ZARPA DE GATO

Ben Holiday volvió a la conciencia en el claro sombreado de un bosque que olía a musgo y a flores silvestres. Los pájaros cantaban en los árboles, sus canciones eran vivaces y alegres. Un pequeño arroyo, que salía del bosque y desaparecía en él, lo atravesaba serpenteando. Había una quietud que susurraba paz y soledad.

Se hallaba tumbado sobre la hierba, de cara a un entramado de ramas bajo el cielo sin nubes. El sol se vislumbraba entre las hojas. Se incorporó con cuidado, consciente de que sus ropas estaban chamuscadas y sus brazos manchados de hollín. Dedicó un momento a revisarse, buscando alguna herida grave. No había ninguna, sólo chichones y cardenales. Pero parecía como si se hubiera arrastrado por media docena de hogueras.

—¿Os sentís mejor, gran señor?

Se volvió hacia el sonido de la voz familiar y se encontró con Daga Demadera sentado cómodamente sobre una gran roca cubierta de musgo, con las zarpas escondidas bajo el cuerpo. El gato parpadeó somnoliento y bostezó.

—¿Qué me ha ocurrido? —preguntó Ben, dándose cuenta de que no era allí donde se encontraba antes de perder el conocimiento, de que aquel no era el prado—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

Daga se levantó, se estiró y volvió a sentarse.

—Yo os traje. En realidad es poco más que un truco, pero me ha dado buenos resultados el uso de la energía para transportar objetos inertes. No me pareció aconsejable dejarlo tirado en medio de la pradera quemada.

—¿Qué ha sido de los otros? ¿Qué ha sido de Sauce y…?

—La sílfide está con el unicornio negro, supongo. No sé exactamente dónde. Vuestros compañeros se hallan dispersos en todas las direcciones. La última explosión los hizo volar a todos. No debe usarse esa clase de magia. Es un pena que Meeks no pueda entenderlo.

Ben parpadeó librándose de un último vestigio de aturdimiento y fijó los ojos en el gato.

—Él sabía quién eras, ¿verdad?

—Sabía qué era.

—Oh. ¿Cómo es eso, Daga?

El gato pareció considerar la cuestión.

—Los magos y los prismagatos han cruzado sus caminos más de una vez, gran señor.

—Y no como amigos, supongo.

—Normalmente, no.

—Daba la impresión de que te tenía miedo.

—Tiene miedo de muchas cosas.

—En eso no es el único. ¿Qué le ocurrió?

—Perdió interés por la lucha y se alejó volando sobre su demonio. Ha ido a repasar los libros de magia, diría yo. Cree que necesita su poder. Después volverá. Y creo que intentará atraparos a todos. Será mejor que os preparéis.

Ben se quedó frío. Se estiró lentamente y sintió que disminuía el entumecimiento de su cuerpo.

—Tengo que encontrar a los demás —dijo, tratando de abrir un camino en el muro de miedo y desesperación que se había alzado ante él—. ¡Maldita sea! ¿Cómo se supone que voy a hacerlo? —Comenzó a levantarse, se detuvo al sentir el aturdimiento que le invadía, y se apoyó en una rodilla—. ¿Cómo voy a ayudarles? Ahora estaría muerto de no ser por ti. Este asunto se me ha escapado de las manos por completo. Mi situación no es mejor que la del día en que Meeks me expulsó del castillo. Todavía no sé por qué nadie puede reconocerme. Todavía no tengo ni idea de cómo Meeks se apoderó del medallón.

Todavía no sé qué quiere del unicornio negro. ¡No sé nada de lo que está pasando!

Daga bostezó otra vez.

—¿De veras?

Ben no le oyó.

—Te diré una cosa. Yo no puedo resolver esto solo. Nunca podría. No tiene sentido que me engañe. He de conseguir ayuda. Voy a hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio. Penetraré en las nieblas, con medallón o sin él, y se la pediré a las hadas. Ya fui allí en una ocasión. Las encontraré y les rogaré que me otorguen la magia necesaria para enfrentarme a Meeks. Ellas me ayudaron contra Belladona, y también me ayudarán contra Meeks. Tienen que hacerlo.

