Sauce sintió la intensidad del calor del mediodía en la cara a través de los huecos que dejaban los árboles del bosque y, de repente, se sintió sedienta. Rodeó con cautela un afloramiento de roca que interrumpía la empinada pendiente, trepó a un saliente recubierto de hierba alta y maleza cuya parte posterior desaparecía en un bosquecillo de abetos, y se detuvo para mirar atrás. Landover se extendía debajo, como un irregular tablero de ajedrez de campos y bosques, de colinas y llanuras, de ríos y lagos, de manchas azules y verdes con pinceladas de colores claros entremezcladas como en un tejido. La luz del sol caía sobre el valle desde un cielo azul sin nubes y tornaba más intensos los colores hasta hacer que deslumbrasen con su brillo.
Sauce suspiró. Parecía imposible que algo pudiera salir mal en un día semejante.
Se encontraba en el Melchor, pasado el umbral de bosques de madera dura y la meseta cubierta de pinos de las estribaciones, situada más arriba. Había recorrido una parte considerable de la subida a los picos principales. El sol era fuerte y ardiente en los lugares sin sombras que protegieran de sus rayos, y el ascenso despertaba la sed. Sauce no llevaba agua. Confiaba en su instinto para encontrar lo que necesitase. Éste le había fallado desde que dejó atrás las estribaciones horas antes, pero ahora sentía de nuevo el agua cerca.
No obstante, permaneció donde estaba un momento más y recorrió el valle con la vista en silenciosa contemplación. Al sur, muy lejana, pudo divisar la isla neblinosa de Plata Fina, y se acordó de Ben. Deseó que estuviese allí con ella o conocer el motivo que le impedía estar con él. Recorrió el valle con la vista y se sintió sola en el mundo.
¿Qué estaba haciendo en aquel lugar?
Fue consciente del peso del fardo de lana que llevaba colgando en el hombro derecho, y se encogió para librarse de él dejándolo caer en sus manos. Un rayo de luz de sol destelló en algo que había quedado fuera de la boca de la bolsa. La brida de oro hilado sobresalía un poco. La ocultó y se colgó el fardo en el otro hombro. La brida era pesada, los hilos trenzados y los cierres más voluminosos de lo que había creído. La ajustó con cuidado y se enderezó. Había tenido la suerte de que el dragón accediera a dársela. Las canciones del mundo de las hadas, la música, las lágrimas y las risas habían resultado una magia poderosa. Strabo estaba satisfecho. Todavía seguía sorprendida de que el truco hubiera tenido éxito. Seguía aún perpleja por haber sabido de algún modo que lo tendría. Sueños, visiones y corazonadas… Tales eran las vicisitudes que la habían empujado en los últimos días, como el viento a una hoja caída.
La noche anterior había tenido otro sueño. Frunció el entrecejo al recordarlo. En su rostro suave y hermoso se dibujó la preocupación. La noche anterior había soñado con Ben.
Un soplo de viento echó hacia atrás su cabello largo y enfrió su piel. Recordó que necesitaba beber, pero aún se demoró un momento más, pensando en el gran señor. El sueño había sido extraño, una mezcla de cosas reales y surreales, una maraña de temores y esperanzas. De nuevo había encontrado al unicornio negro, la criatura que se escondía en los bosques y en las sombras, y no era un demonio sino un ser perseguido asustado y solo. Tuvo miedo de él, pero lloró por el miedo que él sentía. No supo qué lo asustaba, pero el terror que expresaba su mirada era evidente. Ven conmigo, le había susurrado. Abandona tu plan de llevar la brida de oro a Plata Fina y al gran señor. Desiste de tu huida del demonio que crees que soy y busca la verdad que hay en mí. Sauce, ven.
Con una sola mirada le había dicho todo eso, tan claro e inequívoco. Fue un sueño y, a la vez, realidad. Por eso estaba allí, por haber confiado en su instinto mágico como siempre había hecho, por creer que no podría engañarla. Había desobedecido el mandato del primer sueño que la habría llevado a Ben y había ido en busca de…
¿De qué? ¿De la verdad?
¿Por qué son contradictorios los sueños?, se preguntó. ¿Por qué estoy tan confundida?
