El grito llegó a Ben Holiday cuando estaba solo en el bosque arrodillado junto al pequeño arroyo, ya seguro de sí mismo, contemplando con incredulidad el medallón de los grandes señores de Landover de plata brillante mantenido cuidadosamente en el cuenco de sus manos. El grito salió de entre los árboles, un agudo gemido lejano de angustia y miedo, y se prolongó como el silbido del viento a través de las profundidades de un cañón en el tranquilo aire de la montaña.
Levantó la cabeza y estiró el cuello. No había duda. Era la voz de Sauce.
Se puso en pie de un salto, cerrando las manos sobre el medallón con gesto posesivo, recorriendo con los ojos las sombras del bosque como si lo que estuviese amenazando a la sílfide pudiera estar esperándolo también a él. Una mezcla de miedo y terror lo atravesó. ¿Qué le habían hecho a Sauce? Comenzó a andar, se detuvo y giró desorientado, dándose cuenta de que no lograba determinar la dirección de donde procedía el grito. Parecía venir de todas partes a la vez. ¡Maldita sea! Meeks podría oír el grito con tanta claridad como él; Meeks y su demonio alado. Quizás ya había…
Apretaba el medallón con tanta fuerza que le estaba cortando las palmas de las manos. ¡Sauce! En su mente apareció una visión de la sílfide, la criatura frágil y hermosa cuya vida estaba obligado a proteger. Recordó de nuevo las palabras de la Madre Tierra responsabilizándolo de ponerla a salvo de todos los peligros y su promesa de hacerlo. Sus emociones lo atacaron, dejándolo maltrecho y frenético. Verdades a las que aún no había prestado atención arrancaban la piel de su alma.
Todas las verdades se reducían a una.
Amaba a Sauce.
Experimentó una cálida corriente de sorpresa y alivio. Siempre se había negado a aceptar ese sentimiento, incapaz de asimilarlo. No quería amar a nadie, no quería a nadie en el lugar de Annie, su esposa muerta. El amor implicaba responsabilidad y la posibilidad de pérdida y sufrimiento. No quería nada de eso. Pero los sentimientos habían persistido, tal como solían hacer, porque él no tenía la potestad de anularlos. La realidad de su existencia se había impuesto sobre él aquella primera noche en los páramos del este después de escapar de Strabo y Belladona, revelada en un sueño en el cual dialogaba con Daga Demadera sobre la razón de su urgencia por encontrar a Sauce.
¿Por qué corres así? ¿Por qué tienes que apresurarte tanto? ¿Por qué tienes que encontrar a Sauce?, había preguntado Daga.
Porque la quiero, había respondido él.
Y era cierto. Pero hasta el momento presente no se había permitido pensar en ello, razonarlo y considerar su significado.
Sólo contaba con segundos para hacerlo. Los pensamientos, los razonamientos y las consideraciones pasaron por su mente en un momento difícil de medir. Era como si todo el tiempo que había necesitado para llegar a una resolución se redujera ahora a un solo instante.
Pero ese instante fue suficiente.
Ya no vaciló. En otra época de su vida lo habría hecho, pero tenía la impresión de que habían transcurrido más de mil años desde entonces. Soltó el medallón y lo dejó caer contra su pecho, y la luz del sol se reflejó en él y lanzó dardos de brillantez sobre el bosque moteado.
Convocó al Paladín.
La luz centelleó e iluminó un extremo del claro, espantando a las sombras y a la penumbra. Ben levantó la cabeza y en sus ojos se mostró la excitación. Había creído que nunca volvería a hacerlo, y entonces no deseaba que volviese a ser necesario. Ahora estaba ansioso. Una parte de él empezó a escindirse.
El Paladín surgió de la luz. Su caballo blanco coceó y relinchó. Su armadura plateada brillaba, los arneses y correas crujían. Sus armas colgaban, dispuestas. El fantasma de otra época y de otra vida había regresado.
Ben sintió que el medallón comenzaba a arder en su pecho, hielo y fuego primero, después algo distinto por completo. Sintió que se dividía, succionado fuera de su cuerpo.
¡Sauce!, se oyó gritar una vez en el silencio de su mente.
