El calor del sol del mediodía cayó sobre los bosques del Melchor como una manta sofocante y tomó sus frías sombras cálidas y húmedas. La brisa matutina cesó y el aire se espesó y tranquilizó. Los insectos zumbaban sus canciones monótonos, las hojas colgaban flácidas de los árboles y la vida de sangre caliente del bosque yacía paciente e inmóvil. Había un enlentecimiento de tiempo y propósito.
Sauce se detuvo al pie de un gigantesco roble blanco; el peso de la brida de oro ejercía una presión continua sobre sus hombros, donde estaba colgada. Una brillante capa de sudor recubría la piel verde pálido de su cara y sus manos, y mantenía los labios entreabiertos mientras se esforzaba en recuperar la respiración. Había estado andando desde el amanecer, siguiendo al unicornio negro que iba y venía en retazos de sueños y sombras, persiguiéndolo como si ella fuera una mota de polvo suspendida en la estela de su paso. Había recorrido todo el Melchor que rodeaba Mirwouk media docena de veces, cruzando y volviendo a cruzar su ruta una vez y otra, en un absurdo viaje de capricho y azar. Ahora estaba al oeste de Mirwouk, a menos de un kilómetro de la vieja fortaleza, pero apenas era consciente de ello, y no hubiera sido de otra forma si hubiera tenido tiempo para pensarlo. Hacía mucho que había dejado de preocuparse por cualquier cosa que no fuese el objeto de su búsqueda. Todo lo demás carecía de importancia para ella.
Debía encontrar el unicornio. Debía conocer su verdad.
Dejó que sus ojos se llenaran del recuerdo del sueño de la noche anterior y volvió a preguntarse cuál era su significado.
Después se enderezó y continuó; una pequeña y frágil partícula de vida entre los árboles gigantescos del bosque alto, una niña extraviada. Continuó su camino lentamente entre los abetos y los pinos, tan cercanos unos de otros que sus ramas se enlazaban. Apenas fue consciente del grupo de lindoazules que se encontraba más allá, y se obligó a subir una cuesta suave que conducía a una meseta. Andaba con pasos cuidadosos, recordando vagamente que ya había pasado por allí; ¿una, dos veces, o más? No estaba segura. No tenía importancia. Percibió el latido de su corazón en el cuello y los oídos. Era muy fuerte. Era casi el único sonido del bosque. Se convirtió en la medida de cada paso que daba.
¿Cuánto falta?, se preguntó, cuando el calor la acosaba. ¿Cuándo me voy a detener?
Llegó al prado, se detuvo a la sombra de un arce de largas ramas y cerró los ojos ante la incertidumbre. Cuando los volvió a abrir, el unicornio negro se hallaba ante ella.
—¡Oh! —suspiró suavemente.
El unicornio negro se hallaba en el centro del prado, enmarcado por una salpicadura de luz de sol sin nubes. Era como tinta negra, tan opaco que podría haber sido esculpido de la oscuridad de la media noche. Estaba de cara a ella, con la cabeza alzada, la crin y la cola flácidas en el aire sin brisa, una estatua tallada en ébano intemporal. Los ojos verdes la miraban con fijeza y la llamaban desde sus profundidades. Ella aspiró y el calor sofocante llegó a sus pulmones, haciéndole sentir el ardor de la intensidad del sol. Escuchó. Los ojos del unicornio hablaban sin palabras, en imágenes atrapadas y reflectadas de sueños recordados y visiones perdidas. Escuchó y supo.
La persecución había terminado. El unicornio negro ya no huiría de ella. Se hallaba en el momento y en el lugar en que debía estar. Sólo quedaba descubrir por qué.
Avanzó con cautela, temiendo aún, a cada paso que daba, que el unicornio desapareciera, que huyese sin dejar rastro. No lo hizo. Se quedó allí, inmóvil, como soñado. Ella hizo que la brida se deslizara de sus hombros, con cuidado, y la sostuvo en sus manos ante ella, dejando que el unicornio la viese con claridad. La luz del sol danzaba sobre los hilos y los cierres, destellos brillantes que atravesaban las sombras del bosque. El unicornio esperó. Sauce salió de la sombra del arce rojo, penetró en el prado soleado, y el calor bochornoso la envolvió. Sus ojos verdemar parpadearon para librarse de una repentina película de humedad, y se echó hacia atrás la larga melena. El unicornio no se movió.
