4 Ver es creer

Rowan despertó, jadeante y tembloroso, empapado en sudor. No tenía ni idea de qué hora era. Tenía la impresión de que el sueño había durado horas, aunque solo hubieran sido segundos. Annad seguía durmiendo como una bendita, con la boca entreabierta y una mano curvada alrededor de su bukshah de juguete. Al menos, no tenía pesadillas, pero la idea de volver a dormirse aterrorizaba a Rowan. Apartó las mantas y saltó de la cama. Hacía mucho frío. El aire helado de la noche soplaba contra la ventana, y su camisón estaba húmedo. Se lo quitó y empezó a ponerse la ropa del día, que había dejado amontonada sobre el suelo cuando se cambió para ir a dormir.

Debajo de la ropa estaba el palo que Sheba le había arrojado. Se lo había llevado a casa sin pensarlo, y lo había guardado en su habitación. Lo recogió y lo recorrió con los dedos. Era un buen bastón: recto y grueso, y tan suave como si lo hubieran pulido, salvo por un pequeño bulto puntiagudo en la mitad. Eso debía de ser el culpable del corte que se había hecho en la frente. Era lo bastante duro y afilado.

¡Entonces, el bulto se movió! Se deslizó hacia delante bajo su pulgar. ¡Y el bastón empezó a pelarse!

Rowan ahogó una exclamación cuando la superficie lisa que tenía debajo de los dedos empezó a desprenderse en una única capa. Tiró de ella, fascinado, al tiempo que se iba desenrollando. Entonces, cayó en la cuenta de que el «bastón» no era tal. Era un fragmento de pergamino muy bien enrollado. El bultito del centro era el cierre que lo sujetaba.

Echó un vistazo a la dormida Annad y corrió hacia la luz de la lámpara. Ella no se despertó, y Rowan se dispuso a examinar con más detenimiento el objeto que sostenía en la mano. Porque, a pesar de la oscuridad, observó que el pergamino no estaba en blanco. Contenía imágenes, líneas y palabras. Tenía que discernir qué eran.

Extendió el pergamino sobre el suelo de madera y sujetó las cuatro esquinas con sus zapatos y los de Annad, para que no se enrollaran de nuevo. Después, colocó con sumo cuidado la lámpara al lado y observó con detenimiento las imágenes.

Era un plano de la Montaña, con un sendero marcado en rojo. Rowan se tapó la boca con la mano para reprimir un grito. Sheba les había gastado una jugarreta. Había fingido defraudarlos, sabiendo desde el primer momento que Rowan se llevaba lo que necesitaba. Sabiendo que tal vez no descubrirían nunca lo que les había entregado. Cómo debía de haberse reído del disgusto de Jonn el Fuerte y de la decepción de Marlie.

Rowan volvió a enrollar el mapa y abrochó el cierre. Se calzó. Después, se quedó inmóvil en mitad de la habitación, mientras la cabeza le daba vueltas.

—¡Rowan! ¿Qué estás haciendo?

Giró en redondo y vio los ojos sobresaltados de su madre. Le estaba contemplando desde la puerta. Rowan parpadeó. Al igual que él, Jiller estaba vestida como si fuera a salir.

—Yo… —Extendió el mapa enrollado, con la lengua trabada—. Tuve un sueño y…

—Oh, Rowan —suspiró Jiller, exasperada—. ¡Estas pesadillas! ¿Qué voy a hacer contigo, hijo mío? —Por un momento, Rowan creyó ver que sus labios temblaban—. Y ahora, esta mañana… —Enmudeció y se llevó las manos a la cara. Cuando las bajó, había recuperado la calma—. Si queremos despedirnos del grupo que parte hacia la Montaña, junto con el resto del pueblo, tendremos que irnos pronto —dijo—. Parten al amanecer. Deja ese bastón y recoge la ropa de Annad. He de despertarla.

Se acercó a la cama de la niña.

—Mami…

En su confusión, Rowan utilizó la palabra infantil sin pensarlo. Vio que Jiller fruncía el ceño y oyó que contenía el aliento, irritada.

—Madre —se apresuró a continuar, en voz tan alta que Annad empezó a removerse—. Madre, yo tengo el plano. ¡El plano de la Montaña!

—Tiene el plano de la Montaña —repitió Jiller a Jonn el Fuerte, sin hacer caso de las exclamaciones de la multitud. Tenía las mejillas sonrosadas de emoción, y le colgaba la capucha sobre los hombros. A Rowan le parecía muy hermosa. Y tal vez también a Jonn el Fuerte, porque la estaba mirando con admiración.

—¡Déjanos verlo, deprisa! —exigió Bronden, al tiempo que daba una patada en el suelo—. ¡No puedo creerlo! ¿Por qué nos gastó esa jugarreta la vieja? ¿Estás segura de que el chico no quiere tomarnos el pelo?

—Claro que no —replicó Jiller, al tiempo que arrebata el plano a Rowan y se lo pasaba—. ¡Míralo tú misma!

