Cuando Ben Holiday y Daga Demadera se despertaron a la mañana siguiente, el cazador se había ido. Ninguno de los dos lo había oído marcharse. Había partido sin decir una palabra, desapareciendo sin dejar rastro, como si nunca hubiese existido. Incluso su rostro era sólo un vago recuerdo para Ben. Sólo persistía aún, vivido e inquietante, el relato que había hecho de la cacería del unicornio negro.
El desayuno fue triste.
—Espero que encuentre lo que está buscando —murmuró Ben en un momento.
—No puede —contestó Daga con voz suave—. No existe.
Ben comenzaba a dudar de eso. El unicornio negro parecía tan huidizo e inmaterial como el humo. Podía verse, pero nunca más de unos momentos ni con más precisión que una sombra evanescente. Era una leyenda que había adquirido unos limitados elementos de realidad, pero poco más que una aparición ante cualquier intento o propósito. Había muchas posibilidades de que sólo fuera una aparición, una partícula de magia que tomaba forma pero nunca cuerpo. Sin embargo, en Landover nunca se sabía nada con certeza.
Pensó en preguntarle a Daga, pero rechazó la idea. El gato no le daría una respuesta clara, y estaba harto de sus juegos de palabras.
Decidió cambiar de tema.
—Daga, he estado meditando sobre lo que nos dijo la Madre Tierra de la brida de oro —comentó al terminar el desayuno—. Ella le indicó a Sauce que su última poseedora era Belladona, pero no habló de lo que le había ocurrido a la bruja desde que la envié a las nieblas del mundo de las hadas. —Hizo una pausa—. Sabías que lo hice, ¿verdad? Que envié a Belladona a las nieblas.
Daga se sentó sobre un viejo tronco y estiró las patas delanteras.
—Lo sabía.
—Ella envió a mis amigos a Abaddon, y decidí darle a probar su propia medicina —siguió explicando—. Yo había recibido el Polvo lo de las hadas, un polvo que, si lo respiras, te obliga a someterte a las órdenes de quien te lo ha dado. Después, volví a usarlo con el dragón Strabo. De todos modos, lo usé primero con Belladona y la obligué a convertirse en cuervo y volar hacia las nieblas. —Se detuvo de nuevo—. Pero nunca supe qué le ocurrió después.
—Este resumen tan aburrido conducirá a alguna parte, supongo —comentó Daga, desdeñoso.
Ben enrojeció.
—Me estaba preguntando si Belladona habría encontrado la salida del mundo de las hadas y vuelto a la Caída Profunda. Sería bueno saberlo antes de entrar allí.
Daga se tomó un largo rato para limpiarse la cara, haciendo que Ben enrojeciera aún más a causa de la impaciencia. Al final, el gato fijó la vista en él.
—No he estado en la Caída Profunda desde hace mucho tiempo, gran señor. Pero acepto la posibilidad de que Belladona haya regresado.
Ben se tomó un instante para asimilar la información. Lo que menos necesitaba en este momento era un encuentro con Belladona. Ya no tenía el medallón para que lo protegiese, si es que realmente podía protegerle de una criatura tan maligna como la bruja. Si ella lo reconocía, podía considerarse muerto. Incluso aunque no lo hiciese, era improbable que lo recibiera con los brazos abiertos. Y tampoco le daría la bienvenida a Sauce; en especial, cuando se enterase de lo que andaba buscando. No estaría dispuesta a entregar la brida de oro, por muy convincentes que fueran los argumentos de la sílfide. La convertiría en sapo… y también a él. Pensó con añoranza en el Polvo lo y deseó tener al menos un puñado. Eso facilitaría mucho las cosas.
Sus ojos se clavaron en Daga.
—¿Qué te parecería un rápido viaje al mundo de las hadas? —le preguntó de repente—. Lo hice una vez y podría repetirlo. Las hadas me reconocerían, con magia o sin ella. Quizás puedan ayudarme a recuperar mi apariencia. Al menos, podrían darme otra vaina de Polvo lo para usarla con Belladona. Después de todo, le prometí a la Madre Tierra que haría todo lo que estuviese en mi mano para proteger a Sauce, y no podré cumplir la promesa si no me protejo a mí mismo.
Daga le estudió un instante, parpadeó y bostezó.
—Nadie puede ayudaros a resolver vuestro problema, y menos las hadas.
—¿Por qué no? —dijo Ben, irritado por la insufrible presunción del gato.
—En primer lugar, porque la magia que os ha transformado es la vuestra, como os he dicho media docena de veces. Y, en segundo lugar, las hadas no os ayudarían sólo porque se lo pidiéseis. Las hadas se inmiscuyen en la vida de la gente cuando quieren y donde quieren. —El presuntuoso hocico se plegó con desagrado—. Eso ya lo sabíais antes de preguntarlo, gran señor.
Ben ardía por dentro. Desde luego, el gato tenía razón; ya lo sabía. Las hadas no intervenían en los problemas de Landover cuando llegó al valle por primera vez, aunque el Deslustre y la Marca de Hierro actuaban en él, y no era probable que lo hiciesen ahora. Él era el rey, y estaba obligado a resolver los problemas.
