Poco después de medianoche, Ben y sus compañeros interrumpieron la huida. El cielo estaba ennegrecido por las nubes que avanzaban desde las praderas hacia el este. Las lunas y las estrellas habían desaparecido como barridas por los fuertes vientos, los truenos retumbaban, dejando tras ellos prolongadas resonancias, y los rayos se entrelazaban sobre sus cabezas. La lluvia no tardó en hacer su aparición, fuerte y fría, para limpiar los páramos. Apenas tuvieron tiempo de refugiarse en un denso y pequeño bosque de abetos antes de que toda la tierra que los rodeaba se tornara invisible bajo un manto de niebla y humedad.
El grupo se sentó bajo las enormes ramas de los abetos centrales y contempló el aguacero a través de la cortina de agujas. El viento soplaba en fuertes ráfagas entre los árboles y arbustos, y el agua caía en cascada. Todo se desvaneció entre los monótonos sonidos, y le bosquecillo se convirtió en una isla de penumbra.
Pasado un rato, Ben se recostó sobre el tronco enorme de un abeto y fijó la vista en sus compañeros, desplazando los ojos de un rostro al siguiente.
—Soy Ben Holiday, ¿sabéis? —dijo al fin—. De veras lo soy.
Se miraron interrogativamente unos a otros y, tras eso, concentraron la atención en él.
—Salvadnos, poderoso gran señor —dijo Fillip después de un momento, con un lloriqueo inexpresivo.
—Sí, salvadnos —rogó Sot.
Parecían ratas mojadas, con el pelo mugriento y empapado por la lluvia y las ropas raídas y desgarradas. Sus dedos se estiraban con disimulo hacia las piernas de Ben.
—¡Basta! —les ordenó con voz cansada—. Ya no hay de qué salvaros. Ya no estáis en peligro.
—El dragón… —comenzó Fillip.
—La bruja… —comenzó Sot.
—Se han quedado en las Fuentes y no vendrán a buscarnos aquí. Cuando terminen de lanzarse fuego y se pregunten qué nos ha ocurrido, la lluvia habrá borrado todo rastro de nuestro paso. —Trató de mostrarse más seguro de lo que sentía—. No os preocupéis. Todo irá bien.
Juanete enseñó los dientes y siseó. Miró a Ben como si fuese un wump de pantano descarriado. Abernathy evitaba mirarlo.
Questor Thews se aclaró la garganta. Ben se volvió hacia él, expectante y, de repente, el mago pareció inseguro de lo que iba a decir.
—Esto es bastante difícil —empezó al fin, con los ojos fijos en él—. ¿Decís que sois realmente el gran señor? ¿Estaban en lo cierto la bruja y el dragón al creerlo?
Ben asintió.
—Y la historia que nos contasteis en Plata Fina, ¿era verdadera? ¿Habéis sido transformado por la magia? ¿Habéis perdido el amparo del medallón?
Ben asintió por segunda vez.
—¿Y Meeks ha vuelto y ha ocupado vuestro lugar, haciéndose pasar por vos?
Ben asintió por tercera vez.
Los ojos de Questor bizqueaban tanto que Ben temió que corriese el peligro de quedarse así de modo permanente.
—Pero ¿cómo? —preguntó al fin—. ¿Cómo ocurrió todo eso?
Ben suspiró.
—Me parece que esa es la pregunta de sesenta y cuatro mil dólares.
Brevemente, volvió a relatar su encuentro con Meeks en el dormitorio y su transformación en el intruso que parecía ser. Llegó hasta su decisión de viajar al sur en busca de Sauce.
—He estado buscándola desde entonces —concluyó.
—¿Ves? ¡Te lo dije! —lo recriminó Abernathy.
Questor se estiró y dedicó al amanuense una mirada arrogante.
—¿Me dijiste qué? —preguntó, tensando todavía más su cara de búho.
—¡Que el gran señor no estaba actuando como el gran señor! —ladró Abernathy—. ¡Que algo iba mal, sin duda alguna! ¡Que nada era como debía ser! ¡De hecho, mago, te dije bastante más que eso, si es que puedes tomarte la molestia de recordarlo! —Se subió sobre la nariz las gafas mojadas por la lluvia—. Te dije que esos sueños no traerían más que problemas. Te dije que renunciaras a correr tras ellos. —Entonces se giró hacia Ben, como un profeta cuyas predicciones se hubieran cumplido—. Os avisé también a vos, ¿verdad? ¡Os dije que os quedáseis en Landover como os correspondía! ¡Os dije que Meeks era demasiado peligroso! Pero no me escuchasteis ¡Nadie me escuchó! ¡Ahora, mirad cómo estamos!
