REVELACIÓN

Sauce se estremeció, recuperando la conciencia a medida que salía lenta y lánguidamente del sopor. El sol calentaba su piel, y las hierbas altas rozaban su cara. Parpadeó para protegerse del exceso de luz, y volvió a cerrar los ojos. ¿Era un sueño, o no? Había volado sobre una nube, impulsada por corrientes de aire que la fustigaban y zaherían, y la llevaban a través del mundo como si fuera un pájaro. Parpadeó de nuevo, sintiendo la dureza de la tierra en su espalda. Qué libre se había sentido.

Entonces, la sensación de flotar la abandonó, y un súbito regreso del recuerdo la despertó por completo. Se incorporó sobresaltada. No había sido un sueño. Era la realidad de su huida de Meeks, del demonio alado, de los otros…

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Se obligó a abrir los ojos otra vez, entornándolos contra la luz del sol. Estaba en un amplio claro situado en un bosque de enormes árboles mezclados con algunos pinos, a la sombra de Mirwouk. Los muros de la vieja fortaleza se elevaban detrás de ella, altivos y ruinosos bajo el cielo de la tarde. Las flores salpicaban la ladera que se extendía delante, sus olores llenaban el aire húmedo e inmóvil. Un extraño silencio envolvía a las montañas.

Sus ojos se desviaron. A unos cuatro metros de ella, estaba el unicornio, mirándola, con la brida de oro hilado alrededor de su esbelta cabeza.

—Me trajiste tú —susurró ella en tono casi inaudible.

El recuerdo fue una mezcla de imágenes y sentimientos que cayeron sobre ella como una lluvia de agua helada y la golpearon con su intensidad. Casi sin conciencia de lo que hacía, se había subido a lomos del unicornio, aterrada por lo que estaba ocurriendo a su alrededor, ansiosa de escapar de aquel espanto. Nada era lo que parecía; ni Ben, ni el desconocido que decía ser Ben, ni el gato. Nada. Por todas partes se extendía el fuego y la destrucción. ¡Cuánto odio! Sólo pensaba en huir y el unicornio, al pasar ante ella, la recogió de alguna forma que no recordaba. Sus manos se agarraron a la brida de oro, sus dedos se enredaron a la crin, y su cara se apretó contra el cuello bruñido… Las imágenes tremolaban y se desvanecían, más sentimientos que imágenes, en un susurro de necesidad y anhelo.

Su respiración se convirtió en jadeo. Había montado al unicornio negro sin pensar, y su huida, porque fue una huida, había sido mágica. Perdió la sensación de lugar y tiempo, quedándole tan sólo un acuciante sentimiento de ser. El unicornio hizo algo más que sacarla de aquel prado. El unicornio la sacó de sí misma, para volverla a conducir a su interior donde pudo ver quién y qué era y quién podía ser, hasta que pensar en aquello la aturdió y la llenó de dudas. El unicornio le había mostrado una forma y un sentido de la vida que nunca había creído posibles. Su simple roce bastó; no necesitó nada más. En sus ojos brotaron las lágrimas al recordarlo. Ahora, las imágenes eran extrañamente borrosas, pero las emociones que había experimentado seguían claras y fuertes. ¡Qué delicioso había sido!

Se enjugó las lágrimas y dejó que su mirada se encontrase con la del unicornio. Él seguía esperándola. No salió corriendo como podía haber hecho, tal vez como debía. Esperó.

Pero ¿qué esperaba? ¿Qué quería de ella?

La confusión la invadió. La verdad era que no lo sabía. Miró los ojos esmeralda y deseó que la criatura fantástica pudiera decírselo. Necesitaba saber. Allí estaba aquel ser maravilloso, esperándola casi resignadamente mientras ella reflexionaba, esperándola una vez más; y ella no tenía ni idea de lo que debía hacer. Se sentía impotente y asustada. Se sentía como una imbécil.

