LEYENDA

—El unicornio negro nunca existió —dijo Sauce.

—Sí existió, pero sólo era un engaño —afirmó Ben.

Questor Thews, Abernathy, Juanete, Chirivía, y Fillip y Sot se miraron llenos de confusión.

Estaban sentados a la sombra de un enorme y viejo roble al borde del prado, donde el olor a tierra quemada era un recuerdo de lo que había ocurrido. Los últimos restos de llamas verdes se extinguieron, pero quedaban nubes de humo y cenizas flotando ingrávidas en el aire de la tarde. Abernathy se había sacudido el polvo, los otros se habían liberado de sus cadenas, y los seis estaban reunidos alrededor de Ben y Sauce, que intentaban dar una explicación de los acontecimientos. No era fácil porque ninguno de ellos los conocía por completo, de modo que fueron reconstruyendo la historia poco a poco.

—Puede que sea mejor empezar por el principio —propuso Ben.

Se inclinó hacia delante y cruzó las piernas ante sí. Estaba maltrecho y sucio, pero al menos lo reconocían todos. Al liberarse del engaño que lo atrapaba había acabado con el engaño que afectaba a los demás.

—Hace mucho tiempo, las hadas enviaron a los unicornios blancos a Landover en un viaje que tenía por objeto avivar las creencias en los mundos de los mortales. Eso lo sabemos por las historias. Los unicornios eran la magia más reconocible que poseían las hadas, y ellas los enviaron a aquellos mundos donde la creencia en la magia estaba en peligro de extinción. Después de todo, es necesario que haya cierta creencia en la magia, por poca que sea, para que cualquier mundo pueda sobrevivir.

»Pero los unicornios desaparecieron porque los magos de Landover los atraparon y los encerraron. Querían apoderarse de su magia. ¿Recuerda, Questor, que me contó que los magos tenían una poderosa asociación, que lo dominaba todo antes de que el rey enviase al Paladín para someterlos? Pues casi puedo asegurarle que gran parte de esa magia provenía de los unicornios apresados, una magia que los magos usurparon. No sé con qué magia contaban para conseguirlo, pero supongo que emplearon algún truco engañoso. Ése parece ser el procedimiento favorito de los magos. En cualquier caso, los capturaron, los transformaron en dibujos y los apresaron en esos libros.

—Pero no del todo —intervino Sauce.

—No, no del todo —admitió Ben—. Ése es el punto más interesante. Los magos separaron el cuerpo del espíritu de cada unicornio al realizar la transformación. ¡Encerraron el cuerpo en un libro y el espíritu en otro! Eso debilitó a los unicornios e hizo que fuera más fácil retenerlos. El cuerpo sin el espíritu pierde fortaleza. La magia de los magos era lo bastante poderosa para lograr eso, pero lo importante era evitar que volvieran a unirse.

—Y ése era el peligro a que Meeks se enfrentó al escapar el unicornio negro —añadió Sauce.

—Exacto. ¡Porque el unicornio negro era el espíritu común de los unicornios blancos apresados! —Ben frunció el entrecejo—. Mientras los magos mantuvieran la fuerza de la magia que sellaba los libros, los unicornios no podrían liberarse y ellos seguirían extrayendo su magia para usarla en provecho propio. Incluso después de que el rey de Landover enviara al Paladín para disolver la asociación de los magos, los libros siguieron intactos. Es probable que estuvieran escondidos durante mucho tiempo. Después, los magos que quedaban, los que ya prestaban sus servicios al rey, cuidaron de que nadie supiese la fuente de su poder. Y los libros pasaron de un mago a otro hasta llegar a Meeks.

Se puso el dedo índice sobre los labios.

—Pero, mientras tanto, se produjo un problema con los unicornios. De vez en cuando se escapaban. Algo ocurriría si los magos relajaban su vigilancia y los unicornios quedaban en libertad. No es que las escapatorias fueran frecuentes, desde luego, porque los magos cuidaban bien los libros; pero las había. Y siempre era la parte espiritual la que lograba evadirse, puesto que la magia del espíritu es más fuerte que la del cuerpo. El espíritu se abría camino quemando las páginas del libro que lo retenía. Pero carecía de una verdadera presencia física. Era sólo una sombra formada de necesidad y deseo, una silueta que adquiría consistencia y vida durante cierto tiempo, y poco más. —Dirigió una mirada rápida a Sauce para obtener su confirmación, que ella le otorgó asintiendo—. Como además su color era negro, se creó la opinión generalizada de que se trataba de algo maligno. Después de todo, ¿quién había oído hablar de un unicornio negro? Los magos, estoy seguro, propagaron la historia de que el unicornio negro era una aberración, un ser peligroso, quizás incluso un demonio. Es de suponer que inventaran algunos sucesos para reforzar la creencia. Eso mantuvo a todos lejos de él mientras los magos trataban de volver a atraparlo.

