BRUJA, DRAGÓN, DRAGÓN Y BRUJA

Ben se quedó mudo, con los ojos fijos en los fríos y verdes de la bruja. Si hubiera tenido la posibilidad de huir a alguna parte, ya habría recorrido la mitad del camino. Pero no existía ninguna posibilidad de escapar de Belladona. Ella podía retenerlo sólo con la fuerza de su presencia. Era un muro que no se podía escalar ni rodear. Era su prisión.

—Nunca creí que fueras tan estúpido como para volver aquí —susurró la bruja.

Estúpido, sin duda, admitió para sí. Se obligó a acercarse un poco más a los aterrorizados gnomos y atraerlos hacia él, apartándolos de la bruja. Cayeron a su lado como muñecos de trapo, temblando de alivio, enterrando sus rostros peludos en las ropas de Ben.

—¡Por favor, ayudadnos! —fue todo lo que logró decir Fillip entre gemidos.

—¡Sí, por favor! —repitió Sot.

—Todo va bien —mintió Ben.

Belladona soltó una leve carcajada. Era tal como Ben la recordaba, alta, de facciones afiladas, con la piel pálida y marmórea, el cabello de color azabache con un mechón blanco en el centro, y el cuerpo delgado y anguloso vestido de negro. Era hermosa a su manera, sin edad, una criatura que había llegado a un acuerdo con su mortalidad. Sin embargo, su rostro no reflejaba las emociones que lo hubieran completado. Sus ojos sin fondo estaban vacíos. Parecían dispuestos a engullirlo.

Bueno, yo me lo he buscado, pensó él.

La risa de Belladona cesó y apareció un indicio de incertidumbre en su mirada. Dio un paso adelante, observando a Ben.

—¿Qué es eso? —preguntó suavemente—. No eres el mismo… —Su voz se apagó, confundida—. Pero debes de ser tú, los gnomos te han llamado gran señor… Déjame ver tu cara a la luz.

Extendió la mano. Ben se sintió impotente para resistirse. Unos dedos tan fríos como el hielo lo cogieron por la barbilla y le alzaron la cabeza hacia la luz lunar. La mantuvo así durante un momento.

—Eres distinto, pero no dejas de ser el mismo —murmuró—. ¿Qué te han hecho, rey de comedia? ¿O es un nuevo juego que intentas jugar conmigo? ¿No eres Holiday? —Ben podía sentir los cuerpos de Fillip y Sot temblando junto al suyo, sus diminutas manos asiéndose a él—. Ah, se trata de magia —susurró Belladona, soltándole la cara con un giro—. ¿De quién es la magia? Dímelo. ¡En seguida!

Ben trató de contener la necesidad de gritar, trató de mantener la voz serena.

—Meeks. Ha vuelto. Se ha nombrado rey y me ha convertido en… esto.

—¿Meeks? —Los ojos verdes se entrecerraron. ¿Ese patético charlatán? ¿De dónde ha sacado la magia suficiente para hacer esto?. Su boca se torció en una mueca de desdén—. ¡Carece de los medios para atarse sus propios zapatos! ¿Cómo pudo hacerte esto?

Ben no contestó. No tenía respuesta que darle.

Se quedaron en silencio mientras la bruja le examinaba.

—¿Dónde está el medallón? ¡Déjame verlo! —dijo al fin.

Ante su tardanza en contestarla, ella hizo un movimiento rápido con los dedos. A pesar de que había decidido lo contrario, Ben se encontró sacando el deslustrado objeto de debajo de su túnica y tendiéndoselo a la bruja para que lo inspeccionara. Ella lo contempló un momento, luego le miró otra vez a la cara y esbozó la sonrisa de un predador que ojeara su cena.

—Bueno —susurró.

No dijo más, pero fue suficiente. Ben supo al instante que había descubierto lo que le habían hecho. Supo que había captado la naturaleza de la magia que lo había cambiado. La comprensión de ella era exasperante. Era peor que ser retenido allí. Deseó gritar. Necesitaba saber lo que había descubierto, y no tenía medios para conseguir de ella esa información.

