FUEGO Y ORO HILADO

Hubo un momento interminablemente largo en que todos se observaron entre sí. Era imposible decir quién estaba más sorprendido. Los ojos se movían, se fijaban y volvían a moverse. Las figuras altas se inclinaron y las ropas ondearon. El siseo de advertencia del dragón se mezcló con el de la bruja. Abernathy gruñó a pesar suyo. La noche se había cerrado sobre el paisaje, cubriéndolo con un manto negro que amenazaba con engullirlos a todos. En el silencio, sólo se oía el crujido y crepitar de las llamas que danzaban sobre las bocas de los cráteres llenos de líquido azul.

—No eres bienvenida aquí, Belladona —susurró Strabo por fin, y su voz sonó como un chirrido de hierro. Se levantó del lugar en donde estaba reposando y adoptó una posición de guardia, clavando las garras en la piedra hasta que ésta crujió y se rompió—. Nunca eres bienvenida.

Belladona rió con melancolía. Su pálido rostro se hallaba veteado de sombras.

—Tal vez sea bienvenida esta vez, dragón —contestó—. Te he traído algo.

Questor Thews se dio cuenta de pronto que los gnomos nognomos que acompañaban a la bruja y al intruso que se creía Ben Holiday no eran otros que Fillip y Sot.

—¡Abernathy…! —exclamó en voz baja, pero el perro ya lo sabía.

—¡Sí, mago! Pero ¿qué están haciendo aquí? —dijo.

Questor no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo.

La enorme cabeza de Strabo se alzó y la larga lengua salió de su boca.

—¿Por qué te has molestado en traerme, algo, bruja?

Belladona se irguió con elegancia y cruzó los brazos.

—Pregúntame primero qué te he traído —susurró.

—Nada de lo que puedas traerme me agradará. Por tanto no tiene ningún sentido preguntar.

—¿Ni aunque te traiga lo que más deseas en el mundo? ¿Incluso si es lo que más ambicionas?

Ben Holiday pensaba frenéticamente en la forma de salir de aquella situación. No contaba con ningún amigo entre los que se hallaban allí. Questor, Abernathy y Juanete lo creían un impostor y un loco. Fillip y Sot, si aún les quedaba alguna fe en él, sólo estaban interesados en escapar con el pellejo intacto. Belladona lo había mantenido vivo hasta entonces para negociar con Strabo, que estaría encantado de encargarse de él. Miró a su alrededor con desesperación, buscando una salida que aparentemente no existía.

La cola de Strabo golpeó un pozo de fuego y envió una lluvia de líquido ardiente al cielo oscuro. Ben retrocedió.

—Estoy cansado de juegos esta noche —soltó—. ¡No divagues!

Los ojos de Belladona adquirieron un brillo rojizo.

—¿Y si te ofreciese al gran señor de Landover, al que llaman Holiday? ¿Y si te lo ofreciera, dragón?

El morro de Strabo se curvó y su cara escamosa denotó tensión.

—¡Aceptaría el obsequio con gusto! —-siseó.

Ben trató de retroceder y descubrió que no podía. Los gnomos nognomos seguían agarrados a él como lapas. Temblaban y murmuraban incoherencias, e impedían hacer cualquier movimiento rápido. Cuando trató disimuladamente de librarse de ellos, se agarraron con más fuerza todavía.

—¡El gran señor de Plata Fina! —afirmó de repente Questor Thews, mostrando la ira en sus ojos de búho—. ¡No tienes ningún poder sobre él allí, Belladona! Además, te expulsaría del valle en cuanto te dejases ver.

—¿Estás seguro? —Belladona pronunció las palabras con candor irónico. Luego dio un paso al frente, apuntando a Questor con su largo dedo—. Cuando acabe con esto, mago, cuando tu querido gran señor deje de existir, me encargaré de ti.

Ben fijó una mirada de súplica en sus amigos. ¡Salid de aquí!, les indicó a través de ella.

Belladona volvió a dirigir su atención a Strabo. Con una mano cogió un brazo de Ben y lo arrastró hacia delante.

—¡Aquí tienes al que ese estúpido mago cree tan a salvo de mí, Strabo! ¡Ben Holiday, gran señor de Landover! ¡Míralo bien! ¡En él ha actuado la magia! ¡Mira debajo de la capa de apariencia!

Strabo lanzó un soplido burlón, junto con una llamarada, y se echó a reír.

