3 Los héroes
No obstante, tras examinar el corte en la frente de su hijo, Jiller se limitó a sonreír y a encogerse de hombros. No era grave, dijo, y lo curaría en casa. Todos los niños tenían que apechugar con cosas semejantes tarde o temprano. Rowan sabía que hablaba tanto para él como para Jonn el Fuerte y Marlie. Le recordaba que debía ser valiente, como cualquier hijo de Rin, y no inquietarse por pequeñeces.
Rowan sabía que a Jiller le preocupaba su nerviosismo y fragilidad. Se lo había oído decir a Jonn el Fuerte frente a su casa, tan solo uno o dos meses atrás. Intentaba ser paciente, había dicho Jiller, pero Rowan era tan diferente de ella, y de su padre, e incluso de la robusta Annad…, que a veces le resultaba muy difícil tratarlo. No le entendía. Ojalá su padre estuviera vivo…
Rowan se había escabullido hasta la habitación que ahora compartía con Annad. Se había acostado en su cama durante un buen rato, sin pensar en nada, consciente tan solo de un dolor sordo en el pecho.
Y ahora se hallaba de pie al lado de su madre, mareado, con escozor en los ojos y sin decir nada. Anhelaba arrojarse en sus brazos y llorar en busca de consuelo, pero no lo encontraría. Solo vergüenza.
—¡Ya te dije que acudir a Sheba era una pérdida de tiempo! —estaba diciendo Bronden, tan satisfecha como exasperada—. Ahora tiene dos de nuestros mejores quesos en sus mugrientas garras, y nosotros seguimos igual.
—Da igual —dijo Allun, y se encogió de hombros—. Decidimos intentarlo con ella, y así lo hicimos. Ahora hay que tomar una decisión. Porque todos no podemos escalar la Montaña. ¿Quién irá?
—Yo iré —gritó Bronden. Los miró a todos con ojos llameantes, como retándolos a desafiarla.
—¿Por qué no? —preguntó Jonn el Fuerte—. Nadie duda de tu buena disposición, tu valentía o tu derecho, Bronden. Como nadie duda de los míos, supongo. Yo también iré.
Rowan experimentó la sensación de que una mano helada estrujaba su corazón. Recordó las palabras de Sheba: «La Montaña no pondrá a prueba tu fuerza, Jonn. La destruirá».
—¡No! —exclamó. La mano de su madre se cerró sobre su brazo para que callara.
—Y yo también iré —dijo Marlie con firmeza, clavando los ojos en Bronden.
Val y Ellis habían estado hablando en voz baja. Val alzó su voz ronca.
—No tendremos trabajo hasta que la rueda del molino vuelva a girar —dijo—. Por lo tanto, iremos con vosotros a la Montaña. Mejor eso que esperar un día tras otro.
—Podríais dedicaros a las tareas domésticas, para variar —bromeó Allun.
Val le miró con frialdad, mientras algunos aldeanos intercambiaban miradas irónicas. Todos sabían que a Val y Ellis no les gustaba que nadie se burlara de sus peculiares costumbres domésticas.
—Esto es una locura —exclamó Neel, el alfarero, incapaz de guardar silencio por más rato—. ¡No me hace ninguna gracia! Bronden, Jonn, Marlie, Val, Ellis… ¡Los más fuertes de nosotros, en dirección a lo desconocido! —Increpó a la multitud—. Si estos exaltados no vuelven, ¿cómo vamos a sobrevivir? ¿Qué pasará si los Zebak nos invaden una vez más, o si nos amenaza algún otro peligro espantoso?
—Otro peligro espantoso nos amenaza, Neel —dijo la anciana Lann—. En este mismo momento. Tal vez el más espantoso al que nos hemos enfrentado. Para salvar el pueblo, algunos hemos de aventurarnos en lo desconocido. Por eso son los más fuertes los que han de ir. —Se volvió hacia Jonn—. De todos modos, creo que el grupo es todavía demasiado escaso. Necesitáis uno más.
Allun se adelantó.