—Estás patético, rey de comedia —continuó la bruja, con su voz más suave e insinuante—. Siempre has tenido suerte, pero nunca talento. Tu suerte se ha acabado. Estoy casi tentada de dejarte tal como estás. Casi. Pero no puedo olvidar lo que me hiciste. ¡Quiero hacerte sufrir por ello! ¿Te sorprende haberme encontrado? Supongo que sí. Creías que me había ido para siempre. Que moriría en el mundo de las hadas. ¡Qué estúpido!

Se agachó ante él para que los ojos de ambos quedaran a la misma altura. Había tanto odio en los de Belladona que Ben retrocedió.

—Penetré volando en las nieblas, rey de comedia, como tú me ordenaste, como se me exigía. El Polvo lo me obligaba a obedecerte, y no podía negarme. ¡Cómo te desprecié entonces! Pero no podía hacer nada. De modo que volé en las nieblas, pero volé lentamente, rey de comedia, muy lentamente. Traté de romper el encantamiento del Polvo lo mientras volaba, lo intenté con todas mis fuerzas. —La sonrisa volvió otra vez, lenta y dura—. Y al fin rompí el hechizo. Lo rompí y regresé. Demasiado tarde, sin embargo, rey de comedia, demasiado tarde. Porque entré en las nieblas de las hadas y me habían dañado. Sufrí como nunca. El dolor me dejó sus marcas. Escapé con vida y poco más. Tardé meses en recuperar una mínima parte de mi magia. Yo yacía dentro de la ciénaga, una criatura escondida, tan desvalida como el más pequeño de los reptiles. ¡Estaba destrozada! Pero no me abandoné al dolor y al miedo; sólo pensaba en ti. Sólo pensaba en lo que te haría cuando te tuviera otra vez en mis manos. Y estaba segura de que llegaría el momento de atraerte aquí…

»Pero nunca pensé que sucedería tan pronto, mi estúpido gran señor. ¡Qué buena suerte! Fue el cambio lo que te trajo a mí, ¿verdad? Algo relacionado con el cambio, ¿pero qué? Dímelo, rey de comedia. Haré que me lo digas de un modo u otro.

Ben sabía que iba a ser así. No tenía sentido tratar de ocultar algo a la bruja. Podía ver en los vacuos ojos verdes lo que le aguardaba. Hablar era la única cosa que lo mantendría vivo, y mientras estuviese vivo tendría una oportunidad. En aquellas circunstancias no podían desperdiciarse las oportunidades.

—Vine en busca de Sauce —respondió, mientras colocaba a los gnomos detrás de él.

Quería que estuviesen apartados, por lo que pudiera suceder. Tenía que mantener los ojos bien abiertos por si se presentaba la oportunidad deseada. Sin embargo, los gnomos continuaron pegados a él como el velero.

—¿La hija del Amo del Río? ¿La sílfide? —El tono de Belladona expresaba duda—. ¿Por qué iba a venir aquí?

—¿No las has visto? —preguntó Ben, sorprendido.

Belladona sonrió con inquietud.

—No, rey de comedia. No he visto a nadie excepto a ti, a ti y a tus malditos hurones. ¿Qué quería de mí la sílfide?

Él titubeó un momento, luego aspiró profundamente.

—La brida de oro.

Ya lo había dicho. Era mejor decirlo e intentar sacar algo en claro, que hacerse el astuto. Jugar con Belladona era demasiado peligroso.

Belladona parecía sorprendida de veras.

—¿La brida? Pero ¿por qué?

—Porque Meeks la quiere. Porque envió a Sauce un sueño sobre la brida y un unicornio negro.

Le contó a la bruja en pocas palabras la historia del sueño de Sauce y la decisión de la sílfide de averiguar todo lo que pudiese sobre la brida.

—Le dijeron que la brida se hallaba en la Caída Profunda. —Hizo una pausa—. Debía de haber llegado aquí antes que yo.

—Es una pena que no lo haya hecho —contestó Belladona—. Ella me gusta sólo un poco más que tú. Destruirla me hubiera producido casi la misma satisfacción que destruirte a ti. —Se quedó pensativa—. El unicornio negro, ¿verdad? ¿Ha vuelto de nuevo? ¡Qué interesante! ¿Y dice el sueño que la brida puede retenerlo? Sí, es posible. Después de todo, fue creada por la magia de los magos. Y se la robé a un mago hace años…

Belladona rió y lo observó con una mirada penetrante.