—¿Éste? ¿Este es Holiday? ¡Belladona, estás loca! —Se estiró para verlo más de cerca y goteó fango de su nariz—. Éste ni siquiera se parece… No, espera, tienes razón, ha actuado la magia. ¿Qué ha hecho…? —La enorme cabeza se bajó y se elevó, y los ojos parpadearon—. ¿Puede ser…?

—¡Míralo bien! —repitió Belladona, empujando a Ben con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

Ahora todos lo miraban pero sólo Strabo vio la verdad.

—¡Sí! —siseó, y su enorme cola dio otro latigazo de satisfacción—. ¡Sí, es Holiday! —Las mandíbulas se abrieron y los dientes ennegrecidos mordieron el aire—. Pero ¿por qué sólo tú y yo…?

—Porque sólo nosotros somos más viejos que la magia que lo hizo —se anticipó Belladona, respondiendo a la pregunta antes de que el dragón pudiera terminarla—. ¿Comprendes ahora cómo lo han hecho?

Ben, por lo que le afectaba, ardía en deseos de oír la respuesta a esa pregunta. Había aceptado el hecho de que no saldría con vida de la presente situación, mas le mortificaba la idea de morir sin llegar a saber cómo lo habían transformado.

—¡Pero… pero ése no es el gran señor! —afirmó Questor, furioso, dando la impresión de que trataba de convencerse a sí mismo, no a los otros—. ¡Ése no puede ser el gran señor! Si ése es… es… entonces, el gran señor es…

Su voz se apagó, una extraña expresión de entendimiento atravesó su cara, una expresión de asombro horrorizado, una expresión que gritaba sin sonido un solo nombre: ¡Meeks! Juanete siseó y le tiró del brazo. Abernathy murmuró entre dientes que aquello explicaba el extraño comportamiento de alguien.

Los tres fueron ignorados por el dragón y la bruja.

—¿Por qué vas a entregármelo? —le preguntó Strabo a Belladona, cauteloso ante su ofrecimiento.

—Yo no hablé de «entregar», dragón —contestó Belladona suavemente—. Quiero cambiarlo.

—¿Cambiarlo, bruja? ¡Tú lo odias más que yo! Te envió al mundo de las hadas y casi consiguió destruirte. ¡Te marcó con la magia! ¿Por qué quieres cambiármelo? ¿Qué puedo poseer yo que deseases más que a Holiday?

Belladona sonrió con frialdad.

—Oh, sí, lo odio. Y quiero destruirlo. Pero el placer será tuyo, Strabo. Sólo tienes que darme una cosa. Devuélveme la brida de oro hilado.

—¿La brida? —Las palabras de Strabo salieron como un silbido de incredulidad. Tosió—. ¿Qué brida?

—¡La brida! —dijo Belladona—. La brida que me robaste cuando yo estaba incapacitada para evitarlo. ¡La brida que por derecho me pertenece!

¡Bah! ¡Nada que yo posea te pertenece por derecho! ¡Mucho menos la brida! ¡Tú misma se la robaste a un mago anciano!

—¡De cualquier forma, dragón, la quiero!

—Ah, bueno, si es eso lo que deseas… —El dragón comenzó a mostrarse ambiguo—. Pero estoy seguro, Belladona, que otros de mis tesoros te serían más útiles que esa chuchería. ¡Sugiere algo más, algo realmente valioso!

Los ojos de la bruja se estrecharon.

—¿Ahora quién está jugando? ¡Me he decidido por la brida y eso es lo que me llevaré!

Ben había sido olvidado de momento. Belladona lo había soltado y él se había situado a su espalda, con los gnomos aún pegados a sus piernas. Mientras escuchaba las negociaciones, descubrió que Questor Thews lo observaba con renovado interés. Abernathy atisbaba por encima del hombro del mago a través de sus gafas manchadas por el humo, y Juanete lo miraba con disimulo. Al parecer, estaban tratando de averiguar cómo era posible que fuese otro distinto del que parecía. Ben castañeó los dientes y les indicó con frenéticos movimientos de cabeza que se alejaran de allí, que si se quedaban terminarían fritos.

—Lo que ocurre es que no entiendo por qué la brida es tan importante para ti —decía Strabo, curvando el cuello hacia arriba, sobre la bruja.

—¡Y yo no entiendo por qué te preocupa eso! —exclamó Belladona, irguiéndose un poco más. La luz del fuego danzaba sobre su rostro marmóreo—. ¡En primer lugar, no veo la razón de que pongas tantos reparos para devolverme lo que es mío!

Strabo aspiró.

—¡No tengo que darte explicaciones!

—¡Claro que no! ¡Me conformo con que me des la brida!