—Ah, pero eso no es seguro, ¿verdad? —preguntó Daga con suavidad—. Las hadas ayudan sólo cuando ellas quieren. Vos lo sabéis, mi querido gran señor. Siempre lo habéis sabido. No podéis pedir su ayuda, sólo desear que la den. La elección de darla o negarla es siempre de ellas.

—No importa. —Ben sacudió la cabeza tozudamente—. Me voy a las nieblas. Cuando las encuentre…

—Si las encontráis —lo interrumpió Daga.

Ben se quedó pensativo y luego enrojeció.

—¡No estaría mal que alguna vez, para variar, me dieses un poco de ánimo! ¿Qué te hace pensar que no las encontraré?

El gato posó su mirada en él un momento, luego sorbió aire. Por todas partes, los pájaros seguían cantando, indiferentes a su conversación.

—Porque ellas no quieren que las encontréis, gran señor —dijo al fin. Suspiró—. Ellas ya os han encontrado.

Hubo un largo silencio mientras Ben y el gato se observaban. Ben se aclaró la garganta.

—¿Qué?

Daga entornó los ojos.

—Gran señor, ¿quién creéis que me ha enviado?

Ben volvió a sentarse con cuidado, cruzó las piernas ante sí y dejó caer las manos en el regazo.

—¿Te enviaron las hadas? —El gato no contestó—. Pero ¿por qué? ¿Por qué a ti, Daga?

—¿Queréis decir que por qué a un gato? ¿Por qué no a un perro? ¿O a un león o a un tigre? ¿O a otro Paladín, por ejemplo? ¿Es eso lo que queréis decir? —El pelo de Daga se erizó en el cuello y a lo largo de su espalda—. Bueno, un g:\to es lo único que necesitáis o merecéis, mi querido gran señor. Más, para ser exactos. Me enviaron para que despertase vuestra conciencia, para haceros pensar. No me enviaron para que os salvara. Si deseáis la salvación, tendréis que buscarla dentro de vos. ¡Siempre ha sido así y siempre lo será!

Se puso de pie, saltó de la roca y caminó con paso elástico hacia el atónito Ben.

—Estoy cansado de trataros con tantos miramientos. Os he dicho ya todo lo que necesitáis saber para contrarrestar la magia usada contra vos. He hecho todo, excepto meter vuestra nariz en la verdad de las cosas, y eso no puedo hacerlo. ¡Eso está prohibido! Las criaturas de las hadas nunca revelan la verdad a los mortales. Pero os he mantenido a salvo durante vuestro viaje, actuando cuando fue necesario, aunque no estuvisteis tan necesitado como creéis. Os he vigilado y guiado cuando he podido. Y lo más importante de todo, he conseguido que penséis y eso os ha mantenido vivo. —Hizo una pausa—. Bueno, ahora esa etapa ha terminado. El tiempo para pensar está a punto de acabarse.

Ben movió la cabeza de un lado a otro.

—Daga, yo no puedo…

—¡Dejadme terminar! —le espetó el gato—. ¿Cuándo aprenderán los hombres a escuchar a los gatos? —Los ojos verdes se estrecharon—. Las hadas me enviaron para ayudaros, gran señor, pero me permitieron elegir el método. No me hicieron ninguna advertencia sobre lo que tenía que hacer o decir. No me dijeron por qué creían que yo podía ayudaros. Las hadas no suelen hacerlo, ni tampoco los gatos. En cualquier caso, actuamos según nuestras decisiones, y vivimos nuestras vidas como debemos. Jugamos porque ese es nuestro modo de ser. Los juegos de los gatos, o los juegos de las hadas, más o menos son los mismos. ¡Nuestro mundo, gran señor, es muy diferente al vuestro!

Levantó una zarpa.

