MADRE TIERRA

La lluvia y el frío convirtieron a Ben Holiday en un ser empapado y zarrapastroso mientras caminaba entre los árboles del bosque, alejándose de la ladera vacía y del enfurecido Amo del Río. Además, su aspecto reflejaba con exactitud su estado de ánimo. La mezcla de emociones que le habían provocado la música del gaitero, la danza de las ninfas del bosque, la visión de Sauce y lo que sucedió a continuación, todavía lo desgarraba con el salvajismo y la tenacidad de una manada de lobos. Podía sentir aún arrebatos de éxtasis y libertad que la música y la danza le habían otorgado, pero los sentimientos dominantes eran de desaliento y horror.

Las imágenes adquirían vida en la oscura soledad de su mente: el Amo del Río, ansioso por atrapar al unicornio negro para apoderarse de su magia; el demonio alado, convirtiendo en cenizas a las frágiles ninfas de los bosques que giraban desprotegidas en las orillas del agua; él mismo, alzando instintivamente la imagen ennegrecida de Meeks como si fuera un talismán que pudiera ser reconocido…

Y quizás lo era.

¿Pero qué diablos había ocurrido? ¿Qué había pasado? ¡La criatura alada se lanzó hacia él para destruirlo, y después se desvió como si hubiese chocado contra un muro! ¿Había sido a causa del medallón, de él mismo, de Daga Demadera, o de algo ajeno a ellos?

No cabía duda de que el Amo del Río lo atribuía al medallón. Estaba convencido de que existía un vínculo entre Ben, el demonio y Meeks, y de que éste los protegía de alguna extraña manera. Se estremeció. Tenía que admitir la posibilidad. Tenía que admitir que la imagen de Meeks podía haber alejado al demonio…

Se detuvo. Era obvio que para eso había que aceptar que el demonio fue enviado por Meeks. ¿Pero no era la única posibilidad lógica? ¿No había invitado Meeks a los demonios a salir de Abaddon cuando murió el viejo rey? Ben reanudó su marcha. Sí, tenía que ser Meeks. Debía de haber enviado al demonio al saber que el Amo del Río estaba a punto de capturar al unicornio negro, del que él también quería apropiarse, por la razón que fuera. Pero eso significaba que había conseguido enterarse de los propósitos del duende, lo cual implicaba que el medallón de Ben podía haberle proporcionado tal noticia. Meeks le había dicho que el medallón le permitiría saber lo que hacía. Al parecer, eso era lo que había hecho. Ben podía considerarse responsable de la destrucción de las ninfas de los bosques.

Los gritos de las criaturas agonizantes aún resonaban en los oscuros rincones de su mente como un recuerdo atroz. Hasta que murieron no había pensado en ellas como seres reales, sino como luces que proyectaban imágenes humanas sobre el resplandor; figurillas esbeltas y frágiles que se romperían como el cristal al menor golpe…

Todo se mezclaba y punzaba su mente hasta que al final lo apartó de sí con violencia. Las preguntas producían más preguntas, y no encontraba respuestas para ninguna de ellas. La lluvia caía sobre el fango y la hierba con ritmo persistente, formando riachuelos en el sendero que él recorría. Podía sentir la presión que el frío y la oscuridad ejercían sobre su cuerpo y, durante un momento, deseó con toda su voluntad el consuelo del calor y la luz. Caminaba, aunque no estaba muy seguro de a dónde se dirigía. Lejos, decidió. Lejos del Amo del Río y la región de los lagos, lejos de la única posibilidad que tenía de encontrar a Sauce antes que Meeks.

Sus botas golpeaban el fango y los charcos. Pero ¿a dónde debía ir?

De repente, miró a su alrededor en busca de Daga Demadera. ¿Dónde estaba el maldito gato? Siempre se hallaba presente cuando no lo necesitaba. ¿Dónde se escondería ahora que tenía necesidad de él? Daga siempre parecía saber qué camino seguir. Parecía saberlo todo.

Daga supo incluso lo que el Amo del Río estaba tratando de hacer con la música de la gaita y la danza de las ninfas de los bosques, pensó Ben al repasar los acontecimientos que acababan de producirse.