Pero ¿cómo lo conseguiría?
—Vamos —ordenó de repente, poniéndose en pie—. Tengo una idea que puede funcionar. —Se estiró las botas, alisó sus ropas y esperó a que Daga le preguntase qué idea era ésa. El gato se abstuvo. Finalmente añadió: ¿No quieres saber los detalles?
Daga se desperezó y saltó del tronco para colocarse ante él.
—No.
Ben apretó los dientes y se juró que no hablaría más del asunto aunque el cielo se juntara con la tierra.
Dedicaron las primeras horas de la mañana a caminar hacia el norte, bordeando las llanuras del Prado, desviándose ligeramente al este, en dirección a las estribaciones del Melchor. Ben abría la marcha pero, como de costumbre, Daga parecía saber a dónde se dirigían y con frecuencia viajaba a su lado, abriéndose camino a través de la hierba alta ajeno en apariencia a los propósitos de Ben. El gato continuaba siendo un misterio sin solución, pero Ben se obligó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos en vez de tratar de comprender a Daga, porque eso lo volvía loco. Era más fácil aceptar al gato como se aceptan los cambios del tiempo.
Las praderas aún conservaban las marcas del paso de la cacería. Las botas de los participantes habían aplastado parte de la hierba alta y destrozado la maleza. Desechos de las carretas de provisiones salpicaban las llanuras, y las cenizas de las grandes fogatas ennegrecían las multicoloreadas praderas. La región del Prado recordaba el aspecto de un campo tras la fiesta del Cuatro de Julio. Ben arrugó la nariz con desagrado. Meeks ya volvía a utilizar la tierra de un modo egoísta.
Había también otros signos de deterioro. Signos de la marchitez de que adolecía el valle cuando llegó a Landover habían vuelto a las plantas y a los árboles. Signos que sólo podían reaparecer por la disminución de los poderes mágicos del rey. Cuando no había rey en Landover, la tierra perdía fuerza, lo había descubierto en su primera visita. Meeks no era el verdadero rey, a pesar de su apariencia externa, y Landover comenzaba a mostrar los efectos. Los signos todavían eran escasos, pero se incrementarían. Al final, el Deslustre volvería a Plata Fina y todo el valle comenzaría a enfermar. Ben aceleró el paso, como si con eso ayudara de algún modo.
Una caravana de comerciantes, que viajaba hacia el norte para proveerse en el Melchor de herramientas y armas de los trolls, se cruzó con ellos al mediodía y los invitaron a compartir su comida. El tema principal de la charla fue la cacería del unicornio negro y los extraños acontecimientos de los últimos días. El rey se había encerrado, negándose a ver a nadie, incluso a los señores del Prado. Las obras públicas habían sido interrumpidas, el consejo judicial y el receptor de quejas disueltos, los mensajeros habían sido enviados a sus casas, y todo en general se encontraba en un punto muerto. Nadie sabía qué estaba ocurriendo. Había rumores de demonios que volaban bajo los cielos nocturnos, seres monstruosos que robaban el ganado y los niños perdidos al igual que los dragones lo habían hecho en otra época. Corrían rumores de que el propio rey era el responsable, que había llegado a un maligno acuerdo por el que permitiría la entrada en Landover a los demonios de Abaddon si éstos le entregaban el unicornio negro.
Todo parecía girar en torno al unicornio. El rey había hecho saber en términos inequívocos que quería poseer a esa criatura, y que quien se la proporcionase recibiría una gran recompensa.
—Si eres capaz de atrapar el humo, eres hombre rico —bromeó un comerciante, y los demás rieron.
Ben no lo hizo. Se despidió apresuradamente y continuó hacia el norte a una marcha aún más rápida. Las cosas empezaban a desbordarse, y en gran parte era por su culpa.
Hacia media tarde, llegó a la región de los gnomos nognomos.
Los gnomos nognomos pertenecían a una raza que habitaba en madrigueras con la que había tenido contacto sus primeros días como rey de Landover. Eran pequeños, peludos, mugrientos, y parecían topos grandes. Eran carroñeros y ladrones, y tan dignos de confianza como un perro ante un filete. De hecho, había que evitar que se acercaran a los perros, porque los consideraban, junto con los gatos y otros pequeños animales domésticos, manjares exquisitos. Abernathy definía como caníbales a los gnomos nognomos.
Questor los tachaba de problemáticos. Todos estaban de acuerdo en que eran unos indeseables. El apelativo de nognomos provenía de la demanda expresada por aquellos que tenían la mala suerte de contactar con ellos de alguna forma: ¡No queremos gnomos! Dos de esos gnomos, Fillip y Sot, habían ido a Plata Fina para solicitar la ayuda de Ben en la liberación de su gente, apresada por los trolls de la montaña por robar y comerse a varios perezosos que tenían como mascotas. Ben estuvo a punto de perder la vida en esa aventura, pero los gnomos nognomos habían demostrado ser los más serviciales de sus súbditos, aunque no los más valientes.
