CACERÍA

Habían transcurrido cuatro días desde que salieron de Elderew. Se hallaban al este de Rhyndweir, en pleno centro del Prado, cuando se encontraron con el cazador.

—Era negro como el carbón de las minas del norte, como una sombra jamás aclarada por la luz del día. ¡Madre mía! Pasó junto a mí, tan cerca que me pareció que podría tocarlo con sólo extender la mano. Todo él era gracia y belleza. Saltaba igual que si la tierra no pudiera sostenerlo, alejándose de nosotros como una ráfaga de viento que se puede sentir y a veces ver, pero nunca tocar. En realidad, ni se me ocurrió tocarlo. No hubiese deseado tocar algo tan… puro. Era como el fuego; limpio pero peligroso, si te acercas demasiado.

La voz del cazador estaba acelerada y enronquecida por las emociones que aún se mantenían a flor de piel. Se sentó con Ben y Daga a últimas horas de la tarde alrededor de una pequeña fogata encendida al amparo de un bosquecillo de robles y un risco. El crepúsculo teñía de rojo púrpura el horizonte occidental, y una sutil sombra gris azulada se agrandaba en el oriental. El día había sido tranquilo y cálido. Las nubes de lluvia de las cuatro noches precedentes ya no eran más que un recuerdo. Los pájaros entonaban sus cantos nocturnos entre los árboles, y el olor de las flores llenaba el aire.

Ben observó con atención al cazador. Era un hombre corpulento, de esqueleto grande, con la piel curtida y bronceada por el sol y manos encallecidas. Vestía ropas de leñador, con altas botas de cuero ablandadas a mano para hacerlas más cómodas y sigilosas, y portaba una ballesta y saetas, un gran arco y flechas, un machete y un cuchillo de monte. Su rostro era alargado y huesudo, una máscara de ángulos y planos con la piel tirante y las facciones crispadas por la tensión. Tenía la apariencia de un hombre peligroso. En otras ocasiones, podría haberlo sido.

Pero no esa noche. Esa noche estaba disminuido.

—Me estoy precipitando —murmuró de repente, y era tanto una autoamonestación como una afirmación. Se enjugó la frente con su enorme mano y se aproximó más a las llamas de la hoguera como para absorber su calor—. Estaba a punto de irme de allí, ¿sabes? Iba a dirigirme al Melchor para cazar carneros cimarrones. Ya tenía todas mis cosas preparadas cuando me encontró Dain. Me alcanzó en el cruce de caminos, corriendo igual que si su mujer estuviera de parto, llamándome como un loco. Me detuve y le esperé, y ésa fue la verdadera locura.

Se ha organizado una cacería, dijo. El propio rey la ha convocado. Su gente está por todas partes buscando a los mejores y más rápidos para atrapar algo increíble. ¡Un unicornio negro! Sí, de verdad. Un unicornio que debe ser cazado aunque se tarde un mes, y tenemos que buscar a la bestia de una punta a la otra del valle. Tienes que venir. ¡Están dando a todos los hombres veinte piezas al día, más comida, y si lo cazas, otras cinco mil!

El cazador se rió tétricamente.

—Cinco mil piezas. Creo que es la mejor oportunidad que se me ha presentado en la vida; más dinero del que conseguiría trabajando diez años en cualquier otra cosa. Miré a Dain y le pregunté si había perdido la cabeza, luego vi el brillo de sus ojos y supe que todo era verdad, la cacería y la recompensa de cinco mil; que algún loco, fuese rey o no, creía que andaba por ahí un unicornio negro dispuesto a ser atrapado.

Ben miró a Daga. El gato estaba sentado a poca distancia de él, con los ojos fijos en el cazador y las zarpas dobladas bajo su cuerpo, de modo que quedaban ocultas. No se había movido ni pronunciado palabra desde que el hombre llegó a su pequeño campamento y solicitó compartir su cena. Daga había adoptado la actitud de un gato normal. Ben no podía dejar de preguntarse en qué estaría pensando.