—Escuchadme bien. Nadie tiene derecho a recibir una respuesta concreta a los problemas que le acosan. A nadie se le sirve la vida en una bandeja de plata, ya sea gato o rey. Si vos queréis conocer la verdad de las cosas, tenéis que averiguarla por vuestros propios medios. Si queréis comprender lo que os confunde, razonad sobre ello. Os creéis inmerso en problemas insolubles. Os creéis incapaz de liberaros. Habéis perdido vuestra identidad, y vuestro reino os ha sido robado. Tenéis enemigos que os persiguen, y amigos que han desaparecido. Es una cadena de contrariedades en la que los eslabones están unidos, Ben Holiday. ¡Cortad un solo eslabón, y la cadena se romperá! Pero vos sois el único que puede cortarlo, no yo, ni ningún otro. ¡Eso es lo que he intentado deciros desde el primer día! ¿Lo entendéis?

Ben asintió.

—Lo entiendo.

La zarpa descendió.

—Eso espero. Ahora os lo diré una vez más. La magia contra la que lucháis es una magia engañosa, un espejo que altera las verdades que refleja y las convierte en medias verdades y mentiras. Si lográis ver más allá del espejo, podréis liberaros. Y si lográis liberaros, podréis ayudar a vuestros amigos. ¡Pero será mejor que empecéis ya!

Se estiró, se giró, se alejó unos cuantos pasos y se volvió otra vez. El claro del bosque estaba en completo silencio; incluso los pájaros de los árboles se habían callado. El sol continuaba brillando en el cielo, proyectando las sombras de las hojas y las ramas sobre el claro, dejando a Ben y a Daga moteados y rayados.

—El mago negro está asustado de vos, Ben Holiday —comentó Daga con voz suave—. Sabe que estáis cerca de las respuestas precisas para liberaros e intentará destruiros antes de que eso ocurra. Os he dado los medios para encontrar las respuestas que lo vencerán. Usadlos. Sois un hombre inteligente. Habéis sido un hombre que ha pasado su vida ordenando la vida de los otros hombres. Un hombre de leyes, un hombre de poder. ¡Ordenad vuestra propia vida!

Empezó a andar hacia el borde del claro, sin volver la vista atrás.

—He disfrutado del tiempo que pasamos juntos, gran señor —dijo desde lejos—. He disfrutado en nuestros viajes. Pero han terminado por ahora. Tengo que ir a otros lugares y acudir a otras citas. Me acordaré de vos. Y un día, quizás, os volveré a ver.

—¡Espera, Daga! —le gritó Ben, levantándose de repente, imponiéndose al aturdimiento que persistía.

—Yo nunca espero, gran señor —contestó el gato, ya casi perdido en las sombras—. Además, no hay nada más que pueda hacer por vos. He hecho todo lo que he podido. Buena suerte.

—¡Daga!

—Recordad lo que os he dicho. Y tratad de escuchar a los gatos de vez en cuando, ¿lo haréis?

—¡Daga, maldita sea!

—Adiós.

Y Daga Demadera entró en el bosque y desapareció.

Ben Holiday pasó algún tiempo con la vista fija en el lugar por donde se había ido el gato, casi esperando su regreso. Por supuesto, no volvió, como él temía desde el principio. Cuando al fin aceptó el hecho, dejó de mirar y empezó a asustarse. Estaba solo por completo por primera vez desde que fue expulsado de Plata Fina. Solo por completo y en la situación más difícil de su vida. Le habían quitado su identidad y el medallón, y no tenía ni idea de cómo recuperar ninguna de las dos cosas. Daga Demadera, su protector, lo había abandonado. Sauce había desaparecido con el unicornio negro, creyendo aún que era el extranjero que parecía. Sus amigos estaban dispersos, los cielos sabían dónde. Meeks se había ido a repasar los libros de magia y pronto volvería para acabar con él.

Y él estaba allí sentado, esperando a que ocurriese.

