9 El viaje prosigue

Rowan despertó temblando. El cielo era de color naranja y rojo alrededor de la cumbre de la Montaña, envuelta en nubes, y el aire era cada vez más frío. Jonn, Marlie y Allun seguían durmiendo, tumbados a su alrededor sobre la hierba. Todos, incluso Jonn el Fuerte, parecían más jóvenes y desvalidos. Sus ropas, como las de Rowan, aún estaban húmedas e impregnadas del hedor del pantano. Tenían la cara y las manos sucias y manchadas; el pelo empapado y con costras de barro. Cuán diferente este pequeño grupo de aquel que había partido con tanta gallardía por la mañana. Y cuánto había cambiado su opinión sobre el papel que iba a desempeñar en él. Rowan contempló a los tres adultos dormidos y se preguntó qué sentía por ellos. Antes, aunque los conocía bien desde la infancia, les había tenido miedo. Ahora, se habían ganado su confianza. No solo cuidaban de él, sino que casi parecía caerles bien. Pensó en ello con sorpresa.

Marlie abrió los ojos, parpadeó, adormilada, un momento, vio que Rowan la estaba mirando y sonrió. Se sentó y se pasó los dedos por el pelo pegajoso.

—Será mejor que despertemos a los demás —dijo—. Y que encendamos un fuego. Parece claro que pasaremos la noche aquí.

Más tarde, los cuatro se sentaron alrededor de la hoguera y se dieron un festín de pan tostado y queso fundido, frutos secos, miel y tortas de avena, además del mejor café tostado de Solla. Había oscurecido y hacía frío. La luna proyectaba un resplandor blanco sobre el cielo saturado de estrellas, detrás de un velo brumoso de nubes.

Mientras comían dentro del brillante círculo de luz, Allun, Marlie y Jonn hablaban del pueblo, contaban historias de tiempos pretéritos y anécdotas que los hacían reír. Casi parecía que estaban sentados delante del hogar de Jiller, en Rin.

Rowan escuchaba como lo hacía en casa, y se preguntó por qué de repente todo parecía tan natural y relajado. Entonces lo comprendió. El motivo era que Bronden, Val y Ellis ya no estaban con ellos, y Allun había bajado la guardia. Todavía hablaba y bromeaba como de costumbre, pero en su boca no aparecía aquella mueca de amargura, y se contentaba con estar sentado en silencio, atizando el fuego.

Rowan había oído decir a Jiller que, cuando eran niños, había llegado a la conclusión de que las bromas y salidas teatrales de Allun conformaban una armadura más fuerte que los músculos de hierro de Val y Ellis o el mal humor de Bronden. En cierto modo, aunque Allun ya era un adulto, Rowan se dio cuenta de que la armadura seguía intacta. Lo cual era necesario, pues estaba claro que para muchos aldeanos, como los tres que los habían abandonado hoy, Allun nunca sería uno de los suyos. Nunca sería aceptado por completo, por más que lo deseara y por más que lo intentara, debido a que su padre era uno de los Viajeros.

Mientras examinaba el rostro enjuto de Allun a la luz de la hoguera, Rowan vio que estaba atrapado entre dos pueblos. Al menos, eso creía él. Esa suposición le ponía en guardia. Pero de vez en cuando, con los amigos de confianza, podía comportarse con espontaneidad.

Rowan escuchaba mientras los demás hablaban, y se sentía consolado por su presencia. Nadie hablaba de Bronden, Val o Ellis. Nadie miraba el plano desplegado para que el fuego lo secara. Nadie hablaba del pantano, las arañas o el viaje que aún los aguardaba.

Pero cuando terminaron de comer y convirtieron los tallos verdes de Bronden en antorchas para el día siguiente, y el fuego se hubo reducido a unas brasas llameantes, la intensa oscuridad empezó a afectarles. Poco a poco, fueron enmudeciendo. Rowan se removió nervioso. Habían secado sus ropas como habían podido, pero no les fue posible lavarlas, tenían que reservar el agua de las cantimploras para beber.

Rowan habría dado cualquier cosa por un largo baño caliente. «Madre sonreiría al oírme —pensó—. Por lo general, me quejo de tener que bañarme». Al punto, sintió una punzada de soledad.

A esas alturas, Ellis, Bronden y Val estarían cerca de casa. No permitirían que la oscuridad los detuviera. Entrarían en Rin a una hora en que la gente ya estaría pensando en apagar la lámpara y acostarse. Annad ya estaría durmiendo en la pequeña habitación que compartía con Rowan. Jiller estaría sentada junto al fuego, abajo. Leyendo, tal vez, o zurciendo algo. ¿Estaría pensando en él? ¿Qué sentiría cuando se enterara del regreso de los demás?

Allun observaba su cara triste.

—La misma luna está brillando sobre Rin —murmuró, y señaló al cielo—. Piensa en eso.

