El amanecer encontró a Fillip y Sot preparados como habían prometido. Se hallaban a unos quince metros de Ben cuando éste despertó, un par de sombras inmóviles y rechonchas en la decreciente oscuridad, con sus sacos de viaje atados a la espalda y sus gorros adornados con una sola pluma roja. A primera vista, parecían arbustos; pero después de que Ben se levantara para estirar los músculos agarrotados por el frío y la tierra dura, avanzaron con pasos cautelosos y saludaron con nerviosismo. Parecían más inquietos de lo que solían y miraban detrás de él como si esperaran un ataque de los trolls de la montaña en cualquier momento.
Ben tardó un poco en comprender que no estaban temerosos de los trolls, sino de Daga Demadera.
El gato, por su parte, los ignoraba. Estaba aseándose sobre el tocón de árbol en el momento en que a Ben se le ocurrió buscarlo, con su abrigo de seda suave y brillante como si estuviera mojado por el rocío de la mañana. No levantó la vista ni respondió a sus buenos días. Siguió ocupado en su limpieza hasta que consideró que la tarea estaba terminada, luego se bebió el agua de un cuenco que Ben había llenado en el manantial. Hasta entonces, Ben no se había dado cuenta de que Daga nunca parecía comer mucho. Lo que le mantenía era un misterio, pero un misterio que Ben decidió dejar sin resolver. Ya tenía suficientes enigmas sin necesidad de añadir otro.
Partieron poco después con Ben y Daga como guías… dependiendo del significado que se le dé a la palabra «guía», ya que de nuevo Daga parecía saber dónde iba Ben casi antes que él mismo. Los gnomos los seguían. Estaba claro que Fillip y Sot no querían el menor trato con Daga Demadera. Se mantenían bastante apartados del gato y lo miraban como si fuese una serpiente. Fillip cojeaba de forma notable y Sot parecía tener quemada gran parte de la piel de las muñecas y el dorso de las manos. Ninguno hizo comentarios sobre sus lesiones, y Ben no les preguntó.
Viajaron toda la mañana a un paso constante. El sol brillaba intensamente en un cielo sin nubes, el olor de las flores silvestres y los árboles frutales impregnaba el aire. Los signos de marchitez persistían. Eran pequeños, pero apreciables, y Ben volvió a pensar en Meeks revestido con su apariencia, en los demonios que habían salido de Abaddon por orden suya, en el debilitamiento de la magia de la tierra y en el drenaje de su vida. Se renovó su sentimiento de urgencia, la sensación de que el tiempo se le escapaba a toda velocidad. No había avanzado en la comprensión de las intrigas urdidas contra él. No tenía ni idea de por qué el unicornio negro había vuelto a Landover ni de la importancia que tenía para Meeks. Sólo conocía la existencia de una conexión entre todo lo ocurrido y que tenía que desatar el nudo para que las cosas volvieran a enderezarse.
Esos pensamientos lo condujeron de nuevo a reflexionar sobre Daga Demadera. Seguía irritándole que el gato hubiese decidido permanecer como un enigma cuando era obvio que podía dar alguna explicación. Estaba bastante seguro de que Daga no se había cruzado en su camino por casualidad aquella primera noche en la región de los lagos, sino que lo había buscado deliberadamente. También estaba bastante seguro de que Daga continuaba con él por alguna razón, y no por simple curiosidad. Pero el gato no estaba dispuesto a explicarse hasta que le apeteciera y, dado lo peculiar de su carácter, esa explicación llegaría el duodécimo día de nunca jamás. Sin embargo, le parecía indigno limitarse a aceptar la presencia del animal sin hacer ningún tipo de esfuerzo por averiguar la razón que lo había conducido a él.