Estornudó, se sacudió con fuerza y salpicó a todo el mundo de agua.
—Lo siento —murmuró, aunque no parecía sentirlo en absoluto.
Questor suspiró.
—Confío en que te encuentres mejor ahora.
Ben decidió cortar.
—Abernathy tiene razón. Debimos haberle escuchado. Pero no lo hicimos, y lo hecho, hecho está. Tenemos que dejar de lado todo eso. Al menos, volvemos a estar juntos.
—¡Y de mucho nos va a servir! —exclamó Abernathy, aún malhumorado.
—Bueno, de algo puede servirnos. —Ben intentó aparentar optimismo—. Los seis podremos conseguir más que uno solo.
—¿Los seis? —Abernathy miró a los gnomos nognomos con desdén—. Contáis dos más que yo, gran señor. De todas formas, aún no estoy convencido de que seáis en realidad el gran señor. Questor Thews es demasiado crédulo. Hemos sido engañados una vez, y es posible que volvamos a serlo. ¿Cómo podemos saber que esto no es otra farsa? ¿Cómo podemos saber que esto no es otro de los trucos de Meeks?
Ben lo meditó un momento.
—No podéis, supongo. Tenéis que creer mi palabra. Tenéis que confiar en mí y en vuestro instinto. —Suspiró—. ¿Creéis que Meeks puede engañar a Strabo y a Belladona? ¿Creéis que yo iría diciendo que soy el gran señor si no lo fuese? —Tomó una bocanada de aire—. ¿Creéis que aún llevaría esto?
Metió la mano bajo su túnica y sacó el medallón deslustrado. La imagen mojada de Meeks refulgió al reflejar un rayo lejano.
—¿Por qué lleváis eso todavía? —le preguntó Questor en voz baja.
Ben movió la cabeza.
—Me da miedo deshacerme de él. Si Meeks decía la verdad y arrojar el medallón significa mi fin, ¿quién protegería a Sauce? Ella no sabe nada de lo ocurrido. No conoce que los sueños fueron enviados por Meeks, ni el peligro en que está. La quiero mucho, Questor. No puedo abandonarla. No puedo arriesgarme a que caiga en la misma trampa que yo y no encuentre a nadie que le ayude a salir.
Todos se quedaron en silencio, observándolo.
—No, gran señor, no podéis —admitió Questor al fin, y miró a Abernathy—. El verdadero Ben Holiday ni siquiera se habría planteado tal cosa, ¿no creéis? —preguntó—. El verdadero Ben Holiday no.
Abernathy consideró la posibilidad durante un momento, luego suspiró.
—No, supongo que no. —Dirigió una mirada a Juanete, cuya cara de mono asintió su aprobación—. Muy bien. Ellos os aceptan como gran señor. También yo lo haré.
—Te lo agradezco —le aseguró Ben al amanuense.
—Pero sigo sin creer que esté en mejor situación con nosotros cuatro… —Miró de reojo a los gnomos nognomos—. O seis, o los que queráis contar, que estando solo. ¿Qué se supone que podemos hacer nosotros seis que no podáis hacer vos solo?
Todos fijaron en él la vista, en espera de su respuesta. Los contempló a través de la bruma de la lluvia y la oscuridad, dobló las piernas hasta unir las rodillas con el mentón para resguardarse del frío creciente y trató de pensar algo.
—Encontrar a Sauce —dijo después—. Protegerla.
Los otros no hicieron comentarios.
—Mirad. El tercer sueño es la clave de todo lo que ha ocurrido, y la brida es la clave del sueño. Sauce tiene ahora la brida, nosotros lo sabemos. Strabo se la dio. La tiene, ¿pero qué va a hacer con ella?
—¿Qué, poderoso gran señor? —preguntó Fillip con ansiedad.
—Sí, ¿qué? —añadió Sot.
—Os la entregará a vos, gran señor —se apresuró a decir Questor. Luego se detuvo—. O, al menos, a quien cree que sois vos.