—Esos patéticos hurones… ¿Los enviaste para que me robasen la brida?

Fillip y Sot estaban tratando de meterse bajo la piel de Ben, pero él era apenas consciente de los gnomos. Su pensamiento estaba ocupado en algo diferente. Si Meeks había estado alguna vez en posesión de la brida, era probable que la hubiese utilizado, incluso para mantener cautivo al unicornio negro. Entonces, ¿cómo había conseguido escapar el unicornio? ¿Tramó Meeks el sueño que envió a Sauce para recuperar la brida y volver a atraparlo? En ese caso, ¿qué relación tenían los unicornios de los libros de magia desaparecidos con…?

—No te molestes en responder, rey de comedia —dijo Belladona, interrumpiendo su razonamiento—. La respuesta está en tus ojos. Estos estúpidos roedores se metieron en la Caída Profunda precisamente por eso, ¿no es así? Se metieron en mi casa como ladrones que son. Se colaron furtivamente como gatos.

La mención de los gatos le recordó de repente a Daga Demadera. ¿Dónde estaba el prismagato? Miró a su alrededor antes de darse cuenta de lo inconveniente de su gesto, pero Daga no se veía por ninguna parte.

—¿Buscas a alguien? —preguntó Belladona al instante. Sus ojos atravesaron la oscuridad del bosque como cuchillos—. No veo a nadie —murmuró después—. Quienquiera que fuese te ha abandonado.

No obstante, dedicó un momento más a asegurarse de que estaba en lo cierto antes de volver su atención a Ben.

—Tus ladrones son tan patéticos como tú, rey de comedia —dijo, reanudando su ataque—. Se creen que son invisibles, pero sólo lo son cuando yo no deseo verlos. Eran tan obvios sus esfuerzos en esta desgraciada aventura que me fue imposible no mirarlos. En cuanto los cogí, comenzaron a llamarte: «¡Magnífico gran señor! ¡Poderoso gran señor!» ¡Qué estúpidos! ¡Te delataron antes de que los interrogara!

Fillip y Sot temblaban con tal violencia que Ben temió que le hicieran caer. Apoyó una mano sobre cada uno de ellos tratando de tranquilizarlos. Sentía lo ocurrido a los pequeños gnomos. Después de todo, estaban metidos en el asunto por culpa de él.

—Y, puesto que me tienes a mí, ¿por qué no dejas marchar a los gnomos? —le preguntó a la bruja de repente—. Son criaturas estúpidas, como has dicho. Los engañé para que me ayudasen. En realidad, no tuvieron elección. Ni siquiera saben por qué están aquí.

—Peor para ellos. —Belladona rechazó el ruego con un gesto de la mano—. Nadie que te ayude puede quedar libre, rey de comedia. —Su cara se alzó, su pelo negro ondeó detrás. Sus ojos barrieron la oscuridad una vez más—. No quiero permanecer aquí. Vamos.

Se levantó, como una sombra negra que adquirió volumen al extender los brazos. Sus ropas se movían como las velas de un barco. Un viento repentino atravesó los árboles y la niebla de la Caída Profunda se elevó para envolverlos. Las lunas y las estrellas se desvanecieron en la lobreguez, y sintieron que se elevaban, que flotaban. Los gnomos nognomos se aferraron a Ben con más fuerza que nunca, y éste a su vez, se cogió a ellos por carecer de algo mejor a que agarrarse. Sólo se oyó un ruido silbante y todo quedó en silencio.

Ben parpadeó contra el frío y la niebla, y la luz regresó lentamente. Belladona estaba ante él, con una sonrisa helada en los labios. Los olores de la ciénaga y la niebla llenaban el aire. Las luces de las antorchas revelaron una fila de candelabros y restos de mesas y bancos esparcidos por el patio vacío.

Estaban ya dentro de la Caída Profunda, en el hogar de Belladona.

—¿Sabes lo que te va a ocurrir ahora, rey de comedia? —preguntó con voz suave.