La luz del sol refulgió en aguas lejanas y las hojas del bosque se agitaron por el paso del viento, pero nadie le contestó. Aspiró profundamente el aire y reanudó su camino. Las sombras del bosque la atrajeron, y se dejó engullir. Mirwouk estaba cerca, comprendió con sorpresa; a pocos kilómetros, justo al otro lado del pico que escalaba. El hecho fue asimilado y olvidado. La amplia franja de luz del sol del mediodía quedó reducida a unas estrechas bandas dispersas, y las sombras enfriaron su piel caliente. Se abría paso entre los árboles del bosque, enormes abetos y pinos, buscando el agua que sabía que se hallaba oculta allí. Pronto la encontró. La contenía una estrecha corriente que bajaba por las rocas a un estanque y serpenteaba desde allí hasta una serie de remansos y corrientes. Dejó la brida con cuidado en el suelo, junto a ella, y se inclinó para beber. El agua era dulce y le sentó bien a su garganta seca. Permaneció arrodillada un largo rato en aquel silencio.
Los segundos se transformaron en minutos. Cuando levantó la cabeza, el unicornio negro estaba frente a ella.
Su respiración se detuvo y toda ella se quedó paralizada. El unicornio negro no estaba a más de una docena de pasos, medio en sombras, medio iluminado por la pálida luz del sol que se filtraba. Era una visión plena de gracia y belleza, su cuerpo esbelto tan efímero como el reflejo de un amor recordado, su presencia tan radiante como el arco iris. No se movía. Se limitaba a mirarla. El cuerpo de ébano con patas de cabra y cola de león, los ojos verde fuego que hablaban de inmortalidad. Todas las canciones de los juglares de todos los tiempos transcurridos en el mundo no podían expresar lo que el unicornio era en realidad.
Sauce sintió que la atravesaba un torrente de emoción, que dejaba desnuda su alma. Sintió que su corazón empezaba a romperse por el éxtasis que aquel ser le producía. Nunca había visto un unicornio y nunca pensó que fuese así. Había lágrimas en sus ojos y trató de luchar contra los sentimientos que la dominaban.
—¡Oh, qué criatura tan hermosa! —susurró.
Su voz fue tan suave que creyó que sólo ella había oído las palabras. Pero el unicornio asintió, y el cuerno resplandeció mágicamente. Los ojos verdes se fijaron en ella con renovada intensidad y centellearon desde algún pozo de vida interior. Sauce sintió que algo se apoderaba de ella. Su mano avanzó a ciegas por la tierra que había a su lado hasta llegar a la brida.
Oh, debo tenerte, pensó. ¡Tienes que ser mío!
Pero los ojos la retuvieron y no pudo actuar como deseaba. Los ojos la retuvieron, y susurraron algo recordado del sueño.
Ven conmigo, dijeron. Búscame.
Sintió que se sofocaba por el calor de ese recuerdo, y después sintió frío. Vio el recuerdo reflejado en sus ojos, en su mente y en su corazón. Miró al otro lado del pequeño riachuelo que corría y saltaba sobre las rocas en la quietud del bosque, y el riachuelo se convirtió en un río que ella no podía cruzar. Oyó el canto de los pájaros en los árboles, una mezcla de canciones que alegraban y animaban, y el sonido se convirtió en la voz de todos sus secretos revelados.
Sintió a la magia penetrar en su interior en oleadas tan fuertes como nunca creyó que pudieran existir. Ya no se pertenecía a sí misma; ahora le pertenecía al unicornio. Tenía que hacer algo por él. Cualquier cosa.
Entonces, al instante siguiente, dejó de verlo. Desapareció de repente y sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado allí. Ella se preguntó si había estado en realidad. Observó el lugar que había ocupado el unicornio, un vacío de luces y sombras mezcladas, y trató de resistir la intensidad de su dolor.
¿Había visto al unicornio? ¿Lo había visto en realidad?
Las preguntas la dejaron aturdida. No podía moverse. Después, lenta y voluntariosamente, se levantó, se cargó al hombro de nuevo la brida de oro, y avanzó con serena determinación en busca de las respuestas.
Se pasó buscando el resto del día. Pero más que buscar siguió una ruta, porque tenía una sensación de ser guiada inexplicable para ella. Trepó entre montones de rocas salpicados de árboles y matorrales que cubrían las irregulares alturas del Melchor, en busca de algo que incluso podía no existir. Varias veces creyó ver al unicornio negro, sólo vislumbrarlo; un flanco de ébano, un ojo esmeralda, un cuerno destellante de magia. No se le ocurrió pensar que sus esfuerzos pudieran estar mal encaminados. Proseguía como presa de un delirio, sin volver la vista atrás. Sabía que el unicornio estaba allí; cerca, pero fuera de su alcance. Podía sentir que la esperaba. Se sentía observada por él. Se le escapaba su propósito, pero estaba cierta de su necesidad.