Cuidado, le había avisado el gato.

Muy oportuno.

Sus pensamientos se desviaron, y se encontró reflexionando de nuevo sobre el medallón. ¿Había atraído realmente al demonio? ¿Era el responsable de la destrucción de las ninfas de los bosques y del gaitero? No podía seguir viviendo con tal sospecha. Quizás lo más conveniente fuera deshacerse de aquel objeto. Después de todo, no podía evitar que trabajara en beneficio del mago mientras lo llevaba puesto. Quizás eso era lo que deseaba Meeks, y su advertencia respecto al peligro que correría si se lo quitaba no era más que una artimaña. Si lo hacía tal vez se librara del mago.

Se paró, introdujo la mano bajo su túnica, cogió la cadena de la que colgaba el medallón y lo levantó lentamente. Fijó la vista en él y, a pesar de la oscuridad circundante, vio su deslustrada imagen centellear en los breves relámpagos que rompían el cielo del bosque. Sintió una terrible urgencia de arrojar el perturbador pedazo de metal lejos de sí. Haciéndolo, tal vez recuperara la libertad y se redimiera, al menos en parte, de la destrucción de las ninfas de los bosques. Podría empezar de nuevo…

—Ah, mi gran señor, estáis aquí, vagando en las tinieblas como un ratoncillo ciego. Creí que os había perdido.

Daga Demadera salió de entre los árboles con pasos delicados. Su bello pelaje brillaba, mojado por la lluvia, y sus bigotes goteaban levemente. Caminó hasta un tronco caído y se sentó sobre la corteza mojada, manteniendo un exceso de compostura.

—¿Y tú dónde has estado? —le preguntó Ben, lleno de irritación. Vaciló un momento, luego volvió a dejar caer el medallón dentro de la túnica.

—Buscándoos, desde luego —replicó Daga tranquilamente—. Parece que necesitáis grandes dosis de protección.

—¿Eso crees? —Ben ardía de rabia. Era presa del cansancio, el miedo, el enojo, y una docena más de sentimientos desagradables, pero lo que más le molestaba era que el maldito gato lo tratara como si fuese un cachorro perdido—. Bueno. Si hay alguien adecuado para la tarea de proteger gente, ése eres tú, ¿verdad? Daga Demadera, el guardián de las almas descarriadas. ¿Quién más posee tan maravilloso conocimiento del carácter humano? ¿Quién más distingue la verdad de las cosas con una claridad tan notable? Dime, Daga, ¿cómo sabes tanto? ¡Vamos, dímelo! ¿Cómo supiste lo que el Amo del Río se proponía antes de que yo me diese cuenta? ¿Cómo supiste que estaba convocando al unicornio? ¿Por qué permitiste que me quedara allí y participara en ello? ¡Es probable que esas ninfas murieran por culpa mía! ¿Por qué permitiste que ocurriese?

El gato lo miró con fijeza durante un momento, luego comenzó a lamerse. Ben esperó. Daga parecía ajeno a su presencia.

—¿Y bien…? —dijo Ben al fin.

El gato alzó los ojos.

—Tenéis muchas preguntas, ¿no es cierto, gran señor? —La lengua roja volvió a su lugar—. ¿Por qué seguís esperando respuestas de mí?

—Porque tú pareces tenerlas, ¡maldita sea!

—Lo que parece ser y lo que es, son cosas muy diferentes gran señor. Ésa es una lección que todavía tenéis que aprender. Poseo instinto y sentido común. A veces puedo discernir cosas con más facilidad que los humanos. Sin embargo, no tengo una amplia reserva de respuestas. No es lo mismo. —Estornudó—. Además, volvéis a confundir el carácter de nuestra relación. Yo soy un gato y no estoy obligado a deciros nada. Soy vuestro compañero en esta aventura, no vuestro consejero. Estoy aquí por mi propia decisión y puedo irme cuando me plazca. No tengo que responder a nadie, y menos a vos. Si deseáis contestaciones para vuestras preguntas, os sugiero que las encontréis con vuestro esfuerzo. Todas las respuestas se encuentran si se pone interés en buscarlas.