A medida que la mañana fue acercándose al mediodía y la sombra de la Caída Profunda empezaba a hacerse visible, decidió hacer otro intento con el gato. Había estado ocupado durante el camino, meditando sobre la posibilidad de un vínculo común entre los distintos unicornios que había encontrado desde su sueño. Después de todo, eran numerosos. Estaba el unicornio negro. Estaban los unicornios siluetados en los libros de magia perdidos, mejor dicho, en uno de los libros de magia perdidos; el otro era una cáscara quemada. Y estaban también los unicornios del mundo de las hadas que habían desaparecido hacía siglos en sus viajes a través de Landover hacia los mundos de los mortales. Lo que ahora le preocupaba era precisamente la leyenda de esos unicornios. Creía que debía de existir un vínculo entre el unicornio negro y los dibujos del libro de magia. En caso contrario, ¿por qué había enviado Meeks sueños sobre ambos? ¿Por qué los deseaba a ambos con tal ansia? La verdadera cuestión era si también había relación con los unicornios desaparecidos del mundo de las hadas. Se daba cuenta de que sería una coincidencia que existiese una conexión entre los tres, pero empezaba a preguntarse si no sería una coincidencia aún mayor que no la hubiese. La magia los unía con un mismo lazo, y apostaría su vida a que existía algún tipo de control sobre la magia que Meeks deseaba.
Bien. Ya había pensado bastante. Quizás la solución de uno de los enigmas ayudaría a resolver el principal. Y quizás, sólo quizás, Daga Demadera sería menos reticente para ayudar…
—Daga, tú has estado en muchos sitios y visto muchas cosas. —Inició la conversación con el tono más despreocupado que pudo, sin darse la oportunidad de meditar más sobre el asunto—. ¿Qué piensas sobre la leyenda de los unicornios desaparecidos del mundo de las hadas?
El gato ni siquiera lo miró.
—No pienso nada.
—¿No? Bueno, ¿y si pensases algo? Cuando nos encontramos por primera vez, dijiste que sabías algo sobre los unicornios blancos desaparecidos, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Sobre los unicornios que los habitantes del mundo de las hadas enviaron a otros mundos? ¿Aquellos que desaparecieron?
—Esos mismos —contestó Daga, aburrido.
—¿Y qué crees que les ocurrió? ¿Cómo desaparecieron?
—¿Cómo? —preguntó el gato con tono de superioridad—. Es evidente que fueron robados.
Ben se quedó tan asombrado al conseguir una respuesta directa que, durante un momento, no pudo seguir preguntando.
—Pero… ¿robados por quién? —logró decir al fin.
—Por alguien que quería poseerlos, gran señor. ¿Quién más iba a hacerlo? Por alguien que poseía la habilidad y los medios para capturarlos y retenerlos.
—Y, ¿quién contaba con eso?
Daga parecía irritado.
—¿Quién creéis?
Ben se detuvo un momento a reflexionar.
—¿Un mago?
—Un mago no, ¡los magos! En esos días había muchos, no sólo uno o dos como ahora. Tenían su propia asociación, no muy cohesionada, pero eficaz cuando era preciso. Entonces la magia era más fuerte en Landover, y los magos prestaban sus servicios a cualquiera que necesitase sus habilidades y pudiera pagarlas. Durante un tiempo fueron hombres poderosos, hasta que decidieron retar al propio rey.
—¿Qué ocurrió?
—El rey llamó al Paladín, y el Paladín los destruyó. Después de eso, sólo se permitió la presencia de un solo mago, y debía servir al rey.
Ben frunció el entrecejo.
—Pero si los unicornios fueron robados por los magos, ¿qué les ocurrió cuando los magos fueron… eliminados? ¿Por qué no quedaron en libertad?
—Nadie sabe qué fue de ellos.
—Pero ¿no deberían haberlos buscado? ¿No deberían haberlos encontrado?
—Sí y sí.
—Entonces, ¿por qué no lo hicieron?
Daga no contestó de inmediato. Se detuvo y parpadeó, somnoliento.
—La pregunta que nadie hizo entonces fue la misma que habéis olvidado formular ahora, gran señor. ¿Por qué fueron robados los unicornios?
Ben se quedó pensativo un momento, y luego se encogió de hombros.
—Eran criaturas hermosas. Los magos las querían para sí, supongo.
—¡Ya, ya, ya! ¿Es la mejor respuesta que tenéis?
—Bueno, eh… —Se detuvo otra vez, sintiéndose como un tonto—. ¿Por qué no te limitas a explicármelo, maldito gato? —exigió desesperado.
Daga le dedicó una mirada dura.
—Porque no quiero —dijo con voz suave—. Porque tenéis que aprender a ver de nuevo las cosas con claridad.