Pero estaba segura de que no podía ceder ante tales sentimientos, y los arrojó de su mente. Era probable que Meeks todavía continuara persiguiéndolos. El gato, o lo que fuese, no lo retendría mucho tiempo. Iría a buscarlos, a ella y al unicornio. Meeks quería el unicornio negro; el extranjero tenía razón respecto a eso, lo que daba pie para creerse que tal vez también tuviera razón respecto a los sueños.

Y que tal vez fuese Ben Holiday.

Una fuerte punzada de añoranza la atravesó, pero la arrojó de sí. No tenía tiempo para considerar esa posibilidad. El unicornio negro se hallaba ante un peligro inmediato, y tenía que hacer algo para protegerlo. La estaba aguardando, no cabía duda, dependía de ella y esperaba algo de ella. Tenía que averiguar qué.

Sólo había un modo. Lo supo por instinto. Tendría que tocar al unicornio, exponerse a su magia. Tendría que abrirse a su clarividencia.

Respiró profunda y lentamente, tratando de calmarse. El miedo que experimentó le produjo un estremecimiento. Se proponía algo inconcebible. Nadie que tocase al unicornio podía volver a ser él mismo. Nadie. Oh sí, ya había tocado a la criatura fantástica. La había rozado al colocarle la brida de oro y había huido del prado montada en ella. Pero en ambas ocasiones apenas había sido consciente de lo que estaba haciendo, en ambas ocasiones fue una especie de sueño breve y prodigioso. Lo que debía hacer ahora era diferente por completo. Tenía que actuar de forma voluntaria y deliberada, arriesgando todo lo que era. Las leyendas coincidían. Los unicornios no eran propiedad de nadie, salvo de sí mismos. Tocarlos significaba perderse.

Sin embargo, ella iba a hacerlo de todas formas. La decisión ya estaba tomada. El unicornio negro era más que una leyenda con un milenio de antigüedad, más que el sueño que la había llevado a aquella situación, más incluso que la realidad de su presencia física. Era una necesidad ineludible que formaba parte de ella, un misterio que debía resolver. Los ojos esmeralda de la criatura reflejaban los anhelos más secretos de la sílfide. No podía ocultarle nada. Su propio cuerpo la delataba, la atracción del unicornio tenía una fuerza irresistible. Había en ella un deseo que superaba cualquier cosa que hubiera conocido. Los peligros que el unicornio negro pudiera presentar, imaginarios o reales, palidecían junto a ese deseo. Tenía que resolver el enigma, cualquiera que fuese el coste. Tenía que conocer su verdad.

Sentía calor y frío y le pareció ser ingrávida como una pluma al levantarse y avanzar. Estaba temblando, el terror y la ansiedad se mezclaban en ella a partes iguales, privándola de la razón y dejándola sólo con su necesidad.

¡Oh, Ben,! —pensó desesperadamente—. ¿Por qué no estás aquí?

El unicornio negro seguía esperando, como una estatua de ébano en las sombras moteadas, con sus ojos fijos en los de Sauce. Había una extraña sensación de que su ser se reflejaba en la sílfide, como si el animal fuese su deseo más cuidadosamente guardado, proyectado en un ser real desde su mente.

—Tengo que saber —le susurró al unicornio cuando se encontró al fin ante él.

Sus manos se alzaron con lentitud.

El prado, antes cubierto de hierba y pleno de flores silvestres, se encontraba ahora arrasado y quemado, convertido en un trozo humeante de tierra asolada entre los árboles del bosque. Questor Thews estaba de pie en un extremo e intentaba traspasar la bruma con la vista. Cubierta de polvo y cenizas, su alta figura estrafalaria parecía más desaliñada que nunca. Su túnica gris y las sedas de colores estaban desgarradas y chamuscadas, sus botas de cuero rotas y tiznadas. El último intercambio de magia entre Meeks, el demonio y Daga Demadera lo había lanzado por los aires. El viento había ayudado, y se encontró descansando precariamente sobre las ramas de un viejo arce rojo, y convertido en objeto de diversión para las ardillas y los pájaros que habitaban allí. Abernathy, los kobolds y los gnomos no se veían por ninguna parte. Ben Holiday, Sauce y el unicornio negro habían desaparecido. Questor había descendido del arce y los había buscado. No encontró a ninguno de ellos.

