Del Libro Antiguo
La cueva de las Hadas
Después del incidente con Duffus, Scarlet-Violet llevó a Mentaflorida a un claro tranquilo y resguardado. Y allí esperó pacientemente a que su amiga volviera a su forma original…
—¿…Así?
—Así eres una libélula.
—Y… ¿así?
—Un colibrí.
—¿…Así?
—Un ruiseñor… Menta, concéntrate. Debes volver a ser una chica. Piensa en cómo eres… ¿Recuerdas qué forma tienes?
—Uff… ¿Así?
—Así eres una mariquita.
—Pues he progresado. Es que pienso en mis pecas…
—Muy bien, entonces piensa también en el resto.
—¿Aaa… sí?
—¡Esta eres tú! Pero, espera, hay algo distinto en ti… ¡la nariz! Tú tienes la nariz un poco como de patata.
—¿…Y ahora?
—¡Ahora! Déjame ver la tripa… ¡Falta el lunar!
—Lo sé.
—¡Y un cuerno lo sabes! ¿Qué es lo que te he dicho esta mañana?
—Que si gritaba otra vez me metías un ratón en la boca.
—¡Eso no! Después, mientras desayunábamos…
—Uff, que no podemos interferir en la naturaleza de las cosas, ¡pedazo de latosa! Está bien, me has convencido, ¡a mi tripa, como salido de una paleta, vuélvame mi lunar de color violeta!
Las chicas llegaron a la cueva bastante tarde. La larga fila para poder entrar llegaba hasta el puente sobre la cascada, mientras adentro las madres, hijas y hadas se agolpaban para dar los últimos retoques a los Trajes de la Responsabilidad.
Parecía un día de mercado…
—¿De quién es este vestido?
—¡Necesito otro hilo de plata aquí!
—¿Puedes apartarte de la pared de hielo? Todos tenemos que mirarnos, ¿no crees?
—He perdido la aguja, cuidado, hay una por el suelo…
—Deprisa, ¡no queremos cumplir los diecisiete aquí afuera!
—Mollis Acanthus, ¡tu vestido está listo!
—¿Dónde te habías metido, niña? Te he buscado por todas partes —exclamó Madama de los Senderos, la madre de Mentaflorida, que apareció entre la multitud.
—Nosotras… hemos ido a que nos peinara la bruha Columbina y luego…
—¡Y luego te han raptado los murciélagos! ¡Tus trenzas son un desastre! ¿Dónde has dejado las babuchas?
—En casa, he salido sin ellas. ¿Has traído mi vestido?
—Sí, tesoro, póntelo. Así las hadas verán si hay algún arreglo que hacer.
Scarlet-Violet miró a su alrededor:
—¿Habéis visto a mi madre, Madama de los Senderos? —le preguntó.
—No está aquí, querida, y ahora que lo pienso, tú tampoco deberías estar. Ya sabes cómo es, no soporta el jaleo, por eso ha mandado llamar a un hada para que tú te pruebes el vestido en casa.
—Tenía que haberlo imaginado —resopló Scarlet-Violet—. Entonces me vuelvo a casa. Nos vemos dentro de un rato, Menta…
—Oh, no —respondió Mentaflorida—, no es husto, no puedo probarme el vestido sin ti, y tú tampoco, ¿verdad? Si me esperas, te acompaño. Me doy mucha prisa, ¡lo huro!
En ese momento, la cueva se vio inundada por el grito de una chica:
—¡MI VESTIDO HA DESAPARECIDOOO!
—Y a continuación otra:
—¡MI VESTIDO SE HA VUELTO AMARILLOOO!
—Y otra más:
—¡EL MÍO ES TRANSPARENTEEE!
—¿Qué ocurre aquí? —intervinieron las madres—. ¿Quién ha lanzado estos hechizos?
Scarlet-Violet levantó los ojos: ¡ahí estaban! Apostados en la cueva, unos cuantos chicos reían a más no poder.
—Menudas cosas se os ocurren. ¡Marchaos de ahí! —gritó Scarlet-Violet.
—Cómo no, madrecita, si lo dices tú… ¡Ja, ja! —rieron.