»La brida de oro era usada para ese propósito —intervino Sauce, cogiendo el hilo de la narración—. Los magos emplearon su magia para crear la brida después de la primera escapada. La brida era una magia que podía atraer y retener al unicornio negro, dándoles tiempo para apresarlo de nuevo. Siempre fue atrapado con rapidez, nunca fue larga su libertad. Volvían a encerrarlo en los libros de magia, tras restaurar las hojas quemadas, y todo volvía a ser como antes. Los magos no deseaban correr riesgos. Los libros eran su magia más importante, y no podían arriesgarse a que se dañara o se perdiese.

Se volvió hacia Ben.

—Por eso el unicornio negro estaba tan asustado de mí al principio. Incluso aterrorizado. Sentí su miedo cada vez que me acerqué a él y, sobre todo cuando lo toqué. Creía que yo era un instrumento de los magos que lo habían tenido prisionero. No podía saber la verdad. Sólo en los momentos finales pareció comprender que yo no estaba al servicio de Meeks.

—Lo cual nos devuelve al presente —anunció Ben, estirándose—. Meeks entró en posesión de los libros de magia cuando le llegó el turno y los usó de la misma forma que los magos que le precedieron. Pero entonces murió el rey y todo comenzó a desmoronarse. El unicornio negro no se había escapado desde hacía mucho tiempo, quizás siglos, y en todos esos años no fue necesaria la brida de oro. Creo que ni siquiera los magos anteriores a Meeks le prestaron demasiada atención, porque parece ser que Belladona la robó por primera vez en épocas remotas. Después se la robó Strabo y, a partir de entonces, la han tenido una u otro alternativamente. Supongo que Meeks sabía donde estaba, pero los libros de magia seguían a salvo bajo su control, y la bruja y el dragón no conocían el verdadero objetivo de la brida. El problema se inició cuando Meeks viajó a mi mundo a buscar un nuevo rey de Landover y escondió los libros de magia para que estuvieran seguros en su ausencia. Creo que no tenía intención de pasar mucho tiempo fuera, pero las cosas no salieron así. Como yo no regresé asustado para devolverle el medallón ni la Marca de Hierro acabó conmigo, Meeks se encontró atrapado allí, y sin los libros. La magia que aprisionaba a los unicornios se debilitó en su ausencia, y la parte espiritual, el unicornio negro, quemó las páginas del libro y escapó.

—¡Por eso mi hermanastro envió los sueños! —exclamó Questor, y la comprensión se reflejó en su rostro de búho—. Tenía que volver a Landover, recuperar los libros de magia y encontrar la brida de oro. Sin pérdida de tiempo. En caso contrario, el unicornio negro podía encontrar un medio de liberar a todos los unicornios blancos, sus naturalezas físicas se entiende, y perdería la magia.

—Y eso es exactamente lo que el unicornio trataba de hacer —confirmó Sauce—. No sólo esta vez, sino todas las que logró huir. Trataba de encontrar la única magia que consideraba más poderosa que la de los magos, ¡la del Paladín! En anteriores ocasiones, siempre fue atrapado demasiado pronto para tener una oportunidad. Sabía que el Paladín era el campeón del rey, pero nunca logró llegar hasta el rey. Esta vez estaba seguro de que podría, pero no pudo encontrar ningún rey. Meeks actuó con rapidez en cuanto descubrió que el unicornio había escapado. Usó un sueño para que Ben saliera de Landover antes de que el unicornio pudiera encontrarlo. Después regresó con él y cambió su apariencia para que nadie, incluido el unicornio negro, pudiera reconocerlo.

—Creo que me hubiera reconocido de no haber estado prisionero tanto tiempo —intervino Ben—. Las criaturas fantásticas más antiguas, como Belladona o Strabo lo hicieron. Pero el unicornio había olvidado parte de su magia.

—Debió de perder mucha también a causa del drenaje de los magos —añadió Sauce.

—Meeks me dijo aquella noche en mi dormitorio, cuando empleó su magia para transformarme, que yo había complicado sus planes de algún modo —siguió Ben, volviendo al tema de su identidad perdida—. Yo no tenía la más remota idea de a qué se refería. No sabía de qué estaba hablando. La verdad es que todo lo que hice fue casual. No estaba enterado de que los libros guardaban magia robada, ni de que sin su presencia en Landover la magia podía perderse. Yo sólo trataba de permanecer vivo.

—Un momento, gran señor. —Abernathy parecía no tener las cosas claras—. Meeks envió esos sueños: el vuestro para procurarse un modo de regresar a Landover, el de Questor Thews para apoderarse de los libros de magia, y el de Sauce para recuperar la brida robada. Los sueños funcionaron tal como estaban planeados, excepto el de Sauce. Ella encontró la brida, pero no intentó entregárosla tal como su sueño le había indicado. ¿Por qué?

—Las hadas —dijo Sauce.

—Las hadas —repitió Ben.

—Dije la primera mañana que mi sueño parecía incompleto, que sentía que debía mostrarme algo más —explico la sílfide—. Después de aquel, tuve otros sueños. En cada uno de ellos, el unicornio negro parecía cada vez menos un demonio y más una víctima. Las hadas enviaron esos sueños para guiarme en mi búsqueda y enseñarme que mis temores eran falsos. Poco a poco, llegué a comprender que el primer sueño estaba impregnado de mentira, que el unicornio negro no era mi enemigo, que necesitaba ayuda y que yo debía proporcionársela. Después de que el dragón me entregara la brida de oro hilado, me convencí más, gracias a sueños y visiones, de que debía ir yo sola a buscar al unicornio si quería descubrir la verdad de todo aquello.