Fue su último pensamiento. Un destello de luz plateada estalló en el medallón y se extendió hasta donde el Paladín aguardaba. Se sintió transportado con él para fundirse con el cuerpo del caballero errante del rey. La armadura lo comprimía por todas partes, ajustándose, cerrándose. Después, el recuerdo de quién y qué había sido desapareció. Los recuerdos del Paladín sustituyeron a los suyos, una avalancha de imágenes y pensamientos que abarcaban miles de tiempos y lugares, miles de vidas. Los de un guerrero cuya destreza en la batalla nunca había sido superada, los de un campeón jamás derrotado.
Ben Holiday había dejado de existir. Se había convertido en el Paladín.
Durante un momento, fue consciente de la figura harapienta y sucia que estaba de pie, quieta como una estatua, en la orilla del arroyo. Supo que era el rey de Landover y desechó el pensamiento.
Girando su montura blanca, saltó sobre la maleza, se metió entre los árboles del bosque y se alejó.
El grito de Sauce atrajo a Meeks instantáneamente. Surgió de las sombras proyectadas por los muros ruinosos de Mirwouk, montando a su demonio alado, con la túnica oscura agitándose bajo el cielo de la tarde. El demonio se lanzó en vertical sobre la ladera de la montaña, produciendo un silbido, y aterrizó en un grupo de pinos. Sus alas membranosas se plegaron contra el cuerpo de serpiente-lobo, y las aletas de su nariz vibraron y lanzaron pequeñas ráfagas de fuego. Su lomo desprendía vapor.
Meeks se bajó, deslizándose con cuidado por el cuello escamoso, con sus ojos implacables fijos en el unicornio negro que pateaba y relinchaba nerviosamente a unos quince metros de él. Con su único brazo sostenía los libros de magia desaparecidos.
Abernathy empujó tras de sí a la temblorosa Sauce para protegerla.
—¡Mantente alejada del mago! —le dijo.
Meeks lo ignoró. Sus ojos estaban puestos en el unicornio. Avanzó varios pasos, desvió la vista un momento hacia Sauce y el amanuense, volvió a mirar al unicornio y se detuvo. Parecía que esperaba algo. El unicornio coceaba y temblaba como si ya estuviese atrapado, pero no huyó.
—Sauce, ¿qué está ocurriendo aquí? —preguntó Abernathy con inquietud.
La sílfide apenas podía mantenerse de pie. Sacudió la cabeza como para liberarse del aturdimiento. Sus palabras apenas fueron audibles.
—Lo he visto —repitió—. Las imágenes, todo… Pero hay… tantos. No puedo…
Decía cosas sin sentido; al parecer, aún conmocionada. Abernathy la condujo a una zona de hierba y flores y la sentó con suavidad. Luego se encaró a Meeks.
—¡Ella no puede hacerte daño, mago! —le gritó, atrayendo su dura mirada—. ¿Por qué no la dejas escapar? El unicornio es tuyo, si lo deseas, aunque no puedo imaginar para qué. ¡Todos saben que trae la desgracia a los que se encuentran con él!
Meeks siguió mirándolo pero no dijo nada.
—¡Los otros vendrán en seguida, mago! —continuó Abernathy—. ¡Harías mejor marchándote ya!
Meeks sonrió con frialdad.
—Acércate un poco, amanuense —le invitó sin levantar la voz—. Quizás podamos discutirlo.
Abernathy dudó, volvió la vista hacia Sauce, respiró profundamente y comenzó a atravesar el claro. Estaba tan asustado que apenas conseguía avanzar. Lo que menos deseaba en el mundo era acercarse al mago y a su demonio, y sin embargo lo estaba haciendo. Se irguió con arrogancia, decidido a seguir adelante. En realidad, no tenía elección. Era preciso hacer algo para ayudar a la joven, y aquello parecía lo único posible. El día era cálido y tranquilo, un hermoso día para dedicarlo a cualquier cosa que no fuese aquella. Abernathy se movía con la mayor lentitud posible, rogando que los otros llegasen antes de que el mago lo convirtiera en una antorcha.
Cuando estuvo a una docena de pasos de Meeks, se detuvo. El arrugado rostro del mago era una máscara de astucia y simpatía fingida.
—Más cerca, por favor —susurró.
Abernathy sabía que estaba condenado. No había ninguna posibilidad de escape para él. Podía intentar retrasar el final unos momentos, pero sólo eso. Sin embargo, unos momentos podían ayudar a Sauce.