Tenía una idea bastante aproximada. Su imaginación trabajaba en exceso sobre las posibilidades a pesar de sus esfuerzos por reprimirla. Sus oportunidades parecían haberse agotado. Se preguntó por qué Sauce no habría llegado antes que él. ¿No era allí donde la Madre Tierra le había dicho que fuese? Si no estaba, ¿dónde podría estar?

También se preguntó qué habría sido de Daga Demadera.

El siseo repentino de Belladona lo sacudió, apartándolo de sus pensamientos.

—¿Te colgaré para que te seques como un pedazo de carne vieja? ¿O jugaré antes contigo? Debemos dedicar tiempo a eso, ¿verdad?

Fue a decir algo más, pero se interrumpió como si se le hubiese ocurrido algo nuevo.

—¡Pero no, tengo una idea mucho mejor! ¡Se me ocurre un final mucho más grandioso y apropiado para ti!

Se inclinó hacia él.

—¿Sabes que ya no está en mi poder la brida de oro, rey de comedia? ¿No? Ya me lo imaginaba. Me la robaron. Me la robaron mientras me encontraba demasiado débil para evitarlo, aún recuperándome del daño que me habías hecho. ¿Sabes quién tiene ahora la brida? ¡Strabo, rey de comedia! El dragón tiene la brida fantástica, la brida que por derecho me pertenece. ¡Qué ironía! ¡Viniste a la Caída Profunda a buscar algo que ya no estaba aquí! ¡Viniste a buscar tu sentencia de muerte!

Su cara estaba a pocos centímetros de la de él, con la piel tensada sobre los huesos y el mechón entre sus cabellos negros como un cuchillo de plata.

—¡Ah, pero me diste la oportunidad de hacer algo que de otro modo no habría podido hacer! A Strabo le encantan las cosas de oro, aunque las usa sólo para jugar. No sabe apreciar su verdadero valor, en especial el de la brida mágica. Nunca me la devolverá, y yo no puedo quitársela mientras la tenga escondida en las Fuentes de Fuego. Pero podría cambiarla, rey de comedia. Es muy probable que la cambiara por algo que él considere más valioso. —Su sonrisa era feroz—. ¿Y qué valora más en el mundo que una oportunidad para vengarse de ti?

Ben no podía imaginarlo. Strabo había sido también víctima del Polvo lo, y se había despedido de él con la promesa de que un día se tomaría la revancha. Sintió que su estómago se contraía. Aquello era como si lo sacaran de una sartén para arrojarlo al fuego. Trató de ocultarle a la bruja lo que estaba sintiendo, pero no lo logró.

La sonrisa de Belladona se ensanchó de satisfacción.

—Sí, rey de comedia. Me alegraré mucho de permitir que el dragón elija la forma de destruirte.

Levantó las manos, arremolinándolas, las nieblas se elevaron obedientes y el viento frío volvió en forma de ráfaga.

—¡Veamos cómo se divierte contigo Strabo! —gritó, y su voz se convirtió en un siseo.

Los gnomos nognomos gimotearon y se asieron de nuevo a las perneras de sus pantalones. Ben sintió que flotaba y vio que la hondonada comenzaba a desaparecer…

Los páramos del este yacían desolados y vacíos bajo la luz decreciente de la tarde mientras Questor Thews, Abernathy y Juanete avanzaban, abriéndose paso a través de una maraña de maleza y madera muerta, riscos y barrancos, cruzando extensiones desérticas, rodeando ciénagas y pantanos. Habían estado andando todo el día, apartando de sí la fatiga y el desasosiego que los importunaban, decididos a llegar a la casa del dragón antes de que cayera la noche.

Y estaba próxima a ocurrir.

Los páramos de Landover carecían de seres vivientes, con la excepción del dragón. Había adoptado los páramos como hogar al ser expulsado de las nieblas del mundo de las hadas hacía siglos. Los páramos eran un buen lugar para el dragón. A él le gustaban. Su carácter encontró un desahogo adecuado en la devastación producida por los caprichos de la naturaleza, y podía contar con toda aquella enorme extensión para sí. Rechazado por todos los demás habitantes del valle, era una criatura solitaria por completo y el único ser, sin contar a Ben Holiday, que podía cruzar de vez en cuando entre Landover y los mundos de los mortales. Podía incluso adentrarse un poco en las nieblas de las hadas. Era especial, el último de su especie, y estaba orgulloso de serlo.