Tras ir de un lado a otro, regresó al lugar donde los había visto por última vez. Y tampoco parecían estar allí.

Suspiró. En su rostro de búho se marcaban profundas arrugas de preocupación. Deseó saber más de lo que estaba ocurriendo. Ahora aceptaba que el extranjero que decía ser Ben Holiday lo era en efecto, y que el hombre que parecía ser Ben Holiday era Meeks. Los sueños que tuvieron Sauce, Ben y él mismo habían sido creaciones de su hermanastro, partes de un plan más amplio para conseguir el control de Landover y la magia. Pero la aceptación de todo aquello no le reportó nada. Aún no sabía qué relación tenía con el unicornio negro ni comprendía cuál era el plan que Meeks intentaba realizar. Y, peor aún, no tenía ni idea de cómo salir de la presente situación.

Se frotó la barba y volvió a suspirar. Era evidente que existía algún camino. Sólo tenía que descubrirlo.

—Hummmmm —musitó mientras pensaba. Pero sus reflexiones no dieron resultado.

Se encogió de hombros. Bueno, podía hacer algo más que quedarse allí de pie.

Al dar la vuelta para marcharse, se encontró cara a cara con Meeks. Su hermanastro había recuperado su propia apariencia, su figura alta y hosca con cabellos blancos y los ojos duros. Una túnica azul oscura envolvía su cuerpo como un sudario. Se hallaba a unos cuatro metros de distancia, entre los árboles, como si estuviese a punto de salir del bosque. La mano enguantada de negro de su brazo sano sostenía contra el pecho los libros de magia desaparecidos.

Questor Thews sintió un calambre en el estómago.

—He esperado mucho este momento —susurró Meeks—. He tenido mucha paciencia.

Docenas de pensamientos diversos bulleron en la mente de Questor y se fueron, dejando sólo uno.

—No me das miedo —dijo con voz tranquila.

El rostro de su hermanastro era impenetrable.

—Deberías tenerlo, Questor. Crees que ya eres mago, pero en realidad no eres más que un aprendiz. Y siempre lo serás. ¡Tengo un poder que sobrepasa tu capacidad de imaginación! ¡Tengo medios para hacer cualquier cosa!

—Excepto atrapar al unicornio negro, según parece —respondió Questor con valentía.

Los ojos duros centellearon de rabia.

—No entendéis nada; ni tú, ni Holiday, ni nadie. Tomas parte de un juego que no puedes ganar, y lo juegas mal. Sólo eres un estorbo que debo suprimir. —El rostro pálido y arrugado era una máscara mortuoria—. He tenido que soportar el exilio y la destrucción de mis planes, por tu causa y por ese rey de comedia, y ninguno de los dos entendéis aún qué es lo que habéis hecho. ¡Dais pena!

La túnica oscura pareció retorcerse justo donde colgaba la manga vacía.

—Tu tiempo en este mundo y esta vida se está acabando, hermano. Te hallas solo. Ese prismagato ya no es una amenaza para mí. Holiday se encuentra desvalido y abandonado. La sílfide y el unicornio negro no tienen lugar a donde huir. Tus otros amigos son mis prisioneros, excepto el perro. Y el perro carece de importancia.

Questor sintió que su corazón se contraía. Los otros prisioneros, todos excepto Abernathy…

Meeks esbozó ahora una sonrisa helada y vacía.

—Tú eras la última amenaza posible. Y ahora ya te tengo.

Questor se quedó rígido, pero su rabia se impuso al miedo.

—¡Todavía no me tienes! ¡Y nunca me tendrás!

La carcajada del otro no produjo ruido.

—¿Estás seguro?

Su cabeza se inclinó levemente y docenas de sombras surgieron de los árboles situados a su espalda. Las sombras se materializaron al contacto de la luz en niños encorvados y pequeños de orejas puntiagudas, rostros enjutos y cuerpos escamosos. Sus hocicos de cerdo olfatearon el aire y sus lenguas de serpiente se deslizaron entre hileras de dientes afilados.