Se sentía aturdido. Le era difícil pensar con claridad. Trató de razonar, de planear lo que haría a continuación, pero todo parecía mezclarse, los problemas y las necesidades luchaban por igualarse en sus pensamientos. Se levantó mecánicamente con los ojos cansados, y caminó hasta el pequeño arroyo. Miró una vez más hacia el lugar por donde se había ido Daga y sólo vio el bosque vacío, notando que una triste resignación se apoderaba de él. Se arrodilló junto al arroyo, se echó agua en la cara tiznada, y se enjuagó los ojos. El agua estaba fría como el hielo y sintió una descarga en su sistema nervioso. Se mojó la cabeza y los hombros para que el frío lo hiciera reaccionar.

Luego volvió a sentarse, con el agua goteando de su cara y los ojos fijos en el arroyo.

Piensa, se aconsejó. Tienes todas las respuestas. Daga dijo que las tienes. Pero ¿cuáles son?

Resistió un impulso casi insuperable de saltar y correr entre los árboles. Se obligó a quedarse allí. La acción habría supuesto un alivio inmediato; la sensación de hacer algo, cualquier cosa, en vez de quedarse sentado. Pero correr sin ningún objetivo no era lo que requería la situación. Requería meditar. Tenía que saber qué estaba haciendo, tenía que entender de una vez por todas qué había ocurrido.

Los eslabones de una cadena, había dicho Daga. Todos sus problemas eran eslabones de una cadena, unidos entre sí. Si se cortaba uno, la cadena se rompería. Bien. Iba a hacerlo. Cortaría ese eslabón. Pero ¿qué eslabón debía cortar?

Bajó la vista hacia las aguas del arroyo, contemplando el reflejo ondulante de su imagen. Se encontró con una versión distorsionada de la cara de Ben Holiday. Pero era él, y sólo él, no el extranjero que todos veían. ¿Qué era lo que hacía que los demás le vieran de un modo diferente? Una máscara, había dicho Daga, y estaba desapareciendo en ella. Se contempló durante largo rato, después apartó la vista para fijarla en un grupo cercano de flores silvestres elegido al azar, mirándolas sin verlas.

Magia engañosa, había dicho Daga.

¿La magia de quién? ¿El engaño de quién?

Suyo propio, le había dicho el Amo del Río. Éste le había ofrecido ayuda; de hecho, había intentado ayudarle, pero no pudo. También le dijo que la magia que actuaba era una magia que surgía de él, y sólo él podía actuar para liberarse de sus efectos.

Pero ¿qué magia había usado?

Trató de encontrar una respuesta, pero no lo consiguió. No se le ocurría nada. Se impulsó hacia atrás con los talones para situarse en la sombra, y dejó que su mente vagara libremente durante un momento. Ésta regresó a la última noche que estuvo en su dormitorio de Plata Fina cuando Meeks surgió de la nada. A la noche en que todo empezó a ir mal y perdió el medallón. Algo no encajaba en sus recuerdos, y trató en vano de averiguar qué era. Había perdido el medallón. Había perdido su identidad, había perdido su magia, había perdido su reino. Una cadena de eslabones que debía romperse. Recordó la impresión que le causó descubrir que el medallón había desaparecido. Recordó su terror.

De repente, un pensamiento le golpeó, y un recuerdo salió a la superficie. Las hadas le dijeron algo sobre el miedo, hacía ya tiempo, cuando entró en las nieblas en busca del Polvo lo recién llegado a Landover, cuando tuvo que luchar para conseguir el reconocimiento de su derecho al trono como estaba luchando ahora. ¿Qué le habían dicho? El miedo tiene muchos disfraces. Debes aprender a reconocerlos la próxima vez que se presenten ante ti.

Frunció el entrecejo. ¿Disfraces? ¿Máscaras? No había mucha diferencia entre ambos. Entonces se había preguntado qué significaban aquellas palabras. Ahora se lo preguntó de nuevo. En el pasado, creyó que se referían a su inminente encuentro con la Marca de Hierro. Pero también eran aplicables a lo que le estaba ocurriendo en el presente, al miedo que le producía la pérdida del medallón.