Fillip y Sot le aseguraron en una ocasión que conocían la Caída Profunda como la palma de su mano.
—Ésa es la clase de ayuda que necesitamos —le dijo Ben a Daga, a pesar de su propósito de no volver a hablarle—. Nunca se podrá persuadir a Belladona para que entregue 1 la brida voluntariamente. Sauce debe de saberlo también, pero eso no le impedirá intentarlo. Sospecho que será más directa que precavida; es demasiado honesta para obrar de otro modo. En cualquier caso, si ha entrado en la Caída Profunda, es probable que se encuentre en apuros. Necesitará ayuda. Fillip y Sot pueden informarnos. A ellos les es fácil evitar que los vean. Si Sauce o Belladona están allí, nos lo dirán. Si la brida está allí, quizás puedan robarla para nosotros. ¿Te das cuenta? Ellos pueden llegar donde nosotros no podemos.
—Hablaréis por vos —contestó Daga.
—¿Tienes un plan mejor? —le replicó Ben de inmediato.
Daga ignoró su irritación.
—No tengo ningún plan —dijo—. Es vuestro problema, no el mío.
—Muchas gracias. En ese caso, supongo que no te parecerá interesante participar en esta exploración y robo.
—Claro que no. Soy su acompañante, no su lacayo.
—Eres un chinche, Daga.
—Soy un gato, gran señor.
Ben terminó la discusión con una mirada ceñuda y se encaminó hacia la comunidad de las madrigueras. Los gnomos nognomos vivían en ciudades semejantes a las de las marmotas de las praderas, y unos centinelas avisaron de su presencia mucho antes de que él pudiera ver nada. Cuando llegó a la ciudad, no había gnomos nognomos a la vista, sólo una gran cantidad de agujeros vacíos en apariencia. Ben se adentró hasta el centro de la ciudad, se sentó en un tocón y esperó. Había estado allí varias veces desde que se convirtió en rey, y conocía el juego.
Unos minutos más tarde, Daga se le acercó, se enroscó a su lado sin decir palabra y cerró los ojos contra el sol de la tarde.
Poco después, un rostro peludo asomó por una de las madrigueras. Los ojos parpadearon levemente al enfrentarse con la luz del día, y la nariz al olfatear el aire.
—Buenas tardes, señor —lo saludó el gnomo, ladeando su desgastado gorro de cuero con una pluma roja.
—Buenas tardes —contestó Ben.
—¿De paseo, señor?
—Un paseo para respirar aire fresco y tomar el sol. Es muy saludable.
—Oh sí, desde luego, muy saludable. Debes tener cuidado con los resfriados de garganta y pecho que se cogen durante el otoño.
—Sí, claro. Los resfriados suelen ser muy traicioneros.
Estaban andando con pies de plomo, y Ben dejó que las cosas siguieran su curso normal. Los gnomos nognomos se comportaban así con los extraños, llenos de miedo. Primero los tanteaba uno. Si no captaba en ellos ningún peligro, salían los demás. En caso contrario, permanecían ocultos.
—Espero que su familia se encuentre bien —siguió Ben, tratando de ser convencional—. ¿Y su comunidad?
—Oh, muy bien gracias, señor. Todos muy bien.
—Me alegro.
—Sí, yo también me alegro. —El gnomo miró a su alrededor con disimulo para comprobar si Ben estaba solo, o si escondía algo—. Debes de haber andado mucho si vienes del Prado, señor. ¿Eres artesano?
—No exactamente.
—¿Comerciante, entonces?
Ben titubeó un momento y después asintió.
—A veces, lo soy.
—¡Oh! —El estrabismo del gnomo se acentuó—. Pero, al parecer, en este viaje no llevas mercancía, señor.
—Ah, bueno, a veces las apariencias engañan. Algunas mercancías pueden ser muy pequeñas. ¿Sabe? —Palpó su camisa—. Caben en un bolsillo.
Los dientes del gnomo destellaron en su rostro mugriento cuando esbozó una sonrisa nerviosa.
—Desde luego, eso es verdad. ¿Estás interesado en hacer negocios aquí, señor?
—Puede ser —dijo Ben echando el anzuelo, y esperó.
El gnomo no lo desilusionó.
—¿Con alguien en particular?
Ben se encogió de hombros.
—En el pasado hice algunos negocios con dos miembros de su comunidad, Fillip y Sot. ¿Los conoce?
El gnomo pestañeó.
—Sí, Fillip y Sot viven aquí.
Ben le dirigió su sonrisa más amable.
—¿Están por ahí?
El gnomo le devolvió la sonrisa.
—Quizás. Sí, quizás. ¿Puedes esperar un momento, por favor? Sólo un momento.