—¡Podías haberme advertido!

—Podíais haberos advertido vos mismo, pero no os habéis molestado. Dad gracias a que me decidiese a intervenir al fin.

—Pero las ninfas de los bosques…

—¿Por qué —le cortó— insistís una y otra vez en preguntar sobre cosas que no os conciernen? ¡Yo no soy vuestro deus ex machina!

Ben se tragó lo que iba a decir a continuación y lo miró con sorpresa. ¡Deus ex machina!

—¿Hablas latín? —preguntó con incredulidad.

—Y leo griego —respondió Daga.

Ben asintió, deseando poder entender, aunque sólo fuera una pequeña parte, el misterio del gato.

—¿Sabías que las ninfas de los bosques iban a ser destruidas? —preguntó tras un instante.

El gato se tomó tiempo para contestar.

—Sabía que el demonio no os destruiría a vos.

—¿Por qué?

—Porque vos sois el gran señor.

—Un gran señor a quien nadie reconoce.

—Un gran señor que no se reconoce a sí mismo.

Ben tuvo un momento de duda. Deseó decir: «Si me reconozco, pero han cambiado mi apariencia y me han robado el medallón…». Mas se contuvo porque era algo que había repetido un infinito número de veces.

—Si el demonio no podía reconocerme, ¿cómo supiste que no me destruiría? —se limitó a preguntar.

Daga casi pareció encogerse de hombros.

—El medallón.

Ben movió la cabeza.

—Entonces creo que debo deshacerme de él. Creo que el medallón provocó todo lo ocurrido: la aparición del demonio, la destrucción de las ninfas de los bosques, todo. Creo que debo tirarlo lo más lejos posible, Daga.

El gato se levantó y se desperezó.

—Opino que primero tendríais que averiguar qué quiere el cachorro del barro —dijo.

Desvió la mirada, seguida por la de Ben. La lluvia y la penumbra casi ocultaban la pequeña y oscura forma que yacía sobre un montón de agujas de pino a unos cuatro metros de donde ellos se encontraban. Era una criatura de extraño aspecto, vagamente parecida a un castor con orejas largas. El animal lo miró con unos ojos que emitían un brillo amarillento en la oscuridad.

—¿Qué es? —le preguntó a Daga.

—Un bicho que recoge y limpia lo que otras criaturas ensucian, una especie de ama de casa con cuatro patas.

—¿Qué quiere?

Daga demostró su fastidio.

—¿Por qué me preguntáis a mí? ¿Por qué no le preguntáis al cachorro del barro?

Ben suspiró. Claro, ¿por qué no?

—¿Deseas algo? —inquirió, dirigiéndose a la figura inmóvil.

El cachorro del barro se irguió sobre sus cuatro patas, comenzó a alejarse, miró hacia atrás un instante, continuó su camino y miró otra vez.

—No me lo digas —le advirtió a Daga—. Quiere que lo sigamos.

—Muy bien, no os lo diré —prometió el gato.

Siguieron al cachorro del barro a través del bosque, desviándose hacia el norte para evitar el paso por la ciudad de Elderew y la región de los lagos. La lluvia se convirtió en una llovizna lenta, y las nubes comenzaron a dispersarse, permitiendo que se filtrara un poco de luz a través de las copas de los árboles. La frialdad persistía en el ambiente, pero Ben estaba tan entumecido que ya no lo notaba. Seguía al cachorro del barro en silencio, caminando con esfuerzo, preguntándose vagamente a qué se debía el nombre de aquella criatura, dónde iban y por qué, qué debía hacer con el medallón y, sobre todo, qué debía hacer con Daga. El gato iba tras él, avanzando con pasos cautelosos y ágiles saltos, evitando el fango y los charcos, esforzándose por mantenerse limpio.

Como todos los gatos, pensó Ben.

Pero, desde luego, Daga Demadera no era un gato convencional, por mucho que se esforzara en afirmar lo contrario. El verdadero problema consistía en tomar una decisión respecto a él. Viajar con Daga era como viajar con una persona que te supera en edad y trata de que te sientas como un niño diciéndote de continuo que no sabes valerte por ti mismo. Era obvio que Daga tenía sus razones para estar allí, pero Ben comenzaba a preguntarse si esas razones servían a algún propósito concreto.