¿Podían las hadas haber previsto esa pérdida con tanta anticipación? ¿O no era más que un aviso genérico, un aviso respecto a la magia de aquella tierra?

Casi inconscientemente, metió la mano bajo su túnica y sacó el medallón que ahora llevaba, el medallón que le dio Meeks, con el rostro duro y sombrío del mago grabado en su superficie. Era el comienzo de todo; las preguntas, los misterios, la mescolanza de acontecimientos que lo habían apartado de la normalidad para introducirlo en la ciénaga de dudas y temores en que se hallaba. Se preguntó cómo había ocurrido por centésima vez. ¿Cómo pudo perder el medallón sin darse cuenta? ¿Cómo lo consiguió Meeks cuando sólo el podía quitárselo? ¡No tenía sentido! Si realmente se lo había quitado, ¿por qué no lo recordaba?

¡Quizás porque no se lo había quitado!

Al fin sus pensamientos avanzaron un paso. Ya casi podía ver los alicates cortando el eslabón. Su propio engaño, había dicho Daga. Su propia magia, había dicho el Amo del Río. ¡Maldito enredo! Sintió que su respiración se convertía en rápidos y ásperos jadeos de excitación. Podía oír los latidos en su pecho. Aquello tenía sentido. Era la única respuesta que tenía sentido. ¡Meeks no podía tener el medallón a menos que se lo hubiese quitado él mismo, y la razón de que no lo recordara era que nunca se lo había quitado!

Pero ¿cómo?

Trató de avanzar paso a paso en su razonamiento. Le temblaban las manos de nerviosismo, el medallón giraba colgado de los dedos. Siempre llevó consigo el medallón de los grandes señores de Landover, aunque lo ignorara. ¿Era eso posible? Su mente corría, explorando las posibilidades, susurrándole con voz apresurada y urgente. ¡El medallón aún colgaba de su cuello! De algún modo, Meeks había logrado hacerle creer que no era el medallón auténtico, sino una sustitución. Eso explicaba por qué Meeks no había acabado con él en el dormitorio. Tuvo miedo de que el Paladín reapareciera, de que el disfraz fuese demasiado reciente, demasiado débil quizás. Por eso lo había dejado marchar después de hacerle la extraña advertencia de no quitarse el sustituto del auténtico medallón. Supuso que, tarde o temprano Ben, cuestionaría su advertencia. Tenía la esperanza de que entonces se lo quitara y lo tirara, en la creencia de que así obtenía la liberación. ¡Eso le permitía apoderarse al fin del medallón!

Su mente giraba. ¡El idioma!, pensó de pronto. ¿Cómo podía comunicarse aún en el idioma de Landover si ya no estaba en posesión del talismán? Questor le había dicho hacía tiempo que el medallón era lo que le permitía entender la lengua del país, escribirla y hablarla. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Y Questor… Questor siempre se preguntaba cómo Meeks conseguía recuperar el medallón de los candidatos fracasados que rehusaran devolvérselo voluntariamente. ¡Debía de hacer algo así! ¡Debía de engañarlos para que se lo quitasen, haciéndoles creer que ya lo tenían perdido!

¡Dios mío! ¿Sería posible?

Aspiró una gran bocanada de aire para tranquilizarse. ¿Existía una alternativa? La respuesta negativa le llegó de inmediato. Era la única posibilidad que tenía sentido. El demonio alado no había interrumpido su ataque a las ninfas del Amo del Río a causa de Daga, había huido al ver el medallón en sus manos, aterrado por su poder. El demonio había visto la verdad cuando Ben aún no podía. La magia había disfrazado la verdad ante sus ojos, la magia que Meeks había empleado aquella noche en su dormitorio. Era una magia ancestral, comprendió Ben. Eso le dijo Belladona a Strabo. ¡Esa era la razón de que sólo el dragón y la bruja pudieran reconocerla!

Pero ¿cómo funcionaba esa magia? ¿Qué se necesitaba para romper su hechizo? ¿Se debía también a ella su cambio de identidad?