—No vale la pena guardar este último pedazo de dulce de leche, Rowan —dijo Marlie, y le tendió el paquete—. Estoy segura de que podrías terminarlo por nosotros.

—El plano ya debería de estar seco, ¿no crees, Rowan? —preguntó Jonn como si tal cosa, casi exactamente en el mismo momento.

Rowan se dio cuenta de que todos trataban de consolarle a su manera. Sonrió con timidez a Allun, tomó el pedazo de dulce de leche que le ofrecía Marlie y asintió mirando a Jonn el Fuerte.

Sacudió el barro seco del pergamino. Siguió su camino con el dedo y localizó el lugar donde habían acampado. Daba la impresión de que habían recorrido una tercera parte del viaje. Desde allí deberían desviarse de nuevo hacia el oeste, y seguir subiendo hasta lo que parecía un empinado precipicio. Allí, la línea roja se interrumpía con brusquedad. El corazón de Rowan dio un vuelco cuando pensó que les aguardaba otra temible ascensión.

Miró el tercer espacio en blanco del plano. Allí estaba. Mejor dicho, estaba el lugar donde había estado. Se inclinó sobre el pergamino y leyó en voz alta las palabras a la tenue luz del fuego:

Buscad la mano que indica el camino

y tomad el sendero en el que juegan los niños.

Allí, donde el rostro que respira en un suspiro

se inclina para admirar sus ojos relucientes,

vuestro camino está indicado por líneas de luz,

que significan la huida de la noche eterna

—¡Niños! —exclamó Allun—. ¿Vamos a encontrar gente en este lugar? ¡Gente significa agua, Marlie! Y bañeras donde lavarse. Y camas blandas. ¡Y cuencos de sopa!

Jonn el Fuerte contempló la silenciosa y oscura Montaña.

—Si hay un pueblo tan cerca, está bien escondido —dijo—. De todos modos, ya veremos. Vamos a descansar. Nos pondremos en marcha con las primeras luces. Sería estupendo ser visitantes madrugadores, si visitantes hemos de ser.

Pese a su cansancio, Rowan permaneció despierto un rato después de que todos se dieran las buenas noches. Los otros guardaban silencio, Jonn y Allun envueltos como crisálidas en sus capullos; Marlie acostada, con la suya por encima. Tendría frío por la noche, pensó Rowan. Él estaba a gusto, y el fuego brillaba bien alimentado. Pero las palabras del verso del plano daban vueltas en su cabeza y siempre terminaban igual. De la misma forma aterradora que le despertaría sobresaltado y volvería a iniciar el proceso de nuevo. «Noche eterna… noche eterna… noche eterna…».

‡ ‡ ‡

Despertó con la cabeza cargada y oyó a Marlie amontonando tierra sobre el fuego, y a Allun silbando. Aún era de madrugada, pero el cielo empezaba a clarear y los pájaros cantaban. Rowan pensó en Estrella y los bukshah, avanzando hacia la charca para beber con Jiller y Annad. Imaginó sus resoplidos de perplejidad al encontrar el agua más baja que nunca. A esas alturas, ya debían de tener mucha sed. Probarían el fangoso líquido marrón que quedaba, sacudirían sus pesadas cabezas y patearían el suelo. Y se preguntarían dónde estaba él. «Vamos todo lo deprisa que podemos, Estrella». Rowan cerró los ojos y se concentró lo máximo posible en las palabras, como si de esa manera el mensaje pudiera llegar a su amiga. «Pronto llegaremos a la cumbre de la Montaña. Conseguiremos que el agua fluya de nuevo. Pronto…».

Entonces recordó, y sus ojos se abrieron de nuevo, llenos de horror. Mañana, o pasado mañana, llegarían a la cumbre de la Montaña. Y… al Dragón. Su corazón dio un vuelco y se sintió enfermo. Le habían pasado tantas cosas, había tenido tanto miedo durante este viaje, que por un momento había olvidado su mayor temor. Hasta ahora. Y después pensó en otra cosa. Otro día. Otra aurora. Y la Montaña estaba silenciosa, salvo por los pájaros. Una vez más, el Dragón no había rugido.

Aún estaba reflexionando sobre estas cosas, cuando partieron de nuevo en dirección oeste, hacia arriba.

—Allun —dijo con timidez—, ¿crees que el Dragón podría estar muerto o que se ha ido a otro sitio?

—Eso espero —contestó Allun, risueño—. Después de meditarlo bien, he decidido que preferiría no conocerlo.

—Esta mañana no se ha oído nada desde la cumbre de la Montaña —intervino Marlie.

—No, ni anoche —admitió Jonn el Fuerte. Miró a Rowan—. Muchos dicen, por supuesto, que no hay ningún Dragón en la cumbre de la Montaña. Nadie lo ha visto nunca. No tenemos pruebas de que las viejas historias sean ciertas.

—Bronden no las creía —dijo Marlie.