No le gustaba mucho la compañía, un hecho que tenían presente Questor, Abernathy y Juanete mientras se apresuraban para llegar hasta la bestia antes de la noche.

Sin embargo, ya había oscurecido cuando llegaron por fin a su destino. Escalaron un risco, siluetado sobre la noche recién llegada por una brillantez que fluctuaba y danzaba como si estuviera viva, y se encontraron ante las Fuentes de Fuego. En ellas tenía su guarida el dragón. Estaban situadas en un barranco profundo e informe, y eran un conjunto de cráteres que ardían continuamente con un fuego azul y amarillo entre marañas de maleza y montones de tierra y rocas. Alimentadas por un líquido que manaba del interior de los cráteres, sus llamas llenaban el aire de humo, cenizas y un fuerte olor a gasolina quemada. Una bruma estable cubría el barranco y las colinas que lo rodeaban y, de vez en cuando, se elevaban humeantes surtidores en la oscuridad, acompañados de toses retumbantes.

Vieron al dragón. Estaba echado en el centro del barranco, con la cabeza apoyada en el borde de un cráter y la larga lengua lamiendo las llamas más próximas.

Strabo no se movió. Estaba tendido sobre un montón de tierra. Su enorme cuerpo era una masa de escamas, espinas y placas que casi parecían parte del paisaje. Cuando respiraba, exhalaba pequeños chorros de vapor. Tenía la cola enrollada alrededor de una formación rocosa que había detrás de él, y las alas plegadas contra el cuerpo. Las garras y los dientes eran blancuzcos y curvados, y sobresalían de la piel y las encías formando extraños ángulos. El polvo y la suciedad lo cubrían como una sábana.

Un ojo escarlata giró en su cuenca.

—¿A qué venís? —preguntó el dragón en tono irritado.

Ben Holiday se había quedado atónito cuando oyó hablar al dragón por primera vez, pero Ben era un extranjero y no comprendía la naturaleza de aquellos seres. Questor y Juanete aceptaban como algo normal que el dragón hablase, y Abernathy aún más, ya que era un terrier de pelo liso y también hablaba.

—Deseamos conversar contigo un momento —dijo Questor.

Abernathy se esforzó y consiguió asentir con la cabeza, mientras se preguntaba por qué alguien en su sano juicio quería hablar con una criatura tan horrible como Strabo.

—Me trae sin cuidado lo que deseéis —dijo el dragón arrojando chorros de vapor por los orificios de la nariz—. Sólo me importa lo que yo deseo. Fuera.

—No te entretendremos más de un momento —insistió Questor.

—No tengo un momento. Fuera antes de que os coma.

Questor enrojeció.

—¡Debo recordarte con quién estás hablando! ¡Me debes una cierta cortesía, dada nuestra larga asociación! ¡Ahora, por favor, compórtate de forma civilizada!

Como para enfatizar su petición, dio un significativo paso hacia delante. Su figura de espantapájaros cubierta de andrajosas faltriqueras multicolores parecía un fardo de palos siluetado contra la luz. Juanete mostró su dentadura completa en una mueca amenazante. Abernathy se subió las gafas sobre la nariz y trató de calcular con qué rapidez podría llegar a la oscura seguridad de los matorrales situados detrás de él.

Strabo parpadeó y levantó la cabeza del cráter ardiente.

—Questor Thews, ¿eres tú?

Questor resopló.

—Sí, soy yo.

Strabo lanzó un suspiro.

—¡Qué aburrido! Si fueses alguien importante podrías resultar al menos un breve entretenimiento. Pero contigo no vale la pena el esfuerzo de levantarme y devorarte. ¡Vete!

Questor se tensó. Ignorando la zarpa de Abernathy en su hombro, avanzó otro paso.

—¡Mis amigos y yo hemos emprendido un largo viaje para hablar contigo, y vamos a hacerlo! ¡Si prefieres olvidar la larga y honorable asociación entre dragones y magos, es tu problema! ¡Pero harás un mal servicio a ambos!

