EPÍLOGO

Faltaban dos días para Navidad.

La zona sur de Chicago estaba helada y desapacible. La nieve caída la noche anterior, ya gris y fangosa cubría las aceras y las calles. Los altos edificios cuadrangulares de oficinas y apartamentos eran sombras vagas en una bruma de humo y niebla. De las rejas de las alcantarillas surgían súbitas nubes de vapor provocadas por el aguanieve. No había mucho movimiento. Los coches se arrastraban como escarabajos prehistóricos, precedidos de los ojos amarillos y brillantes que eran sus faros encendidos. Los peatones iban con las cabezas inclinadas para protegerse del frío, con las barbillas enterradas en bufandas y las manos en los bolsillos de los abrigos. La tarde contemplaba la llegada del anochecer con un silencio sombrío.

La esquina de División & Elm se hallaba casi desierta. Dos chicos con chaquetas de cuero, un típico hombre de negocios y una mujer bien vestida se habían visto obligados a salir de casa para hacer sus compras. Bajaron de un autobús y se dispersaron en diferentes direcciones. Un comerciante estaba revisando las cerraduras de la puerta principal de su ferretería, dispuesto a dar por terminado el trabajo. Un obrero del turno de mañana salió de un bar después de tomar dos cervezas y pasar una hora de descanso para dirigirse a su hogar, situado a dos manzanas de distancia, donde también vivía su madre enferma. Un hombre viejo cargado con bolsas de comestibles arrastraba los pies sobre la nieve por la acera de la izquierda, dejando marcas de huellas heladas. Un niño pequeño embutido en un anorak jugaba con un trineo junto a un portal.

Todos se ignoraban entre sí con indiferencia inconsciente, absortos en sus propios pensamientos.

El unicornio blanco cruzó ante ellos como un pedazo de luz errante. Iba a gran velocidad. Parecía que se propusiera recorrer el mundo en un día. Daba la impresión de no tocar el suelo. Su flexible cuerpo delicado se contraía y estiraba en un solo y fluido movimiento. Toda la belleza existente o con posibilidad de existir se hallaba condensada en su movimiento. No estuvo allí más que un instante. Quienes lo vieron se quedaron sin aliento y parpadearon de asombro.

Siguió un momento de incertidumbre. El hombre viejo abrió la boca y la dejó así. El niño puso el trineo en el suelo y miró a su alrededor. Los dos chicos bajaron las cabezas y murmuraron entre sí con inquietud. El hombre de negocios dirigió la vista hacia el comerciante, a la vez que éste la dirigía hacia él. La mujer bien vestida recordó las historias mágicas de hadas que aún le gustaba leer. El obrero rememoró de repente las fiestas navideñas de cuando era niño.

Después, el momento pasó y todos siguieron su camino. Algunos más aprisa, otros más despacio. Contemplaban la calle vacía y neblinosa. ¿Qué habían visto? ¿Un unicornio? No, no podía ser. Esos seres no existen… no en la realidad. Y menos en las ciudades. Los unicornios vivían en los bosques. Pero habían visto algo. ¿Habían visto algo? ¿O no? Continuaron andando, silenciosos, con una calidez interior al recordar lo que experimentaron. Tenían la sensación de haber participado de algo mágico.

Se llevaron a sus casas aquella sensación. Algunos la conservaron durante cierto tiempo. Otros la transmitieron.