Las preguntas se atropellaban entre sí en su ansiedad por lograr respuesta. Engaño, ésta era la palabra clave, la palabra que Daga había empleado en diversas ocasiones. Meeks debía de haber usado su magia para engañar a Ben respecto al medallón que llevaba. Y él había creído la mentira. Había permitido que el engaño lo atrapara. ¡Había construido su propia cárcel! ¡Meeks le provocó un sueño en el cual le entregaba el medallón, y él se convenció a sí mismo de su realidad!

En tal caso, no debería ser capaz de…

No pudo terminar el pensamiento. Tuvo miedo a terminarlo, miedo a equivocarse. Respiró profundamente otra vez. Carecía de importancia que lo terminase o no. Lo importante era intentarlo. Tenía que hacerlo para estar seguro.

Volvió a fijar la vista en el arroyo, y contempló la imagen de su rostro, que rielaba y ondeaba con el movimiento del agua. Su máscara; no para él, pero sí para los demás. Procuró serenarse. Después, alzó el medallón ante sí, sosteniéndolo por la cadena. El rostro de Meeks se balanceó y giró lentamente, reflejando la luz del sol en pequeños destellos de plata opaca. Retardó su respiración deliberadamente, los latidos del corazón y el tiempo mismo. Centró su mirada en la imagen deslustrada, en su giro lento, hasta que el medallón se quedó casi inmóvil. Apartó de su mente la imagen que veían sus ojos y la sustituyó por su recuerdo del Paladín saliendo a caballo por las puertas de Plata Fina al amanecer. Miró debajo del deslustre y vio plata pulida. Se sumergió en la imagen recordada.

Ten en cuenta que lo que estás viendo es falso, se dijo. Una mentira.

Pero nada ocurrió. El medallón que se hallaba ante él continuó reflejando la imagen de Meeks. Luchó contra un resurgimiento del pánico y se obligó a permanecer tranquilo. Necesitaba algo más. Algo.

Hizo una selección mental, considerando y descartando posibilidades. Mantuvo los ojos enfocados en el medallón. El bosque que lo rodeaba estaba en calma. El silencio era completo excepto por los trinos de los pájaros y el murmullo de las hojas al ser movidas por un viento suave. Estaba en lo cierto, sabía que estaba en lo cierto. Si lograba romper el primer eslabón y después los demás, la cadena se desharía. Volvería a ser él mismo, el poder del Paladín retornaría, y su magia sería liberada. Sólo necesitaba una llave…

Se interrumpió a mitad del pensamiento. Sus dedos se deslizaron a lo largo de la cadena del medallón. Acariciaron con suavidad la superficie deslustrada y se cerraron sobre el talismán aprentándolo contra la palma de la mano. El contacto le produjo repulsión, pero eso era lo que pretendía Meeks. Apretó con más fuerza, sintió su superficie, su imagen grabada, y no pensó en la figura de Meeks, sino en la del Paladín saliendo a caballo de Plata Fina al amanecer…

Algo empezó a ocurrir. El medallón se calentó en su mano, y se produjo un cambio casi imperceptible en su tacto. Lo apretó aún más. La imagen que sabía que estaba oculta se hallaba fija en el primer plano de sus pensamientos. Cerró los ojos. La imagen era como un foco de blancura que se convirtió en su única luz. El medallón quemaba, pero siguió agarrándolo. Podía sentir un deslizamiento en su superficie, como si algo se estuviera desprendiendo, como una piel que se mudaba. ¡Sí! El ardor continuó, se avivó, se extendió por su cuerpo, se elevó y desapareció en el aire.

La frialdad regresó. Abrió los ojos lentamente, y a continuación los dedos. Miró el medallón aún en su mano. Estaba brillante y pulido, y se vio reflejado en su superficie. La imagen del Paladín centelleó.

Se permitió una sonrisa amplia y casi estúpida. Al fin había encontrado la verdad. El medallón había permanecido con él durante todo el tiempo.

¡La cadena estaba rota!