El crepúsculo la encontró a menos de un kilómetro al oeste de Mirwouk, exhausta, aún sola. Había atravesado el bosque que rodeaba la antigua y ruinosa fortaleza. Había corregido su ruta varias veces. No estaba más cerca del unicornio negro de lo que lo había estado cuando lo vio por primera vez, pero sí más decidida que nunca a capturarlo. Al amanecer, lo intentaría de nuevo.
Se acostó bajo la protección de un grupo de abedules, rodeó con los brazos la brida de oro dentro de su funda de lana manteniéndola apretada contra el pecho, y dejó que el aire frío de la noche la cubriera. El calor acumulado durante el día se desvaneció poco a poco, y su cansancio fue disminuyendo. Durmió profundamente y tuvo otro sueño.
Había docenas de unicornios blancos encadenados y con grilletes, rogando que los liberaran. El sueño fue como una fiebre que no cedía.
Desde las sombras cercanas, unos ojos de fuego verde la observaban a través de la oscuridad.
Ben Holiday y sus compañeros pasaron también aquella noche en el Melchor, aunque a bastante distancia de Mirwouk y Sauce. Acamparon en las estribaciones que conducían a las montañas, y podían considerarse afortunados por haber llegado tan lejos. Invirtieron la mayor parte del día en atravesar los páramos, y habían continuado el camino durante las últimas horas de la tarde y primeras de la noche hasta llegar a la base de las montañas. Ben insistió en ello. Los kobolds encontraron huellas de Sauce poco antes de la puesta de sol, y Ben creyó que podrían alcanzarla ese mismo día. Sólo cuando la oscuridad se hizo completa y Questor le rogó que fuese razonable, la búsqueda fue interrumpida.
Al amanecer la reanudaron, y a media mañana se encontraban a menos de un kilómetro por debajo de Mirwouk. Fue entonces cuando las cosas empezaron a hacerse confusas.
La confusión era múltiple. En primer lugar, el rastro de Sauce conducía a Mirwouk. Ya que no iba a llevar la brida de oro a Ben, o a Meeks disfrazado de Ben, no podía determinarse qué pensaba hacer con ella. Era probable que estuviese buscando al unicornio negro, aunque eso no tenía mucho sentido, ya que el sueño lo había mostrado como una criatura demoníaca que la amenazaba y ella aún no sabía que aquel sueño le fue enviado por Meeks. Cualquiera que fuese su propósito, no cabía duda de que se dirigía a Mirwouk, donde Questor había sido conducido por su sueño para buscar los libros de magia y donde, de hecho, se encontraron.
En segundo lugar, los kobolds descubrieron por las huellas que Sauce había corregido su ruta dos veces. Las sílfides eran criaturas fantásticas que no solían perderse, de modo que eso significaba que estaba buscando algo o persiguiendo a alguien. Pero no había indicios de qué podía ser.
En tercer lugar, Daga Demadera no aparecía por ninguna parte. Nadie lo había visto desde hacía dos noches, desde que regresó Juanete con Chirivía y la noticia de la huida de Sauce. Hasta entonces, Ben no había prestado mucha atención a la ausencia del gato, por estar demasiado absorto en la búsqueda de la sílfide para advertirlo. Pero el reflexionar sobre los otros enigmas lo había conducido casi mecánicamente a pensar en él, quizás con la esperanza vana de obtener una respuesta clara del animal por una vez. Pero Daga no estaba.
Ben tomó todo aquello con calma. Ninguno de ellos podía hacer gran cosa ahora para aclarar la confusión, así que se limitó a ordenarles que continuaran caminando sin más demora.
Cruzaron el rastro de Sauce por tercera vez en una falla de piedra de Mirwouk, y los kobolds dudaron. El rastro que encontraron era más reciente que el que seguían. ¿Debían cambiar de dirección?
Ben asintió, y lo hicieron.
Al mediodía, habían rodeado Mirwouk casi por completo y cruzaron las huellas de Sauce por cuarta vez. Ahora se alejaban de la vieja fortaleza. Juanete las estudió durante varios minutos, con el rostro casi rozando la tierra en su esfuerzo para leer las marcas. Poco después, anunció que no podía determinar cuáles eran más recientes. Todas lo parecían.