Volvió a hundirse en la madriguera y se perdió de vista. Ben esperó. Los minutos pasaban y nadie aparecía. Ben siguió sentado en el tocón y trató de aparentar que se encontraba a gusto. Podía sentir ojos observándole desde todas partes. Las dudas comenzaron a reptar por su mente. ¿Y si Fillip y Sot le echaban una ojeada y creían que no lo habían visto nunca? Después de todo, ya no era el Ben Holiday que habían conocido. Era un extraño, y no muy bien vestido. Bajó la vista hacia sus ropas, recordando su triste situación. Tenía el aspecto de un comerciante bastante zarrapastroso, y lo admitió con pesar. Fillip y Sot podrían decidir que 110 valía la pena molestarse. Podrían haber decidido ya quedarse donde estaban. Y si no lograba acercarse a ellos lo suficiente para hablarles, no lograría obtener su ayuda.
Las sombras de la tarde se alargaron. La paciencia de Ben empezó a evaporarse como el agua sobre el fuego. Dirigió una mirada nerviosa a Daga. Éste no le ofreció ningún apoyo. Tenía los ojos cerrados, las zarpas plegadas bajo el cuerpo, la respiración enlentecida al máximo, casi imperceptible. Podía estar durmiendo o podía estar disecado.
Los agujeros de las madrigueras continuaban bostezando con vacío desinterés. El sol continuaba deslizándose tras las montañas del oeste. Nadie aparecía.
Ben acababa de decidir arrojar la toalla, cuando un rostro peludo y sucio asomó de repente por un agujero situado a una docena de metros de él, seguido de inmediato por otro. Dos narices olisquearon el aire de la tarde con cautela. Dos pares de ojos atisbaron con precaución.
Ben dejó escapar un suspiro de alivio. Eran Fillip y Sot. Los cuatro ojos se fijaron en él.
—Buen día, señor —dijo Fillip.
—Buen día, señor —dijo Sot.
—Buen día, desde luego —respondió Ben alegremente, levantándose del tocón.
—¿Deseas vender algo, señor? —preguntó Fillip.
—¿Deseas vendernos algo, señor? —preguntó Sot.
—Sí, eso quisiera. —Hizo una pausa—. ¿Les importaría venir aquí, caballeros? Así podré estar seguro de que verán bien lo que vendo.
Los gnomos nognomos se miraron entre sí, luego emergieron a la luz crepuscular. Los cuerpos rechonchos y peludos iban vestidos con lo que parecían desechos del Ejército de Salvación. Sus barbudas caras de hurón estaban provistas de unos diminutos ojos bizcos y unas narices arrugadas que oteaban el aire como veletas movidas por el viento. El polvo y la suciedad los cubría de la cabeza a los pies.
Eran Fillip y Sot, sin duda alguna.
Ben esperó hasta que estuvieron a un metro de distancia, y les indicó con un gesto que se acercasen más.
—Quiero que me prestéis mucha atención —les dijo—. Limitaos a escuchar. Soy Ben Holiday. Soy el gran señor de Landover. Mi apariencia ha sido cambiada mediante el uso de la magia, pero sólo temporalmente. Volveré a ser quien era tarde o temprano. Cuando lo consiga, recordaré quién me ayudó y quién no. Y en este momento necesito vuestra ayuda.
Su mirada fue de un rostro a otro. Los gnomos le contemplaban sin hablar, con sus ojos curiosos y sus narices exploratorias. Se miraron entre sí y luego otra vez a Ben.
—Tú no eres el gran señor —dijo Fillip.
—No, no lo eres —añadió Sot.
—Sí, sí lo soy —dijo Ben.
—El gran señor no estaría aquí solo —afirmó Fillip.
—El gran señor habría venido con sus amigos, el mago, el perro hablador, los kobolds y Sauce, la bella y joven sílfide corroboró Sot.
—El gran señor habría venido con sus guardas y sus criados —dijo Fillip.
—El gran señor habría venido con sus estandartes —agregó Sot.
—Tú no eres el gran señor —repitió Fillip.
—No, no lo eres —repitió Sot.
Ben tomó una bocanada de aire.
—He perdido todo eso por culpa de un mago malvado, el mago que me trajo a Landover, el mago que vi en el cristal después de que escapamos de los trolls de la montaña, ¿recordáis? Vosotros fuisteis a Plata Fina a solicitar mi ayuda. Os acompañé en el viaje para liberar a vuestra gente de los trolls; los gnomos que se habían comido a los perezosos que ellos tenían como mascotas. Si no fuese el gran señor, ¿cómo iba a conocer esas cosas?
Fillip y Sot volvieron a cruzar miradas. Esta vez un poco desconcertados.
—No lo sabemos —admitió Fillip.
—No tenemos ni idea —añadió Sot.
—Pero tú no eres el gran señor —repitió Fillip.
—No, no lo eres —coreó Sot.
Ben aspiró de nuevo.
—Rompí el cristal contra una roca cuando descubrí su objetivo. Questor Thews confesó la parte que desempeñaba en el asunto. Vosotros estabais allí, Abernathy y Sauce estaban allí, los kobolds Chirivía y Juanete estaban allí. Después fuimos a la Caída Profunda. Nos guiasteis a Sauce y a mí. ¿Os acordáis? ¿Cómo iba a conocer eso si no fuese el gran señor?