—Exactamente Questor —susurró Ben—. Eso es lo que el sueño le dijo que debía hacer y eso es lo que hará. Me entregará la brida. Pero no seré yo quien la recoja. Será Meeks. Ella acudirá a Meeks. Y, ¿qué le ocurrirá entonces?
—Tenemos que encontrarla antes —insistió Questor.
—En cuanto deje de llover —añadió Abernathy.
Ben asintió.
—Seis tendremos más posibilidades que uno.
—Juanete tendrá más posibilidades que diez veces seis —intervino Abernathy, y volvió a estornudar—. Creo que me he resfriado —murmuró.
—¡Por una vez, Abernathy tiene razón! —exclamó Questor, ignorando la mirada reprobatoria que le dirigió el perro—. Los kobolds pueden seguir un rastro con más rapidez y a más distancia que cualquier humano. Si hay alguna pista de la joven, Juanete la encontrará. —Miró al kobold, que le correspondió mostrando todos sus dientes—. Seguro que Juanete la encontrará, podéis confiar en ello. —Se encogió de hombros—. En cuanto deje de llover, desde luego.
Ben negó con la cabeza.
—No debemos esperar tanto. No debemos…
—Pero tenemos que hacerlo —lo interrumpió el mago con amabilidad.
—Pero no debemos…
—Debemos. —Questor lo cogió del brazo—. No puede haber ningún rastro con una tormenta como ésta, gran señor. No habrá ninguna pista que seguir. —Su rostro de búho se inclinó y en sus ojos apareció una repentina calidez—. Gran señor, habéis recorrido un largo camino desde Plata Fina. Está claro que os ha costado muchos sufrimientos. Vuestra apariencia física, por muy distorsionada que esté, no miente. Miraos. Estáis agotado. He visto vagabundos en mejores condiciones que vos. ¿Abernathy?
—Su aspecto es desastroso —reconoció el perro.
—Bueno, digamos bastante malo —dijo el mago mientras suavizaba la afirmación del otro con una sonrisa—. Necesitáis descansar. Dormid. Habrá tiempo suficiente para empezar la búsqueda.
Ben sacudió la cabeza enérgicamente.
—Questor, no estoy cansado. No puedo…
—Creo que debéis hacerlo —insistió el mago con voz persuasiva. Una mano huesuda pasó un instante ante el rostro de Ben, y sus ojos pugnaron por cerrarse. Casi no podía mantenerlos abiertos. Sintió que un cansancio intenso invadía su cuerpo—. Descansad, gran señor —susurró Questor.
Ben trató de resistirse al mandato, trató de levantarse y descubrió que no podía. Por una vez, la magia del mago había funcionado bien al primer intento. Deslizó la espalda sobre el tronco rugoso del abeto y cayó en un lecho de hojas. Sus compañeros se acercaron. La cara peluda de Abernathy, precedida de las gafas, lo miró a través de las sombras. Los dientes de Juanete destellaron como puñales. Fillip y Sot eran vagas imágenes que ondeaban y voces murmurantes, y parecían alejarse poco a poco. Encontró reconfortante su presencia y le dio fuerza y seguridad. Todos sus amigos estaban allí, excepto Chirivía y Sauce.
—Sauce —susurró.
Después de pronunciar su nombre se quedó dormido.
Soñó con Sauce, y el sueño fue una revelación que lo conmocionó, incluso en su adormecimiento. Buscaba a la sílfide por los bosques, las montañas y las llanuras de Landover. Una búsqueda solitaria que lo atraía como el imán al hierro. La región por la que viajaba le era familiar y, al mismo tiempo extraña. Había una mezcla de luz de sol y sombras que rielaban con la inconsistencia de una imagen reflejada en el agua. Había seres que se movían por todo su alrededor, pero carecían de rostro y de forma. Se hallaba solo, y su búsqueda, al parecer interminable, lo llevaba de un extremo a otro del valle y a la inversa otra vez, en una marcha rápida y segura pero infructuosa.