—Pareces bastante malhumorado esta noche —contestó el dragón. Su voz reverberó en un largo siseo, y el cuerpo serpentino se movió perezosamente sobre las rocas y los cráteres, esparciendo con la cola el fuego líquido de uno de ellos—. Podría objetar que los magos no han hecho nada por los dragones desde hace siglos, así que no veo motivo para citar una asociación que existió en tiempos pasados. ¡Es absurdo! Podría objetar también que mientras que no hay ninguna duda respecto a mi condición de dragón, si la hay respecto a la tuya de mago.

—¡No me voy a dejar arrastrar a una discusión! —dijo Questor, bastante irritado—. ¡Ni pienso marcharme hasta que me hayas oído!

Strabo escupió al aire sulfuroso.

—No tengo más que comerte, Questor Thews, a ti y al perro, y a ese otro, sea lo que sea. Un kobold, ¿verdad? No tengo más que lanzaros un poco de fuego, asaros hasta que estéis a punto y comeros. Pero esta noche me siento caritativo. Marchaos y olvidaré vuestra intrusión en mi casa.

—Quizás deberíamos reconsiderar… —comenzó a decir Abernathy, pero Questor le hizo callar con un gesto.

—¿Ha dicho algo el perro? —preguntó el dragón.

—¡No, y nadie se va a marchar! —aseguró Questor, mostrando decisión.

Strabo parpadeó.

—¿No?

Su cabeza escamosa se giró bruscamente y de su boca surgió un chorro de llamas. El fuego explotó directamente bajo Questor Thews y lo lanzó hacia arriba. Juanete y Abernathy saltaron a un lado, gateando para apartarse de la tierra, de las rocas voladoras y de las llamas. Questor descendió en una maraña de ropas y faltriqueras, con los huesos crujiendo por el impacto.

Strabo rió entre dientes, lamiendo el aire con su lengua curva.

—Muy divertido, mago. Muy divertido.

Questor se puso en pie, sacudiéndose el polvo de la ropa, escupiendo el polvo que se le había metido en la boca. Se enfrentó al dragón una vez más.

—Eso no era necesario —dijo, tratando de conservar la dignidad—. ¡Yo también puedo hacer esos juegos!

Sus manos dieron una fuerte palmada, señalaron y se abrieron. También trató de hacer algo con sus pies, pero perdió el equilibrio a causa de una roca suelta, resbaló y cayó sentado, gruñendo. La luz explotó sobre los cráteres y una lluvia de hojas secas cayó sobre Strabo, incendiándose.

Strabo se desternillaba de risa.

—¿Me voy a ahogar en hojas? —rugió, aún riendo—. ¡Por favor, mago, perdóname!

Questor se puso rígido, con su rostro de búho sofocado por la ira.

—Quizás deberíamos volver en otro momento —se aventuró a decir Abernathy, desde la protección de un montículo de tierra.

Pero Questor Thews no le hizo caso. De nuevo se sacudió y se levantó.

—Te burlas de mí, ¿verdad, dragón? —dijo—. ¿Te ríes de un maestro de las artes de la magia? ¡Ríete de esto también!

Sus manos se alzaron y se entrelazaron rápidamente en el aire. Strabo se estaba preparando para enviar otro chorro de llamas cuando un chaparrón cayó sobre su cabeza, convirtiéndose luego en lluvia torrencial.

—¡Basta, ya! —bramó, pero en pocos segundos quedó empapado desde el morro a la cola. Sus llamas se convirtieron en vapor, y escondió la cabeza en uno de los cráteres ardientes para protegerla del agua. Cuando la alzó de nuevo al aire, Questor volvió a gesticular y la lluvia cesó.

—¿Has visto eso? —le preguntó el mago a Abernathy, lleno de satisfacción—. ¡La próxima vez no se reirá con tanta ligereza! —Luego se giró hacia el dragón—. Divertido, ¿eh? —le gritó.

Strabo batió sus alas membranosas, se sacudió y le lanzó una mirada feroz.