Los gnomos pateaban con nerviosismo como si en sus viejas botas se hubieran metido hormigas de fuego.
—No lo sabemos —dijo Fillip una vez más.
—No, no lo sabemos —repitió Sot.
—De todas formas, tú no eres el gran señor —volvió a afirmar Fillip.
—No, no lo eres —dijo Sot.
La paciencia de Ben comenzó a disminuir contra su voluntad.
—¿Cómo sabéis que no soy el gran señor? —preguntó en tono seco.
La inquietud de Fillip y Sot aumentó. Sus pequeñas manos se retorcían una contra otra y sus miradas vagaban, sin conseguir fijarse.
—No huele como él —dijo Fillip al fin.
—No, huele como nosotros —dijo Sot.
Los ojos de Ben se dilataron de asombro, después se sonrojó y perdió todo el control que había logrado mantener hasta ese momento.
—¡Escuchadme! Soy el gran señor, soy Ben Holiday, soy exactamente quien he dicho que era, y vosotros actuaríais mejor aceptándolo ahora porque, si no lo hacéis, vais a encontraros con el mayor problema de vuestras vidas, con uno mayor del que tuvisteis tras robar y comeros el perro en el banquete de celebración por la derrota de la Marca de Hierro. ¡Haré que os cuelguen hasta que os sequéis, maldita sea! ¡Miradme! —Sacó bruscamente el medallón de debajo de su túnica, con la imagen de Meeks contra la palma de su mano, y lo esgrimió como si fuese un arma—. ¿Os gustaría ver lo que puedo hacer con esto?
Fillip y Sot se tiraron al suelo, con sus pequeños cuerpos temblando de la cabeza a los pies. Cayeron tan de súbito como si alguien les hubiera empujado.
—¡Magnífico gran señor! —gimió Fillip.
—¡Poderoso gran señor! —sollozó Sot.
—¡Nuestras vidas son vuestras! —balbuceó Fillip.
—¡Vuestras! —lloriqueó Sot.
—¡Perdonadnos, gran señor! —rogó Fillip.
—¡Perdonadnos! —coreó Sot.
Eso está mejor, pensó Ben, bastante asombrado por el rápido giro de la situación. En los gnomos nognomos surtía más efecto la intimidación que cualquier explicación razonable. Se sentía un poco avergonzado de sí mismo por haber recurrido a tales tácticas, pero estaba desesperado.
—¡Levantaos! —les ordenó. Se pusieron de pie y lo miraron llenos de miedo—. Muy bien —les tranquilizó en tono amable—. Comprendo que estéis confusos, pero dejemos de lado la cuestión. ¿De acuerdo? —Las dos caras de hurón asintieron al mismo tiempo—. Bien. Ahora tenemos un problema. Sauce, la bella sílfide, puede estar en peligro y tenemos que ayudarla del mismo modo que ella nos ayudó a nosotros cuando los trolls de la montaña nos tenían prisioneros. ¿Os acordáis? —Estaba utilizando mucho el verbo recordar, porque tratar con los gnomos era como tratar con niños—. Ha bajado a la Caída Profunda en busca de algo, y tenemos que encontrarla para asegurarnos de que no ha sufrido ningún daño.
—A mí no me gusta la Caída Profunda —se quejó Fillip.
—Ni a mí —dijo Sot.
—Lo sé —reconoció Ben—. Tampoco es de mi gusto. Pero una vez me dijisteis que podíais bajar allí sin ser vistos. Yo no puedo hacer eso. Sólo quiero que bajéis y permanezcáis allí sólo el tiempo necesario para echar un vistazo y ver si está Sauce… y buscar algo que está escondido allí y necesito. ¿De acuerdo? Sólo echar un vistazo. Nadie tiene que saber que estáis allí.
—Belladona volvió a la Caída Profunda, gran señor —anunció Fillip en voz baja, confirmando los peores temores de Ben.
—La hemos visto, gran señor —corroboró Sot.
—Ahora lo odia todo —dijo Fillip.
—Pero sobre todo a vos —añadió Sot.
Se quedaron en silencio unos momentos, durante los cuales Ben trató de imaginar la magnitud del odio que sentía Belladona por él y no pudo. Quizás porque excedía a su capacidad de imaginación.
Se inclinó hacia los gnomos.
—Entonces, ¿habéis vuelto a la Caída Profunda? —Fillip y Sot asintieron, con aire desamparado—. Y no os vieron, ¿verdad? —Asintieron otra vez—. En ese caso, podéis hacerme el favor que os he pedido, ¿no? Podéis hacerlo por mí y por Sauce. Será algo que no olvidaré. Lo prometo.
Se produjo un nuevo silencio mientras Fillip y Sot lo miraban y se miraban entre sí. Unieron las cabezas y murmuraron algo. Su nerviosismo había aumentado.
Al fin volvieron a mirarlo, con los ojos destellantes.
—Si hacemos eso, gran señor, ¿podemos quedarnos con el gato? —preguntó Fillip.
