Que había algo excesivamente peculiar en Daga Demadera era indiscutible para Ben Holiday. Se podría argüir que todos los gatos tienen algo peculiar y que no es sorprendente que uno salido del mundo de las hadas fuese incluso más peculiar que el resto de los felinos, pero Ben habría estado en desacuerdo. La peculiaridad que mostraba Daga iba más allá de cualquier cosa que pudiera encontrarse, por ejemplo, en Alicia en el País de las Maravillas. Daga confería a esa palabra un significado totalmente nuevo, y lo más exasperante de todo era el hecho de que no lograba descifrar qué era lo que tramaba el animal.
En resumen, ¿quién era el gato y qué se proponía al acompañarlo?
Le hubiera gustado encontrar respuesta inmediata a esas preguntas, pero el tiempo no se lo permitió. El gato encabezaba la marcha como de costumbre, caminando con aire presuntuoso, y Ben se vio obligado a correr para alcanzarlo. La lluvia golpeaba su cara con fuerza creciente, y el viento arreciaba en heladas rachas. El tiempo estaba empeorando durante el transcurso de las últimas horas de la tarde. Ben, empapado, frío y hambriento, se sentía pesimista a pesar de su decisión de continuar. Se encontró dominado por el deseo de una cama caliente y ropas secas, aunque no tenía ni la más remota posibilidad de conseguirlo. El Amo del Río sólo toleró su presencia, y debía usar el tiempo que le quedaba para encontrar a Sauce.
Atravesó la ciudad de Elderew con la cabeza inclinada para protegerse del temporal, convirtiéndose en una más de las sombras sin rostro que se movían en la oscuridad. Luego se adentró en los bosques. Las luces de las cabañas y las casas quedaron atrás, y la oscuridad se cerró a su alrededor como una cortina mojada. Jirones de niebla pasaban flotando al igual que colas de cometas rotas, tocando y rozando, uniéndose para formar densas capas. Ben las ignoró y siguió adelante. Había ido a los viejos pinos con la frecuencia suficiente para recorrer el camino con los ojos cerrados.
Poco después llegó al claro, varios pasos detrás de Daga Demadera. Miró a su alrededor, expectante, pero no encontró nada. El claro estaba vacío, rodeado por los árboles que parecían asumir el papel de centinelas del bosque, tan húmedos y fríos como el resto de la tierra. Durante un momento buscó huellas u otros signos del paso de Sauce, pero nada indicaba si la sílfide había estado allí o no.
Daga Demadera recorrió el claro, olfateando la tierra. Después se detuvo bajo la protección de las grandes ramas de un pino y se sentó melindrosamente.
—Estuvo aquí hace dos noches, gran señor —declaró—. Estuvo sentada cerca de donde ahora os encontráis, mientras su madre danzaba, luego dejó que el cambio se produjese. Abandonó el claro al amanecer.
Ben miró al gato, sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Por mi buen olfato —dijo Daga con cierto desdén—. Deberíais desarrollar el vuestro. Os informaría de muchas cosas que no podéis percibir. Mi nariz me proporciona noticias que vuestros ojos no consiguen proporcionaros.
Ben avanzó y se agachó delante del gato, sin preocuparse del agua que chorreaba de las ramas del pino y caía sobre él.
—¿Te dice tu nariz dónde ha ido? —preguntó sin alterarse.
—No —respondió el gato.
—¿No?
—No es necesario que repita todo lo que digo —protestó Daga.
—Pero si tu nariz te informa de tantas cosas, ¿por qué no de ésta? —preguntó Ben—. ¿Siempre es tan selectiva?
—El sarcasmo no es propio de vos, gran señor —le amonestó Daga, moviendo la cabeza casi imperceptiblemente—. Además, yo merezco otro trato. Después de todo soy vuestra única compañía y apoyo en esta aventura.
—Lo que precisaría alguna explicación, debo puntualizar —replicó Ben—. Insistes en humillarme con tus conocimientos, para después comunicarme sólo la parte que te conviene. Soy consciente de que cuentas con una buena excusa para este comportamiento: tu naturaleza gatuna. Pero espero que te des cuenta de lo exasperante que me resulta. —Su paciencia estaba próxima a agotarse y su voz se elevaba por momentos—. Lo único que te he preguntado es cómo puedes estar tan seguro de que Sauce estuvo aquí, de que su madre bailó, y ella se transformó, y sin embargo no puedes decirme adonde…
—No sé.