Los árboles de madera dura del bosque alto comenzaron a dar paso a las tierras pantanosas cuando estuvieron cerca de las fronteras septentrionales de Elderew. El terreno empezó a descender y la niebla hizo su aparición en jirones largos y serpentinos. La penumbra se oscureció y la helada humedad se tornó en calor pegajoso. Ben se sentía incómodo.

El cachorro del barro no disminuyó lo más mínimo el ritmo de su marcha.

—¿Suelen actuar así estas criaturas? —le susurró por fin a Daga—. Quiero decir que si suelen indicarte que las sigas.

—Nunca —respondió Daga, y estornudó.

Ben miró con furia al gato. Espero que cojas una neumonía, pensó funestamente.

Se adentraron en la lobreguez, entre grupos de cipreses, sauces y maleza de pantano imposible de describir ni identificar. El barro succionaba las botas de Ben y el agua surgía en las huellas que dejaban. La lluvia cesó por completo, dando paso a una quietud tenebrosa. Ben se preguntó cómo se sentiría si estuviese seco. Las ropas le pesaban como si fueran de plomo. La niebla se había espesado y su visión quedaba reducida a escasos metros. Quizás nos han conducido aquí para morir, pensó. Quizás eso es lo cierto.

Pero no era «eso» ni cualquier otra cosa que requiriera una atención inmediata, sólo era un camino que atravesaba una ciénaga y terminaba en un enorme hoyo de fango. El cachorro del barro los condujo hacia el hoyo, esperó a que llegasen al borde y desapareció en la oscuridad. El hoyo se extendía bajo la niebla y la penumbra unos quince metros. Era una enorme y plácida charca que burbujeaba de vez en cuando y no despertaba mucho interés. Ben la contempló, luego miró a Daga y se preguntó qué ocurriría a continuación.

No pasó más de un momento antes de que lo averiguara. El fango pareció alzarse en su zona central, y una mujer se elevó de las profundidades para quedar de pie sobre su superficie.

—Buenos días, gran señor —saludó.

Daba la impresión de estar desnuda, aunque era difícil saberlo ya que estaba cubierta de barro de la cabeza a los pies y se adhería a ella como una túnica. En sus ojos se produjo un destello de luz cuando se fijaron en Ben; pero, excepto por los ojos, no era más que una figura de barro. Se mantenía sobre la superficie de la charca como si fuese ingrávida y, en apariencia, se hallaba relajada y cómoda.

—Buenos días —contestó Ben, sin mucha seguridad.

—Veo que viajas con un prismagato —comentó, con una voz extrañamente inexpresiva y resonante—. Puedes considerarte afortunado. Un prismagato puede ser un compañero muy valioso.

Ben no estaba muy de acuerdo con esa afirmación, pero se abstuvo de decirlo. Daga tampoco habló.

—Se me conoce como la Madre Tierra, gran señor —continuó la mujer—. Ese nombre me fue dado hace siglos por los habitantes de la región de los lagos. Como ellos, procedo del mundo de las hadas. A diferencia de ellos, la elección de venir aquí fue mía, y la tomé cuando se creó este país, cuando se me necesitaba. Soy el alma y el espíritu de la tierra. Soy la jardinera de Landover, podríamos decir. Sigo cuidando su tierra y las cosas que crecen en ella. La protección y el cuidado de ésta no son sólo míos, porque los que viven en su superficie deben compartir la responsabilidad de su atención, pero yo soy una parte integrante del proceso. Yo doy la posibilidad desde abajo y los otros aprovechan esa posibilidad para la fructificación. —Hizo una pausa—. ¿Comprendes, gran señor?

Ben asintió.

—Creo que sí.

—Bueno, es necesario que se entienda un poco. La tierra y yo somos inseparables. Ella forma parte de mí, y yo soy una con ella. Como estamos unidas, puedo conocer todo lo que ocurre en Landover. Te conozco, en especial porque tu magia es también parte de mí. Existe un vínculo irrompible entre el gran señor de Landover y la tierra. Lo comprendes, ¿verdad?