—Sí, ¿podemos quedarnos con el gato? —repitió Sot.
Ben se sobresaltó. Con todo aquello, se había olvidado de Daga. Dirigió la vista hacia el gato y luego los gnomos.
—Ni se os ocurra pensar en eso —les previno—. Este gato no es lo que parece.
Fillip y Sot asintieron forzadamente, pero sus ojos siguieron fijos en Daga.
—Os lo aviso —insistió Ben.
Los gnomos inclinaron las cabezas, pero Ben tuvo la sensación de estar dirigiéndose a un muro de ladrillos.
Se encogió de hombros con impotencia.
—De acuerdo. Dormiremos aquí esta noche y saldremos al amanecer. —Se tomó un instante para captar su atención—. Debéis recordar lo que acabo de deciros respecto al gato. ¿Lo haréis?
Por tercera vez, los gnomos asintieron. Pero sus ojos no se apartaron de Daga.
Ben tomó otra comida espartana consistente en lindoazules, bebió agua de manantial, y contempló cómo el sol se zambullía en el horizonte y la noche se asentaba en el valle. Pensó en su antiguo mundo y en su antigua vida, y se preguntó por primera vez tras mucho tiempo si hubiera sido mejor para él quedarse allí. Luego rechazó ese pensamiento nostálgico, se envolvió en su capa de viaje y se instaló en la base del tocón para un incómodo reposo nocturno.
Daga no se había movido de encima del tocón. Daga parecía muerto.
En algún momento durante la noche se oyó un grito tan horrible y prolongado que hizo saltar a Ben de su improvisado lecho. Sonó casi como si procediera de encima de él; pero cuando al fin logró la plena consciencia y miró a su alrededor con ojos nublados, sólo encontró a Daga agazapado sobre el tocón con los pelos erizados y una especie de vapor saliendo de su lomo.
A lo lejos, algo, o alguien, gemía.
—Esos gnomos son tozudos hasta la estupidez —comentó Daga en tono bajo antes de volver a acomodarse. Sus ojos refulgían en la noche como esmeraldas de fuego.
Los gemidos se desvanecieron y Ben se volvió a acostar. Les había dado un buen consejo a Fillip y Sot. Pero algunas lecciones sólo se aprenden por el camino de la experiencia.
Esa misma noche se desarrollaba otra escena muy diferente varios kilómetros al sur de Rhyndweir, en una choza y un corral situados sobre un risco que dominaba la parte oriental del Prado. El techo hundido y la carencia de postigos en las ventanas evidenciaban el estado de abandono de la choza, y el corral tenía rota la valla por media docena de sitios. Las sombras lo envolvían todo como un velo de encaje negro. Una especie de espantapájaros con barba blanca y un perro peludo que parecía salido del país de Oz, ambos de aspecto desaliñado, se hallaban junto a una fogata a unos doce metros de la choza y se lanzaban acusaciones con una vehemencia que contradecía el hecho de la buena amistad que habían tenido en otros tiempos. Una criatura fuerte y enjuta, con cara de mono, orejas de elefante y grandes dientes, observaba la disputa en perplejo silencio.
—¡No pretendas que entienda lo que has hecho! —decía el perro peludo al espantapájaros—. ¡Te hago responsable directo de nuestra situación y no estoy dispuesto a olvidarlo!
—¡Tu falta de comprensión sólo es equiparable a tu falta de carácter! —replicó el espantapájaros—. Cualquier otro hombre, o perro, habría sido más tolerante, estoy seguro.
—¡Ja! ¡Otro hombre, o perro, te habría dicho adiós hace tiempo! ¡Cualquier otro hombre, o perro, habría buscado una compañía decente con la que compartir su exilio!
—¡Ya veo! Bueno, todavía no es tarde para que busques otra compañía, decente o no, si eso es lo que quieres.
—¡Puedes estar seguro de que lo estoy considerando en este mismo momento!
Los dos se dirigieron miradas ceñudas a través del resplandor rojo de la fogata, con sus pensamientos tan negros como las cenizas de la madera que se consumía. El observador de rostro de mono seguía mudo. La noche colgaba sobre los tres como un sudario negro, y el risco era espectral y silencioso.
Abernathy se subió las gafas sobre la nariz y retomó la discusión, ahora con un tono de voz un poco más suave.
—Lo que me parece difícil de entender es por qué dejaste que el unicornio se escapase, mago. Tenías a la criatura delante de ti, sabías las palabras que lo conducirían a la trampa. ¿Y qué hiciste? Provocaste un chaparrón de mariposas y flores. ¿Cómo se explica algo tan absurdo?
Questor Thews elevó el mentón, desafiante.
—Eso tan absurdo es algo que tú deberías comprender.
—Me inclino a pensar que estabas aterrado. Me veo obligado a creer que no lograste dominar la magia cuando fue necesario. ¿Y qué quieres decir con que eso tan absurdo es algo que yo debería comprender?
—Me refiero a la clase de absurdo que otorga a todas las criaturas la oportunidad de ser lo que deben ser, a pesar de lo que los otros piensen que es mejor para ellos.