—… se ha dirigido después de irse de aquí… ¿Qué? ¿No sabes? ¿No sabes qué?
—No sé por qué no sé. —Ben lo miró con asombro una vez más—. Debería ser capaz de captar el rastro que dejó al irse, pero no puedo —concluyó sin alterarse—. Da la impresión de que lo borró deliberadamente.
Ben se tomó un momento para reflexionar sobre esta nueva información, luego sacudió la cabeza.
—Pero ¿por qué desearía ocultarlo?
Daga no respondió. En cambio, emitió un suave bufido y se levantó. Ben lo imitó y le volvió la espalda. La figura oscura del Amo del Río reapareció, saliendo de la niebla, y recorrió el claro a largos pasos hasta donde Ben aguardaba. Iba solo.
—¿Ha estado Sauce aquí? —preguntó con brusquedad.
Ben vaciló, asintiendo después.
—Ha estado y se ha ido. El gato dice que su madre danzó para ella hace dos noches.
En los ojos del duende de las aguas se reflejó la furia, pero la controló de inmediato.
—Debió de mostrarse ante su hija —murmuró—. Ellas están vinculadas. Es probable que la danza le revelase la verdad en el lenguaje de las hadas, que le mostrara lo que estaba buscando… —Su voz se desvaneció, como si su pensamiento se hubiese adelantado; entonces se irguió—. ¿Habéis averiguado dónde ha ido, gran señor?
De nuevo dudó Ben, esta vez más por la sorpresa que por cautela. El Amo del Río le había llamado gran señor. ¿Había decidido aceptar su palabra? Ben afrontó su mirada.
—Se nos ha ocultado su rastro —dijo—. Ocultado deliberadamente, según el gato.
El Amo del Río miró a Daga, con el entrecejo fruncido.
—Quizás. —Su rostro cincelado se giró hacia Ben—. Pero mi hija carece de astucia y su madre de medios. La ocultación, si se ha producido, proviene de otra fuente. Hay alguien que le ayuda, sin tenerme en consideración. Hay alguien. —La rabia volvió a asomarse a sus ojos, pero desapareció al momento—. Sin embargo, no importa demasiado. Tengo recursos para encontrarla. Y para encontrar a cualquiera que desee. —Se giró bruscamente murmurando—: El tiempo corre. La lluvia y la oscuridad entorpecerán mis esfuerzos. Tengo que actuar con rapidez si quiero ser eficaz. —En su voz había urgencia y determinación—. No permitiré que se juegue a mis espaldas. ¡Averiguaré el significado del sueño sobre el unicornio negro y la brida de oro, y descubriré si Sauce y su madre me quieren o no!
Desapareció de nuevo entre los árboles del bosque, sin preocuparse de comprobar si Ben lo seguía. En realidad, no necesitaba preocuparse. Ben iba pisándole los talones.
Daga Demadera se quedó bajo las ramas del pino, mirando cómo se alejaban. Al cabo de un rato comenzó a asearse.
El Amo del Río había cambiado de una forma tan absoluta que Ben apenas podía creerlo. Había pasado de un total desinterés por su hija y el unicornio negro a una gran ansiedad por averiguar algo acerca de ellos. Desanduvo el bosque a zancadas de vuelta a la ciudad, llamando a sus servidores mientras lo hacía. Éstos surgieron de todas partes, deteniéndose un momento junto a él para recibir sus instrucciones y desapareciendo en la noche a continuación. Como sombras, se acercaban y alejaban duendes, nereidas, náyades y otros seres sin nombre, todos pendientes de la oscura figura de su señor. El Amo del Río hablaba con rapidez y precisión, y los despedía sin aflojar la marcha. Bordeó casi furtivamente los límites de la ciudad de Elderew y volvió a adentrarse en el bosque. Ben iba detrás, casi olvidado.