—¡Engendros de demonio! —exclamó Questor sin alzar la voz.

—Los suficientes para no permitirte muchas maniobras, ¿verdad? —Las palabras fueron un siseo de indisimulado placer—. No quiero perder el tiempo contigo, Questor. Prefiero dejarte en manos de ellos.

Los vástagos de demonio ya habían rodeado a Questor, con los ojos brillantes y ansiosos y las lenguas lamiendo sus hocicos. Meeks tenía razón. Eran demasiados. Sin embargo, se mantuvo en su lugar. No tenía sentido un intento de huida. Su única posibilidad era cogerlos desprevenidos…

Lo habían encerrado en un círculo de unos seis metros de diámetro, limitado por sus pequeños cuerpos de rostros desagradables y dientes puntiagudos, cuando Questor giró sobre sí mismo, agitando las manos como si fueran molinillos, y los lanzó hacia atrás con una explosión de magia. Surgieron de la nada surtidores de humo y vapor, que golpearon y derribaron a los demonios. Questor corrió con desesperación hacia las sombras protectoras del bosque, saltando sobre los demonios, cegados por el momento, como si fueran charcos de lodo. Sus aullidos furiosos lo siguieron. Los vástagos de demonio se levantaron e iniciaron su persecución casi al instante. Questor se volvió de cara a ellos, lanzó una nueva explosión de magia en mitad del grupo y los dispersó. ¡Pero eran tantos! Incidían hacia él de todas partes, con gritos y aullidos, agarrándose a sus ropas. Trató de liberarse, pero era demasiado tarde. Todos estaban sobre él, empujándole, sujetándole los brazos contra el cuerpo. Se balanceó bajo el peso de los demonios y cayó.

Manos engarfiadas se asieron a sus ropas y después a su garganta. Empezó a ahogarse, incapaz de respirar. Luchó con valentía, pero había docenas reteniéndolo en el suelo. Ante sus ojos danzaban destellos de luz.

Entre la maraña de demonios, vislumbró durante un momento a Meeks. Estaba erguido y sonreía. Después, se desmayó.

Las manos de Sauce estaban a pocos centímetros de la delicada cabeza de ébano del unicornio negro cuando oyó un suave rumor de hojas y ramas, el ruido de alguien que se aproximaba entre los árboles. Se apartó con rapidez del unicornio, asustada y cautelosa.

Pasado un momento, una cabeza peluda asomó entre la vegetación y miró a uno y otro lado a través de unas gafas que se deslizaron hacia abajo al rozar una rama de pino.

Era Abernathy.

—Sauce, ¿estás aquí? —preguntó el amanuense con incredulidad.

Apartó las ramas y se adentró en el claro. Las ropas que vestía estaban hechas jirones, y faltaba la mayor parte de su túnica. Había perdido las botas. Tenía la piel chamuscada y su cara parecía que la hubieran sumergido en un pozo de ceniza. Jadeaba con rapidez y la lengua le colgaba fuera de la boca.

—He tenido días mejores, quiero hacerlo constar —declaró—. Puede que los haya tenido peores, pero no recuerdo cuando. Primero vagué por ahí, buscándote, a ti y a ese… animal. Los cielos sabrán la razón de que lo hiciera, porque yo lo desconozco. Luego te encontramos, no sólo a ti y a él, sino también a Meeks y a los demonios, y apareció el gato, y se produjo un absurdo enfrentamiento de magias que sólo sirvió para incendiar una zona del bosque, y finalmente fuimos dispersados a los cuatro vientos y nadie puede encontrar a nadie.

Se llenó de aire los pulmones, dejó escapar un largo suspiro y miró a su alrededor.

—¿Has visto a alguno de los otros?

Sauce negó con la cabeza, abstraída.

—No, a nadie.

