1 La asamblea
Una mañana, el pueblo de Rin despertó y descubrió que el río que bajaba de la Montaña y atravesaba su aldea se había convertido en un hilillo de agua. Al anochecer, incluso aquel ínfimo caudal había desaparecido. La rueda del molino quedó inmóvil. No había agua que hiciera girar sus pesadas palas. La charca de los bukshah, al otro lado del pueblo, se había secado casi por completo.
El segundo día no se produjo ningún cambio, ni tampoco el tercero. El cuarto día, el agua que quedaba en la charca era espesa y de un tono marrón. Los bukshah menearon sus pesadas cabezas y patearon el suelo cuando fueron a beber por la mañana y por la noche.
Al cabo de cinco días, la charca era tan poco profunda que hasta la pequeña Annad, de cinco años de edad, tocaba el fondo con la mano sin mojarse la manga. Y seguía sin llegar agua.
La noche del sexto día, los preocupados habitantes del pueblo se reunieron en la plaza del mercado para parlamentar.
—Los bukshah no han bebido en todo el día de hoy —dijo Lann, la persona de más edad del pueblo, y en otro tiempo una gran guerrera—. Si no actuamos pronto, perecerán.
—Estrella no —susurró Annad a su hermano, que era el pastor de los bukshah—. Estrella no morirá, ¿verdad, Rowan? Porque le darás agua de nuestro pozo.
—Los bukshah no pueden beber de nuestro pozo, Annad —dijo Rowan—. No es lo bastante dulce para ellos. Los pone enfermos. Solo pueden beber el agua que baja de la Montaña. Siempre ha sido así. Si el río se seca, Estrella morirá, al igual que los demás.
Annad se puso a llorar en silencio. Los niños de Rin no debían llorar, pero Annad era muy pequeña y quería mucho a Estrella. Rowan clavó la vista al frente. No había lágrimas en sus ojos, pero el pecho y la garganta le dolían de tristeza y de miedo. La tristeza era por Estrella, su amiga, la más dulce y fuerte de los bukshah. Y por todas las demás bestias, grandes, chepudas y lanudas, a cada una de las cuales conocía por su nombre. Pero el miedo era por él. Por él, y por Annad, y por su madre, y en realidad por todo el pueblo.
Rowan sabía, a diferencia de Annad, que sin los bukshah no tendrían leche cremosa para beber, ni queso, cuajada y mantequilla para comer. No habría gruesa lana gris para hacer vestidos. No tendrían ayuda para arar los campos, ni para cargar la cosecha. No habría lomos anchos que acarrearían la carga durante los largos viajes hasta la costa para comerciar con el inteligente y silencioso pueblo de Maris. La vida de Rin dependía de los bukshah. Sin ellos, el pueblo también moriría.
Annad no podía imaginar el valle sin el pueblo. Pero Rowan sí. Mientras leía las viejas historias en la casa de los libros, o escuchaba medio dormido a Timón bajo el árbol de la Sabiduría y, sobre todo, sentado en la hierba junto al río, mientras los bukshah pacían a su alrededor en el silencio de la mañana, había imaginado con frecuencia este lugar cuando los primeros colonos se establecieron.
Cientos de años antes habían ascendido las colinas, cargando a la espalda sus pertenencias, en busca de algún lugar en esta extraña tierra que pudieran reclamar para sí. Habían llegado de muy lejos, del otro lado del mar, y habían luchado contra un terrible enemigo. Al llegar a la costa, se habían enterado de la existencia, por mediación del pueblo nómada nativo conocido como los Viajeros, de un lugar situado al pie de una montaña inaccesible, tierra adentro. Habían vagado durante muchos días en su búsqueda. Estaban muy cansados. Algunos habían perdido toda esperanza. Y entonces, una tarde, ascendieron un promontorio y miraron abajo. Encajado entre una altísima montaña y la colina sobre la cual se erguían, había un verde valle escondido.
La gente lo miró sin habla. Vieron árboles cargados de extraños frutos azules, campos de flores que no reconocieron. Vieron un río, y una charca, y un rebaño de extrañas bestias grises que alzaron la cabeza para mirar, con sus cuernos brillando al sol. Vieron silencio, serenidad, tierra fértil y paz. Entonces, supieron que aquel era el lugar. Aquel sería su hogar. De modo que bajaron y se mezclaron con los grandes y pacíficos animales, mansos e impertérritos. Los llamaron bukshah.
—El río baja desde la Montaña —dijo Branden, la ebanista, y su voz estentórea interrumpió los pensamientos de Rowan. Vio que acuchillaba el aire con su dedo romo y señalaba—. De manera que el problema debe residir ahí arriba. Ahí arriba, algo no va bien. Algo impide que fluya.