—Me creo que no lo haré. La deseas con demasiada ansia.

—¡Y tú no deseas lo bastante vengarte de Ben Holiday!

—¡Si lo deseo! ¿Por qué no aceptas un cofre de oro o un cetro mágico que convierte los rayos de luna en monedas de plata? ¿Por qué no te quedas con una piedra preciosa marcada con runas que perteneció a los trolls cuando el poder de la magia también les pertenecía, una piedra que le proporcionará la verdad a quién la posea?

—¡Yo no quiero la verdad! ¡No quiero cofres, ni cetros, ni ninguna otra cosa, lagarto gordinflón! —Belladona había enloquecido de veras; su voz se elevó casi en un grito—. ¡Quiero la brida! ¡Dámela o Holiday nunca será tuyo!

Avanzó amenazadoramente, dejando a Holiday y a los gnomos nognomos media docena de pasos detrás. Era lo más cerca de la libertad que Ben se encontraba desde que lo había capturado en la Caída Profunda. Mientras las voces de la bruja y el dragón aumentaban en estridencia, comenzó a pensar que quizás, sólo quizás, aún podría encontrar la salida.

Obligó a Fillip a soltar su pierna derecha, lo mantuvo separado con el brazo y se dedicó a librarse de Sot.

—Por última vez, dragón —decía Belladona—. ¿Me cambiarás la brida por Holiday o no?

Strabo emitió un largo suspiro de decepción.

—Me temo, querida bruja, que no puedo.

Belladona se quedó observándolo en silencio durante un momento, luego sus labios se plegaron para mostrar los dientes. Gruñó.

—Ya no tienes la brida, ¿verdad? ¡Por eso no vas a cambiármela! ¡Ya no la tienes!

Strabo resopló.

—Por desgracia, es cierto.

—¡Sólo eres una enorme masa de escamas! —La bruja temblaba de furia—. ¿Qué has hecho con ella?

—¡Lo que he hecho con ella es asunto mío! —replicó Strabo, mostrándose ultrajado. Suspiró otra vez—. Bueno, para que lo sepas, la he regalado.

—¿La has regalado?

La bruja estaba horrorizada.

Strabo exhaló un chorro largo y sutil de fuego hacia el aire nocturno, seguido de un rastro de vapor ceniciento. Sus ojos parpadearon y, durante un momento, parecieron distantes.

—Se la di a una joven del mundo de las hadas que me cantó sobre la belleza, la luz y otras cosas que a los dragones nos encanta oír. Ninguna doncella me había cantado desde hacía siglos, ¿sabes?, y le hubiera dado mucho más que la brida por tener la oportunidad de sumirme otra vez en una música tan deliciosa.

—¿Has regalado la brida por una canción?

• Belladona pronunció aquellas palabras como tratando de convencerse a sí misma de que tenían sentido.

—Un recuerdo significa más que cualquier objeto tangible. —El dragón suspiró otra vez—. Los dragones siempre hemos tenido debilidad por las mujeres bellas, las doncellas virtuosas, las jóvenes de sonrisas amables y dulces. Hay un vínculo que nos une. Un vínculo más fuerte que el de los dragones y magos, añadiría —dijo dirigiéndose a Questor Thews en un rápido aparte—. Esa joven cantó para mí, y me pidió a cambio la brida de oro hilado. Se la di gustoso. —Parecía estar sonriendo—. Era una sílfide tan hermosa…

Ben se estremeció. ¿Una sílfide? ¡Sauce!

La cabeza del dragón se inclinó solemnemente hacia Ben Holiday.

—Una vez le ayudé a salvar la vida —continuó—. ¿Lo recuerdas? Tú me lo pediste, Holiday. La saqué volando de Abaddon para llevarla a su tierra, en la región de los lagos, donde pudo recobrarse. No me contrarió salvarle la vida. A ti te odiaba, desde luego, porque me obligaste a someterme. Pero me satisfizo salvar a la sílfide. Me recordó los viejos tiempos en que salvar doncellas era un trabajo rutinario para un dragón. —Se detuvo—. ¿O era devorarlas? Nunca puedo recordarlo.

—¡Eres un imbécil! —le espetó Belladona.

Strabo cabeceó, como reflexionando sobre ello. Luego su morro se abrió mostrando una cantidad considerable de dientes.

—¿Realmente lo crees? ¿Un imbécil? ¿Yo? ¿Más imbécil que tú, bruja? ¿Tan imbécil como para meterme desprotegido en la guarida de mi peor enemigo?

El silencio era tan denso que se podía cortar. Belladona parecía una estatua.