El tiempo transcurría mientras se adentraban en el bosque situado al noreste de la ciudad. El crepúsculo se había convertido en noche y nada era visible a más de tres metros de distancia. La lluvia caía sobre ambos a un ritmo continuo que no daba señales de disminución. Los truenos llenaban el cielo de fuertes estruendos que resonaban en la tierra, y los rayos rasgaban las nubes por todas partes. Lo peor de la tormenta aún no los había alcanzado, pero se acercaba.
El Amo del Río parecía absorto. Su concentración era absoluta. Ben comenzó a preguntarse qué estaba pasando y a sentir inquietud.
Salieron de entre los árboles para entrar en un amplio claro, situado en la ladera de una colina que descendía hasta un gran lago, en cuyos extremos desaguaban dos ríos. Éstos, crecidos por la lluvia, bajaban en cascada a través de gargantas rocosas que descendían de las cumbres bordeadas por enormes agrupaciones de árboles gigantescos semejantes a secoyas. La fuerza del agua agitaba el lago, y el fulgor de nuevos rayos danzaba y destellaba, mezclándose la luz de las antorchas que se extendían a lo largo y ancho de las colinas en arcos que iluminaban todo el declive. Ben aflojó el paso. La gente de la región de los lagos parecía hallarse en todas partes, ¿o sólo había unos pocos entre tan crecido número de antorchas? El viento hacía que la lluvia se metiera en sus ojos, impidiéndole verlo.
El Amo del Río se volvió, vio que permanecía tras él y le hizo una seña para que lo siguiese hasta un reborde rocoso que sobresalía de la ladera y dominaba los ríos, el lago y las ondeantes líneas de antorchas. La furia de la tormenta arreció contra ellos cuando llegaron a la plataforma desprotegida, obligándolos a unirse y ahogando sus palabras en el aullido del viento.
—¡Mirad, gran señor! —gritó el Amo del Río, con su rostro extraño y cincelado a escasos centímetros del de Ben—. No puedo obligar a la madre de Sauce a que dance para mí como danzó para su hija, pero puedo obligar a sus congéneres. ¡Sabré los secretos que me ocultan!
Ben asintió con un gesto. Había un frenesí en los ojos del duende que no había visto nunca, un frenesí que revelaba pasión.
El Amo del Río hizo una señal y un ser delgado como un palo surgió de la noche, una criatura que parecía tallada en madera. De su cuerpo colgaban unas burdas ropas de lana, movidas por el viento, y una banda de pelusa verde descendía desde la coronilla hasta la nuca y seguía por la espina dorsal y por detrás de los brazos y piernas. Sus facciones estaban formadas por lo que parecía una serie de ranuras cortadas en la madera de su cara. En una mano llevaba una gaita.
—¡Toca! —le ordenó el Amo del Río, extendiendo un brazo sobre el lago—. ¡Llámalas!
La criatura de palo se acuclilló sobre la tierra mojada, entrecruzó las piernas, se sentó sobre ellas y acercó la gaita a los labios. La música empezó en tono suave, una cadencia dulce y melodiosa que irrumpió en la momentánea tranquilidad de los intervalos de silencio del ronco aullido del viento. Se introdujo en los sonidos de la tormenta y se combinó con ellos, zigzagueando a su través como el hilo de un cosido. Tenía la textura de la seda y envolvía a quienes la escuchaban como una sábana sutil. Se extendió pendiente abajo, dando la impresión de que algo cambiaba en el aire.
—¡Escuchad! —dijo el Amo del Río al oído de Ben, lleno de júbilo.
El gaitero elevó el tono y la melodía se afianzó y creció en el interior de la furia del temporal. Poco a poco sobrepasó a la oscuridad, la humedad y el frío, y todo cuanto les rodeaba comenzó a alterarse. El rugido de la tormenta disminuyó como si lo cubrieran, el frío dio paso a la templanza y la noche se iluminó, convirtiéndose en amanecer. Ben sintió que se elevaba como si estuviera sobre un colchón lleno de aire. Parpadeó con incredulidad. Todo se estaba transformando: la forma, la substancia, el tiempo… En la música había una magia superior a cualquiera que hubiese conocido, un poder que podía alterar incluso la gran fuerza de la naturaleza.