Estaba dominado por una urgencia que lo sorprendió. Tenía una necesidad de encontrar a la sílfide difícil de explicar. Estaba aterrado por ella sin comprender la razón de su temor. Estaba desesperado por encontrarla, pero su desesperación carecía de causa. Era como si se hallara cautivo de sus emociones y ellas lo guiaran cuando la razón no era capaz de hacerlo. Podía sentir la presencia de Sauce mientras buscaba una proximidad que le causaba desazón. Era como si lo estuviese esperando detrás de cada árbol y de cada montaña, y sólo fuese preciso avanzar un poco más para encontrarla. El cansancio no disminuía la velocidad de su viaje; la fuerza de su decisión lo impulsaba.
Pasado cierto tiempo, empezó a oír voces. Susurraban desde todas partes; algunas previniéndolo, otras aconsejándole. Oyó al Amo del Río, todavía receloso de su identidad, extrañamente ansioso de que encontrara a la hija a quien no podía amar ni lograr que lo amara. Oyó que la Madre Tierra le pedía que repitiese la promesa que había hecho de encontrar a Sauce y protegerla, y su insistencia en que la cumpliese. Oyó la voz profunda del cazador solitario y frustrado hablar del unicornio negro, del roce que le había robado el alma. Oyó a Meeks prometer destrucción y ruina, con un siseo extraño y vengativo, si la sílfide y la brida de oro no llegaban a sus manos.
Y también oyó a Daga Demadera.
Fue la voz del prismagato lo que le desaceleró al proporcionarle la conciencia de lo frenética que había llegado a ser su búsqueda. Se detuvo. Captó el ruido fatigoso de su respiración y fuertes latidos en su pecho. Se hallaba en el claro de un bosque frío y solitario, una mezcla de sombras y luz, de ramas entrelazadas en lo alto y espesos musgos en el suelo. Daga estaba sentado sobre un pequeño montículo, acicalado, elegante e inescrutable.
—¿Por qué corréis así, gran señor Ben Holiday? —le preguntó sin inmutarse.
—Tengo que encontrar a Sauce —contestó él.
—¿Por qué tenéis que encontrarla? —quiso saber Daga.
—Porque la amenaza un gran peligro —respondió.
—¿Y sólo por eso?
—Y porque me necesita —dijo Ben, tras pararse un momento a pensar.
—¿Y sólo por eso?
—Y porque nadie más puede hacerlo.
—¿Y sólo por eso?
—Y porque…
Pero no encontró las palabras que buscaba, tan huidizas como la propia sílfide. Tenía la sensación de que debía decir unas palabras concretas. ¿Qué palabras?
—Os esforzáis mucho en componer vuestra vida —afirmó Daga, casi con tristeza—. Os esforzáis mucho en colocar las piezas del enorme puzzle que estáis haciendo. Pero no comprendéis la razón que os impulsa. La vida no es sólo forma, gran señor. La vida es también sentimiento.
—Yo siento —dijo Ben.
—Vos gobernáis —lo corrigió Daga—. Vos gobernáis vuestro reino, a vuestros súbditos, vuestro trabajo y vuestra vida. Vos organizáis… aquí, como antes allí. Vos mandáis. Ahora como rey, antes como abogado. Domináis el arte teatral de las salas de justicia y de las cortes políticas. No habéis cambiado, seguís siendo el de antes. Actuáis y reaccionáis con rapidez y habilidad, pero no tenéis sentimientos.
—Intento tenerlos.
—La clave de la magia está en el sentimiento, gran señor. La vida nace del sentimiento, y la magia nace de la vida. ¿Cómo podéis entender la vida o la magia si no sentís? Buscáis a Sauce ¿pero cómo podréis reconocerla sin entender lo que es? Buscáis con los ojos algo que no pueden ver. Buscáis con los sentidos y el cuerpo algo que ellos no pueden captar. Debéis buscar con el corazón. Intentadlo ahora. Intentadlo y decidme lo que véis.
Lo intentó, pero había una oscuridad a su alrededor que le impedía ver. Se replegó sobre sí mismo y encontró pasadizos que no podía recorrer. Existían obstáculos que bloqueaban el paso, objetos sin forma definida. Lleno de furia, trató de apartarlos, empujándolos, tanteándolos…
Entonces se encontró de frente con Sauce, como si fuera una visión borrosa súbitamente recordada. Pasó ante él flexible y ondeante. La belleza de su rostro anonadaba y su cuerpo era el compendio de sus deseos. Su pelo verde bosque se extendía sobre sus hombros y llegaba hasta su cintura. Una seda blanca la envolvía como una segunda piel. Sus ojos se encontraron con los de él, dejándolo sin aliento. La sílfide sonrió, cálida y tierna, y sólo oyó su susurro en el interior de su mente. No había ningún peligro que la amenazara, ninguna sensación de urgencia. Estaba en paz consigo misma.
