La visita de las hadas

La luna se había puesto hacía poco.

Pervinca había leído el Libro Antiguo en voz alta para Flox y Vainilla hasta que los ojos se le habían cerrado solos; luego, las tres se habían dormido tranquilas. Me acompañaba el silencio y miraba hacia fuera a través de los cristales empañados por el frío cuando entreví unos resplandores. Las hadas estaban de ronda. Abrí la ventana.

—¡Devién, Pic, Talosén! —llamé en voz baja.

—¿Eres tú, Felí?

—Sí. Decidme, ¿qué noticias hay?

Se acercaron, una a una, un poco torpes por el frío.

—¡Brrrr! Déjanos entrar un momento para calentarnos, Felí, menudo frío hace aquí afuera —dijo Pic.

—Venid aquí, cerca de la estufa… ¿Entonces, habéis visto algo?

—No, por suerte esta noche todo está tranquilo, pero sopla un viento muy desagradable. ¿Sabías que Viccard, el guardián del faro, ya no quiere estar solo allá abajo? Tiene miedo. Figúrate, ¡precisamente él!

—Dice que alguien llama a su puerta todas las noches.

—Sospecho que es verdad… —dije.

—Después del último ataque, todos viven aterrados.

—Oh, no creo que el asalto de la otra noche haya empeorado las cosas —dijo Devién—. Más bien, las huellas en los jardines y las voces horribles que se oyen por la noche, y los robos… son cosas que asustan.

—Sí, tienes razón. Ayer hasta el arado de los Coclery desapareció.

—¿Y qué hace el Terrible 21 con un arado, las redes, los postigos del faro, la manada de los Bugle…? Tomelilla no ha querido decírnoslo.

—Hierro, madera, redes, cuerdas, comida… ¿te dice algo esto? ¡Armas y trampas, Felí! Y comida como para alimentar a un ejército.

—¡Saltabatalla, es verdad!

—Y lo más estúpido es que algunos, en vez de atribuir los robos al Enemigo, han empezado a culparse entre ellos.

—¿Cómo es eso? ¡Pero si en Fairy Oak todos se conocen desde hace siglos!

—Pues mira, ¡Tulipa Oban ha acusado a Talbooth de haberle robado la dentadura!

—¿Y es cierto?

—No, claro que no, pero esto te muestra hasta dónde ha llegado la desconfianza. No veas cómo le atacó el domingo delante de todos, en la plaza.

—¿Y Talbooth?

—Al principio trató de defenderse. Pobrecillo, incluso le enseñó su boca desdentada, pero Tulipa seguía gritando, así que Talbooth salió con su barco y no lo volvimos a ver hasta ayer por la tarde.

—Y si vieras las calles del pueblo, Felí, ¡vacías!

—Nadie se detiene ya a charlar con nadie, ni siquiera con Roble. Qué solo está.

—¡Ah!, a propósito, se niega a perder las hojas.

—¿Otra vez? Creía que ya se le había pasado.

—Oh, no. Sostiene que con las hojas combate mejor al Enemigo. Que los latigazos de sus ramas con hojas son más eficaces, y nadie logra convencerlo de lo contrario.

—Pobre Roble, incluso él se siente amenazado. ¿Y cómo se lleva con el otoño?

—¡Se pelea con él! Y cada vez que pierde una hoja, primero llora y se desespera; después, intenta convencer a algún joven Mágico de la Luz para que la vuelva a hacer crecer. No te rías, es algo muy serio.

—Tienes razón, Pic, perdona. Mañana trataré de hablar con él.

—Y luego están también los niños…

—¿Qué niños? —pregunté preocupada.

—¡Todos los niños! Son insufribles, ya no nos soportan y escapan a nuestro control.

—A propósito de niños, ¿tenéis noticias de Shirley Poppy? Hace tanto que no la vemos y, después del ataque al faro de Aberdur, estamos un poco preocupadas. Ocurrió tan cerca de su casa…

—Verla, no —respondió Talosén—, pero hemos oído hablar de ella.

—Cotilleos, no vale la pena contarlos —dijo Pic alzando los hombros.

—¡Al contrario! Si os habéis enterado de que está en peligro, quiero saberlo —dije.

—Oh, no en más peligro que todos nosotros, querida. No más que todos nosotros. No, los cotilleos se referían a su… aspecto.

—¿Y quién tiene tiempo para cotillear sobre el aspecto de una niña, mientras el Enemigo asedia el pueblo día y noche?

—¡Adelaida Pimpernel!

—¡Esa arpía arrugada y buscalíos! —exclamé—. ¡Pero, claro, tenía que haberme imaginado que era ella!

—Shhh, baja la voz o despertarás a las niñas —susurró Devién.

Demasiado tarde.

Pervinca se había erguido apoyada en los codos y nos miraba por las rendijas de sus ojos:

—¿Qué ocurre ahí? ¿Qué estáis tramando vosotras las hadas?

—Nada, tesoro. Duerme tranquila.

—¿Dormir? He oído lo que habéis dicho. Estáis hablando de Shirley.

Pervinca se levantó de la cama arrastrando con ella la manta.

—¿Quieres bajar la voz, por favor? —dije—. Son las tres de la madrugada, vuelve a dormirte.

—No puedo, si habláis os oigo y, si os oigo, no consigo dormirme.