Las luces de las antorchas se abrillantaron como si los fuegos hubiesen recibido nueva vida, y la ladera quedó iluminada con su resplandor. Pero también había otro resplandor, suspendido en el aire de la noche como algo incandescente. Fulguraba sobre la ladera y las aguas del lago. Éstas se habían serenado. Su agitación había sido aplacada con la misma suavidad que una madre emplea para alisar el pelo revuelto de su hijo dormido. El resplandor danzaba al borde del agua como un ser vivo.
—¡Allí, gran señor, mirad! —le apremió el Amo del Río.
Ben miró. Pequeñas porciones del resplandor habían empezado a tomar forma. Bailando, girando, elevándose a la luz de las antorchas, se convirtieron en criaturas del mundo de las hadas. Seres ligeros y etéreos que adquirían vitalidad en el resplandor y la música de la gaita. Ben lo supo al instante. Eran ninfas de los bosques, igual que la madre de Sauce; criaturas con apariencia de niñas tan inmateriales como el humo. Sus miembros lanzaban destellos de color castaño, sus cabellos, largos hasta la cintura, flotaban, y sus rostros se elevaban hacia el cielo. Aparecieron, como surgidas de la nada, docenas de ellas que danzaron y revolotearon por las orillas del lago en un caleidoscopio de movimiento.
La música se elevó. El resplandor irradió el calor de un día de verano, y los colores comenzaron a aparecer con todo su esplendor: retazos de arco iris que se mezclaban y extendían como pinceladas en el lienzo de un artista. Las formas comenzaron a alterarse y Ben se sintió transportado a otro tiempo y otro lugar. Volvía a ser joven, y todo en el mundo era nuevo. La sensación de elevarse que había experimentado antes se intensificó. Flotaba sobre la tierra, libre de la atracción de la gravedad. El Amo del Río y el gaitero flotaban con él, como pájaros, en el mar de sonido y color. Las ninfas de los bosques seguían danzando debajo, girando con una nueva exaltación en el resplandor, en el aire. Se apartaban de la orilla y brincaban ingrávidas sobre la superficie de las aguas del tranquilo lago, que sus leves cuerpos apenas rozaban. Se fueron reuniendo en el centro del lago, donde formaron complicadas figuras vinculándose y desconectándose una y otra vez.
Sobre ellos, una imagen se materializaba en el aire.
—¡Ya viene! —susurró el Amo del Río desde algún lugar tan distante que Ben apenas pudo oírlo.
La imagen adquirió nitidez: era la de Sauce. Se encontraba sola a la orilla del lago, y sostenía en una mano la brida de oro que había visto en su sueño. Iba vestida de seda blanca, y su belleza era tan radiante que incluso superaba a la creada por la música del gaitero y la danza de las ninfas de los bosques. Rebosante de vida, su rostro se elevó hacia los colores que giraban a su alrededor y su larga cabellera verde se desplegó en un soplo de viento. Mantenía la brida alejada de sí como si acabaran de regalársela y no supiera qué hacer con ella.
¡Cuidado!, avisó una voz de repente, una voz tan baja que casi se perdió en el torbellino de la visión.
Ben apartó los ojos de Sauce. Abajo, desde una distancia que parecía imposible, Daga Demadera lo observaba.
—¿Qué va mal? —logró preguntar Ben.
Pero su pregunta perdió toda importancia ante lo que ocurrió a continuación. La música había alcanzado un nivel febril, tan intenso que bloqueaba todo lo demás. El mundo había desaparecido. Sólo existía el lago, las danzas de las ninfas del bosque y la visión de Sauce. Los colores inundaron la visión de Ben, colmándola de increíbles tonos brillantes, e hicieron que se le saltaran las lágrimas. Nunca había conocido una felicidad semejante. Sintió como si estuviera separándose de parte de sí mismo, transformándose.
Entonces, algo nuevo surgió en la orilla del lago, lejos de las ninfas y de la visión de Sauce; algo maravilloso y terrorífico a la vez. Ben oyó el grito del Amo del Río. Era un grito de satisfacción. El remolino de sonido y color rieló y se expandió como una tela atirantada, y el intruso se adentró cautelosamente en su trama.
Era el unicornio negro.