Dio media docena de pasos adelante y se detuvo otra vez.
—¿De qué vamos a hablar? —preguntó.
La sonrisa fría se borró.
—¿Por qué no de lo que ocurriría si vinieran tus amigos a ayudarte?
Hizo un gesto breve con los libros, y un anillo de pequeñas figuras deformes surgió de entre los árboles que limitaban el claro. Las figuras estaban en todas partes, rodeándolos. Feas caras de cerdo con dientes afilados y lenguas de serpiente resollaban y se movían ansiosas. Abernathy sintió que se le erizaba el pelo del lomo. Una docena de aquellos pequeños monstruos sacaron del bosque a Questor Thews, Juanete, Chirivía y los gnomos nognomos. Todos estaban amordazados y atados con cadenas.
Meeks se volvió. Su sonrisa había reaparecido.
—Parece que tus amigos no te serán de gran ayuda después de todo. Pero tuviste un buen detalle de esperar hasta que se reunieran con nosotros.
Abernathy vio que su débil y última esperanza de ser rescatado desaparecía.
—¡Corre, Sauce! —gritó.
Entonces, gruñendo salvajemente, se lanzó contra Meeks. Lo hizo con la vaga idea de coger al mago desprevenido y arrebatarle sus preciosos libros de magia. Casi lo logró. El mago estaba tan ocupado en dirigir la llegada del pequeño ejército de esbirros que no se le ocurrió en ningún momento que el perro se decidiera a atacarle. Abernathy cayó sobre él antes casi de que se diese cuenta de lo que ocurría. Pero la magia que Meeks manejaba era tan rápida como el pensamiento, y la invocó. De los libros surgió un fuego verde, y un escudo de llamas golpeó a Abernathy. El terrier de pelo liso cayó hacia atrás dando una voltereta y quedó tendido. El humo se elevó lánguidamente de su pelaje chamuscado. El escudo de fuego que protegía a Meeks y a los libros de magia se avivó y se apagó.
El mago dirigió la vista hacia el lado opuesto del claro, donde Sauce se hallaba sentada en el suelo y el unicornio negro aguardaba.
—Al fin —susurró, y su voz sonó como un silbido lento.
Hizo un gesto rápido a los vástagos de demonio que esperaban órdenes y el anillo empezó a cerrarse.
El silencio descendió sobre el pequeño claro, como si la naturaleza se hubiese puesto un dedo en los labios pidiéndoselo al mundo. Hubo un momento en que todo fue más lento. Meeks esperó con impaciencia mientras los demonios del círculo avanzaban. Su demonio alado resopló, arrojando vapor por la nariz. Sauce seguía sentada con la cabeza baja, aún aturdida, con el largo cabello extendido a su alrededor como un velo. El unicornio negro se aproximó a ella, paso a paso, como una sombra salida de la oscuridad y perdida en la luz del día. Su cabeza descendió y rozó el brazo de la sílfide gentilmente. La magia blanca de su cuerno se había oscurecido.
Entonces, una repentina ráfaga de viento llegó de las montañas y silbó a través de los árboles. El unicornio alzó la cabeza, sus orejas se atiesaron y su cuerno refulgió con más intensidad que la del sol. Oyó un sonido que nadie más pudo oír, un sonido que había esperado durante siglos.
Árboles, arbustos y matorrales salieron lanzados hacia arriba en la parte septentrional del bosque, como arrancados por una mano gigantesca. El viento aulló a través de la abertura que dejaron, y la luz fluyó libre con brillante destello blanco. Meeks y su demonio alado retrocedieron instintivamente, y los vástagos de demonio se tiraron al suelo gimiendo.
El retumbo de trueno se convirtió en repiqueteo de cascos, y el Paladín salió de su existencia latente hacia la batalla.
Meeks aulló de rabia e incredulidad. Sus pequeños demonios ya se habían dispersado en todas direcciones, barridos por el pánico como hojas secas por una escoba. No querían relaciones con el Paladín. Meeks se giró, apretando los libros de magia con la mano enguantada de negro contra su túnica oscura. Masculló algo ininteligible al monstruo que estaba tras él, y la criatura se lanzó hacia delante, silbando.
El Paladín se desvió un poco, y su cabalgadura blanca sólo acortó un poco el paso al girar para recibir al demonio.