Ben asintió otra vez.

—Ya lo he descubierto. ¿Por eso me reconoces aúnas esté alterada mi apariencia?

—Te reconozco del mismo modo que los prismagatos, gran señor; nunca confío en las apariencias. —Empleaba una levísima ironía no descortés—. Te observé cuando ligaste a Landover y te he seguido desde entonces. Posees valor y determinación. Sólo careces de conocimientos. Pero la sabiduría llegará en su momento. Éste es un país difícil de entender.

—Es un poco confuso precisamente ahora —admitió Ben.

La Madre Tierra le agradaba mucho más que Daga Demadera.

—Confuso, sí. Pero menos de lo que crees. —Su opaca figura sin facciones ondeó levemente en el remolino de rubia. Sus ojos brillaron—. Hice que el cachorro del barrete trajera para poder darte información sobre Sauce.

—¿La has visto? —preguntó Ben.

—La he visto. Su madre me la trajo. Su madre y yo estábamos relacionadas como las auténticas criaturas fantásticas lo están con la tierra. Compartimos la magia. El Amo del Río no la trata adecuadamente, porque sólo piensa en poseerla y no la acepta tal como es. El Amo del Río trata de dominarla al estilo humano, gran señor. Un gran error que espero reconozca a tiempo. Nadie debe apropiarse de la tierra y sus dones. La tierra es un tesoro que debe ser compartido por todas las vidas finitas y no destinarse al uso privado. Pero nunca ha sido así, ni en Landover ni en los mundos de más allá. Las clases superiores tratan de dominar a las inferiores, y todas tratan de dominar a la tierra. El corazón de la Madre Tierra se desgarra con frecuencia por eso. Hizo una pausa.

—El amo del Río también lo intenta, y es mejor que algunos —continuó—. Sin embargo, busca el dominio sobre otros de un modo menos obvio. Usa su magia para que la tierra recupere su pureza sin comprender que su visión no es necesariamente cierta. A veces el proceso de agonía y regeneración es preciso para el desarrollo. Un reciclaje de la vida es parte de la existencia. Nadie puede pronosticar la totalidad del ciclo, y una alteración de cualquier período puede acarrear perjuicios. El Amo del Río no comprende eso, del mismo modo que no comprende por qué la madre de Sauce no puede pertenecerle. No ve más allá de las necesidades inmediatas.

—¿Como su necesidad del unicornio negro? —la interrumpió Ben, dejándose llevar de un impulso.

La Madre Tierra lo estudió con atención.

—Sí, gran señor, el unicornio negro. Hay una necesidad que nadie puede resistir, quizás ni siquiera tú. —Guardó silencio un momento—. Estoy divagando. Te he traído aquí para hablarte de Sauce. He sentido tu relación con ella, y la sensación es buena. Hay un vínculo especial entre los dos que promete algo que he esperado largo tiempo. Deseo hacer todo lo posible para preservar ese vínculo. Levantó un brazo oscuro.

—Escucha, gran señor —dijo después—. La madre de Sauce hace un par de días, al amanecer. Sauce no deseaba solicitar ayuda de su padre, y su madre no podía darle lo que necesitaba. Esperaba que yo pudiera. Ha soñado dos veces con el unicornio negro; una cuando aún estaba contigo y otra tras abandonar el castillo. Los sueños son una mezcla de verdad y mentira, y ella no puede separar una de otra. En eso no puedo ayudarle. Los sueños no son competencia de la tierra. Los sueños viven en el aire y en la mente. Me preguntó si el unicornio negro era un ser del bien o del mal. Le dije que sería ambas cosas hasta que se comprendiese del todo su verdad. Me preguntó si podía mostrarle esa verdad. Le respondí que no estaba en posesión de la verdad. Me preguntó si conocía la existencia de la brida de oro. Le dije que sí. Ahora ha ido a buscarla.

—¿Adónde? —preguntó Ben con precipitación.

La Madre Tierra volvió a guardar silencio durante un momento, como si discutiera algo consigo misma.