—Así que fuimos, Dain y yo, y dos mil más semejantes a nosotros. Fuimos a Rhyndweir donde empezaba la cacería. Toda la llanura que hay entre los ríos estaba llena de cazadores acampados, que esperaban. Había batidores y rastreadores, estaba el barón Kallendbor y todos los demás arrogantes terratenientes con sus caballeros con armaduras y soldados de a pie. Había caballos y muías, carretas cargadas de provisiones, portadores y criados, un mar de movimiento y ruido que hubiera asustado a cualquier presa en quince kilómetros a la redonda. ¡Madre mía, que lío! Pero, de todas formas, me quedé, pensando aún en el dinero y en algo más; en el unicornio negro. No podía existir esa criatura, yo lo sabía. Pero ¿y si existía? ¿Y si andaba por allí? ¡Quizás yo no la cazara, pero tal vez consiguiera verla!

»Esa misma noche todos fuimos llamados a las puertas del castillo. El rey no estaba allí, sino su mago, el que llaman Questor Thews. ¡Era una visión! Sus faltriqueras de colores y las bandas le hacían parecer un espantapájaros. Y con él estaba su perro, vestido como tú y yo, caminando sobre sus patas traseras. Alguien dijo que podía hablar, pero yo no lo oí. Estaban con el barón Kallendbor y le susurraron algo que nadie más oyó. El mago tenía la cara blanca como la cal, parecía aterrorizado. En cambio Kallendbor no. ¡Ése nunca parece asustarse de nada! Siempre seguro como la muerte y dispuesto a pronunciar sentencia. Nos llamó con esa voz fuerte y retumbante que llega a más de un kilómetro de distancia. Nos llamó y nos dijo que el unicornio era un animal vivo y real, y que podía cazarse como a cualquier otro. Éramos más que suficientes y tendríamos que atraparlo. Nos asignó nuestros lugares y la línea de batida, y nos envió a dormir. La cacería iba a empezar al amanecer.

El cazador hizo una pausa. Sus ojos miraron fijamente detrás de Ben, a la oscuridad creciente, hacia un punto alejado en el espacio y el tiempo de donde estaban sentados.

—Fue excitante, ¿sabes? Tantos hombres reunidos allí… La cacería más grande de la que he oído hablar, íbamos a encontrar trolls a lo largo del Melchor y una serie de tribus de criaturas del mundo de las hadas en el sur, sobre la región de los lagos. No creían que el unicornio pudiera estar al sur de allí, no sé por qué. Pero el plan era comenzar en el reborde del este y avanzar hacia el oeste, cerrando los extremos al norte al sur como una enorme red. Los batidores y los hombres a caballo actuarían desde el este; los cazadores y tramperos se establecerían en el oeste en grupos móviles. Era un buen plan.

Esbozó una débil sonrisa.

—Comenzó como estaba previsto. La línea del este empezó a moverse hacia el oeste, barriendo todo lo que encontraba a su paso. Los cazadores como yo nos instalamos en la región montañosa donde podíamos ver todo lo que se movía en las praderas y más allá. Algunos batidores montados recorrían el frente y los extremos, haciendo salir a cualquier ser que estuviera escondido allí. Era impresionante, tantos hombres y tal cantidad de equipo. Parecía como si todo el valle se hubiera reunido en aquella enorme cacería. Parecía como si todos sus habitantes estuvieran presentes. La línea avanzó hacia el oeste durante el resto del día desde los páramos a Rhyndweir y más allá. Batidores y cazadores, hombres a caballo y a pie, carretas cargadas de provisiones iban y venían de los castillos y las ciudades. No entiendo cómo lo organizaron tan deprisa y aún así consiguieron que funcionase, pero lo hicieron. Nadie vio nada, creo. Esa noche acampamos en una línea que se extendía desde el Melchor a Plata Fina. Las hogueras ardían de norte a sur como una gran serpiente zigzagueante. Se podía ver desde las colinas donde Dain y yo estábamos instalados con otros cazadores. Nos encontrábamos fuera de los campamentos principales. De todas formas, allí nos sentíamos como en casa; podíamos ver tanto de noche como de día, y teníamos que mantenernos alerta para que nada se escondiera en la oscuridad.