Estaba sólo a unos metros de la criatura cuando de pronto, frenó su paso hasta detenerlo. No podía seguir. Oleadas de miedo, sospecha y duda la inundaron, una mezcla de susurros que gritaban un urgente aviso. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba pensando? ¡El unicornio era un ser tan aciago que nadie que se hubiera acercado a él había vuelto a ser visto más! ¡Era el demonio de sus sueños! ¡Era la pesadilla que le perseguía mientras se hallaba dormida, acosándola como lo haría la muerte!
Sintió el peso de los ojos de la criatura fantástica sobre ella. Sintió su presencia como si fuese una enfermedad. Trató de librarse de su influjo y correr, pero no pudo. Luchó desesperadamente contra las emociones que amenazaban con consumirla y éstas se desvanecieron. Respiró larga y profundamente el aire pesado del mediodía y se obligó a mirar a los ojos color esmeralda de la criatura. Mantuvo la mirada fija. No había ningún signo de enfermedad o muerte en aquellos ojos, ningún signo de maldad demoníaca. Había bondad, y afecto… y solicitud de ayuda.
Ella avanzó varios pasos más.
Entonces algo nuevo hizo que se demorara. Fue un destello de intuición que cruzó su mente, rápido y seguro. Ben estaba cerca, venía en busca de… ¿de qué?
—¿Ben? —susurró, esperando.
Pero no había nadie. Estaba sola con el unicornio. No apartó la vista de la criatura, pero sintió que estaban solos, se humedeció los labios y siguió avanzando.
Se detuvo otra vez. Suspiró.
—No puedo tocarte —le murmuró a la perfecta y prodigiosa criatura mágica—. No puedo. Hacerlo sería mi perdición.
Sabía que era cierto. Lo sabía por instinto, como siempre sabía las cosas. Nadie podía tocar al unicornio, nadie tenía ese derecho. Pertenecía a un reino de belleza cuyas fronteras ningún ser mortal debía traspasar, ni pensar en intentarlo. Se había introducido en Landover como un trozo desprendido del arco iris, y nunca podría ser retenido por manos como las suyas. Recuerdos de leyendas y canciones susurraban advertencias. Sintió que las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas y la respiración se quedó detenida en su garganta.
Criatura hermosa, no puedo…
Pero lo hizo. Casi sin conciencia de lo que ocurría, recorrió la distancia que la separaba del unicornio con pasos rápidos y mecánicos, sin pensar en lo que estaba haciendo, extendiendo la mano hacia la criatura de la medianoche y colocando la brida de oro con cuidado y suavidad alrededor de la cabeza que esperaba. Rozó la cabeza sedosa con los dedos al meter la brida, y el contacto fue electrizante. Sintió la caricia de la crin en el reverso de las manos, y la sensación la dejó maravillada. Imágenes nuevas saltaron, dispersas en sus pensamientos, desordenadas y confusas, pero irresistibles. Volvió a tocar al unicornio, sin miedo ya, aceptando las sensaciones que producía en su interior. Al parecer, no podía evitarlo. No podía detenerse. Lloró de nuevo, descubriendo todas sus emociones que emergían a la superficie de su ser. Las lágrimas inundaron sus mejillas mientras sollozaba incontrolablemente.
—Te quiero —gritó con desesperación, apartando las manos tras colocar la brida—. ¡Oh, te quiero tanto, criatura hermosa!
El cuerno del unicornio negro emito un brillo blanco de magia al cruzarse sus miradas, y sus ojos también se llenaron de lágrimas. Durante un momento, se sintieron unidos.
Cuando transcurrió, el mundo exterior reapareció de repente. Una enorme sombra oscura pasó sobre sus cabezas y se posó en el extremo opuesto del claro. En ese mismo instante, varias voces que le eran familiares gritaron frenéticamente su nombre. Sus sueños tomaron vida, sus imágenes terroríficas surgieron por todas partes. Los susurros de advertencia que había recibido hasta ese instante se convirtieron en gritos de desaliento en su mente.
Percibía que el unicornio negro temblaba con violencia a su lado y vio fulgurar la magia blanca de su cuerno. Pero el unicornio no huyó a los bosques. Ocurriera lo que ocurriese a continuación, no huiría.
Ni ella tampoco.
Estoicamente, se volvió para descubrir sus destinos.