—Está bien, entonces vamos todas a dormir.

—No, no, espera, quiero saber qué pasa con Shirley —insistió.

—¡Chitón! ¿Quieres despertar a todo el mundo?

—¿Qué ocurre? ¿Quién grita? —bufó Flox medio dormida.

—Vaya… ¡perfecto! Ahora se despierta la otra Bruja de la Oscuridad, ¿pero es que tenéis todas el sueño ligero?

Cuando Flox vio a su hada, saltó fuera de la cama y corrió a saludarla.

—¿Te estás portando bien? —le preguntó Devién.

—Muy bien —respondió Flox—. Pero me olvidé el camisón y Vi ha tenido que prestarme uno de los suyos.

—Oh, Flox.

Mientras, Pervinca se había acercado a la cama de Vainilla.

—Babú, ¡despiértate! —le susurró.

—¿Es preciso despertarla también a ella? —pregunté.

—Claro —contestó Vi—. Shirley es sobre todo amiga suya. ¡Despierta, despierta, Babú! —susurró más fuerte.

—Yo no insistiría —dije—. Todavía es de noche y las Brujas de la Luz a esta hora duermen profundamente. Ella, además, hasta que no ve luz… ¿Qué hac…? ¡No…!, ¡aparta!, ¡déjame!

—Muy bien, Felí, me has dado una magnífica idea —exclamó Pervinca agarrándome por las alas—. Mira la luz, Babú… Mira la luz… —dijo moviéndome ante los ojos de su hermana como una linterna.

—¡Ultrajofensa! ¡Qué modales! —protesté—. Si me lo hubieras pedido gentilmente, lo habría hecho por propia voluntad.

Vainilla abrió un ojo:

—¿Qué… hora es? —balbució.

—¡Las tres de la madrugada! —respondió Vi arrastrándola fuera de la cama—. Perdona, Babú, pero la única manera de despertarte era haciéndote creer que era de día.

—¿Y por qué me has despertado? Todo está oscuro ahí fuera y yo… umm… tengo sueño.

—No, no vuelvas a dormirte. Las hadas están hablando de Shirley Poppy, tú también tienes que oírlo.

—¿Las hadas? Anda, mira, las hadas. Buenos días, quiero decir… buenas noches. ¿Habéis encontrado mi sombrero?

—Shhh, escucha.

—Quizá no ha sido buena idea venir —comentó Devién.

—Ni rastro, Babú, lo siento —dijo Talosén.

—Vaya, qué pena… Entonces, ¿por qué estáis aquí?

—Esa antipática, la mujer del alcalde, cotillea a espaldas de Shirley —le dijo Pervinca.

—¿CARADEFAISÁN? ¿Y POR QUÉ?

—¡Cierralabocapesteazul! Habla en voz baja —susurró Pic—. La Pimpernel no es la única que cotillea. El otro día, al acompañar a las niñas al colegio, oí a Pétula Penn hablando con la mujer del herrero, y decían que Edgar Poppy debía de tener dos monedas de oro sobre los ojos por no darse cuenta de lo extraña que es su hija. Y una de las dos, no recuerdo cuál, añadió incluso que Shirley viste como una andrajosa y que, si no fuera con esa «rata» —así la llamó— en el hombro, todos estarían más contentos y a lo mejor hasta se olvidaban de su «originalidad»; usaron exactamente esa palabra, «originalidad», pobrecita.

Devién movió la cabeza:

—Estás cotilleando, Pic —dijo apartando el tintero de las manos de Flox.

—¡Nada de eso! —se defendió—. Sólo estoy contando algo que ha pasado.

—Estás contando algo que no te concierne y una conversación en la que no participabas: ¡estás cotilleando!

—Me habéis pedido vosotras que lo contara… yo…

—¡Estás cotilleando! —insistió Devién.

—Vale, está bien. ¡Entonces me callo!

—No deberían hablar mal de Poppy, es una buena chica, no son andrajos… —murmuró Vainilla. La noticia la entristeció mucho. Pervinca, en cambio, estaba hecha una furia:

—¡Cierta gente no debería tener derecho a hablar y punto!

—Quizá sea culpa del Terrible 21 y de este mal ambiente. Todo el mundo está tan nervioso e irritable… —susurró Talosén. Pero Pervinca no estaba de acuerdo:

—La madre de Scarlet siempre ha sido una grandísima cotilla, incluso antes de que llegara el Enemigo.

—Incluso su hija, si vamos al caso —añadió Flox.

—Exacto, su hija también. Nuestro deber, ya que ahora sabemos lo que van diciendo por ahí, sería intervenir para defender el honor de Shirley y de su familia.

—¿Y cómo pensáis hacerlo? —pregunté.

—¡Protestaremos! —respondió Vi—. ¡Escribiremos una carta!

—¿A quién?

—¡Al alcalde!

—¿Para decirle qué? ¿Que no queréis que su mujer se meta en las vidas de la gente de Fairy Oak?

—¡No a costa de los Poppy!

—¡Escribámosla ahora mismo! —exclamó Vainilla entusiasmada.

—Creo que el alcalde tiene cosas más urgentes estos días —dije—. No hace falta tanta prisa. Ahora volved a la cama, y mañana, con la mente despejada, hablaremos de nuevo.