Sus pensamientos estaban concentrados en el unicornio, en la necesidad que la consumía, en el deseo de extender la mano y tocarlo…

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Abernathy de repente, produciéndole un sobresalto. El amanuense captó su consternación—. ¿Ocurre algo, Sauce? ¿Qué estás haciendo con el unicornio? Sabes lo peligrosa que es esa criatura. Ven. Ven conmigo y deja que yo me ocupe de ti. El gran señor querría…

—¿Lo has visto? —inquirió ella con apremio. La mención de Ben fue un cabo salvavidas al que se agarró rápidamente—. ¿Está cerca de aquí?

Abernathy se subió las gafas.

—No, Sauce, no lo he visto. Está perdido como todos nosotros. —Hizo una pausa—. ¿Te encuentras bien?

El cabo salvavidas desapareció. Ella asintió sin decir una sola palabra. Sintió el calor del sol de la tarde, el bochorno del día y el enrarecimiento del aire. Estaba en una prisión que amenazaba con enterrarla. Los sonidos que producían los pájaros y los insectos se convirtieron en silencio, la presencia de Abernathy perdió significado, y su deseo por el unicornio negro la consumió de nuevo. Se volvió de espaldas al amanuense y comenzó a avanzar hacia el animal.

—¡Espera! —gritó Abernathy—. ¿Qué vas a hacer? ¡No la toques! ¿No sabes lo que te ocurrirá?

—Apártate de mí, Abernathy —contestó con voz suave, pero vaciló.

—¿Estás tan demente como todos los demás? —le gritó el perro, furioso—. ¿Te has vuelto loca? ¿Es que sólo yo entiendo lo que está ocurriendo? ¡Los sueños son falsos, Sauce! ¡Meeks nos trajo a este lugar, nos ha engañado en su propio beneficio y trata de confundirnos a todos! ¡Es probable que ese unicornio le pertenezca! ¡No puedes saber qué se propone! ¡No lo toques!

Ella se volvió para mirar al perro.

—Tengo que hacerlo. Necesito hacerlo.

Abernathy empezó a acercarse, vio la mirada de advertencia en los ojos verdes de la sílfide y se detuvo bruscamente.

—¡Sauce, no lo hagas! Conoces las historias, las leyendas. —Su voz se transformó en un susurro—. ¡Estarás perdida si lo haces!

Lo contempló en silencio durante un momento prolongado, luego sonrió.

—Esa es la cuestión, Abernathy. Ya estoy perdida.

Sus manos se elevaron y rodearon el cuello del unicornio negro.

Fue como si un fuego helado la inundara. El fuego se extendió de las manos a los brazos y a todo el cuerpo. Se quedó rígida bajo esa sensación y tembló. Echó hacia atrás la cabeza y jadeó para conseguir aire. Oyó que, desde atrás, Abernathy la llamaba con desesperación y después perdió su pista. Él estaba allí, pero ya no captaba su presencia. No podía ver nada más que la cara del unicornio, una figura inmaterial sobre el fondo del espacio. El fuego la consumía, mezclado con su deseo, y tornó éste en pasión incontenible. Estaba perdiendo el control de sí misma, empezando a disgregarse. Un momento más, y dejaría de ser ella por completo.

Trató de apartar las manos del cuello de la criatura fantástica y descubrió que no podía. Estaba unida al unicornio. Era una con él.

Entonces, el cuerno comenzó a emitir un resplandor blanco de magia, y una multitud de imágenes confusas cruzaron por su mente. Había un lugar de una frialdad vacía. Había cadenas y fuego, tapices blancos con unicornios que saltaban y se encabritaban, magos con túnicas oscuras y encantamientos lanzados en una sucesión interminable. Vio a Meeks, a Ben y al Paladín.

Y, por último, oyó un gemido de terror y anhelo que rompió todas las imágenes como si fueran de cristal.

¡Libérame!

El dolor que contenía aquel ruego fue tan inmenso que no lo pudo soportar. Ella gritó, y su grito la lanzó con violencia hacia atrás, separándola al fin del unicornio. Se tambaleó y estuvo a punto de caer. Habría caído si los brazos de Abernathy no se hubiesen extendido rápidamente para sostenerla.

—¡Lo he visto! —jadeó y no pudo seguir hablando.

Pero el sonido de su grito todavía resonaba entre los árboles.