—Parece que continuarás dando la lata, Questor Thews, hasta que acabe contigo o escuche lo que tienes que decir. Te lo repito, esta noche me siento caritativo. Así que di lo que tengas que decir y vete.

—¡Muchas gracias! —dijo Questor—. ¿Podemos bajar?

El dragón dejó caer la cabeza sobre el borde del cráter y se tendió de nuevo.

—Haced lo que queráis.

Questor llamó con la mano a sus compañeros. Descendieron lentamente por la ladera del barranco a través del laberinto de cráteres y rocas hasta llegar a unos doce metros del lugar donde descansaba el dragón. Strabo los ignoró, y siguió con los ojos cerrados e inhalando los humos y fuegos del cráter en que se apoyaba.

—Sabes que odio el agua, Questor Thews —murmuró al fin.

—Hemos venido aquí para averiguar algo sobre unicornios —declaró Questor, sin hacerle caso.

Strabo eructó.

—Lee un libro.

Eso ya lo he hecho. Y no uno, sino varios. Pero no tienen la información que tú posees. Todo el mundo sabe que los unicornios y los dragones son las criaturas más antiguas del mundo de las hadas y los más antiguos enemigos. Ambos sabéis más unos de otros que cualquier ser humano o criatura fantástica. Necesito conocer algo sobre unicornios que nadie sabe, excepto tú.

—¿Para qué? —preguntó Strabo, en tono aburrido—. Además, ¿por qué iba a ayudarte? Sirves a ese detestable humano que me engañó para hacerme tragar el Polvo lo y después me ordenó que nunca visitase el valle ni a sus gentes mientras él fuese rey. ¿Aún sigue siendo rey? ¡Bah! Si no lo fuera, ya me habría enterado. ¡Ben Holiday, el gran señor de Landover! ¡Me lo comería al instante, en caso de que se le ocurriese volver a poner sus pies en las Fuentes!

—Bueno, es poco probable que lo haga. En todo caso, nosotros estamos aquí por los unicornios, no por el gran señor.

Questor creyó prudente no extenderse en el tema de Ben Holiday. Strabo había tenido el gran placer de devastar los campos y atacar al ganado del valle antes de que el gran señor lo detuviera. Era un placer que el dragón deseaba recobrar. Y quizás no tardase mucho en lograrlo, dada la forma en que Holiday se estaba comportando últimamente. Pero no había razón para decírselo.

Se aclaró la garganta.

—¿Supongo que habrás oído hablar del unicornio negro?

Los ojos del dragón se abrieron de repente y su cabeza se alzó.

—¿Del unicornio negro? ¡Claro que he oído hablar! ¿Ha vuelto, mago?

Questor asintió con una solemne inclinación de cabeza.

—Hace algún tiempo. Me sorprende que no lo sepas. Se han hecho grandes esfuerzos para intentar capturarlo.

—¿Capturarlo? ¿A un unicornio? —Strabo rió, emitiendo una serie de toses roncas y siseos. Su enorme cuerpo se estremeció por la risa—. ¿Los humanos quieren capturar al unicornio? ¡Qué tontería! Nadie puede capturar al unicornio, mago, incluso tú deberías saberlo. ¡Los unicornios son intocables!

—Algunos piensan que no.

El labio del dragón se curvó.

—¡Algunos son idiotas!

—Entonces, ¿el unicornio está a salvo? ¿No hay nada que lo pueda atrapar, nada que pueda retenerlo?

—¡Nada!

—¿Ni las doncellas virtuosas, ni la luz plateada de la luna prendida en una red fantástica?

—¡Cuentos de viejas!

—¿Ni ninguna clase de magia?

—¿Magia? Bueno…

Strabo pareció titubear. Questor aprovechó la oportunidad de inmediato.

—¿Ni las bridas de oro hilado?

El dragón miró al mago, pero no dijo nada. Questor Thews se sorprendió al ver un gesto de incredulidad en la cara de la criatura.

Se aclaró la garganta.

—Te he preguntado si se podría atrapar al unicornio con bridas de oro hilado.

Y fue en ese momento cuando Belladona, el intruso que se creía Ben Holiday, y dos gnomos nognomos de aspecto lamentable aparecieron de repente de un remolino de niebla cuatro metros más allá.