Todos los ojos se volvieron hacia la Montaña que se alzaba sobre el pueblo, con la cumbre siempre envuelta en nubes.
—Hemos de escalar la montaña y averiguar qué pasa —continuó Bronden—. Es nuestra única oportunidad.
—¡No! —Neel, el alfarero, negó con la cabeza—. No podemos escalar la Montaña. Ni siquiera los Viajeros se aventuran allí. Terribles peligros aguardan al que ose acercarse. Y en la cumbre…, el Dragón.
Bronden resopló.
—¡Estás hablando como un Viajero chiflado, Neel! El Dragón no existe. El Dragón es un cuento que se cuenta a los niños para que se porten bien. Si existiera un Dragón, lo habríamos visto. Habría atacado a los bukshah… y a nosotros.
—Tal vez va a cazar a otro sitio. No lo sabemos, Bronden. —La voz risueña y agradable de Allun, el panadero, se alzó sobre los murmullos de la multitud—. Y perdonadme por hablar como un Viajero chiflado, pues siempre recordáis que mi padre lo era. Permitidme refrescaros la memoria. —Su rostro, por lo general sonriente, se ensombreció cuando miró a Bronden—. Sabemos que oímos su rugido casi todas las mañanas y todas las noches. Y que vemos su fuego en la nube.
Bronden puso los ojos en blanco con expresión despectiva, pero Rowan se estremeció. Cuando cuidaba de los bukshah en las frías y oscuras mañanas de invierno, y por las noches, después de que el sol se hubiera puesto tras la Montaña, había oído el sonido del Dragón. También había visto su fuego, en el cielo, por encima de la nube. En esos momentos, los bukshah se removían mostrando su inquietud. Las crías bramaban, y sus mayores pateaban el suelo, dilataban las ventanas de la nariz y se acurrucaban unos contra otros, atemorizados. Incluso Estrella gemía cuando el Dragón rugía, y cuando él le acariciaba el cuello para calmarla, sentía sus músculos tensos bajo la larga y suave lana.
De pronto, cayó en la cuenta de algo. Algo en lo que nadie parecía haber pensado. Debía hablar. Se puso en pie, nervioso. Los aldeanos le miraron con curiosidad. ¿Qué podía decir Rowan, el tímido y timorato pastor de los bukshah?
—El Dragón no ha rugido desde que el río se secó —dijo Rowan—. Ni por las mañanas, ni por las noches.
Habló a pleno pulmón, pero el silencio se impuso a su voz. Se sentó de nuevo en su sitio.
—¿Es así? —Allun paseó la mirada alrededor del círculo—. ¿El chico se equivoca?
—No —dijo Bronden—. Ahora me acuerdo. Hace días que no se oye ningún sonido procedente de la Montaña. —Alzó la cabeza—. Por lo tanto, estoy en lo cierto. Algo pasa ahí arriba. Ya os he dicho lo que debemos hacer.
—Pero no podemos hacerlo —insistió Neel, temeroso—. La Montaña es demasiado empinada, demasiado peligrosa. No podemos escalarla.
—¿Alguien lo ha intentado alguna vez? —preguntó Allun.
—¡Sí! —dijo Marlie, la alta y tiesa hilandera y tintorera de ropa—. En tiempos pretéritos, algunas personas escalaron la Montaña, en busca de nuevos frutos que plantar en nuestro huerto. Pero nunca regresaron. Después de eso, la gente de Rin hizo caso de la advertencia y se olvidó de la Montaña.
—¿Lo veis? —estalló Neel—. ¿Lo veis? Si escalamos la Montaña, moriremos.
—Pero Neel —tronó Bronden—, si no escalamos la Montaña, también moriremos.
—Bronden tiene razón. Hemos de tomar una decisión —dijo Jonn el Fuerte, que se cuidaba del huerto—. O nos quedamos aquí, con la esperanza de que el río vuelva a fluir por voluntad propia, o escalamos la Montaña y tratamos de resolver el problema que impide al agua bajar hasta nosotros. ¿Cuál es nuestra decisión? ¿Irnos o quedarnos?
—Debemos ir —replicó Marlie—. No podemos quedarnos sentados y dejar que la muerte se apodere poco a poco de nuestro pueblo. Yo voto por ir.
—¡Y yo! —gritó Bronden.
—¡Yo voto que sí! —dijo Jonn el Fuerte.
—Yo también —añadió Allun con displicencia.