—Gran señor, debes prometerme algo —dijo al final—. Sé que estás angustiado. Sé que tienes miedo. Quizás incluso estás próximo a la desesperación. El camino por el que viajas ahora es difícil. Pero debes prometerme que ocurra lo que ocurra y por mucho que eso te abrume, tu primera preocupación será siempre Sauce. Debes prometerme que harás todo lo que esté en tu mano para mantenerla a salvo.

Ben dudó un instante antes de contestar, confundido.

—No lo entiendo. ¿Por qué me pides eso?

Los brazos de la Madre Tierra se cruzaron junto a su cuerpo.

—Porque debo, gran señor. Por ser quien soy. Esta respuesta ha de bastarte.

Ben frunció el entrecejo.

—¿Y si no puedo mantener la promesa? ¿Y si decido romperla?

—Cuando se hace una promesa, debe cumplirse. La cumplirás porque no tendrás elección. —Los ojos de la Madre Tierra pestañearon una sola vez—. Una promesa que se me hace a mí, recuérdalo, ha de mantenerse. La magia nos une de ese modo.

Ben meditó sobre el asunto durante un largo rato, indeciso. Lo que le preocupaba no era comprometerse con Sauce, sino la promesa misma. Significaba excluir el resto de las opciones sin saber cuáles serían. Un voto a ciegas que carecía de visión de futuro.

Pero, en realidad, así era como funcionaba la vida con frecuencia. No siempre ofrecía posibilidades de elección.

—Lo prometo —dijo, y el abogado que habitaba en él se estremeció.

—Sauce ha ido al norte —le informó la Madre Tierra—. Probablemente a la Caída Profunda.

Ben se tensó.

—¿A la Caída Profunda? ¿Probablemente?

—La brida es un elemento fantástico de la magia, tejido hace muchísimo tiempo por los magos del país. Ha pasado por muchas manos a través de los años, pero no ha sido olvidada. En el pasado reciente, ha estado en el poder de la Bruja Belladona. Ésta la robó y la escondió con sus demás tesoros. Se apoderaba de las cosas que le parecían bellas para contemplarlas cuando lo deseaba. Pero el dragón Strabo se la robó varias veces, puesto que él también codiciaba tales tesoros. El robo de la brida llegó a ser una verdadera contienda entre los dos. Al final quedó en posesión de la bruja.

Una gran cantidad de recuerdos desagradables surgieron con la mención de Belladona y la Caída Profunda. Había muchos lugares en el reino de Landover que Ben no deseaba visitar, y la morada de la bruja era el primero de la lista.

Pero Belladona se había ido al mundo de las hadas, ¿no era así?

—Sauce se marchó cuando le hablé de la brida de oro, gran señor —dijo la Madre Tierra interrumpiendo sus pensamientos—. Eso fue hace dos días. Debes apresurarte si deseas alcanzarla.

Ben asintió con aire distraído, consciente de que el cielo estaba iluminado sobre la lobreguez perpetua de la ciénaga. El amanecer ya había llegado.

—Te deseo suerte, gran señor —gritó la Madre Tierra. —Estaba empezando a hundirse de nuevo en la ciénaga, cambiando de forma rápidamente mientras descendía—. Busca a Sauce y ayúdale. Recuerda tu promesa.

Ben le pidió que volviera, pues tenía una docena de preguntas no formuladas en sus labios, pero ella desapareció casi de inmediato. Se quedó contemplando la superficie lisa y vacía.

—Bueno, al menos sé qué camino ha tomado Sauce —se dijo—. Ahora sólo tengo que salir de aquí.

Como por arte de magia, el cachorro del barro reapareció, deslizándose desde debajo de un montón de hojas. Lo miró solemnemente, empezó a andar, miró hacia atrás, anduvo unos pasos y esperó.

Ben lanzó un suspiro. Era demasiado inquietante que sus deseos se cumplieran con tanta rapidez. Miró a Daga, y éste le devolvió la mirada.

—¿Quieres pasear un rato en dirección norte? —le preguntó al gato.

El gato, como era de prever, no dijo nada.