Ben lo contempló un instante, se volvió para mirar a los gnomos, que se mantenían a una distancia prudente, y cruzó los brazos sobre el pecho con gesto cansado. No tenía ni idea de qué estaba hablando Daga, pero no serviría de nada discutir con el gato.
—Muy bien, de acuerdo —dijo al fin—. Déjame intentarlo otra vez. Los magos descubrieron que las hadas estaban enviando unicornios a los mundos de los mortales a través de Landover. Decidieron robarlos y quedárselos. Los robaron porque… —Se interrumpió, recordando de repente los libros perdidos y los dibujos—. ¡Robaron los unicornios porque querían su magia! ¡Eso es lo que significan los dibujos de ese libro! ¡Tienen algo que ver con los unicornios desaparecidos!
Daga Demadera cabeceó.
—¿De verdad creéis eso, gran señor?
Su curiosidad era tan auténtica que dejó a Ben sin saber qué pensar. Esperaba que el gato estaría de acuerdo con sus deducciones, pero parecía tan sorprendido…
—Sí, de veras lo creo —declaró al fin, dudándolo a pesar de todo—. Creo que los unicornios desaparecidos y los libros perdidos están relacionados y que el unicornio negro está relacionado con ambos.
—Eso es lógico —admitió Daga.
—Pero ¿cómo fueron robados los unicornios? ¿Y cómo pudieron los magos apoderarse de su magia? ¿Eran los unicornios tan poderosos como los magos?
—Eso he oído —admitió de nuevo Daga.
—Entonces, ¿qué les ocurrió? ¿Dónde los escondieron?
—Quizás llevan máscaras.
—¿Máscaras? —preguntó Ben, confundido.
—Como vos. Quizás estén enmascarados y no los veamos.
—¿Cómo yo?
—¿Os importaría no repetir todo lo que digo?
—Pero, por favor, ¿de qué estás hablando?
Daga lo miró como diciéndole «¿por qué os molestáis en preguntarme?» y aspiró el aire de la mañana como si las respuestas que buscaba Ben se hallaran allí.
—Me encuentro sediento, gran señor. ¿Os importaría venir conmigo a beber?
Sin esperar la respuesta, se levantó y se adentró entre los árboles. Ben lo contempló durante un momento y luego lo siguió. Caminaron una corta distancia hasta un estanque alimentado por una pequeña cascada y se inclinaron para beber. Ben lo hizo precipitadamente, más sediento de lo que creía. Daga se tomó tiempo, delicado hasta la exageración, lamiendo con finura, haciendo pausas frecuentes, cuidando de mantener sus zarpas alejadas del agua. Ben era consciente de que Fillip y Sot los observaban, pero se despreocupó de ellos. Toda su atención estaba puesta en el gato, en lo que hacía y en lo que diría después. Porque tenía la seguridad de que iba a decir algo. En caso contrario, sufriría la decepción mayor de su vida.
Pero su esperanza se cumplió. Cuando terminó de beber, Daga se sentó y alzó la vista.
—Miraos en el agua, gran señor —ordenó. Ben lo hizo y vio una distorsionada versión de sí mismo, pero aún así era él—. Ahora miraos directamente, prescindiendo del agua —continuó Daga. Ben lo hizo y vio sus ropas harapientas y sus botas agrietadas, el polvo y la mugre; un cuerpo sucio y desastrado. Como es lógico, no pudo ver su cara—. Ahora, miraos de nuevo en el agua, con más atención.
Ben volvió a hacerlo, y vio que su imagen destellaba y se transformaba en la de alguien que no reconoció, un extraño cuyas ropas eran las mismas que él llevaba.
Alzó la vista bruscamente.
—¡Ya no soy como era! ¡Ni siquiera yo me reconozco!
Había un toque de miedo en su voz que no pudo disimular, aunque lo intentó.
—Eso se debe, mi querido gran señor, a que estáis empezando a perderos a vos mismo —dijo Daga Demadera con voz suave—. ¡La máscara que lleváis se está posesionando de vos! —La cara negra se acercó un poco más—. Encontraos, Ben Holiday, antes de que lo logre. Quitaos la máscara, y quizás halléis un modo de desenmascarar a los unicornios.