El amanuense frunció el entrecejo.
—Un momento. ¿Me estás diciendo que dejaste escapar al unicornio intencionadamente? ¿Que las mariposas y las flores no fueron accidentales?
El mago se tiró del pelo de la barbilla con irritación.
—¡Felicidades por tus agudas, aunque tardías, entendederas! ¡Eso es exactamente lo que estoy diciendo!
Se produjo un largo silencio entre ellos mientras se estudiaban. Estaban viajando juntos desde el amanecer, llenos de nerviosismo por el giro de los acontecimientos que los habían conducido a este destino, sumidos en sí mismos a causa de su furia. Aquella era la primera vez que disentían abiertamente en el tema de la huida del unicornio.
Pasó el momento de observación mutua. Questor desvió la mirada, suspiró y se ciñó sus ropas multicolores, sucias y rotas, para protegerse del frío de la noche, que aumentaba. Su rostro mostraba cansancio y preocupación. El aspecto de Abernathy no era mejor. Habían sido desprovistos de todo. Su expulsión se produjo inmediatamente después de que el gran señor se enterase del fracaso de la captura del unicornio negro. No les había dado la oportunidad de explicar sus acciones ni les había ofrecido ninguna explicación por las suyas. Cuando volvían a Plata Fina los alcanzó un mensajero, y les entregó una breve orden escrita a mano. Eran relevados de sus cargos. A partir de aquel momento podían ir donde quisieran, pero nunca volver a la corte.
Juanete, libre en apariencia de elegir, decidió ir con ellos. No les dio ninguna razón.
—No era mi intención cuando comenzó la cacería permitir que el unicornio se escapara —continuó Questor con voz suave—. Mi intención era que fuese capturado y enviado al gran señor como él había ordenado. Me parecía una aventura peligrosa, ya que el unicornio se conoce desde hace tiempo como un ser fatídico. Pero el gran señor había mostrado una capacidad extraordinaria para tornar lo fatídico en ventajoso para él. —Hizo una pausa—. Admito que me preocupó su insistencia respecto a la inmediata captura del unicornio y su negativa a explicarnos los motivos. Sin embargo, persistía mi intención de atrapar al unicornio. —Respiró profundamente—. Pero cuando vi al animal ante mí en el bosque, allí quieto, cuando vi cómo era… No pude permitir que fuese atrapado. No sé por qué, pero no pude. No, eso no es cierto. Sí que sé por qué. No era bueno hacerlo. Podía sentir en mi interior que no era bueno. ¿No lo sentiste también, Abernathy? El unicornio no debía pertenecer al gran señor. No debía pertenecer a nadie. —Levantó la vista, vacilante—. Por eso usé la magia para evitarlo. Lo dejé escapar.
Abernathy dio una dentellada hacia algo que pasó volando ante él, luego colocó bien las gafas llenas de polvo y estornudó.
—Bueno, debías habérmelo dicho antes, mago, en lugar de dejarme pensar que la magia se te había vuelto a escapar de las manos. Al menos, esto puedo entenderlo.
—¿Puedes? —Questor sacudió la cabeza con expresión dubitativa—. A mí me gustaría poder. He actuado en contra de los deseos del gran señor, a pesar de mi juramento de servirle, y la única razón que puedo dar es que, en aquel momento, sentí que no era correcto servirle. Tuvo razón al despedirme de la corte.
—¿Y a mí también, supongo?
—No, a ti no debía haberte despedido. Tú no interviniste en lo que ocurrió.
—¡La cuestión es que obró mal despidiéndonos a ambos!
Questor se encogió de hombros con impotencia.
—Es el gran señor. ¿Quiénes somos nosotros para criticar sus decisiones?
—¡No fastidies! —exclamó Abernathy—. La cacería fue una idea desafortunada. Conocía la historia del unicornio negro. Le dijimos que el animal no podría ser atrapado en una cacería, y no nos hizo caso. Nunca se había comportado así antes, mago. Te lo aseguro, está obsesionado con ese animal. No piensa en otra cosa. Sólo ha hablado de Sauce una vez, y fue para criticarla porque todavía no había regresado con la brida de oro. No cumple con sus deberes, se pasa el tiempo en sus habitaciones y no confía en nadie. No ha vuelto a hacer ni una sola mención de los libros de magia desde que se los devolviste. Tenía la esperanza de que el gran señor al menos intentaría buscar en ellos la manera de devolverme mi antigua apariencia. Antes, el gran señor hubiera dado a eso preferencia y…
El amanuense se interrumpió, avergonzado, volviendo la mirada hacia las llamas de la hoguera.
—Bueno, no importa —dijo después—. La cuestión es que últimamente no parece el mismo, Questor Thews. No es él mismo.
El rostro del mago se contorsionó pensativamente.
—No. —Miró a Juanete y se sorprendió al verlo asentir—. No, desde luego no lo es.
—¿Ha cambiado desde…?
—¿Desde que descubrimos a ese impostor en su dormitorio?