Ben Holiday salió corriendo de entre los árboles al prado y se detuvo con tal brusquedad que quienes lo seguían tropezaron con él en su ansiedad por sujetarlo, obligándolo a dar varios pasos más hacia delante. Todos gritaban al unísono, llamando a Sauce, que se encontraba en el centro del prado junto al unicornio negro. La sombra del demonio alado había pasado hacía un momento, como una monstruosa nube bajo el sol. Sólo la peor de las suertes pudo haberlos reunido a todos en el mismo lugar y al mismo tiempo, pero la peor de las suertes parecía ser la única con la que Ben podía contar. Rastrearon a Sauce hasta allí tras escapar de los gigantes de piedra, creyendo que lo más peligroso ya había pasado, y ahora se encontraban con el demonio. Las imágenes de las desdichadas ninfas del Amo del Río reducidas a cenizas por el demonio aparecieron en su mente, y recordó su promesa a la Madre Tierra de proteger a Sauce. Pero era incapaz de hacerlo. ¿Cómo iba a proteger a Sauce sin el medallón?
El demonio pasó volando por segunda vez, pero no atacó a la sílfide ni al unicornio negro, ni siquiera al pequeño grupo de Ben. Por el contrario, aterrizó al otro lado del claro, plegó las alas membranosas contra su cuerpo y exhaló el aire de sus pulmones produciendo un silbido. Ben parpadeó ante la intensa luz del sol. Había un jinete sobre el demonio. Era Meeks.
Meeks revestido con su apariencia. Meeks con el aspecto del gran señor de Landover.
Oyó murmullos de sorpresa y confusión entre los que estaban detrás de él. Se vio a sí mismo bajar lentamente del demonio, y tuvo que admitir la maestría con que Meeks lo había suplantado. Sus compañeros se quedaron en silencio. Una momentánea indecisión se había apoderado de ellos. Pudo sentir los ojos fijos en su espalda y los nubarrones de duda que se acumulaban. Les había dicho quién era y lo habían creído hasta aquel momento, con más o menos firmeza. Pero ver a Ben Holiday de pie al otro lado del claro era algo distinto por completo.
Entonces el unicornio negro emitió una llamada aguda y misteriosa y todos se volvieron. El animal fantástico pateó y las aletas de su nariz vibraron. La brida de oro reflejaba la luz del sol a cada movimiento de su delicada cabeza. La magia destelló en su cuerno. El unicornio era un ser de increíble belleza, y atraía todas las miradas como la luz a las polillas. Temblaba, pero continuó en su lugar soportando el peso de las miradas. Parecía buscar algo.
Moviéndose con suavidad, Sauce dio la espalda al unicornio y también observó los alrededores. Sus ojos se mostraban extrañamente inexpresivos.
Ben no comprendía bien lo que estaba ocurriendo, pero decidió no esperar a averiguarlo.
—¡Sauce! —llamó a la sílfide, y ella se fijó en él—. ¡Sauce, soy yo, Ben! —Avanzó unos pasos, la expresión de ella le indicó que no lo reconocía, y se detuvo—. Escúchame. Escúchame con atención. Sé que no parezco yo. Pero soy yo. Meeks es el responsable de todo lo que ha sucedido. Ha vuelto a Landover y se ha apropiado del trono. Ha cambiado mi aspecto, me lo ha robado para hacerse pasar por mí. ¡Ese de allí no soy yo, es Meeks!
Ella se giró para mirar a Meeks, vio la cara y el cuerpo de Ben y jadeó. Pero también vio al demonio. Avanzó un paso, se detuvo y retrocedió.
—Sauce, todo va bien —gritó Meeks con la voz de Ben—. Traeme el unicornio. Dame las riendas de la brida.
—¡No! —gritó Ben frenéticamente—. ¡No, Sauce! —hizo ademán de acercarse a ella, pero desistió al ver que se apartaba—. Sauce, no lo hagas. Meeks nos envió aquellos sueños. Tiene el medallón. Tiene los libros de magia desaparecidos. ¡Ahora quiere el unicornio! ¡No sé por qué, pero no debes dárselo! ¡Por favor!
—Sauce, ten cuidado —le avisó Meeks con voz suave y tranquila—. El extranjero es peligroso, y la magia que posee confunde. Ven conmigo antes de que te alcance.
Ben estaba fuera de sí.
—¡Mira con quienes estoy, por lo que más quieras! ¡Questor, Abernathy, Juanete, Chirivía, Fillip y Sot! —Se volvió y llamó con un gesto a los que estaban tras él. Pero nadie se adelantó. Nadie parecía demasiado seguro de lo que debía hacer. Ben sintió que la desesperación empezaba a mostrarse en su voz cuando se volvió de nuevo hacia Sauce—. ¿Por qué iban a estar conmigo si no fuera quien digo que soy? ¡Ellos saben la verdad! —Miró hacia atrás, y su voz sonó llena de furia—. ¡Maldita sea, Questor, dile algo!
