manzanilla. Cuando volví, la joven bruja estaba envuelta en una manta y sus mejillas habían recuperado el color.
—¿Estás mejor? —pregunté.
—Sí, aquí se está bien —dijo con una sonrisa.
—¿Quieres contármelo?
—Preferiría no hacerlo.
—¿Por qué? ¿Es una pesadilla tan horrible que te da miedo recordarla?
—Sí…
—Es sólo un sueño y, si lo compartes conmigo, será también un poco mío y ya no estarás sola con él.
—No te gustaría oírlo, Felí.
—Pues claro que me gustaría. ¿Por qué dices eso?
—Porque… —Pervinca bajó los ojos— te asustarías más que yo.
—¿Sueñas que el Terrible 21 vuelve para raptarte, es eso lo que sueñas?
—No, es otra cosa.
Vi guardó silencio. Me senté junto a ella y miré el fuego tratando de imaginar qué podría asustarme tanto, cuando de improviso Vi volvió a hablar. Fue un susurro, apenas un murmullo:
—No es de él de quien tengo miedo —dijo. Me volví a mirarla. No quería hacer preguntas tontas ni darle la impresión de no haber entendido, pero… no lo había entendido. Él, ¿quién?
Aguardé antes de decir nada, esperando que siguiese hablando, que dijera algo que me ayudara a comprender, pero en ese preciso momento entró el señor Cícero.
—Creía que era el único que no dormía en esta casa y, sin embargo, descubro que estoy muy bien acompañado. Por ahí anda Tomelilla y aquí os encuentro a vosotras dos; ¿es que el insomnio afecta también a las brujas y a las hadas niñeras? —preguntó.
—Pervinca ha tenido una pesadilla —dije.
—Entiendo. Pero ya ha pasado, ¿verdad?
—Sí, un poco.
—¿Sabes, Vi, que creo que he descubierto una nueva estrella? Quería contárselo también a Duff, pero el bestia ese está durmiendo, como de costumbre.
—Son las cinco de la mañana —dije.
—¿Y qué? Nunca es demasiado pronto para un descubrimiento científico, querida Felí. ¿Te gustaría verla, Pervinca? —el señor Cícero sabía quién movía su telescopio cuando él no estaba. Pervinca apartó la manta y corrió a mirar por el objetivo.
—¿Dónde está?
—Espera, espera… primero deja que lo regule…
—Yo me voy con Lala Tomelilla —dije saliendo.
Pervinca estaba en buenas manos. Ella y su padre se querían mucho y se entendían en casi todo. Hablaban un montón, a veces discutían animadamente y gritaban, pero esto también formaba parte de su cariño mutuo. Quién sabe, a lo mejor el señor Cícero se las arreglaría para que esa noche Vi le contara su sueño.