Ben se apresuró a mirar de nuevo las aguas del estanque y, para su alivio, vio reflejado en ellas su antiguo rostro. Pero sus facciones no parecían muy definidas. Daba la impresión de que se estaban borrando.
Volvió a mirar a Daga, pero el gato ya se alejaba, forzando a los aterrados gnomos a apartarse de su camino.
—Debéis apresuraros, gran señor —le gritó desde lejos—. La Caída Profunda no es un lugar para buscarse a uno mismo después del anochecer.
Ben se irguió lentamente, no sólo más confundido que nunca, sino también aterrado.
—¿Por qué le hago preguntas a ese maldito gato? —murmuró con frustración.
Pero ya sabía la respuesta a esa pregunta. Sacudió la cabeza para alejar de sí todo el asunto y aceleró el paso.
Hacia media tarde llegaron a la Caída Profunda.
Era algo sin relieve, un borrón oscuro e impenetrable situado en una extensión de bosque intensamente iluminado por el sol. Una contracción de la tierra semejante a la de una criatura agazapada a punto de huir o atacar. Las sombras y las nieblas jugaban al escondite en sus vastas profundidades, reptando con movimientos lentos e irregulares sobre los árboles, la ciénaga y la oscuridad. Nada más podía verse. Cualquier forma de vida establecida allí se comprometía en un juego de supervivencia duro y maligno que sólo ganaba el más rápido y más fuerte. Los sonidos estaban amortiguados y los colores matizados de gris. Sólo la muerte reinaba en la Caída Profunda, y sólo la muerte era inmutable. Ben y sus compañeros podían sentir esa verdad. De pie al borde de los hoyos, miraron hacia la negrura de abajo que les provocó pensamientos distintos.
—Bueno, nosotros también podemos conseguirlo —murmuró Ben al fin.
Recordó la otra vez que penetró en la Caída Profunda y en las aterradoras ilusiones que Belladona había creado para disuadirlo: la ilusión de la ciénaga interminable, lagartos y otras peores. Pensó en su encuentro con la bruja, un encuentro que casi le había costado la vida. No tenía ningún deseo de repetir la experiencia.
—Bueno —dijo otra vez, dejando la palabra perdida.
Nadie le prestó atención. Daga se sentó junto a él, con los ojos entornados y la mirada soñolienta, dejándose acariciar por el sol que llegaba a una pequeña zona, observando el movimiento de las nieblas en la Caída Profunda. Fillip y Sot se quedaron una docena de metros a su izquierda, a una buena distancia del gato y de la hondonada. Susurraban entre sí con vocecillas ansiosas.
Ben sacudió la cabeza.
—Fillip. Sot.
Los gnomos nognomos se agacharon, simulando no haberle oído.
—¡Venid aquí! —gritó irritadamente, agotada su paciencia por los gnomos y el gato.
Fillip y Sot se acercaron con actitud sumisa y cautelosa, mirando de reojo a Daga que, como de costumbre, no les prestó la más mínima atención. Cuando estuvieron lo bastante cerca, Ben se arrodilló para quedarse a la altura de ellos y sus ojos se encontraron.
—¿Estáis seguros de que Belladona está ahí abajo? —les preguntó.
—Sí, gran señor.
—Está ahí, gran señor.
Ben asintió.
—Entonces, quiero que tengáis cuidado —les dijo. Aquel no era el momento adecuado para mostrar impaciencia ni ira, y reprimió ambas—. Quiero que tengáis mucho cuidado, ¿de acuerdo? No quiero que hagáis nada que os exponga a un verdadero peligro. Limitaos a bajar y echar un vistazo. Necesito saber si Sauce se encuentra ahí, o si ha estado hace poco. Eso lo primero. Averiguadlo como podáis.
Hizo una pausa, y los ojos castaños de los gnomos se apartaron inquietos. Esperó un minuto más, y después volvió a atraer sus miradas.
—Hay una brida hecha de oro hilado —continuó—. Belladona la tiene escondida en algún lugar de su antro. Necesito esa brida. Quiero que la busquéis y, si os es posible, que la robéis.
Los ojos castaños se agrandaron como platos.
—Todo irá bien, no tengáis miedo —los tranquilizó en seguida—. No tenéis que robarla en caso de que la bruja se encuentre cerca, sólo si no lo está y podéis cogerla sin que se dé cuenta. No forcéis las situaciones. Yo os protegeré.