El mago vaciló, pareció considerar la conveniencia de hacer lo que se le pedía, y se irguió.
—Sí, dice la verdad. Es el gran señor, Sauce —dijo al fin.
Se produjeron siseos y murmullos de asentimientos entre los restantes miembros del grupo, y algunas peticiones hechas por parte de los gnomos nognomos, que ahora se escondían tras las ropas de Questor.
—Salvadnos magnífico gran señor.
—Salvadnos poderoso gran señor.
—¡Sauce, ven aquí en enseguida! ¡Por favor! —le gritó Ben.
Pero Meeks se había adelantado y esbozaba la más tranquilizadora de las sonrisas de Ben.
—Sauce, te quiero —le dijo—. Te quiero y deseo protegerte. Ven conmigo. Lo que ves en ese extranjero es sólo una ilusión. No cuenta con el apoyo de nuestros amigos; ellos son más que imágenes falsas. Puedes ver la verdad si observas. ¿No me ves? ¿Soy distinto del que siempre he sido? ¡Lo que estás oyendo son mentiras! ¡Recuerda el sueño! ¡Debes coger las riendas del unicornio negro y entregármelas para librarte de los peligros que acechan! ¡Esas ilusiones de amistad son los peligros de tu sueño! ¡Ven conmigo y estarás a salvo!
Sauce miraba a un lado y a otro, evidenciando su confusión. Detrás de ella, el unicornio negro pateó y resopló delicadamente, una partícula de sombra atrapada en la luz del sol por lazos que nadie podía ver. Ben estaba furioso. ¡Tenía que hacer algo!
—¡Enséñame la piedra de runas! —gritó Sauce de repente, moviendo la cabeza de uno a otro, sin saber a cual de los dos dirigirse—. ¡Enséñame la piedra que te di!
Ben se quedó helado. La piedra de runas, el talismán blanquecino que avisaba de la amenaza de peligros.
—No la tengo —respondió con impotencia—. La perdí cuando…
—¡Aquí está! —anunció Meeks en tono triunfante, interrumpiendo a Ben. Introdujo una mano entre los pliegues de sus ropas y sacó la piedra de runas, o algo que se le parecía, emitiendo un resplandor rojizo. La sostuvo en alto para que la vieran.
—¡Ben! —dijo Sauce dulcemente, recuperando cierta esperanza—. ¿Eres tú?
Ben sintió que su estómago se contraía cuando la joven empezó a alejarse de él.
—¡Un momento! —gritó Questor Thews de repente, y todos se volvieron—. Creo que se os ha caído esto, gran señor. Dio un par de pasos al frente, librándose por un momento de los temblorosos gnomos. Mostró la piedra de runas que Sauce había dado a Ben, al menos la magia le daba esa apariencia, y dejó que todos la examinasen. La piedra emitía un resplandor carmesí.
Ben nunca en su vida había sentido tan enorme agradecimiento hacia el mago.
—Gracias, Questor —susurró.
Sauce volvió a detenerse. Retrocedió, apartándose de todos ellos, presa de la indecisión. Ahora en su rostro también había miedo.
—No sé quien de los dos es Ben —dijo en voz baja—. Tal vez ninguno.
Sus palabras se persistieron en el súbito silencio que siguió. Un miedo tenso se aposentó en el prado lleno de sol al cual las figuras paralizadas daban la apariencia de un tablero de ajedrez. Cada una de ellas encarada a una dirección distinta y a punto de moverse, todas en posición de ataque. Sauce se apresuró hacia el unicornio negro, desplazando la mirada desde un grupo de piezas al otro. Detrás de ella, el unicornio estaba inmóvil.
Tengo que hacer algo, se dijo Ben una vez más. Pero ¿qué he de hacer?
Entonces, como si estuviera dando un paseo, apareció Daga Demadera. Salió de entre los árboles, caminando con aire despreocupado, avanzando delicadamente sobre la hierba y las flores, con la cabeza y la cola alzadas, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. No prestó atención a ninguno de los que se hallaban allí. Daba la impresión de que había llegado por casualidad. Se dirigió al centro del claro, se detuvo, recorrió con mirada indiferente su entorno, abarcando a los reunidos, y se sentó.
—Buenos días —saludó.