Ben sintió el aliento atrapado en la garganta. Tenía un ardor en los ojos y una terrible y súbita sensación de carencia. Nunca había visto nada tan hermoso como el unicornio. Incluso Sauce en la visión de las ninfas de los bosques no era más que una sombra pálida junto a aquella criatura. Su delicado cuerpo parecía oscilar con la música y la danza mientras emergía de la oscuridad al torbellino de color, y su cuerno blanco resplandecía con la magia de su ser.
Entonces, le llegó de nuevo la advertencia de Daga, casi olvidada en ese momento: ¡Cuidado!
—¿Qué va mal? —susurró Ben.
El Amo del Río se volvió hacia él, balanceando la cabeza lentamente. Su rostro impasible estaba animado por los sentimientos que se reflejaban en su superficie cincelada entre olas de luz y color. Habló, pero las palabras no parecían salir de su boca, sino de su mente.
—¡Lo tendré, gran señor! ¡Tendré su magia, y formará parte de mi tierra y mi gente! ¡Debe pertenecerme! ¡A mí!
Y Ben vio de repente, a través del manto de sentimientos placenteros y de la música y la danza, lo que en verdad deseaba el Amo del Río. No había convocado al gaitero y a las ninfas de los bosques con el propósito de encontrar a Sauce o a su madre. Su ambición iba mucho más allá. Los había convocado para que atrajeran al unicornio negro. Había utilizado la música y la danza para crear la imagen de su hija y la brida de oro con objeto de que el unicornio se acercara al lago donde podría atraparlo. El Amo del Río creyó la historia de Ben, pero había decidido que el unicornio negro haría un mejor servicio dedicado a sus propios intereses que a los de un rey destronado y privado de poder. Había tomado el sueño de Sauce y lo había hecho suyo. Todo lo que siguió no era más que una trampa bien elaborada. El gaitero y las ninfas de los bosques habían sido los instrumentos para crearla.
¡Oh Dios, había funcionado! ¡El unicornio negro estaba allí!
Contempló fascinado al unicornio, incapaz de apartar la vista, sabiendo que debía hacer algo para evitar lo que estaba a punto de ocurrir, pero inmovilizado por la belleza y la fuerza de la visión. El unicornio brillaba como un pedazo de noche en contraste con el revuelo de colores que lo había atraído. Asentía con su esbelta cabeza a la llamada de la música y relinchó una vez a la visión de la muchacha con la brida de oro. Era como un cuento de hadas hecho realidad, y su belleza resultaba irresistible. Los pies de cabra corvetearon, la cola de león cortó el aire, y el unicornio se adentró más en su trampa.
Tengo que detenerlo, intentó gritar Ben.
Y entonces la trama que el unicornio negro había atravesado con tanta facilidad pareció desgarrarse por el centro, sobre la visión de las ninfas de los bosques, y una pesadilla nacida de otras mentes y carencias se mostró de repente. Era un ser repulsivo, una criatura llena de escamas y espinas, dientes y garras, alada y cubierta por una capa de fango negro que humeaba al contactar con la calidez del aire. Un cruce entre serpiente y lobo que pugnaba por salir de la noche y la tormenta y descendía hacia el lago, aullando.
Ben se quedó frío. Había visto antes a aquel ser. Era un demonio del infierno de Abaddon, un gemelo del monstruo que la Marca de Hierro montaba cuando batalló contra él.
El engendro se dirigió hacia donde se hallaban, enfurecido, luego viró bruscamente al divisar al unicornio negro.
Éste también vio al demonio, y lanzó un grito aterrorizado y agudo. Su cuerno irradió calor blanco, producto de la magia, y él se apartó de un salto cuando el demonio se le acercó, dejando que clavara sus garras en el aire vacío. Después, el unicornio desapareció, regresando a la noche tan repentinamente como salió de ella.
El Amo del Río soltó un grito angustiado y furioso. El demonio volvió a su dirección inicial y lanzó fuego por sus fauces abiertas. Las llamas devoraron al gaitero y convirtieron en cenizas su figura de palo. El sonido y los colores se disolvieron en la niebla, y la noche retornó. La oscuridad lo fue inundando todo mientras la visión de Sauce y la brida de oro se desintegraba. Ben se encontró de nuevo sobre el reborde rocoso junto al Amo del Río, bajo la furia de la tormenta.