—¡Los hermanos McLoad! ¡Era de suponer! —comentó una de las madres—. Y Crocus Pills y Elderberry Barks… ¡Os hemos reconocido, sinvergüenzas! Bajad o mando llamar a vuestros padres.
La única respuesta de Sándalo McLoad fue señalar a un grupo de chicas:
—¡Traje de la Responsabilidad, al instante desaparece, y tú, debutante, en ropa interior aparece! —ordenó riendo a carcajadas.
—¡AHHH! —gritaron las chicas.
—Y más aún: Vestido blanco de debutante, ¡conviértete en un fuego crepitante! —dijo su hermano Alcornoque muerto de risa.
—¡SOCORRO! ¡ABRASA!… ¡Ay! —gritaron las chicas.
—¡ALCORNOQUE MCLOAD! MÉTETE ESOS PODERES TUYOS DONDE NO…
—¡SCARLET-VIOLET, POR AMOR DEL CIELO! —intervino la madre de Mentaflorida—. No empeoremos la situación.
—¡Pero no podemos dejar que nos traten de esta manera! —protestó Scarlet-Violet. Y mientras lo decía se volvió hacia sus compañeras y lanzó el grito que todas, o casi todas, estaban esperando—: ¡AL ATAQUEEEE!
Las jóvenes brujas no se lo hicieron repetir y rápidamente pagaron al enemigo con su misma moneda:
—¡Zarzas y zarzajos, envolved las piernas de esos muchachos! —ordenaron.
—¡AYAYAY, AYAYAY! —gritaron los chicos.
—Vestido tan querido, vestidito, ¡de chocolate serás un caramelito! —replicó el enemigo.
—¡AH, ESTOY TODA SUCIA! —gritaron las chicas.
—¡Que los calzones desaparezcan al instante y los calzonazos enseñen los calzoncillos! —intimaron las brujas.
—¡Viento, vientecito de primavera, cárgate de agua y vuélvete chubasco! —respondieron los magos.
—¡NO, AGUA NOOO!…
En fin, que a pocas horas de la Fiesta de la Responsabilidad se desencadenó la más estúpida e infantil de las batallas. Mientras las hadas trataban de poner a resguardo los vestidos que aún podían llamarse así, dentro y fuera de la cueva todo volaba, chorreaba, desaparecía o se transformaba. Algunas chicas lloraban, otras se lamían el chocolate de los brazos, otras se divertían lanzando indignos hechizos a diestro y siniestro… Un verdadero desastre.
Una voz que se alzó entre las demás trajo la calma.
—¡BASTA! —gritó Roseto Pimpernel.
Los chicos y las chicas se detuvieron y todos los objetos que volaban cayeron al suelo. El hermano de Scarlet-Violet avanzó entre ellos con una expresión que daba miedo. Era mucho mayor que Scarlet-Violet y en el pueblo todos le temían, ya que daba gran valor al respeto y no dudaba en recurrir a medios muy hábiles para imponerlo. Era de carácter imprevisible y a menudo se dejaba llevar por feroces arranques de ira; por ello, pese a ser muy culto y guapo, era un hombre solitario y no tenía amigos.
—¿Os parece manera de comportaros? —dijo—. Pedazos de gusanos inútiles e indisciplinados. ¡Yo sí que sabría domesticaros! Y tú… —dijo dirigiéndose a Scarlet-Violet, cargando su voz de desdén—… tú eres el deshonor de nuestra familia. ¡Sal pitando para casa!
—¡Espera! —exclamó Mentaflorida—. Voy contigo.
—¡Mentaflorida! —silbó su madre.
—Es mejor que no, Menta —la detuvo Scarlet-Violet.
—Pero ¿por qué? No hacemos ningún mal y hoy es un día tan importante para nosotras…
—¿No has oído a tu madre? —la reconvino Roseto—. Si fuera usted, Madama de los Senderos, enseñaría a su hija a obedecer sin rechistar. Y hasta a hablar como conviene a una muchacha de su edad, ¡si no, dudo que alguien quiera casarse con ella!
Y diciendo esto, Roseto agarró a su hermana de un brazo y salió de la cueva.