Meeks lanzó un aullido que asombró a todos y se echó hacia atrás la capa. Entonces, su disfraz de Ben Holiday rieló como un reflejo en las aguas de un estanque en que hubiese caído una piedra, y comenzó a desintegrarse. Sauce gritó. Las manos engarfiadas del mago se elevaron y extendieron, produciendo un chorro de fuego verde en dirección a Daga Demadera. Pero el gato ya había comenzado a transformarse, su pequeño cuerpo peludo crecía, ondeaba y se alisaba hasta ser tan cristalino como un diamante. El fuego del mago chocó contra él y se dispersó como la luz refractada en el aire soleado, cayendo sobre los árboles y la hierba y dañando la tierra.
Cuando esto ocurrió, Ben estaba corriendo hacia Sauce, y gritó como un loco. Pero la sílfide estaba ya fuera de su alcance. Con desesperación en los ojos, se había precipitado hasta el unicornio negro y agarraba la brida de oro que tenía puesta la criatura fantástica. El unicornio pateaba y coceaba, emitiendo su aguda llamada misteriosa; avanzaba y retrocedía en pequeños impulsos. Sauce se abrazó al animal como una niña asustada a su madre, dejándose llevar por él, alejándose de Ben.
—¡Sauce! —gritó éste.
Meeks seguía ocupado con Daga Demadera. Las llamas del ataque apenas se habían dispersado cuando el mago atacó de nuevo. Moldeó con las manos una gran bola de fuego que giró y saltó en el aire hasta explotar sobre el gato. Daga se arqueó y se estremeció, y la bola de fuego pareció disolverse en la forma cristalina. Después, el fuego fue expulsado y él mismo se lanzó contra el mago en una lluvia de dardos llameantes. Meeks se escudó tras su capa y los dardos se desviaron en todas direcciones. Algunos ardieron sobre la piel de demonio que se hallaba agazapado detrás del mago, y éste rugió y se elevó hacia el cielo con un alarido de furia.
El humo y el fuego se extendían por todas partes, y Ben se tambaleaba ciegamente a través de la bruma. Tras él, sus compañeros gritaban. Sobre sus cabezas el demonio alado bloqueó el sol, y su sombra oscureció el prado como un eclipse. El unicornio negro saltó hacia delante, emitiendo un grito, y Sauce se echó encima de él. Puede que lo hiciera por instinto o por necesidad, pero el resultado fue el mismo: el unicornio se la llevó. El animal pasó ante Ben como un dardo, a tal velocidad que apenas pudo verlo. Extendió la mano para detener su carrera, pero fue demasiado lento. Tuvo una breve visión de la flexible figura de Sauce sobre el lomo, y después ambos desaparecieron entre los árboles.
Entonces el demonio alado atacó. Cayó en el prado como una piedra, lanzándose desde el cielo vacío, echando llamas por la boca. Ben se tiró al suelo y se cubrió la cabeza. Con el extremo del ojo, vio que Daga rielaba, se arqueaba para resistir la fuerza del fuego, lo absorbía, y volvía a lanzarlo. Las llamas golpearon al demonio y lo lanzaron hacia atrás. El vapor y el humo invadieron el aire del prado.
Meeks atacó otra vez, y Daga Demadera repelió el asalto. El demonio atacó, y el gato le devolvió el fuego. Ben se levantó, se cayó, se levantó y, tambaleándose avanzó a ciegas por el campo de batalla. Los gritos y aullidos llegaban hasta él, y flotaron visiones a través de la bruma ante sus lacrimosos ojos. Sus manos tantearon a ciegas, en busca de algo, y al fin se cerraron sobre el medallón.
En sus palmas sintió un calor interno. Durante sólo un momento, creyó ver al Paladín, como la imagen perdida en la distancia de una armadura plateada sobre un caballo blanco.
Después la visión se borró, una visión de realidad imposible en cualquier caso. No contaba con el medallón, ni con el Paladín, de sobras lo sabía. Su garganta se estrechó y sintió que se ahogaba mientras los fuegos del mago y el demonio continuaban martilleando a Daga Demadera, que siempre los devolvía. Las flores y la hierba quedaron convertidas en cenizas. Los árboles dañados y sus hojas marchitas. El mundo entero parecía estar en llamas.
Y, al final, el propio prado pareció explotar con un gran estruendo. Ben se sintió lanzado hacia arriba como un pedazo de madera seca, volando en un confuso montón de brazos y piernas, girando como un molinillo.
Así están las cosa, pensó justo antes de empezar a caer a tierra. Así acaba todo.
Entonces recibió un fuerte golpe al chocar y la oscuridad lo rodeó.