—¿Por qué corréis así, gran señor Ben Holiday? —repitió Daga desde algún lugar cubierto por las sombras.
—Debo encontrar a Sauce —volvió a responderle.
—¿Por qué debéis encontrarla?
—Porque…
Otra vez le fallaron las palabras. Las sombras comenzaron a espesarse y Sauce a disolverse en ellas.
—Porque…
La figura de la sílfide se hizo más borrosa, como un recuerdo en el transcurso del tiempo. Ben puso toda su voluntad en encontrar las palabras que necesitaba decir, pero éstas seguían eludiéndolo. La sensación de urgencia volvió, fuerte y angustiosa. El peligro adquirió consistencia una vez más, como si fuera algo resucitado por su indecisión. Trató de alcanzarla con las manos, pero ella estaba demasiado lejos y él enraizado en el lugar en que se hallaba.
—Porque…
Las sombras lo llenaban todo, envolviéndolo ahora en su negrura, ahogándolo en su oscuridad sin fin. Estaba emergiendo de sí mismo. Daga se había ido. Sauce era poco más que una mancha de luz y color en la negrura, que se desvanecía por momentos.
—Porque…
¡Sauce!
Se despertó sobresaltado, incorporándose del lugar en que descansaba, con las axilas y la espalda empapadas de sudor. La noche cubría los silenciosos páramos del este. Las nubes ocultaban el cielo, aunque la lluvia había dejado de caer. Sus compañeros dormían tranquilos a su alrededor; todos excepto Juanete, que ya se había ido. Su búsqueda de Sauce había comenzado.
Ben aspiró en profundidad para serenarse. El sueño de Sauce estaba aún vivo en su mente. Exhaló el aire.
—Porque… la quiero —terminó.
Esas eran las palabras que buscaba. Y supo con aterradora certeza que expresaban la verdad.
Estuvo despierto un rato a solas con sus pensamientos en el oscuro silencio de la noche. Sin embargo, se cansó pronto y volvió a echarse para dormir. Cuando despertó de nuevo, el amanecer estaba próximo; ya se asomaba en el este del cielo sobre el borde del valle en débiles rayos de gris y oro. Juanete continuaba ausente. Los demás dormían.
Se giró sobre la espalda, miró el campamento empapado por la tormenta y pestañeó, sorprendido. Daga Demadera descansaba cómodamente sobre una rama gruesa del abeto en que él apoyaba la cabeza, con las zarpas escondidas bajo su cuerpo brillante y los ojos cerrados.
Mientras Ben lo contemplaba, los abrió.
—Buenos días, gran señor —saludó el gato.
Ben se incorporó sobre los codos.
—Buenos días, nulidad. ¿Dónde has estado?
—Oh, aquí y allá.
—¡Más allá que aquí, según parece! —ironizó Ben, dejando escapar gran parte de su rabia contenida—. ¡No me hubiera ido mal un poco de ayuda en la Caída Profunda, cuando desapareciste tan oportunamente! ¡Tuve suerte de que la bruja no acabase conmigo allí mismo! ¡Y después fui arrastrado hasta la guarida del dragón y ofrecido como aperitivo! Pero todo eso no tiene ninguna importancia para ti, ¿verdad? ¡Gracias por tu ayuda!
—De nada —contestó Daga sin alterarse—. No obstante, he de recordaros una vez más que estoy con vos como compañero, no como protector. Además, parece que no habéis sufrido ningún daño en mi ausencia.
—¡Pero podría haberlo sufrido, maldita sea! —Ben no pudo contenerse. Estaba cansado de que el gato apareciera y desapareciese como un fantasma—. Me podrían haber frito en aceite de dragón sin que tú hicieras nada.
—Podría haber, querría haber, debería haber… Los haber y los no haber se reducen a posibilidades pasadas. —Daga bostezó—. Sería mejor que dejaseis de fustigar a los caballos muertos y os ocupaseis de los vivos.
Ben le lanzó una mirada feroz.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que hay algo más importante en vuestra mente que reprocharme unos errores imaginados.