»El segundo día fue igual que el primero. Llegamos a las colinas que limitan con las praderas, pero no vimos nada. Otra vez acampamos y esperamos. Vigilamos toda la noche.

Ben estaba pensado en el tiempo perdido desde que salió de Elderew hasta llegar al lugar en que se hallaba. Cuatro días. Las malas condiciones climáticas habían retrasado su viaje por la región de los lagos. Además, se había visto obligado a desviarse hacia el este de Plata Fina para evitar el encuentro con la guardia, su guardia, porque podían reconocerle como el extranjero que el rey expulsó de la región. Se había visto obligado abajar a pie todo el camino, porque no tenía dinero para callos y aún tenía escrúpulos para robarlos. Por menos veinticuatro horas no pudo presenciar la cacería. Erizaba a preguntarse qué coste representaría para él.

El cazador se aclaró la garganta y continuó.

—Se produjeron algunos desacuerdos entre los hombres —dijo con voz grave—. Alguno pensaban que aquello era malgastar el tiempo. Con veinte piezas al día o sin ellas, nadie quiere tomar parte en una tupidez. Los señores también protestaban, diciendo que no cumplíamos con nuestra tarea, que no vigilábamos con la debida atención, que algo podía habernos pasado inadvertido. Nosotros sabíamos que no era así, pero que ellos se negarían a admitirlo. De modo que les dijimos que procuraríamos observar mejor, que vigilaríamos más. Pero entre nosotros nos preguntábamos si habría algo que vigilar.

El tercer día, la línea del oeste alcanzó las montañas, y entonces fue cuando lo encontramos. Los ojos del cazador se avivaron de repente, brillando a la luz del fuego a causa de la excitación. Fue al final de la tarde. El sol estaba oculto tras las montañas y la niebla, y la zona del bosque alto que registrábamos se hallaba oscurecida por las sombras. Era el momento del día en que todo se torna impreciso, cuando se ve movimiento donde no lo hay. Estábamos registrando un apretado grupo («pinos rodeado por árboles de madera dura, maleza y arbustos. Éramos seis, creo, pero se oían docenas de personas moviéndose en las cercanías y los gritos de los batidores situados al este de donde la línea se cerraba. En las montañas hacía calor, cosa rara para esa hora del día. Pero todos estábamos agotados y cansados de perseguir fantasmas. Había una aceptación general de la inutilidad de aquella cacería. El sudor y los insectos empeoraban nuestro trabajo; el cansancio y el dolor lo hacían lento. Ya no pensábamos en el unicornio, sino en terminar la cacería y volver a casa. Todo el asunto parecía una burla.

Hizo una pausa.

—De repente se produjo un movimiento en el pinar, una sombra de algo, nada más que eso. Recuerdo que pensé que mis ojos me engañaban. Iba a comentárselo a Dain, que se hallaba justo a mi izquierda. Pero no lo hice, quizás porque estaba demasiado cansado para hablar. Interrumpí mi búsqueda entre los matorrales y observé el lugar en que se había producido el movimiento para ver si se repetía.

Respiró profundamente y sus mandíbulas se tensaron.

—Entonces, la luz solar que quedaba se oscureció, como si una nube la hubiera tapado durante un momento. Recuerdo cómo me sentía. El aire estaba caliente e inmóvil; el viento había desaparecido. Seguí mirando y la maleza se abrió, dejándolo al descubierto. El unicornio, negro por completo y brillante como el agua. Parecía muy pequeño. Se quedó allí mirándome, no sé cuánto tiempo. Pude ver los pies de cabra, la cola de león, la crin que bajaba por su cuello y seguía por el lomo, los espolones, el cuerno. Era tal como decían las viejas historias, pero más hermoso de lo que podían describir. ¡Madre mía, era maravilloso! Los otros que estaban cerca también lo vieron. Dain sólo captó un vislumbre. Algunos dijeron que con detalle. ¡Pero no tan bien como yo! Lo sentía al alcance de mi mano. ¡Estaba allí mismo!