Al instante, el mismo pensamiento se materializó en la mente de todos. Bronden no creía en nada que no viera con sus propios ojos. Y Bronden había descubierto que estaba equivocada. Muy equivocada.

Jonn se puso a andar un poco más deprisa. Cargaba de nuevo con la mochila de Rowan; pero, incluso sin ese peso extra, Rowan debía esforzarse por no quedar rezagado. Al cabo de un rato, ya no le quedaban energías para pensar en otra cosa que no fuera el camino empinado que seguían. Tal vez esa era la intención de Jonn.

Se abrieron paso entre algunos arbustos arracimados en lo alto de la elevación. Entonces, Allun lanzó una exclamación y Marlie masculló por lo bajo. Rowan alzó la vista. Delante de ellos, alzándose sobre las copas de los árboles, había un precipicio de roca rojodorada que brillaba bajo los primeros rayos del sol. Jadeó sin aliento y lo miró, fascinado.

Comprendió que había visto aquel lugar muchas veces, mientras cuidaba de los bukshah al salir el sol. Pero entonces lo había visto pequeño y muy lejano. Entonces, si miraba hacia la Montaña, veía una masa boscosa, después una franja rojodorada centelleante, y después la nube que ocultaba la cumbre de la Montaña. Pero ahora el precipicio se alzaba ante él, y vio que caía desde la nube como una muralla, una muralla casi tan lisa y recta como el costado del molino de Rin.

No podría subir. Lo sabía. Solo verlo le llenaba de terror. Apretó los labios para no gritar, y la desesperación le embargó. Habían llegado tan lejos, habían luchado tanto, para acabar siendo derrotados por la Montaña.

Porque no era el único incapaz de subir por aquel precipicio. Cuanto más cerca se encontraban, más claro estaba que era imposible escalarlo. No había puntos de apoyo. No había nada con qué aferrarse a la piedra. Ni plantas, ni huecos, ni rocas afiladas. Nada.

—Tenemos un problema —comentó Allun.

—Eso parece —dijo Jonn el Fuerte. Examinó el precipicio con los ojos entornados.

—No deberíamos desesperarnos —dijo Marlie, mientras se secaba el sudor de la frente y se estremecía al mismo tiempo. El aire era frío ahora, y un viento gélido soplaba a su alrededor—. Puede que el camino se vea con más claridad cuando lleguemos al lugar.

Allun y Jonn se pusieron a andar de nuevo con semblante sombrío. Rowan comprendió que no compartían las esperanzas de Marlie.

Pero cuando media hora después salieron de los árboles y vieron lo que había al pie del acantilado, cayeron en la cuenta de la sabiduría de sus palabras.

—¡Una cueva! —exclamó Jonn. Miró en el interior de la oscura hoquedad, que era como una puerta en la roca—. Y muy profunda. ¿Podría ser…? ¡Rowan!

Se congregaron alrededor de Rowan mientras desenrollaba el mapa. La línea roja ascendía de una manera muy empinada, eso era cierto, pero no tanto como el acantilado que se alzaba hacia las nubes.

—¡Maravilloso! —canturreó Allun—. Un acceso fácil. ¡Y a salvo de las inclemencias! —Se volvió hacia Marlie—. ¡Qué alivio!

Ella forzó una sonrisa.

—Ya lo creo —contestó, pero Rowan vio que había palidecido.

Encendieron una de las antorchas que habían fabricado la noche anterior. En cuanto prendió, produjo una llama lenta y constante. Marlie abrió la marcha, con la antorcha en alto, cuando entraron en la cueva.

Los recibieron unos chillidos agudos. Unos chillidos y el batir de un millar de alas correosas, cuando centenares de murciélagos, despertados de su descanso diurno, cayeron desde el techo de la caverna y giraron a su alrededor, azotando sus rostros.

Inclinaron la cabeza entre gritos y se acuclillaron en el suelo arenoso, protegiéndose los ojos con los brazos. Rowan se oyó chillar junto con los demás. Tuvo la impresión de que transcurría una eternidad antes de que los chillidos cesaran y los animales, impulsados por el pánico, se marchasen. Solo entonces, Marlie, Jonn el Fuerte, Allun y Rowan se levantaron poco a poco, jadeantes como si hubieran estado corriendo. Se miraron, y Allun sonrió.

—¿Quiénes creéis que estaban más asustados? ¿Nosotros o los murciélagos?

Carcajadas de alivio resonaron en las paredes de piedra. La antorcha parpadeó y arrojó largas sombras.

—¡Mirad! —gritó Rowan.

Al final de la cueva, junto a una ancha entrada arqueada que parecía conducir a otra cámara, se erguía una roca solitaria de extraña forma. Era más estrecha por abajo que por arriba, y un escuálido dedo de piedra señalaba desde ella.

«Buscad la mano que indica el camino…».

Con la antorcha en alto, avanzaron y atravesaron la arcada, internándose en el corazón de la Montaña.