Ben recordó de repente su sueño, la búsqueda que había emprendido, la brida de oro, el unicornio negro, Meeks y todo el resto del rompecabezas que seguía sin resolver. ¡Ah, y Sauce! La imagen de la sílfide se impuso a las otras.
La quiero, se dijo, sospesando las palabras. Y las encontró reconfortantes.
—Hay quien afirma que los sueños son manifestaciones de nuestros pensamientos y deseos subconscientes —musitó Daga, como si pronunciara una conferencia—. Con frecuencia, los sueños no reproducen con exactitud los acontecimientos que provocan esos pensamientos y deseos, pero muestran con bastante claridad las emociones que ocultan. Nos encontramos envueltos en extrañas situaciones y acontecimientos inconexos y tendemos a dejarlos de lado, lo cual es una postura cómoda. Pero escondida en los rincones de nuestro subconsciente yace una semilla de verdad sobre nosotros mismos que necesita ser descubierta, una verdad que a veces nos negamos a aceptar mientras estamos despiertos y que demanda reconocimiento mientras dormimos.
Hizo una pausa de efecto dramático.
—El amor puede ser esa verdad.
Ben se incorporó, observó al gato convertido en filósofo un instante y después sacudió la cabeza.
—¿Está eso relacionado con Sauce?
Daga parpadeó.
—Ya se sabe que a veces los sueños mienten y la verdad sólo puede encontrarse en la vigilia.
—¿Cómo cuando soñé con Miles? —Ben encontraba la conversación del gato innecesariamente confusa—. ¿Por qué no dices de una vez lo que quieres decir?
Daga volvió a parpadear.
—Porque soy un gato.
—¡Ah, ya!
La respuesta de siempre.
—Porque ciertas cosas tenéis que descubrirlas por vuestros propios medios.
—Bueno.
—Cosas en las que no se ha mostrado muy experto, me temo.
—En verdad, no.
—A pesar de mis continuos esfuerzos.
—Hummmmm. —Ben sintió un deseo casi incontrolable de ahogar al animal. Para superar tal sentimiento, desvió la vista hacia sus compañeros durmientes—. ¿Por qué no se ha despertado nadie más? —inquirió.
Los ojos de Daga siguieron la dirección de su mirada.
—Quizás sólo porque están muy cansados —sugirió el gato afablemente.
Ben lo contempló con cierto reproche.
—¿Qué has hecho, usar un poco de magia? ¿Magia del país de las hadas? ¿Como Questor hizo conmigo? Lo hiciste, ¿verdad?
—Una pizca.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué te has molestado?
Daga se levantó, se estiró y se colocó junto a Ben de un salto. Comenzó a asearse sin hacerle caso y continuó haciéndolo hasta que se consideró del todo limpio, lamiéndose a contra pelo y después alisándose.
Cuando terminó, miró a Ben con sus ojos esmeralda destellando en la débil penumbra del alba.
—El problema es que no escucháis. Os digo todo lo que necesitáis saber, pero no parece que lo oigáis. En verdad es penoso. —Suspiró profundamente—. He dejado dormir a vuestros compañeros para daros una lección definitiva sobre los sueños. Vuestra comprensión de lo que ha ocurrido depende en gran parte de vuestra comprensión del funcionamiento de los sueños. Observad ahora qué ocurre cuando vuestros amigos se despierten. Y tratad de prestar atención esta vez, ¿lo haréis? Mi paciencia se está acabando.
Ben hizo una mueca. Daga Demadera se sentó sobre sus patas traseras. Juntos esperaron a que ocurriera algo. Un momento después, Questor Thews se movió, seguido de Abernathy y, por último, de los gnomos. Uno a uno, parpadearon para quitarse el sueño de los ojos y se incorporaron.
Repararon en Ben y, sobre todo, en Daga.
—Ah, buenos días, gran señor. Buenos días, Daga —saludó Questor de buen humor—. Espero que hayáis dormido bien.
Abernathy murmuró algo sobre que los gatos eran criaturas nocturnas y no necesitaban dormir, incluidos los prismagatos, y que era una pérdida de tiempo preocuparse por ellos.
Fillip y Sot miraron a Daga como a una cena largamente esperada y no mostraron el menor signo de miedo.