—¡Sí! ¡Estamos de acuerdo! —gruñó Val, la molinera, quien había estado escuchando en silencio protegida por las sombras, codo con codo como siempre con Ellis, su hermano gemelo. Val y Ellis trabajaban juntos en el molino, molían el grano hasta transformarlo en harina, y no cesaban de limpiar el gran edificio de piedra, para que no se viera en sus paredes ni un grano de tierra, ni la más diminuta telaraña. Jiller, la madre de Rowan, decía que desde su infancia nadie los había visto separados.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Los aldeanos se fueron levantando uno a uno. Rowan contempló los rostros familiares, ahora tan serios y graves. Maise, la cuidadora de los libros, estaba de pie, junto con su hija y su hijo. También Timon, el maestro, y Bree y Hanna, a cargo de los jardines. Lann, con el pelo blanco, se apoyaba en su bastón detrás de ellos. Hasta el gordo y fofo Solía, que elaboraba caramelos y pasteles y jamás podía resistirse a su arte culinario, se había puesto en pie con un esfuerzo. Entonces, Rowan vio que Jiller se ponía en pie poco a poco y se les sumaba. Se acercó a ella con el corazón martilleando de temor.
Al cabo de poco, solo continuaban sentados Neel, el alfarero, y cuatro personas más.
—Está decidido —gritó Bronden con aire triunfal—. Nos armaremos y partiremos al amanecer.
—¡Espera! —dijo Marlie—. No podemos ir sin consultar a Sheba.
—¿Esa vieja loca? ¿Esa hilandera de pesadillas infantiles y sanadora de dolores de estómago? ¿Qué tiene que ver con esto?
—Sheba es vieja, Bronden, pero no está loca —afirmó Marlie—. Como cualquiera que haya curado de alguna enfermedad gracias a sus remedios te podrá asegurar. Sheba no solo sabe de hierbas y hechizos. Comprende la Montaña de una forma que tú y yo nunca lograremos. Sheba conoce el camino que sube a la Montaña. El camino secreto que le enseñó la anterior Mujer Sabia. Hemos de pedir ayuda a Sheba.
—Buena idea —admitió Jonn el Fuerte.
La gente murmuró. Muchos no confiaban en la Mujer Sabia, Sheba. Vivía sola al otro lado del huerto, recogiendo hierbas y similares, y vendiendo medicinas, ungüentos y tintes que pergeñaba para ellos. Pocas veces hablaba con alguien, aparte de la gente con la que comerciaba. Y cuando lo hacía, su conversación no era agradable. Los hijos de Rin eran fuertes, como todos los de su raza, pero tenían miedo de Sheba, y no la llamaban Mujer Sabia, sino Bruja.
—¡Venga ya! ¿Qué daño puede hacer? —gritó Allun, sonriente—. Si la vieja puede decirnos algo, cosa que dudo, tanto mejor. Si no, no habremos perdido nada.
—¡Insensateces de Viajeros! —replicó Branden—. Esto no es un juego, Allun, el panadero. ¿Por qué no…?
—¡Basta! —gritó la vieja Lann. Miró a Branden, quien frunció el ceño—. Nos vamos a aventurar en lo desconocido —dijo con seriedad—, y el tiempo apremia. No podemos desperdiciarlo en tontas discusiones. ¿Quién conoce mejor a Sheba?
—Yo la conozco —dijo Jonn el Fuerte—. Recoge una hierba que crece bajo los árboles de bayas del huerto.
—Yo comercio con ella —dijo Marlie—. Sus tintes púrpura y azul a cambio de tela.
—Entonces, id vosotros dos y pedidle el favor —resopló Branden—, puesto que tan ansiosos estáis.
Les dio la espalda.
—Esperaremos aquí vuestro regreso —dijo Allun—. Daos prisa. Hay mucho que planear. —Rio—. Y no se os ocurra insultarla. Al igual que Bronden, es una mujer de armas tomar.
Jonn el Fuerte miró a los aldeanos y señaló. Rowan pegó un bote. ¡El dedo de Jonn le estaba apuntando a él!
—Rowan —dijo Jonn el Fuerte—. ¡Conejito, pastor de los bukshah! Corre a buscar dos quesos a la fresquera. Los quesos más curados y fuertes del último estante. Llévalos a la cabaña de Sheba. A la vieja le gustan mucho los buenos quesos. El regalo suavizará su mal carácter.
Rowan le miró boquiabierto, sin moverse. Sheba le producía terror. Su madre le dio un codazo.
—Yo iré —dijo la pequeña Annad, que estaba a su lado—. Yo no estoy asustada.
Se elevaron risas del gentío.
—Vete, Rowan —le urgió Jiller en un susurro—. Haz lo que te piden. ¡Ya!
Rowan se alejó corriendo y desapareció entre la muchedumbre.
—Ese chaval se asusta de su propia sombra —oyó que le murmuraba la molinera a su hermano Val, cuando el pastor pasó a su lado—. Nunca será como su padre.
Ellis masculló algo a modo de asentimiento.
Rowan siguió corriendo, con las mejillas ardiendo de vergüenza.