Aquella fue la mayor mentira que había dicho en su vida. En realidad, carecía de medios para protegerlos. Pero tenía que decir algo que les infundiera confianza o se escaparían a la primera oportunidad. De todas formas, seguía existiendo ese peligro, pero esperaba que la grandeza de su cargo los retuviera el tiempo suficiente para que hicieran el trabajo.
—¡Gran señor, la bruja nos dañará! —afirmó Fillip.
—¡Nos hará mucho daño! —añadió Sot.
—No, no lo hará —dijo Ben—. Si tenéis cuidado, ni siquiera se enterará de que estáis allí. Lo habéis hecho antes, ¿no? —Las dos cabezas asintieron a la vez—. Y no os vio, ¿verdad? —Las dos cabezas volvieron a asentir—. Entonces, no hay razón para que os vea ahora. Haced sólo lo que os dije y tened cuidado.
Fillip y Sot intercambiaron una larga y adusta mirada. Sus ojos reflejaban gran incertidumbre. Por fin, volvieron a enfrentarse a Ben.
—Sólo bajaremos una vez —dijo Fillip.
—Sólo una —repitió Sot.
—Muy bien, muy bien, sólo una —admitió Ben, y observó con angustia cómo declinaba el sol de la tarde—. Pero daos prisa.
Los gnomos desaparecieron, reluctantes, en la penumbra de la hondonada. Ben los siguió con la vista hasta que desaparecieron; luego se sentó a esperar.
Mientras esperaba, se encontró pensando en las repetidas referencias a las máscaras de Daga Demadera. Él llevaba puesta una. Los unicornios desaparecidos también. Eso había dicho el gato, ¿pero qué significado tenía? Se acomodó contra la base de un tronco a unos doce metros de donde Daga tomaba el sol y trató de averiguarlo. Después de todo, ahora tenía tiempo para analizar el asunto. Se suponía que los abogados eran capaces de hacer eso; era inherente a su profesión. Rey de Landover o no, todavía era abogado con hábitos de abogado y la manera de pensar de un abogado. ¡Así que piensa!, se animó. ¡Piensa!
Se esforzó en hacerlo pero no se le ocurría nada. Las máscaras eran propias de actores y bandidos. Se usaban para ocultarse. Se ponían como disfraz y se quitaban cuando éste ya no era necesario. Pero ¿qué relación tenían con él o con7 los unicornios? Ninguno de nosotros pretende disfrazarse, pensó. Meeks está tratando de disfrazarme a mí. ¿Quién trata de disfrazar a los unicornios?
Los magos que los atraparon.
La respuesta le llegó al instante. Se incorporó. Los magos robaron los unicornios y los enmascararon para ocultarlos. Asintió. Era posible. Y, ¿qué procedimiento siguieron? ¿Los convirtieron en vacas, en árboles o en cualquier otra cosa? No. Frunció el entrecejo. Empieza otra vez. Los magos atraparon a los unicornios para apoderarse de su magia. Los magos querían esa magia. ¿Pero qué hicieron con ella? ¿Para qué la emplearon? ¿Dónde estaba ahora la magia?
Sus ojos se dilataron. Ya no quedaba ningún auténtico mago, excepto Meeks. La fuente de su poder estaba en los libros de magia perdidos y ahora encontrados, en los libros que, según se creía, contenían la compilación de las magias adquiridas por los magos a través de los tiempos. ¡Y en esos libros había muchos unicornios dibujados! Sin duda, los dibujos de los libros, o al menos del libro, representaban a los unicornios desaparecidos.
Pero ¿por qué los dibujaron?
¿O eran los verdaderos unicornios?
—¡Sí! —susurró, sorprendido.
Aquello era tan absurdo que no se le había ocurrido considerarlo. Pero absurdo sólo en su mundo, no en Landover, donde la magia era la norma. ¡Los unicornios desaparecidos, los unicornios que nadie había visto durante siglos, con su magia intacta, estaban atrapados en los libros de los magos! ¡Y la razón de que en los libros no hubiera nada más que los dibujos era que sólo contenían la magia de los unicornios, la magia robada por los magos!
Y adaptada para su propio uso.