Los miembros del pequeño grupo intercambiaron miradas durante un momento, indecisos. Las caras de Ben y Questor estaban cubiertas por una fina capa de sudor, y los gnomos se quejaban de que tenían sed. Abernathy estaba jadeando. Todos se hallaban envueltos en polvo. Sus ojos se entornaban para protegerse de la deslumbrante luz del sol, y sus caras gesticulaban y se tensaban a causa de la incomodidad. Todos estaban agotados, malhumorados y mareados por caminar en círculo.
Aunque ansioso de continuar, Ben estaba considerando la idea de hacer un alto para comer y dormir un poco cuando un ruido hizo que girara de repente. El ruido era consecuencia de la rotura y posterior caída de una piedra. Procedía de Mirwouk.
Miró a los otros interrogativamente, pero nadie parecía ansioso por aventurarse a dar una opinión.
—No creo que nos haga daño ir a ver qué pasa —afirmó Ben y empezó a andar hacia el castillo con decisión.
Los otros le siguieron con variadas dosis de entusiasmo.
Ascendieron a través de una maraña de matorrales y arbustos, mirando a los muros y torres desmoronados de Mirwouk cuando aparecían en los huecos dejados por las ramas. Los parapetos se destacaban sobre el horizonte, ruinosos y agrietados, y las ventanas sin vidrieras eran como agujeros sin fondo. Los murciélagos salían dispersados en borrosas ráfagas, emitiendo gritos agudos. El ruido continuaba, como si algo estuviera atrapado y tratara de liberarse. Los minutos transcurrían. El grupo se aproximó a las deterioradas puertas de la fortaleza y se detuvo a escuchar.
El ruido cesó.
—No me gusta esto nada en absoluto —declaró Abernathy en tono tétrico.
—Gran señor, quizás deberíamos… —comenzó a decir Questor Thews, pero se interrumpió al ver el gesto de desaprobación en el rostro de Ben.
—Quizás deberíamos echar un vistazo —terminó éste.
Así lo hicieron. Ben los precedió, los kobolds un paso detrás y los demás cerrando la marcha. Atravesaron las puertas, cruzaron el gran patio exterior del otro lado y penetraron en el pasadizo que atravesaba la segunda muralla hasta el patio interior y los edificios principales. El pasadizo era largo y oscuro y olía a putrefacción. Ben arrugó la nariz con desagrado y apresuró el paso. El silencio aún no se había roto.
Alcanzó el final del túnel media docena de metros por delante que los demás; y estaba pensando que hubiera sido más sensato enviar a Juanete para inspeccionar, cuando vio al gigante de piedra. Era enorme, feo y sin facciones, una tosca monstruosidad que parecía la obra sin terminar de un escultor novato que intentaba representar a Hércules. Al principio, lo consideró una estatua grotesca, erguida en el centro del patio interior entre una pila de piedras rotas. Pero luego la estatua se movió, girándose con un gran esfuerzo que hizo chirriar a la roca y, de inmediato, se hizo evidente que aquella estatua estaba viva.
Ben la miró sorprendido, sin saber qué hacer. De repente, en el pasadizo que había dejado atrás, se produjo un alboroto y sus compañeros surgieron en avalancha y casi lo derribaron en su ansia de salir. Los gnomos nognomos ya no gimoteaban, aullaban como gatos a quienes se les pisa la cola. Abernathy y Questor gritaban al unísono, y los kobolds siseaban y enseñaban los dientes en inconfundible muestra de hostilidad. Ben tardó un momento en darse cuenta de que no reaccionaban así por algo que hubieran visto en el extremo final del túnel sino por algo que habían visto en el extremo inicial.
Miró apresuradamente detrás de ellos, estirando el cuello para ver mejor. Un segundo gigante de piedra había entrado en el pasadizo y avanzaba.
Questor le agarró el brazo como si fuera a arrancárselo.
—¡Gran señor, es un flynt! ¡Nos aplastará si llega hasta…! ¡Aaaah! —En aquel momento divisó al segundo, que también se acercaba—. ¡Dos! ¡Corred, gran señor, por aquí!
Los kobolds ya corrían, dirigiendo a los demás a través del patio hasta un pórtico que conducía al interior de la fortaleza. El primer flynt se había unido al segundo y ambos los perseguían, pesados gigantes que se movían como apisonadoras.