Bronden desenrolló el pergamino y lo examinó un momento, mientras arrojaba pequeñas vaharadas de aliento en el frío aire de la mañana. Después, se quedó boquiabierta y entregó el pergamino a Jonn y a Marlie.

—¿Y bien? —Allun, de pie al lado de Rowan y Jiller, estaba muerto de curiosidad—. ¿Qué pasa? ¿Qué ha descubierto el chico?

Jonn el Fuerte volvió el pergamino hacia ellos. Estaba completamente en blanco.

—Pero… —estalló Rowan—. ¡Estaba ahí! Un dibujo de la Montaña. Y palabras, flechas…, y una senda marcada en rojo, que conducía a la nube y más arriba. ¡Estaba ahí!

Bronden sorbió por la nariz y movió la cabeza hacia la hoja en blanco que todavía colgaba de la mano de Jonn.

—Ver es creer —dijo, y apartó la vista—. Los niños deberían saber que es un gran error intentar engañar a sus mayores para llamar la atención.

—Tal vez estabas soñando, Rowan —dijo Allun, y le palmeó el hombro—. Demasiado queso para cenar, ¿eh? Me pasa a veces. Las cosas parecen reales…

—¡Era real! —interrumpió Jiller. Tenía el ceño fruncido y miraba el pergamino como si aún no diera crédito a sus ojos—. Rowan me lo enseñó. Lo vi con mis propios ojos. ¿Yo también estoy intentando engañar a mis mayores, Branden?

Siguió una pausa tensa. Jonn el Fuerte se mordió el pulgar con aire pensativo. Después, devolvió el pergamino a Rowan.

—Si Jiller y Rowan vieron un plano ahí, yo les creo —dijo—. Pero la cuestión es que ahora no está. Tal vez Sheba deseaba alimentar nuestras esperanzas, para luego destruirlas por completo.

Jiller le sonrió, agradecida.

—Sería muy propio de ella —admitió Marlie—. Ella… ¡Oh! —Se quedó boquiabierta y señaló a Rowan—. ¡Mirad, mirad! —exclamó con voz estrangulada.

Rowan, ruborizado y sobresaltado, descubrió que todos los aldeanos le miraban. La gente lanzaba exclamaciones, con la vista clavada en él. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había hecho ahora? Tardó un momento en darse cuenta de que no le estaban mirando a él, sino al pergamino que sostenía en la mano. Bajó la vista, y a la sorpresa que recibió le siguió enseguida una oleada de alivio y alegría. Porque el plano estaba reapareciendo poco a poco. Formas, palabras… y por fin el sendero de puntos rojos que serpenteaba hacia arriba.

Jonn el Fuerte extendió la mano.

—Dámelo, Rowan —ordenó.

Rowan le entregó el pergamino de buena gana. Jonn lo tomó y lo levantó. Los murmullos de entusiasmo de los aldeanos se elevaron, para ser sustituidos al momento por un gruñido de decepción. Porque mientras miraban, las líneas y flechas se iban esfumando. Al cabo de muy poco tiempo, el pergamino estaba en blanco de nuevo. Jonn lo fue enseñando. La gente lo miraba mientras pasaba de mano en mano, sin cambiar.

—¡Es brujería! —estalló Neel, y lo devolvió a Jonn el Fuerte como si estuviera envenenado—. Sheba está jugando con nosotros.

—Temo que así es —dijo Jonn lentamente—. A un juego peligroso. —Miró a Marlie—. Mucho me temo que lo que Sheba quiere es que me coma mis palabras —le dijo.

Puso de nuevo el pergamino en las manos de Rowan y observó con semblante serio mientras las marcas, formas y líneas volvían a aparecer en su superficie, tenues al principio, pero cada vez más claras.

—¿Qué significa eso? —gritó Jiller, al tiempo que aferraba el hombro de su hijo.

Jonn el Fuerte vaciló.

—Anoche, irritada por algo que le dije, Sheba dijo de Rowan: «Que te guiara él no te haría ningún daño». Creo que, movida por el rencor, ha hechizado el plano, para que solo revele sus secretos en manos de Rowan.

—Tienes razón. —Marlie estaba pensando en voz alta—. Se lo tiró a la cara anoche. Tenía la intención de que lo descubriera. Tenía la intención de que se produjera la escena que acabamos de presenciar. —Hizo una pausa—. Sheba quiere que el muchacho vaya con nosotros a la Montaña.

—¡No! —La palabra brotó de los labios de Jiller antes de poder contenerse. Se mordió el labio y recobró la serenidad—. Quiero decir —continuó con cautela—, Rowan es muy joven. Demasiado joven para seros útil. Ha de cuidar de los bukshah. No puede ir.

—¡Pues claro que no puede! —corroboró su maestro, Timón. Se abrió paso hacia adelante entre la multitud—. Yo tengo la solución de este pequeño dilema. Que Rowan sostenga el plano mientras yo lo copio, con mi propia tinta y en mi propio papel. —Extendió las manos—. Puede que tardemos una hora y que el brazo de Rowan se canse, pero valdrá la pena. Porque Rowan podrá irse después a la cama, muchacho afortunado, mientras vosotros, pobres ilusos, partís de excursión.