El fuego brotó de las fauces de este último, envolviendo al caballo y al jinete que se aproximaban. Pero el Paladín atravesó el muro de llamas y siguió avanzando, con una lanza de batalla preparada para el ataque. El demonio volvió a exhalar su fuego y las llamas envolvieron de nuevo al caballero errante. Sauce alzó la cabeza y vio desaparecer en el fuego al caballero de plata y al caballo. De repente lo comprendió. Si el Paladín estaba allí, también estaba Ben.
Las llamas quemaron las hierbas del claro y chamuscaron los árboles que lo rodeaban. Todo se puso durante un momento al rojo vivo. Pero el Paladín escapó de nuevo de las llamas, aunque su montura y su armadura estaban recubiertas de humo y cenizas. Ahora se hallaba casi encima del demonio, con la lanza preparada. El demonio se dio cuenta demasiado tarde del peligro; entonces, extendió las alas y trató de elevarse. La lanza del Paladín atravesó las escamas y las placas que lo cubrían y se clavó en su enorme pecho. La serpiente-lobo aulló y cayó hacia atrás. La lanza se rompió dentro de ella. Trató de levantarse, con un débil impulso que no logró completar. Tras eso, su corazón cesó de latir y se desmoronó. Chocó contra la hierba chamuscada, se estremeció y quedó inerte.
El Paladín detuvo el ataque mientras el demonio agonizaba, apartándose de él. Después, se volvió una vez más, sacó su gran espadón y azuzó a su caballo blanco contra Meeks para finalizar la lucha.
Pero esta vez Meeks estaba esperándole.
El viejo rostro, duro y arrugado, estaba tenso de concentración. Los delgados labios se plegaron para mostrar los dientes. Estaba invocando a su magia, fuera la que fuese.
Una luz verde fulguró en el punto medio entre el caballero errante que se aproximaba y el mago que esperaba. Meeks profirió un grito y se tensó. Su cabeza se inclinó bruscamente hacia atrás y la luz verde explotó en rayos.
Del fuego surgió una fila de esqueletos con armadura montados sobre corceles incorpóreos, mitad carneros, mitad serpientes. Sauce los contó. Tres, cuatro, cinco… seis en total. Los esqueletos sostenían espadones y mazas en sus manos huesudas. Sus calaveras, desprovistas de casco, mostraban sonrisas heladas. Tanto los jinetes como sus monturas eran tan negros como la noche.
Se volvieron todos a una y embistieron contra el Paladín. El Paladín avanzó para recibirlos.
Sauce observaba de cerca el desarrollo de la batalla al lado del unicornio. Había recuperado la conciencia y sus pensamientos eran claros. Vio cómo se encontraban el Paladín y los jinetes negros y oyó el ruido que produjeron sus armas al chocar, vio los remolinos de polvo que se elevaron tras el impacto y vio a uno de los jinetes negros convertirse en una pila de huesos. Los luchadores se giraron y contraatacaron, y el estruendo fue aterrador. Se distanció del conflicto, enfocando sus pensamientos no en el Paladín, sino en Ben. ¿Dónde se hallaba? ¿Por qué no estaba allí? ¿Por qué se mantenía alejado de su campeón?
Otro de los jinetes negros cayó y los huesos de su esqueleto se desmoronaron, crujiendo como madera seca bajo los cascos del caballo del Paladín. Se separó, dio vuelta y arremetió contra un tercer jinete, con el gran espadón destellando luz plateada mientras describía su arco mortífero. Los demás jinetes se agruparon y esgrimieron sus armas contra él. Éstas chocaron y rebotaron contra la armadura, empujándolo hacia atrás.
Sauce se puso de rodillas. El Paladín corría el peligro de ser derribado.
Entonces unas pequeñas explosiones de fuego verde flamearon sobre los huesos de los tres jinetes caídos, y seis nuevos esqueletos se levantaron de la niebla humeante para unirse a sus compañeros. Ella sintió que su estómago se contraía. Habían duplicado su fuerza. Eran demasiados para el Paladín.
Se puso en pie de un impulso, con la fuerza de la determinación. Questor, los kobolds y los gnomos continuaban atados e incapaces de ayudar. Abernathy seguía inconsciente. Meeks los había imposibilitado a todos. No quedaba nadie para ayudar al Paladín.