—Nunca estoy desprotegida, dragón. Cuidado.

—¿Cuidado? ¡Qué curioso! —De repente Strabo se enrolló como un muelle—. He soportado con paciencia tus ataques venenosos. Te he permitido que dijeses lo que querías. Ahora me toca a mí. Eres una endeble y patética aprendiz de brujería, que se cree con más poderes de los que tiene. Vienes a mi casa como si fuese tuya, me das órdenes, me insultas, pides cosas sobre las que no tienes ningún derecho, y crees que podrás marcharte cuando te apetezca. Te equivocas, Belladona. Si yo tuviera la oportunidad de volver atrás, quizás te cambiaría la brida de oro por Holiday. Quizás. Pero nunca me arrepiento de lo que hago, y menos de eso. La brida ya no está aquí, y no quiero recuperarla.

Se inclinó con lentitud hacia delante. Su voz áspera se transformó en un leve siseo.

—Pero Holiday está aún aquí, bruja. Y ya que lo trajiste para mí, me parece que debo quedarme con él. ¿Estás de acuerdo?

Los dedos de Belladona eran como garras cuando se alzaron ante su rostro fino.

—¡No obtendrás nada de mí, dragón, ni ahora ni nunca!

—Ah, pero sólo puedes culparte a ti misma. Has hecho tan tentadora la perspectiva de destruir a Holiday que no puedo resistir su fuerza. ¡Ha de ser para mí! ¡Me corresponde a mí destruirlo, con brida o sin ella! ¡Será mejor que me lo entregues ya!

Las llamas salieron de la boca del dragón y envolvieron a Belladona. En ese mismo momento, Ben consiguió soltar a Sot de su pierna izquierda y se lanzó hacia un lado para escapar del calor y las llamas. Questor Thews movía también los brazos y piernas al correr hacia Ben. Juanete pasó a toda velocidad ante él, con las orejas aplastadas hacia atrás. Abernathy se puso a cuatro patas y huyó a la seguridad de la maleza.

Ben se levantó, arrastrando a los lloriqueantes gnomos. El fuego de Strabo explotó arriba, en la negrura, llenando el aire con una lluvia de chispas y rocas. Belladona seguía de pie y desprotegida en el centro, con su túnica negra ondeando como una sábana puesta a secar y agitada por el viento, el rostro pálido alzado, los brazos extendidos. El fuego prendió en sus dedos y cayó sobre el sorprendido Strabo. El dragón retrocedió, tropezando y cayendo en uno de los cráteres.

—¡Gran señor! —gritó Questor Thews.

Belladona se giró justo a tiempo para ser alcanzada por la fuerza de un ademán mágico del mago que la cegó con una ráfaga de copos de nieve. Belladona los golpeó furiosamente, gritó, y le lanzó fuego. Partes de las llamas silbaron sobre Ben mientras volvía a tirarse al suelo, casi ahogando a los gnomos. Las puntas del pelo de Abernathy se incendiaron, y el amanuense desapareció pendiente arriba huyendo y aullando.

Entonces, Strabo surgió del cráter donde había caído, rugiendo de furia. Desenrollando de repente su cuerpo serpentino, salpicó de fuego toda la zona. La bruja se volvió contra él, igualando su furia, rociándolo también con su fuego. Ben se había levantado y corría para salvar su vida. El fuego lo perseguía, como un muro de calor y dolor rojos. Pero Questor estaba cerca y gesticulaba desesperadamente con las manos. Un escudo de material aislante surgió de la nada para detener el fuego. Ben seguía rodeando con sus brazos a los forcejeantes y plañideros gnomos y trepaba con desesperación para escapar de las llamas. Las poderosas manos de Juanete lo agarraron por la cintura y le ayudaron a llegar al borde de las Fuentes de Fuego, junto con su carga. Questor iba detrás, gritando para animarlos.

Poco después, salieron de allí, tambaleándose por el calor y el humo, para meterse entre los frescos matorrales. Tosiendo y jadeando, se derrumbaron unos sobre otros. Abernathy se reunió con ellos.

Detrás, la bruja y el dragón continuaban su batalla, llenando la noche de aullidos y gritos. Ni siquiera se dieron cuenta de que el objeto de su lucha se había escapado.

Ben miró con urgencia a sus compañeros, cuyos ojos parpadeaban en la oscuridad. No tenía sentido detenerse a descansar. En eso, todos se mostraron de acuerdo. La bruja y el dragón no tardarían mucho en comprender lo que había ocurrido.

Se levantaron del suelo y desaparecieron en la noche.