—A mí las hadas me enviaron a Daga Demadera —susurró Ben—. No intervinieron directamente en mi ayuda. Nunca actúan así. Las respuestas a nuestras dificultades debemos encontrarlas dentro de nosotros. Ellas esperan que resolvamos nuestros problemas. Pero Daga fue el catalizador que me ayudó a hacerlo. Daga me ayudó a ver la verdad respecto al medallón. Meeks había forjado el engaño que me llevó a creer que lo había perdido. Daga me ayudó a descubrir que era yo quien alimentaba ese engaño, y que si yo podía reconocer la verdad de las cosas, los demás también podrían. Y eso es lo que ocurrió.

—Por lo cual el Paladín fue capaz de llegar a tiempo; bueno, casi —dijo Questor.

—Y los libros de magia fueron destruidos y los unicornios liberados —añadió Sauce.

—Y Meeks vencido —concluyó Abernathy.

—Así es —confirmó Ben.

—¡Magnífico gran señor! —exclamó Fillip fervientemente.

—¡Poderoso gran señor! —agregó Sot.

—¡Por favor! ¡Ya basta! —gruñó.

Miró implorante a los otros, pero todos sonrieron.

Era ya hora de partir. A nadie le gustaba demasiado la idea de pasar otra noche en el Melchor. Todos estuvieron de acuerdo en que sería mejor instalar el campamento abajo, en las estribaciones.

Descendieron con esfuerzo de las montañas bajo la luz declinante del atardecer. El sol se estaba escondiendo tras el borde occidental del valle en una bruma escarlata y gris. Mientras caminaban, Sauce se rezagó para quedarse junto a Ben y su brazo rodeó el de él.

—¿Qué crees que será de los unicornios? —preguntó al cabo de un rato.

Ben se encogió de hombros.

—Supongo regresarán a las nieblas y nadie los volverá a ver.

—¿No crees que irán a los otros mundos donde fueron enviados?

—¿Más allá de Landover? —Ben sacudió la cabeza—. No después de lo que han pasado. Ahora no. Volverán a casa donde estarán a salvo.

—En tu mundo no estarían a salvo, ¿verdad?

—Es difícil.

—¿Ni en Landover?

—Tampoco.

—¿Crees que estarán a salvo en las nieblas?

Ben reflexionó un momento.

—No lo sé. Quizás no.

Sauce asintió.

—Tu mundo necesita unicornios, ¿verdad? Se ha olvidado de la magia.

—Bastante.

—Entonces quizás no tenga importancia que estén seguros allí. Quizás la necesidad supere al peligro. Puede que al menos uno de ellos decida ir.

—Es posible, pero lo dudo.

Sauce alzó un poco la cabeza.

—Lo dices, pero no lo crees.

Él sonrió, sin contestarle.

Llegaron a las estribaciones, atravesaron un prado grande salpicado de flores silvestres de color rojo hasta una zona de abetos, y los kobolds se adelantaron para buscar un sitio adecuado para acampar. El aire se había enfriado, y la proximidad del crepúsculo dotó a la tierra de un leve reflejo plateado. Los grillos empezaron a cantar, y una bandada de gansos pasó en vuelo bajo hacia un lago distante. Ben estaba pensando en su hogar, en Plata Fina, en la calidez de la vida que le aguardaba allí.

—Te quiero —dijo Sauce de repente y sin mirarlo, con la cabeza erguida al pronunciar las palabras.

Ben asintió, pero siguió callado durante un momento.

—Deseaba decirte algo sobre eso. Tú repites una y otra vez que me quieres, y yo no he podido corresponderte. Últimamente he estado pensando por qué, y supongo que es porque tenía miedo. Porque lo consideraba un riesgo innecesario. Era más fácil no enfrentarse a él. —Hizo una pausa—. Pero ahora, precisamente ahora, no siento así. Mi sentimiento es distinto por completo. Has dicho que me quieres, y me he dado cuenta de que yo también quiero decírtelo. Por tanto, lo haré. Yo también te quiero, Sauce. Creo que siempre te he querido.

Siguieron caminando sin hablar. Él era consciente de que la presión del brazo de la sílfide aumentaba. El día estaba silencioso y sereno, lleno de paz.

—La Madre Tierra hizo que le prometiera que te cuidaría, ¿sabes? —dijo Ben al fin—. Eso es parte de lo que me obligó a pensar en nuestra relación. Hizo que le prometiera que no te dejaría correr riesgos. Insistió mucho en ello.

Pudo sentir la sonrisa de Sauce más que verla.

—Eso es porque la Madre Tierra sabe —dijo ella.

Él esperó que dijera algo más, luego bajó la vista.

—¿Sabe qué?

—Que un día llevaré un hijo tuyo, gran señor.

Ben tomó una bocanada de aire y la dejó salir con lentitud.

—Oh.