Del Libro Antiguo

Un corazón de héroe

Un desastre, eso es lo que va a ser —sentenció Viccard Burdock, el padre de Duffus—. Si le obligo a participar, perderá en todos los juegos para desafiarme, y si no le obligo… el deshonor caerá sobre nuestra familia.

—¡Habla con él! —sugirió su hermano Grisamold—. Llegad a un acuerdo…

—A un compromiso, querrás decir. ¡Con un mocoso de dieciséis años! ¿Y después, según tú, cuántos tendré que aceptar? Soy su padre, tengo veinte años más que él, soy yo quien decide lo que es justo ¡y sin compromisos!

—Viccard, eres mi hermano mayor y te respeto, pero tú mismo lo has dicho: obligarle no servirá de nada.

—No, en efecto. De todos modos, prefiero verle perder compitiendo antes que permitirle renunciar. Tal vez sea como dices: quizá Duffus es un iluminado, quizá sea verdad que sabe cosas que nosotros no sabemos. Yo no he estudiado tanto como tú, Grisamold; soy tosco, ignorante, pero no estúpido. Yo también veo en sus ojos esa luz, sé que es inteligente. Pero tiene que reconocer que ha sido también muy afortunado. Por sus venas corre la sangre de los Burdock. ¿De quién cree que ha heredado ese valor? ¡De mí! ¿Y ese noble aire de guerrero? ¡Son cualidades de los Burdock! Él tiene que ser un ejemplo para los demás. ¡Ha nacido para guiarlos!

—Y lo hará —continuó Grisamold con emoción—. ¡En los momentos decisivos los guiará, no te preocupes!

—Los momentos decisivos son también los que nunca querrías que llegaran, los que no comprendes del todo, los que te hacen sentirte a disgusto —dijo Viccard Burdock—. Duffus participará en los juegos, lo quiera o no. Y no tengo nada más que decir.

FOsep

En la playa, entretanto, los preparativos proseguían con gran empeño. Entre las brujas organizadoras estaba Ana Burdock, la madre de Duffus.

—Ana, tesoro, creo que está llegando tu hijo —avisó una bruja sin disimular su ironía. Ana no le hizo caso. Todos empleaban ese tono cuando hablaban de su chico. ¿Y cómo quitarles la razón? Duffus vestía de una manera excéntrica, era difícil comprenderle y se encendía como una hoguera cuando hablaba de igualdad, libertad, tolerancia, colectividad, respeto y otras rarezas por el estilo. Deseaba que hubiera leyes que regulasen el uso de los poderes y normas, en su opinión indispensables para la convivencia. De sus labios salían grandes palabras como «organización», «estructura», «jerarquía», «códigos».

Los más ni siquiera lo escuchaban; quien parecía prestar atención a sus discursos, en realidad lo miraba divertido sin entender ni una palabra. Sólo Scarlet-Violet lo tomaba en serio y a menudo estaba de acuerdo con él. Pese a ello, los dos terminaban siempre discutiendo. «¡Mimada, orgullosa y vanidosa!», le recriminaba él. «Testarudo, obstinado y soñador», le reprochaba ella. Y adiós muy buenas tolerancia, diálogo, etcétera, etcétera.

Entre los adultos, pocos entendían el fin de aquellos discursos, pues los Mágicos de la región se consideraban libres como el aire y, aparte de Roseto Pimpernel, iguales y tolerantes los unos con los otros. Nadie mandaba sobre nadie, y todos obedecían a un único jefe, el mismo desde hacía siglos, que no daba órdenes sino consejos precisos y muy sensatos. Había también algunos auténticos sabios, de carne, hueso, artritis y bastón: el más joven tenía 6567 años. El Consejo estaba compuesto por seis, pero, a causa de la edad, tres eran más como niños que como sabios. Por eso, en cierto sentido, había una jerarquía y todo iba como la seda.

No estaba claro a quién o a qué se referían las encendidas arengas del joven Burdock. Quizá a las criaturas del Pequeño Pueblo, pues algunas de ellas habían sido sometidas por los magos y las brujas. Pero nadie se había quejado nunca, y por lo demás, ¿no eran los trabajos de precisión más adecuados para las hadas? Y los más pesados, ¿no eran coser y cantar para los forzudos gnomos? ¿De qué hablaba ese bendito muchacho?

Ni siquiera Ana entendía bien a su hermoso hijo, pero confiaba en él y, a veces, tenía incluso el presentimiento de que Duffus llegaría a ser algo grande. Viéndolo llegar tan abrigado a la playa, no pudo evitar sonreír y suspirar:

—¿Qué traes hoy en la cabeza, Duffus querido?

—¿Por qué, no es invierno? —respondió él tomándole el pelo. Ana sonrió de nuevo—. No estoy loco, si es lo que piensas. Tengo escalofríos, quizá un poco de fiebre… —la tranquilizó.

—Deja que te toque… —Ana quiso apoyarle los labios sobre la frente, pero Duffus se apartó.

—¿No me crees?

—Siéntate a la sombra entonces. Voy a prepararte una infusión de melisa. ¿Qué llevas en ese saco?

—La ropa para esta noche —contestó.

La bruja emitió un suspiro de alivio:

—¡Ah, entonces vas a venir! —dijo haciéndole una caricia—. La fiebre no es un pretexto para… quiero decir…

—No, no es un pretexto. Voy a entrenarme con los demás.

—¡Bravo, Duffus! Me alegra que hables así. Temía que enfadaras a tu padre, pero veo que quieres ser razonable. Ya verás como al final te divertirás como todos los demás.

—No, mamá, no como los demás —la corrigió Duffus—. ¿Hay algo de comer?

—¡Mira a tu alrededor y escoge tú mismo! —dijo Ana Burdock indicando orgullosa los mostradores dispuestos en forma de U en la playa y que ella, con mucho entusiasmo, había ayudado a disponer—. En esas cestas de ahí hay incluso manzanas.

Duffus se llenó los bolsillos de la bata, dio un beso a su madre y se alejó. Desde lo alto de las dunas preguntó:

—¿Sabes que tiempo hará?

—Sereno, mi amor. El mago Hibiscus ha dicho que esta tarde la luna y las estrellas nos contemplarán. Será precioso, Duffus, precioso…