Ben los observó con perplejidad, mientras la conversación continuaba como si la presencia del gato fuese algo normal. Nadie parecía sorprendido de que se hallara allí. Questor y Abernathy se comportaban como si su aparición estuviera prevista. Los gnomos se comportaban como si se tratara de su primer encuentro con él, y ninguno de los dos parecía recordar las consecuencias de su gula.
Ben escuchó un momento las conversaciones y bromas de los otros; después miró confundido al gato.
—¿Qué…?
—Sus sueños, gran señor —susurró Daga, interrumpiéndolo—. Dejé que me descubrieran en sus sueños. Allí yo era real para ellos, así que soy real para ellos aquí. ¿No lo entendéis? A veces, la verdad es sólo lo que percibimos, despiertos o dormidos.
Ben no comprendía. Había prestado mucha atención, había escuchado como se le había aconsejado, y aún no comprendía. ¿Qué sentido tenía aquello y qué relación tenía con él?
Pero le faltaba tiempo para considerar el asunto. Un grito de Abernathy, o mejor una especie de ladrido, atrajo la atención de todos. Unas ramas se apartaron y Chirivía apareció. Detrás iba Juanete. Ambos estaban empapados por la tormenta y ambos sonreían de oreja a oreja, mostrando los dientes. Ben se quedó paralizado. ¡Se suponía que Chirivía estaba con Sauce! Sacudiéndose de encima la parálisis, avanzó con Questor y Abernathy para recibir a las criaturas, se detuvo ante la mirada suspicaz y dura de Chirivía, que aún no tenía ni idea de quién era él, y retrocedió un paso a instancias de Questor. El mago y Juanete conversaron brevemente en la lengua ruda y gutural de los kobolds, con ocasionales intervenciones de Chirivía. Al terminar, Questor se volvió con brusquedad hacia Ben.
—Chirivía ha cuidado de Sauce desde que salió de Plata Fina, gran señor, tal y como ordenásteis, hasta ayer. Lo despidió sin ninguna razón aparente. Al ver que no le obedecía, usó la magia y desapareció. Ni siquiera un kobold puede permanecer junto a una sílfide si ella no quiere. Tenía la brida de oro y… y ahora busca al unicornio negro. —Sus facciones de búho se contrajeron cuando miró a Ben, y se tiró de la barba con gesto de preocupación—. Lo sé. Tampoco yo lo entiendo, gran señor, ni Chirivía. Parece que ha decidido no entregaros la brida, aunque eso era lo que le indicaba el sueño.
Ben trató de controlar una repentina contracción de estómago. ¿Qué significaba aquello?
—¿Dónde está ahora? —logró preguntar.
Questor movió la cabeza.
—Su rastro conduce al norte, hacia el Melchor. —Titubeó un momento—. Juanete cree que se dirige a Mirwouk.
¿Mirwouk? ¿Dónde estaban escondidos los libros de magia perdidos? ¿Por qué iría allí? Ben sintió que su frustración se incrementaba.
—Hay algo más, gran señor —intervino Abernathy con voz solemne, ignorando el tirón de advertencia que el mago le dio a la manga de su túnica—. Strabo y Belladona han salido de caza, y es de suponer que sus piezas favoritas sean Sauce, la brida y vos. Y un demonio, un enorme ser volador, un ser que al parecer no obedece a nadie, está explorando todo el valle. Juanete lo vio anoche.
—La mascota de Meeks —susurró Ben, recordando de pronto al monstruo que apareció en el baile de las ninfas del Amo del Río y las destruyó. Su rostro se tensó. Daga Demadera y el asunto de los sueños quedaron olvidados. Ahora sólo pensaba en Sauce—. Tenemos que encontrarla antes que ellos —dijo, y su voz sonó falsa en sus oídos mientras trataba de controlar el pánico que lo recorría—. Tenemos que hacerlo. Somos lo único que tiene.
Todos reaccionaron. Abernathy le ladró a los gnomos nognomos y se volvió hacia los kobolds. Questor apoyó una mano tranquilizadora en el brazo de Ben.
—Nosotros la encontraremos, gran señor. Podéis confiar en ello.
Rápidamente, el intruso, que era el gran señor, el mago y el amanuense, los kobolds y los gnomos, se pusieron en marcha por los páramos.
Daga Demadera se quedó sentado y los miró alejarse.