—Estoy de acuerdo. Me uniré a la partida para aumentar su número. —Vio que Bronden abría la boca para protestar, y se apresuró a continuar—: Ah, Bronden, sé que solo soy un mestizo de Rin, y que mi fuerza no puede compararse a la vuestra, pero no soy tan enclenque. Creo que he llegado a dominar todas las habilidades que el viaje exige. Además, puedo ofrecer otros dones, gracias a la sangre de mi padre. Una cabeza bien amueblada, por ejemplo. Facilidad para encender buenas hogueras de acampada, y un montón de canciones y chistes que serán bien recibidos. Además, con los molineros ausentes y sin harina, ¿en qué podrá ocuparse un pobre panadero los próximos días?
—Podrías venir a cavar en mi jardín, Allun —dijo con voz aguda su madre, Sara.
Un coro de carcajadas se elevó de la multitud. La anciana sonrió. Solo Rowan y Allun se fijaron en que sus manos aferraban el delantal y retorcían la tela blanca, y en que sus ojos brillaban, pero no de risa, sino de lágrimas contenidas. Había vivido lo suficiente para conocer las viejas historias sobre la Montaña, y para temer su poder. Además, Allun era su único hijo.
Pero como una verdadera hija de Rin, Sara sabía disimular sus sentimientos. Solo una vez, muchos años antes, había bajado la guardia. Fue cuando se enamoró del hombre que se había convertido en el padre de Allun, un trovador de risueños ojos castaños que había llegado al pueblo un otoño con una cuadrilla de Viajeros. Rowan había oído la historia muchas veces, si bien la anécdota había tenido lugar muchos años antes de que naciera, cuando sus padres eran niños. Formaba parte de la historia del pueblo, y se repetía cada vez que una tribu de Viajeros acampaba cerca.
Rowan era capaz de imaginar la sorpresa que se debió de llevar el pueblo cuando se enteraron de que Sara, la sensible maestra, abandonaba Rin para contraer matrimonio con un Viajero errante. Casi todo el mundo se quedó horrorizado, y trató de obligarla a cambiar de opinión. Pero ella se resistió, y cuando los Viajeros se marcharon ella también se fue, y abandonó la paz y la seguridad de su antiguo hogar para vagar con el hombre al que amaba y su tribu.
La gente de Rin vio a Sara unos años después, cuando los Viajeros volvieron a pasar por allí. El pequeño y mofletudo Allun apenas había empezado a andar por entonces, y su rostro reflejaba la felicidad que sentía. Algunos menearon la cabeza y dijeron que sus sonrisas no se prolongarían. Y estaban en lo cierto, aunque no por los motivos que pensaban.
Porque después llegó la Guerra de las Llanuras, que duró cinco años, y una vez más el pueblo de Rin, la gente de Maris y los propios Viajeros se vieron obligados a unirse en una batalla contra los invasores que llegaban del otro lado del mar, contra su viejo enemigo, los Zebak. Tal como sus antepasados habían hecho antes que ellos, expulsaron por fin a los Zebak de sus tierras. Pero la batalla fue larga, y costó muchas vidas. Una de ellas fue la del marido de Sara.
Después, Sara volvió con su hijo al pueblo. Sin su hombre, la vida de Viajera ya no la atraía, y quería establecerse de nuevo con su gente, en su antiguo hogar. Sin embargo, para Allun el hogar significaba las tiendas de colores de los Viajeros, el olor de las fogatas de campamento que ardían en la noche, las llanuras inmensas, los bosques, los caminos serpenteantes que nunca parecían tener fin.
Allun, esbelto, de ojos oscuros y pelo ensortijado, era la viva imagen de su padre, muy diferente de los hijos altos y fuertes de Rin. Bajo el árbol de la Sabiduría, con Bronden, Jiller, Val, Ellis y los demás chicos de su edad, levantaba la cabeza y sonreía al ver sus miradas, codazos y susurros. Fuera del colegio, aunque trabajaba mucho para parecerse a ellos en todo lo posible, pronto descubrió que su fuerza no podía compararse a la de ellos, y que el ingenio era su mejor arma.