—¡Sí! —exclamó Marlie—. Ganaremos a Sheba en su propio terreno. Olvida que no somos bukshah, para manipularnos con tanta facilidad.

Pero Sheba no había olvidado nada. Pues pese a todos los esfuerzos de Timón, no pudo copiar el plano. Cada vez que lo intentaba, las plumas que utilizaba y desechaba una tras otra resbalaban sobre el papel de copiar como si estuviera untado con mantequilla, si bien respondían de maravilla cuando se ponía a dibujar otra cosa. Al cabo de media hora, no había logrado escribir ni una sola línea útil. Por fin, tiró la última pluma con un gruñido de disgusto y se sentó en cuclillas sobre un montón de papeles arrugados.

—¡Basta! —dijo Jonn—. Antes nos íbamos a ir sin el plano. Nada ha cambiado. Nos iremos sin el plano ahora. —Cabeceó en dirección a Rowan, evitando los ojos de Jiller—. Gracias —dijo—. Porque al menos hemos vislumbrado retazos del camino. Nos acordaremos, y nos resultará de ayuda. Vete a casa con tu madre.

—¡Pero esto es absurdo! —tronó Bronden—. El plano es la clave de nuestro éxito y seguridad. Hemos de llevarlo con nosotros. Y si el plano y el chico están unidos, sea por el sortilegio que sea, también hemos de llevarnos al chico. Cualquiera puede sustituirle con los bukshah. Su afecto por ellos es insensato, en cualquier caso.

—Estamos de acuerdo con Bronden —manifestó Val. Su hermano, a su lado, asintió—. El pueblo depende de ello. Aquí no hay lugar para pusilánimes.

—El chico no puede ir —insistió Jonn el Fuerte—. El peligro es demasiado grande, y él es demasiado joven.

—¿O acaso su madre es demasiado hermosa —comentó Bronden con acidez—, y tu corazón se está imponiendo a tu cabeza, Jonn el Fuerte?

La cara de Jonn se tiñó de escarlata. Rowan sintió que el brazo de Jiller se tensaba y vio que alzaba la barbilla, mientras que dos pequeñas manchas de un rojo brillante empezaban a extenderse sobre sus mejillas.

—Mamá, ¿qué pasa con Jonn? —susurró Annad, al tiempo que tiraba de la falda de su madre—. ¿Por qué se ha puesto todo rojo?

Jiller no contestó. Rowan paseó la vista por los rostros de la multitud, y poco a poco comprendió la verdad con el corazón encogido. Había otros niños de su edad. Si eso le hubiera pasado a cualquiera de ellos, no habría habido discusión. Todo el mundo habría dado por sentado, Jonn, Timon y sus padres, que irían. Y querrían ir. Sería la mayor aventura de su vida. La posibilidad de demostrar que eran unos héroes.

Era por él que Jonn el Fuerte había adoptado aquella postura. Porque, ahora lo comprendió, Jonn el Fuerte amaba a su madre y estaba intentando salvarla de la vergüenza y el dolor.

Rowan empezó a temblar. Las palabras de Sheba resonaron en sus oídos: «La Montaña no pondrá a prueba tu valentía. La destruirá». ¿Por qué le había hecho eso? Si la Montaña podía destruir la valentía de alguien como Jonn el Fuerte, que no tenía miedo de nada, ¿qué le haría a Rowan, de los bukshah, que tenía miedo de todo?

Estaba embargado de miedo, soledad y vergüenza a partes iguales. No podía soportarlo. No podía soportar los ojos tristes de los aldeanos clavados en él. Ellos también debían de estar pensando: «¿Por qué él?». El chico más decepcionante de todo Rin. ¿Por qué desdichado azar le habían elegido como salvador, cuando lo único que podía hacer era decepcionarlos?

Se volvió hacia su madre, dispuesto a esconder la cara en su falda, y en aquel momento una imagen refulgió en su mente. Se vio en los campos de los bukshah, con el hocico tibio de Estrella inclinado sobre su mano, y las demás bestias paciendo a su alrededor, enormes, calmas y confiadas.

Nunca había decepcionado a los bukshah. Nunca les había fallado. En las heladas madrugadas o bajo el calor del sol, cuando estaban heridos, cuando parían a sus crías o necesitaban consuelo si el Dragón rugía, él estaba allí.

Ahora necesitaban agua. No imaginaban que pudiera fallarles. Para ellos no era un alfeñique menudo y asustadizo. Para ellos era el líder, guía y amigo. Confiaban en él por completo. La idea bañó su ser como leche tibia.

Levantó la cabeza y miró a los ojos a Jonn el Fuerte.

—Yo iré —dijo. El plano que sostenía aleteó en la brisa que precedía al alba—. Yo iré con vosotros a la Montaña.