El grupo salió disparado por el pórtico y subió a todo correr una escalera.
—¿Qué es un flynt? —preguntó Ben a Questor mientras lo hacían—. ¡No recuerdo que me haya hablado nunca de los flynts!
—Es probable que me olvidara, gran señor —reconoció Questor, respirando con dificultad. La túnica se le enredó en sus pies y casi lo hizo caer—. ¡Maldita sea! —Se enderezó y siguió corriendo—. Los flynts son aberraciones, una creación de la antigua magia, monstruos de piedra dotados de vida. ¡Muy peligrosos! Antes eran los centinelas de esta fortaleza, pero yo creía que habían sido destruidos hace siglos. Los crearon los magos. No piensan, no comen, no duermen; apenas ven o huelen, pero lo oyen todo. Su función era evitar la entrada de intrusos en Mirwouk, pero de eso hace mucho tiempo; por tanto, ¿quién sabe cuál será su misión ahora? Parecen decididos a aplastarnos. ¡Uf! —Aflojó la marcha un momento y, de algún modo, consiguió aparentar que meditaba—. ¡Es extraño que no me topara con ellos la última vez que estuve aquí!
Ben volvió la cabeza y tiró del mago.
Llegaron al final de la escalera y emergieron a una azotea sobre un parapeto que tenía el tamaño de una pista de tenis. La superficie de juego estaba llena de escombros. No había jueces de campo a la vista y sólo otra salida; un segundo pozo de escalera en el extremo opuesto. El grupo se lanzó hacia él.
Cuando llegaron, lo encontraron bloqueado con vigas y piedras suficientes como para construir un graderío.
—¡Maravilloso! —gruñó Ben.
—¡Ya os dije que no me gustaba esto! —declaró Abernathy con un ladrido que sorprendió a todos.
Los flynts asomaron por la escalera que los había llevado allí, miraron lentamente alrededor, y comenzaron a avanzar hacia donde estaban. Juanete y Chirivía se colocaron protectoramente delante de los otros.
Ahora fue Ben quien agarró el brazo de Questor.
—¡Los kobolds no podrán detener a esas cosas, maldita sea! ¡Utiliza la magia!
Questor dio unos pasos apresurados, con las ropas ondeando y su alta figura balanceándose como si se fuese a desmoronar. Murmuró algo que nadie entendió, alzó los brazos hacia el cielo y los bajó en un amplio movimiento de barrido. Un chorro de vapor surgió de la nada, recogió los escombros sueltos y los lanzó contra los monstruos de piedra que se aproximaban. Por desgracia, también arrojó algo hacia atrás, hacia Questor. Los escombros rebotaron en los flynts sin causarles el menor daño. Pero con Questor fue distinto; el mago cayó sobre un montículo, inconsciente y sangrando.
Ben y los kobolds se precipitaron a apartar de allí al mago para que no sufriera más daño. Los flynts seguían avanzando con su andar pesado. Los bloques de piedra y los escombros crujían como madera seca bajo sus pies.
Ben se arrodilló, lleno de ansiedad.
—¡Questor! ¡Levántese! ¡Le necesitamos!
Abofeteó con desesperación el rostro del mago, frotó sus muñecas y lo zarandeó. Questor no se movió. Su rostro de búho estaba pálido bajo la sangre.
Ben se puso de pie, dando un salto atrás. Quizás individualmente los miembros del grupo fueron lo bastante ágiles y rápidos para evadirse de los monstruos de piedra. Quizás. Pero eso era antes del accidente de Questor. Nadie lograría escapar si tenían que cargar con el mago, y ninguno de ellos accedería a dejarlo allí. Ben sacó el medallón rápidamente y lo soltó con la misma rapidez. Era inútil. Era la creación de Meeks, su medallón no era más que un objeto sin valor. La magia no le ayudaría. No podía convocar al Paladín.
¡Pero tenía que hacer algo!
—¡Abernathy!
El helado hocico del perro rozó su oreja y él se apartó con sobresalto.
—¿Gran señor?
—Esas cosas no tienen vista, ni oído, ni olfato, pero pueden oír, ¿verdad? ¿Oír cualquier sonido? ¿Cualquier sonido que se produzca dentro o cerca de Mirwouk?
—Tengo entendido que los flynts pueden oír la caída de un alfiler a cincuenta pasos, pero con frecuencia me he…
—¡No importan las opiniones! —Ben empujó al perro para situarlo ante él y acercó la cara a sus peludas facciones, interceptadas por las gafas que destellaban a la luz del sol—. ¿Puedes dar el do de pecho?