Nadie para ayudar a Ben.
Supo lo que debía hacer. El unicornio negro estaba a su lado, inmóvil, con los ojos verde esmeralda fijos en los suyos. En ellos había una inteligencia inequívoca. En ellos leyó lo que debía hacer, y reflejaron lo que ella ya sabía en su corazón.
Aspiró profundamente, extendió los brazos y rodeó con ellos al unicornio.
La magia la recorrió al instante, rápida y ansiosa. El cuerpo delicado del unicornio se estremeció de alivio y las imágenes comenzaron. Se precipitaron a la mente de la sílfide, mezclándose unas con otras. Se sintió sacudida por la intensidad de las imágenes, quería gritar y trató de resistir el impulso. Esta vez la necesidad fue menor, su deseo más controlable. Se esforzó por dominarlo. Entonces las imágenes se hicieron más lentas, disponiéndose en una ordenada sucesión, y siguieron pasando. La mezcla de dolor y angustia que las acompañaba disminuyó y su luminosidad se aminoró hasta ser soportable.
Comenzó a reconocer lo que estaba viendo. Sus dedos acariciaban el cuello sedoso y delicado del unicornio mientras la magia se concentraba en ellos.
Una voz gritó.
¡Hadas! ¡Dejadme libre!
La voz provenía del unicornio y de la nada. Parte del unicornio era real, parte no lo era. Las imágenes aparecían y se desvanecían en la mente de Sauce, y ella contemplaba su paso. El unicornio negro deseaba libertad y estaba buscándola. Creía que podía encontrarla a través de… ¡a través de Ben! El gran señor podía liberarlo porque era el único que dominaba la magia del Paladín, y sólo el Paladín era lo bastante fuerte como para contrarrestar la magia que lo apresaba, la magia que poseía Meeks. Pero no había ningún gran señor a quien dirigirse y el unicornio negro se había quedado solo en aquellas tierras buscando, y Sauce había llegado, buscando también, con la brida de oro que los magos habían hecho para atraparlo la primera vez que escapó siglos atrás. El unicornio se había asustado de Sauce y de la brida, incierto de sus propósitos, y huido de ella hasta que comprendió que era buena, que podía ayudarle y conducirlo al gran señor para que le otorgara la libertad. La sílfide reconocería al gran señor incluso disfrazado, aunque el propio gran señor no supiera…
Las imágenes adquirieron velocidad, y Sauce luchó contra eso para que su significado no se perdiera. Respiraba con celeridad, como después de una larga carrera, y su rostro estaba brillante y sudoroso.
La voz volvió a gritar en su mente.
¡El gran señor ha perdido su poder y, por tanto, también yo estoy perdido! ¡No conseguiré la libertad!.
Había desesperación en la voz. Las imágenes susurraban con urgencia. Los sueños que habían inducido a Sauce a buscarlo eran una mezcla de verdad y mentiras, sueños enviados por el mago y por las hadas… ¿Las hadas? ¿Habían enviado las hadas sus sueños?… Todo debía unirse para que la verdad quedara al descubierto y el poder necesario pudiera ser convocado. Así el Paladín y el mago se enfrentarían para que se impusiera el más fuerte, el más fuerte que era también el mejor, y entonces los libros de magia podrían ser, al fin y para siempre, podrían ser y deberían ser…
Algo se introdujo, otras imágenes, otros pensamientos aprisionados en el unicornio durante incontables siglos. Sauce se quedó rígida y sus brazos se ciñeron alrededor del cuello sedoso. Sintió que el grito crecía en su interior una vez más, esta vez incontrolable, enloquecedor. Vio algo nuevo en las imágenes. ¡El unicornio negro no era una sola vida, sino muchas! ¡Oh, Ben! gritó sin sonidos. Había vidas en las imágenes que luchaban y no podían liberarse, que pedían cosas que ella no podía entender con palabras que no podía imaginar. Tembló por las emociones que desgarraban su interior. Almas apresadas, vidas retenidas, magias arrebatadas y mal empleadas… ¡Ben!
Entonces le llegó de repente una imagen de los libros de magia desaparecidos, encerrados en un lugar oscuro y secreto, un lugar impregnado del olor de algo maligno. Le llegó una imagen de un fuego que ardía en uno de esos libros, con la intensidad de la vida renovada, y de ese fuego y ese libro saltó el unicornio negro, libre otra vez, y huyó de la oscuridad hacia la luz, en busca…
La voz clamó por última vez.