Eso no lo sabía. Iba a preguntárselo a Daga, pero se contuvo. No tenía sentido consultar con el gato. Éste encontraría la forma de sumirlo de nuevo en la confusión. ¡Descúbrelo sin ayuda!, se apremió. Los unicornios habían sido transformados por la magia de los magos en los dibujos de los libros perdidos. Eso explicaría la desaparición de los unicornios durante todos esos años, el motivo de Meeks para enviar el sueño de los libros a Questor y la necesidad de los libros que tenía Meeks. Eso explicaría también las referencias de Daga a las máscaras.
¿O sólo estaba empezando a descubrir algo?
Interrumpió su razonamiento. Aún quedaban asuntos sin explicación. ¿Qué papel representaba el unicornio negro? ¿Sería un unicornio blanco que había escapado de los libros, del primer libro, quizás, del que tenía quemada la parte central? ¿Por qué ahora era negro si antes había sido blanco? ¿Cenizas u hollín? ¡Eso era ridículo! ¿Por qué había aparecido y desaparecido otras veces en años anteriores si estaba prisionero en los libros de los magos? ¿Por qué Meeks tenía tan acuciantes deseos de atraparlo?
Sus manos se retorcieron una contra otra. Si un unicornio había logrado liberarse, ¿por qué no lo hacían los demás?
Su confusión empezó a aclararse. Meeks había insinuado que él había hecho algo para romper sus planes, sin especificar qué. En caso de ser cierto, tenía que estar relacionado con los unicornios, negros o blancos. Pero Ben no tenía ni la menor idea de lo que era.
Se esforzó en encontrar una respuesta sin conseguirlo mientras la tarde se aproximaba al crepúsculo y el sol se hundía en el horizonte occidental. Las sombras se alargaban casi imperceptiblemente a través del bosque. La oscuridad y la niebla de la Caída Profunda salieron de su escondite diurno para coger con sus manos aquellas sombras y envolver a Ben y a Daga. La templanza del día se tornó en frialdad.
Ben dio por concluidas sus meditaciones y se concentró en la pendiente de la hondonada. ¿Dónde estarían Fillip y Sot? ¿No deberían haber vuelto ya? Se levantó y se acercó al borde del foso. No se veía nada. Recorrió sus inmediaciones unos cien metros en ambos lados entre grupos de arbustos y maleza, atisbando en la penumbra sin ningún resultado. Una creciente inquietud se apoderó de él. En ningún momento creyó que los gnomos fueran a exponerse a peligro alguno pues, en caso contrario, no los habría enviado solos. Quizás había cometido un error. Quizás se había dejado llevar por sus deseos, ignorando la realidad.
Regresó al punto de partida y se quedó contemplando desesperanzadamente la mancha de la Caída Profunda. Los peligros de la hondonada nunca habían inquietado a los gnomos. ¿Se habría producido algún cambio? ¡Debía haberlos acompañado!
Miró a Daga. Parecía dormido.
Esperó un poco más porque no tenía mucho donde elegir. Los minutos se hacían interminables. La oscuridad aumentaba. Cada vez era más difícil distinguir las cosas con claridad.
De repente, se produjo un movimiento en el borde de la hondonada. Ben se irguió, avanzó un paso y se detuvo. Un grupo de matorrales se dividió, y Fillip y Sot aparecieron.
—Gracias al cielo que estáis… —comenzó a decir Ben, pero no continuó.
Los gnomos nognomos estaban rígidos de espanto. Paralizados. Sus rostros peludos se hallaban contorsionados, sus ojos brillantes y fijos. No miraron a derecha ni a izquierda, ni siquiera a Ben. Miraban al frente y no veían nada. Se quedaron de pie, de espaldas a los matorrales, cogidos de las manos como niños.
Ben se les acercó con rapidez, también asustado. Algo horrible había ocurrido.
—¡Fillip! ¡Sot! —Se agachó ante ellos, tratando de romper el hechizo que los poseía—. Miradme. ¿Qué ha ocurrido?
—Que se han encontrado conmigo, rey de comedia —susurró una voz desagradablemente conocida.
Ben alzó la mirada sobre los gnomos helados hacia la figura alta y negra que se había materializado tras ellos como por arte de magia, y se encontró cara a cara con Belladona.