—Desde entonces, sí. Desde esa noche.
Se quedaron de nuevo en silencio un instante. Luego sus ojos se encontraron, y se sobresaltaron por lo que encontraron reflejado en ellos.
—Es posible que… —comenzó Abernathy con indecisión.
—¿Qué el impostor fuese el gran señor? —concluyó Questor. En su entrecejo apareció un profundísimo surco—. Antes no lo habría creído, pero ahora…
—Es evidente, no hay modo de asegurarnos de eso.
—No, no hay modo —reconoció Questor.
El fuego crepitó y chisporroteó, el humo los cubrió, impulsado por un soplo de viento, y las cenizas revolotearon. En algún lugar lejano, un pájaro nocturno emitió un largo y lúgubre grito que produjo un escalofrío en la espina dorsal de Questor. Intercambió rápidas miradas con Abernathy y Juanete.
—Me fastidia dormir al aire libre —murmuró Abernathy—. No me gusta que las pulgas, garrapatas y otros bicharracos se alberguen en mi pelaje.
—Tengo un plan —dijo Questor de repente.
Abernathy le dirigió una mirada larga y dura, como las que siempre le dedicaba cuando hacía una declaración semejante.
—Me da miedo preguntarte en qué consiste, mago —respondió al fin.
—Tenemos que ir a ver al dragón. Tenemos que ir a ver a Strabo.
Los dientes de Juanete destellaron en su mueca aterrorizadora.
—¿Eso es un plan? —preguntó Abernathy.
Questor se inclinó hacia delante con ansiedad.
—Pues es lógico que recurramos a Strabo. ¿Quién sabe más sobre unicornios que los dragones? En otra época fueron sus mayores enemigos, los más viejos adversarios del mundo de las hadas. Ahora el unicornio negro es el último de su especie, y Strabo el último de la suya. ¡Comparten una causa común, una afinidad natural! Seguramente, el dragón podrá decirnos algo del unicornio, quizás lo suficiente para desvelar este misterio y descubrir el propósito de su venida a Landover.
Abernathy lo miró con incredulidad.
—¡Pero nosotros no le agradamos al dragón, Questor Thews! ¿Lo has olvidado? ¡Nos asará para el almuerzo! —Tragó saliva—. Además, ¿de qué nos serviría saber algo más del unicornio? Ese animal ya nos ha causado suficientes problemas.
—Pero si comprendemos su propósito, podremos descubrir el porqué de la obsesión del gran señor —contestó Questor rápidamente—. Podemos incluso encontrar un modo de reintegrarnos a la corte. No es inconcebible. Y el dragón no nos hará ningún daño. Se alegrará de nuestra visita cuando se entere de su objetivo. No olvides, Abernathy, que los dragones y los magos también comparten un pasado. La naturaleza y la duración de nuestra relación profesional siempre ha dictado un cierto respeto mutuo.
Abernathy curvó el labio.
—¡Qué cantidad de tonterías!
Questor apenas pareció oírlo. Había una mirada ausente en sus ojos.
—En la antigüedad, había competiciones entre dragones y magos que espantarían a los pusilánimes, te lo aseguro. Competiciones de magia y competiciones de habilidad. —Inclinó un poco la cabeza—. Puede que sea necesaria alguna competición si Strabo se muestra obstinado. El robo del conocimiento es una habilidad que domino bien, y será divertido ponerme a prueba…
—¡Estás loco!
Abernathy se sentía horrorizado. Pero el entusiasmo de Questor era inmune a cualquier razonamiento o comentario desalentador. Se levantó, reflejando en los ojos la excitación que lo dominaba por completo, para pasear alrededor del fuego.
—Bueno, no importa. Lo que es necesario debe hacerse. Yo he tomado mi decisión. Iré a ver a Strabo. —Se detuvo—. Juanete vendrá conmigo, ¿verdad, Juanete? —El kobold asintió, con una sonrisa de oreja a oreja. Las manos del mago ondeaban—. Entonces, está decidido. Me voy. Juanete me acompaña. Y tú deberías venir también, Abernathy. —Se interrumpió, bajando las manos, encorvando levemente su alta figura como si le pesara su repentina solemnidad—. Tenemos que ir, tú lo sabes. Después de todo, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Miró interrogativamente al amanuense. Abernathy correspondió a su mirada. Se produjo un largo silencio mientras la duda y la incertidumbre libraban una guerra silenciosa con el amor propio en los ojos de los viejos amigos. Había sombras de sucesos que creían pasados y volvían a acosarles en el presente. Y sintieron que esas sombras los cercaban de un modo inexorable. No podían permitirlo. Cualquier cosa era mejor que esperar tan sofocante oscuridad.
Los riscos estaban de nuevo en calma, como una oscura espina bajo un cielo de estrellas y lunas que parecían frías y distantes. La choza y el corral eran los huesos de una tierra envejecida.
—Muy bien —accedió Abernathy, exhalando un suspiro profundísimo—. Seamos insensatos.
Nadie se lo discutió.