¡Destruid los libros!
Fue un gemido de desesperación, casi un aullido. Bloqueó a las imágenes, consumió todo con su urgencia. El dolor que dejó escapar fue insoportable.
Por fin Sauce logró emitir un grito, que se elevó sobre el ruido de la batalla. La sílfide se soltó del unicornio negro y cayó hacia atrás, casi desmayada por la intensidad de lo que había experimentado. Quedó de rodillas, con la cabeza inclinada para resistir una oleada de náusea y frío. Pensó que podía morir y en el mismo instante supo que no ocurriría. Podía sentir al unicornio negro temblando de un modo incontrolable junto a ella.
Las palabras de su última petición fueron un susurro en sus labios.
¡.Destruid los libros!
Se irguió lo poco que pudo y las gritó en el campo de batalla del pequeño claro.
Las palabras fueron como pequeños trozos de papel atrapados en el viento. El Paladín no las oyó, sumido en el fragor de la batalla. Meeks no las oyó, concentrado en dirigir la magia que había invocado para salvarse. Questor Thews, Juanete, Chirivía, Fillip y Sot, abandonados por sus captores, se hallaban tendidos aún atados y amordazados al otro lado del claro.
Sólo Abernathy lo consiguió.
Pero el perro estaba semiconsciente, y le pareció que las palabras procedían de alguna parte de la oscuridad de sus propios pensamientos. Parpadeó, confuso, escuchó el eco de las palabras y después le llegó el ruido de la terrible batalla que se libraba a su alrededor. Se obligó a abrir los ojos por completo.
El Paladín y los jinetes negros giraban y se atacaban en el centro del claro, en un caleidoscopio de movimiento y sonido. Sauce y el unicornio negro eran pequeñas figuras atrapadas en el lado opuesto del claro. Al resto de sus amigos no pudo verlo.
Movió las patas, extendió la lengua hasta que tocó la nariz y sintió un dolor difuso en todo su cuerpo maltratado. Recordó lo que le había ocurrido y dónde estaba.
Se giró con esfuerzo para ver mejor. Meeks estaba de pie casi a su lado. Absorto en la lucha entre el Paladín y los jinetes negros, el mago había avanzado la media docena de pasos que lo separaban del perro.
Las palabras susurraron de nuevo en la mente de Abernathy. ¡Destruid los libros!
El perro intentó levantarse y descubrió que su cuerpo no le respondía. Cayó hacia atrás. Otros pensamientos se cruzaron. ¿Destruir los libros? ¿Destruir la única oportunidad de volver a ser humano? ¿Cómo podía siquiera pensar en algo semejante?
Otro jinete negro cayó en tierra y se oyó el ruido que emitieron sus huesos al romperse. El Paladín estaba cercado, su armadura ennegrecida por la ceniza, abollada y rota por las espadas y las hachas. Estaba perdiendo la batalla.
Abernathy supo lo que eso significaría para todos y dejó de pensar en sus propios problemas. Trató otra vez de levantarse y pudo, pero no del todo. Arrugó el morro en una mueca de frustración.
Entonces, Meeks se acercó y sus piernas quedaron a pocos centímetros de la cabeza de Abernathy. Llevaba zapatos blandos y las piernas desnudas. La mueca de Abernathy se transformó en gruñido. Se hallaba ante su última oportunidad.
Se lanzó de cabeza hacia Meeks, cerró las mandíbulas sobre el tobillo del mago y apretó con fuerza. Meeks emitió un grito de dolor y sorpresa, alzó el brazo que sujetaba los libros de magia y estos volaron hacia arriba.
Todo sucedió a la vez después de eso. Un rayo de luz negro atravesó el claro, pasó junto al Paladín y los jinetes esqueléticos, atravesó las nubes de polvo y explotó en llamas verdes. El unicornio negro corrió más rápido que el pensamiento. Meeks tiró de su pierna con desesperación, tratando de liberarla de las mandíbulas de Abernathy y, al mismo tiempo, de atrapar los libros. Abernathy aguantó. Sauce lanzó un grito y el perro mordió con más fuerza. Entonces el unicornio negro llegó hasta ellos. Saltó. Con su cuerno resplandeciente de magia blanca embistió a los libros que caían, rompió sus tapas como si fuesen de vidrio y sus hojas se dispersaron.