»Entonces salió disparado. No, no salió disparado. No galopó. Saltó hacia arriba y pareció volar, convertido en movimiento y gracia, como la sombra de un pájaro proyectada sobre la tierra por el paso del sol. Vino hacia mí y en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas!, desapareció. Me quedé aturdido, con la vista fija en el lugar por donde se había marchado, preguntándome si lo había visto en realidad a pesar de estar seguro de ello, pensando en lo maravilloso que había sido contemplarlo, creyendo en su existencia…

Se atragantó con las palabras, como si éstas saltaran unas sobre otras al salir de su garganta en un torrente de extraña emoción. Sus manos estaban alzadas ante él, anudadas por la intensidad del relato de su historia. Ben dejó de respirar un momento, asombrado por lo que estaba viendo, deseando no romper el hechizo.

Después, los ojos del cazador descendieron seguidos de las manos.

—Más tarde, se dijo que había ido derecho al centro de la cacería. Se dijo que atravesó todo aquel lío como el viento atraviesa un bosque. Lo vieron docenas de personas. Tal vez hubo una oportunidad de atraparlo, pero lo dudo. Se metió en la red. Querían darle caza, pero… ¿pero sabes qué? —Los ojos se elevaron de nuevo—. El unicornio se dirigió hacia los señores del Prado y los hombres del rey, directamente hacia ellos. ¡Madre mía! Y el mago, uno de los organizadores de aquello, conjuró no sé qué absurdo y comenzaron a llover flores y mariposas de todas partes. La cacería se deshizo en la confusión, y el unicornio desapareció en un abrir y cerrar de ojos. —De repente sonrió—. Flores y mariposas, ¿puedes imaginarte algo así?

Ben compartió su sonrisa. Sí, podía.

El cazador dobló las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos. La sonrisa se borró.

—Y eso es todo. Así acabó la cosa. Todo el mundo se dispersó y comenzó a marcharse. Algunos hablaron de continuar, y de comenzar de nuevo la batida desde el este, pero no llegó a hacerse. Nadie quería tomar parte en eso. Era como si hubiesen perdido el entusiasmo por la caza. Como si todos estuviesen contentos de que el unicornio hubiera escapado. O quizás sólo era que nadie creía en la posibilidad de atraparlo.

Los ojos duros miraron hacia arriba.

—Vivimos tiempos extraños. He oído que el rey ha despedido al mago y al perro. Los echó en cuanto se enteró de lo que había ocurrido. Les ha quitado todo poder por lo que el mago hizo, o por lo que creyó que había hecho. Supongo que el mago no influyó mucho en el desarrollo de los acontecimientos. No podía intervenir con una criatura semejante. Nadie hubiera podido. Era más un fantasma que un ser mortal, más un sueño…

De repente brotaron lágrimas en los ojos del cazador.

—Creo que lo toqué, ¿sabes?, cuando pasó por delante de mí. Madre mía, aún puedo sentir el tacto de seda de su piel al rozarme, como fuego, como… una caricia de mujer quizás. Una mujer me acarició así una vez, hace tiempo. El unicornio me la recordó. Ahora no podré olvidarlo. Intento pensar en otras cosas, intento ser razonable respecto a lo ocurrido, pero la sensación permanece. —Tensó la cara contra ese sentimiento—. Desde entonces lo he estado buscando por mi cuenta, pensando que tal vez un hombre pueda tener mejor suerte que toda una partida de caza. No intento atraparlo, ni creo que sea posible. Sólo quiero volverlo a ver. Quizás tocarlo una vez más, sólo una, sólo un momento…

Su voz se apagó de nuevo. El fuego crepitó de repente en la quietud, produciendo crujidos agudos. Nadie se movió. La oscuridad ya cubría todo el valle, y los últimos restos de la luz del día se habían desvanecido. Las estrellas y las lunas se hicieron visibles y emitieron su luz tenue y distante, sus colores suaves. Ben miró a Daga Demadera. El gato tenía los ojos cerrados.

—Sólo quiero tocarlo de nuevo —repitió el cazador—. Sólo un momento.

Miró a Ben con ojos vacíos. El recuerdo de quién y qué había sido fue devorado por el silencio que siguió.