Pero las ninfas de los bosques seguían girando, aún inmersas en el frenesí de su danza. Era como si no pudieran detenerse. Bailaban y saltaban por las orillas del lago como pequeñas manchas luminosas en las tinieblas y la lluvia. Las antorchas oscilaron, chisporrotearon y se apagaron, ahogadas por el agua y el viento, y sólo quedó la luz que emitían las ninfas del bosque. Eso atrajo al demonio como a un cazador su presa. Se movió de un lado a otro, arriba y abajo, hacia atrás y hacia delante, barriendo el lago, escupiendo fuego y convirtiendo en ceniza a las indefensas danzarinas. Los leves gritos que lanzaban al morir carecían de esencia real, y se apagaban como velas bajo un soplo. El Amo del Río gritó, desesperado, pero no pudo salvarlas. Una a una fueron eliminadas, quemadas por el demonio que se paseaba por la noche como la sombra de la muerte.
Ben estaba junto a él, horrorizado por aquella destrucción, pero incapaz de apartarse de allí. Al final actuó porque el horror era demasiado grande para resistirlo. Actuó sin pensar, sacó de un tirón el medallón deslustrado de debajo de su túnica, como había hecho en tiempos precedentes, y le gritó con furia al demonio alado.
Había olvidado por un momento la clase de medallón que llevaba.
El demonio se volvió y se lanzó hacia él. De pronto, Ben fue consciente de que Daga estaba a sus pies, sentado e inmóvil, y también de que al atraer sobre sí la atención del monstruo había firmado su sentencia de muerte.
Entonces se produjo un centelleo de rayos y el demonio vio con claridad el medallón, a Ben Holiday y a Daga Demadera. La bestia siseó con la furia del vapor que escapa por una fisura de la tierra, y cambió de dirección bruscamente. Voló hacia las tinieblas de donde había salido y desapareció en ellas.
Ben estaba temblando. No sabía qué había ocurrido. Sólo sabía que por alguna razón inexplicable aún se hallaba vivo. Debajo, la última ninfa de los bosques finalizó su danza y se metió entre los árboles. La pérdida de la luz producida por las ninfas dejó el lago y las montañas en completa oscuridad. El viento y la lluvia azotaban el vacío que quedó.
Ben controló el temblor de sus manos y colocó de nuevo el medallón bajo su túnica. Notó en su piel el calor que desprendía.
El Amo del Río se había postrado sobre una rodilla. Sus ojos estaban fijos en Ben.
—¡Esa criatura os conocía! —gritó con ira.
—No, no es posible que… —comenzó a decir Ben.
—¡El medallón! —le cortó el otro de inmediato—. ¡Conocía el medallón! Existe una conexión que no podéis negar. —Se levantó, respirando fatigosamente—. ¡Habéis logrado que lo pierda todo! ¡Me habéis privado del unicornio! ¡Habéis sido causa de la destrucción de mi gaitero y de mis ninfas de los bosques! ¡Vos y ese gato! ¡Os previne contra él! ¡Los prismagatos llevan problemas a cualquier lugar que vayan! ¡Habéis visto lo que ha hecho! ¡Habéis visto lo que ha provocado!
Ben retrocedió.
—Yo no he…
Pero el Amo del Río lo interrumpió de nuevo.
—¡Quiero que os vayáis! ¡Ya no estoy seguro de quién sois ni me importa! ¡Quiero que abandonéis mis tierras ahora, y el gato también! ¡Si os encuentro aquí cuando amanezca, os llevaré a un lugar de la ciénaga de donde no podréis escapar! ¡Ahora idos!
La cólera de su voz rechazaba cualquier argumentación. El Amo del Río había sido privado de lo que más quería y estaba convencido de que Ben era el culpable. No tenía en cuenta el egoísmo que impregnaba sus deseos ni que el objeto de éstos nunca le había pertenecido. No tenía en cuenta que había utilizado a Ben para sus propósitos. Sólo podía ver la pérdida.
Ben sintió un extraño vacío en su interior. Había esperado algo mejor del Amo del Río.
Sin una palabra, le dio la espalda y se alejó en la noche.