Las hojas sueltas bajaron revoloteando, y se mezclaron las que tenían unicornios dibujados con las quemadas por el fuego interior. Meeks gritó y consiguió liberarse al fin de las mandíbulas de Abernathy. De su mano extendida brotó un fuego verde que proyectó sobre el unicornio en el momento en que se elevaba, tocándolo en un costado. El unicornio giró en el aire y de su cuerno salió un arco de fuego blanco en dirección al mago. Éste contraatacó. El fuego verde explotó sobre el unicornio y el blanco alcanzó a Meeks. Los fuegos continuaron cruzándose entre el unicornio y el mago. Su intensidad aumentaba en cada ataque.
El Paladín se volvió en el centro del claro, describiendo un círculo con su espadón que acabó con los restantes jinetes negros y dispersó sus huesos. Le fue fácil. Los jinetes negros ya se estaban desintegrando. La magia que los había sostenido se escapaba de sus figuras huecas. Al instante, el proceso se completó.
Entonces, el Paladín corrió hacia el unicornio y el mago. Pero no llegó a tiempo. El fuego había prendido en Meeks; aquella magia era demasiado fuerte incluso para él. Gritó por última vez y explotó en humo. Al mismo tiempo, el unicornio negro fue engullido por el fuego verde. Describió un arco hacia el cielo, saltó en el aire y dejó de verse.
El Paladín también desapareció. Cabalgó en una súbita explosión de luz blanca, la luz lo limpió de ceniza y polvo y abrillantó su armadura plateada hasta dejarla como nueva. Todo en un instante. El caballero errante y la luz se desvanecieron.
Abernathy y Sauce se miraron en silencio a través del claro quemado y vacío.
Entonces ocurrió.
Todos lo vieron. Sauce y Abernathy mientras se sentaban en la ladera chamuscada, aún aturdidos por la furia de la batalla que acababa de terminar; Questor, los kobolds y los gnomos nognomos mientras trataban inútilmente de levantarse, aún sujetos a las cadenas usadas por los vástagos de demonio para retenerlos; e incluso Ben Holiday mientras salía bamboleándose de entre los árboles del bosque después de haber corrido desde el lugar de su transformación, sin saber por qué tenía que ir allí, pero sabiendo que debía hacerlo. Lo vieron todos, y todos contuvieron la respiración, maravillados.
Empezó como un viento que alteró la tranquilidad de las montañas. Al principio sólo fue un susurro; después, un torrente de sonido como el rugir de un océano. El viento surgió de la tierra donde reposaban las hojas de los libros de magia rotos, levantando el polvo y la ceniza, agitando los pequeños restos de llamas verdes que aún aleteaban en el prado. Se elevó hacia el cielo en forma de un embudo, atrapando las hojas dispersas en un remolino blanco. Las hojas quemadas volvieron de repente a su estado primitivo, sus bordes rasgados se unieron, sus superficies amarillentas adquirieron un blanco inmaculado. Las que tenían dibujos de unicornios se reunieron con ellas hasta que no se distinguieron unas de otras. Un muro de hojas se alzó en el horizonte, crujiendo y chasqueando alocadamente bajo el azote del viento.
Entonces las páginas comenzaron a transformarse. Los dibujos brillaron y adquirieron flexibilidad. Los unicornios cobraron vida. Ya no eran figuras inmóviles. Empezaron a correr alrededor del borde del embudo. Había centenares, todos blancos, todos en movimiento; una nube de poder y velocidad. Las hojas y las tapas de los libros de magia desaparecieron y sólo quedaron los unicornios. Volaban y gritaban extasiados sobre el rugido del viento.
¡Libres!, parecían decir. ¡Libres!
Entonces el embudo se abrió y los unicornios se dispersaron, inundando el cielo del claro con sus bellos y delicados cuerpos, como fuegos artificiales explotando en una lluvia de increíble belleza. Los unicornios se esparcieron por el horizonte, impulsados por la magia de su transformación, perdiéndose de vista en la distancia. Sus gritos persistieron unos instantes, luego se disolvieron en el silencio.
Las montañas recobraron su tranquilidad.