Esa misma noche Sauce volvió a soñar con el unicornio negro. Durmió acurrucada cerca del fiel Chirivía en un bosquecillo de pinos cercano al borde de la Caída Profunda, oculta por las ramas y las sombras. Su viaje al norte desde Elderew había durado cinco días. Ahora sólo le llevaba unas horas de adelanto a Ben Holiday. La cacería del unicornio negro la había retrasado casi un día con su batida de la región montañosa al oeste del Prado, y desviado hacia el este. No tenía ni idea sobre el objetivo de la cacería. No tenía ni idea de que Ben la estuviese buscando.

El sueño llegó a medianoche, penetrando en su mente dormida igual que una madre en la habitación de su hijo adormecido, como una presencia cálida y reconfortante. No le produjo miedo esta vez, sino tristeza. Ella estaba andando entre los árboles del bosque y después por las praderas. El unicornio negro observaba como un fantasma llegado de otro mundo para vigilar a los seres vivientes. Aparecía y se desvanecía como la luz del sol tras una nube, a veces en la sombra de un enorme arce, otras en un bosquecillo de abetos… Nunca era del todo visible, sólo parcialmente. Era negro y carente de facciones, salvo de ojos, y éstos eran espejo de todas las tristezas presentes y por venir.

Los ojos hicieron llorar a Sauce, y las lágrimas recorriéron sus mejillas mientras dormía. Los ojos estaban angustiados, llenos de un dolor que ella sólo podía intuir, acosados más allá de lo imaginable. El unicornio negro de su sueño no era un engendro del diablo, era una criatura delicada y maravillosa que de algún modo había sido terriblemente maltratada…

Se despertó con un sobresalto, con la imagen del unicornio de ojos fijos y asombrados claramente grabada en su mente. Chirivía dormía junto a ella, tranquilo. Aún faltaban varias horas para el amanecer, y Sauce se estremeció a causa del frío de la noche. Su fino cuerpo tembló ante el susurro de las palabras del sueño en su memoria, y sintió la magia de su presencia con la sensibilidad propia de los seres del mundo de las hadas.

Comprendió de repente que aquel sueño era verdadero, que aquel sueño era auténtico.

Se enderezó apoyándose en el tronco rugoso del pino, deglutió la sequedad de su garganta y se obligó a reflexionar sobre lo que el sueño le había mostrado. Contenía algún elemento que lo requería. Quizás eran los ojos del unicornio. Solicitaban algo de ella. Ya no era suficiente limitarse a pensar en recuperar la brida de oro y conducirlo a Ben. Ésa era la orden del primer sueño, el sueño que la había conducido a esta búsqueda, pero la verdad de ese sueño se había hecho dudosa. El unicornio de aquel sueño era diferente por completo al de éste. El primero era un demonio, el segundo una víctima. El primero era un perseguidor, el segundo… ¿un acosado? Tal vez fuese así. En los ojos del unicornio había demanda de ayuda. Era como si implorase su apoyo.

Y ella supo que debía dárselo.

Sintió un fuerte estremecimiento. ¿En qué estaba pensando? Si se acercaba al unicornio, estaría perdida. ¡Debía olvidar esa locura! Debía reunirse con Ben…

Dejó inconcluso el pensamiento, se agazapó contra la noche y la quietud, y pugnó con su decisión. Deseó que su madre estuviese allí para confortarla o recibir de nuevo el consejo de la Madre Tierra.

Pero, sobre todo, deseaba la presencia de Ben.

Más ninguno de ellos estaba allí. Sin contar a Chirivía, se hallaba sola.

El tiempo transcurría con rapidez. Se levantó súbitamente, sin ruido, como una sombra. Dejando a Chirivía dormido en el pinar, se dirigió a la Caída Profunda. No iba impulsada por la razón, sino por el instinto; sin dudas ni temores, con la certeza de que todo saldría bien y de que no corría ningún riesgo.

Al amanecer, estaba de regreso. No poseía aún la brida de oro, pero sabía dónde se encontraba. Su sensibilidad de criatura fantástica le había dicho lo que ni siquiera pudo decirle la Madre Tierra. La brida había sido robada otra vez.

Despertó a Chirivía, recogió sus escasas pertenencias, dedicó una mirada breve al oscuro cuenco de la hondonada y comenzó a caminar hacia el este.