Con frecuencia, Rowan había pensado que Allun podía ser la única persona del pueblo que le comprendía, porque él también era más débil y diferente de los demás, si bien Allun nunca lo había reconocido. Pero cuando iba a su casa en compañía de Marlie y Jonn el Fuerte, bromeaba a menudo con Rowan, se interesaba en lo que hacía y pedía perdón por sus equivocaciones.
Y ahora, Allun iba a subir también a la montaña. Para demostrar una vez más que era un buen ciudadano de Rin. Jonn y Marlie parecían complacidos, y Bronden puso los ojos en blanco cuando miró a Val y Ellis, pues estaba claro que no le gustaba el sexto miembro de la partida, pero no se le ocurría ningún motivo para rechazarle. El peculiar y acomodadizo Allun, el panadero, iba a desaparecer con los demás en el laberinto secreto de precipicios y bosques que se elevaban sobre ellos. Una vez más, Rowan recordó la cara burlona de Sheba.
—¡Ah, bien, si tenéis que ir, marchaos! Mis malas hierbas prosperarán durante unos cuantos días más —exclamó la vieja Sara, mientras sonreía y agitaba las manos con burlona desesperación, pero en sus ojos aún brillaban las lágrimas.
—Bendita seas, madre —dijo Allun. Lo dijo en tono frívolo, pero todo el mundo fue consciente del amor y admiración que comunicaban sus palabras.
—Bien —se apresuró a decir Jonn, a quien incomodaban los sentimientos expresados sin ambages—, sugiero que vayamos a casa y hagamos los preparativos para el viaje. Deberíamos dormir bien antes de que amanezca. ¿Estáis de acuerdo?
Los demás asintieron. Los aldeanos les desearon buenas noches y empezaron a regresar a casa con parsimonia. Algunos se sentían consolados, porque se iba a hacer algo para solucionar el problema que les había caído encima de una forma tan inesperada, y que impedía la serena progresión de sus días. Algunos se sentían emocionados, incluso envidiosos, al pensar en la gran aventura que aguardaba a unos pocos elegidos. Pero muchos, como Neel, se acostaron con el corazón contrito, porque los líderes y héroes de la aldea iban a iniciar una peligrosa aventura por el bien de la comunidad, y tal vez no regresarían nunca.
Cuando Annad se durmió por fin, agotada por el nerviosismo, Rowan se quedó despierto en su cama, mirando por la ventana la enorme masa de la Montaña. La luz de la luna era muy brillante, pero la Montaña se recortaba negra contra el cielo, secreta y misteriosa. Jiller le había limpiado el corte de la frente, pero la cabeza le dolía aún, y las palabras de advertencia de Sheba le atormentaban.
Intentó por todos los medios pensar en cosas agradables. En Estrella, en la cría que pronto nacería en el rebaño, en el sabor del refrescante zumo azul de las bayas. Y en los recuerdos de la madre de su infancia, una Jiller más dulce y feliz, que le cantaba. Pero siempre, cuando estaba a punto de dormirse, otros pensamientos más sombríos se abrían paso en su mente y le daba miedo cerrar los ojos.
Se durmió por fin, un sueño ligero atormentado por pesadillas. Estaba de regreso en la cabaña de Sheba, pero ahora las cuatro paredes eran de roca, y rezumaban agua y limo. Sheba era enorme, con la nariz larga y puntiaguda, con sus trenzas grasientas colgando como gruesas cuerdas alrededor de su rostro sonriente, y los ojos rojos y penetrantes. Jonn el Fuerte y su madre estaban a su lado, pero no hicieron nada por ayudarle cuando la Bruja se inclinó hacia él, cada vez más cerca, hasta que solo pudo ver su cara y su aliento le abrasó las mejillas.
—Si eres el único asustado, conejo escuchimizado, eres el único que tiene sentido común —dijo la mujer con voz ronca. Abrió la boca para emitir una carcajada estentórea, pero no tenía lengua, y el interior de su boca era amarillo y liso como el queso.