Abernathy parpadeó.
—¿Gran señor?
—El do de pecho. ¿Puedes aullar con la suficiente fuerza para dar el do de pecho? —Los flynts no estaban a más de una docena de pasos—. Bien, ¿puedes?
—No entiendo…
—¿Sí o no?
Ben estaba zarandeando al amanuense. El morro de Abernathy se retiró y ladró frente a la cara de Ben.
—¡Sí!
—¡Entonces, hazlo! —gritó Ben.
—La azotea pareció estremecerse. Los gnomos nognomos se habían cogido otra vez a él, gritaron a coro, gimiendo como almas perdidas.
—¡Magnífico gran señor, poderoso gran señor!
Los kobolds estaban acuclillados ante él, dispuestos a saltar. Los flynts parecían tanques.
Entonces, Abernathy comenzó a aullar.
Consiguió el do de pecho al primer intento, un gemido aterrador que ahogó las cantinelas de los gnomos y ensanchó las muecas en las caras de los kobolds en una dimensión totalmente nueva. El gemido se elevó y se extendió, atravesándolo todo con la tenacidad de un dolor de estómago. Los flynts se detuvieron y alzaron sus enormes manos a ambos lados de sus cabezas, produciendo un chirrido, tratando en vano de no oírlo. Llegaba a ellos con inclemencia. Ben nunca hubiera creído a Abernathy capaz de mantener tan prolongado esfuerzo. Y, mientras tanto, los gigantes se golpeaban a sí mismos.
Al final, los golpes resultaron excesivos, y los flynts se rompieron. Cabezas, brazos, torsos y piernas se convirtieron en montones de rocas inútiles. Se levantó polvo y volvió a caer. Después, nada se movió.
Abernathy dejó de aullar, y hubo un momento de silencio tenso. El amanuense se enderezó y miró a Ben con indisimulada furia.
—¡Nunca me he sentido tan humillado, gran señor! —gruñó—. ¡Aullando como un perro auténtico! ¡Me he degradado a mí mismo de un modo que nunca hubiese creído posible!
Ben se aclaró la garganta.
—Nos has salvado la vida —se limitó a decir—. Eso es lo que has hecho.
Abernathy fue a decir algo, lo pensó mejor y continuó mirándolo en silencio. Al fin, tomó una profunda bocanada de aire, lo exhaló, se irguió un poco más, sorbió por la nariz y después dijo:
—Cuando recuperemos los libros de magia, la primera cosa que debéis hacer con ellos es encontrar un procedimiento para volverme a convertir en ser humano.
Ben se esforzó en disimular la sonrisa que podría haber sido su ruina.
—De acuerdo. Será lo primero.
Sin perder un instante, recogieron a Questor Thews, lo bajaron por la escalera y lo sacaron de Mirwouk. No encontraron a ningún otro flynt. Quizás los dos que los persiguieron eran los últimos, pensó Ben mientras se apresuraban entre los árboles.
—Sin embargo, es extraño que Questor no los viera la primera vez que vino —dijo, recordando la observación del mago sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Extraño? No mucho, si consideráis la posibilidad de que Meeks los colocara allí después de tener los libros de magia, para evitar que nadie volviera a entrar en la fortaleza —bufó Abernathy, sin mirar a Ben—. Realmente, gran señor, creí que seríais capaz de deducirlo por vos mismo.
Ben soportó la impertinencia en silencio. Podría haberlo deducido, pero no lo había hecho. Por tanto, mejor era callarse. Lo que ahora no comprendía era la razón de que Meeks se molestara en situar guardianes en Mirwouk. ¡Después de todo, los libros de magia ya estaban en su poder!
Guardó aquel enigma en el mismo cajón que las otras preguntas sin respuesta y se concentró en ayudar a los demás a colocar a Questor sobre la hierba. Chirivía limpió el polvo y la sangre que manchaban la cara del mago y lo sacó de su sopor. Questor se recuperó tras unos momentos de descanso. Chirivía curó sus heridas y el pequeño grupo volvió a ponerse en marcha.
—Esta vez seguiremos las huellas de Sauce, por muchas que haya, hasta que la encontremos —declaró Ben con resolución.
—Si la encontramos —murmuró Abernathy.
Pero nadie le oyó.