Ben Holiday se despertó al amanecer y no pudo explicarse dónde estaba. Su desorientación era tan absoluta que durante un rato no recordó nada de los acontecimientos de las últimas treinta y seis horas. Se hallaba tumbado sobre la hierba húmeda de rocío y se preguntó por qué no estaba en su cama en Plata Fina. Miró su cuerpo y se preguntó por qué vestía aquellas desastrosas ropas. Contempló los árboles envueltos en niebla y se preguntó qué demonios había pasado.
Entonces divisó a Daga Demadera sobre un tronco caído, insolente y elegante, pavoneándose estudiadamente mientras se lamía, ignorando con deliberación a su compañero humano. Entonces le llegó una avalancha de recuerdos desagradables que le aclaró su situación, y deseó haber continuado en la ignorancia.
Se levantó, se sacudió el polvo, bebió un poco de agua y comió un tallo de lindoazul. El sabor era dulce y agradable, pero su deseo de algo más sustancioso no quedó satisfecho. Miró una o dos veces hacia donde estaba Daga, pero el gato siguió con su tarea y no se dio por enterado. Era obvio que tenía una escala de preferencias.
Cuando al fin terminó, se levantó, se estiró y dijo:
—He decidido acompañaros.
Ben reprimió las palabras que subían a su garganta y se limitó a asentir.
—Durante un tiempo, al menos —añadió Daga para dejar claras las cosas.
Ben asintió por segunda vez.
—¿Sabes adónde proyecto ir? —preguntó.
Daga le dirigió una de sus peculiares miradas que parecían decir «¿es que sois idiota?» y contestó:
—¿Por qué? ¿No lo sabéis vos?
Dejaron el campamento y caminaron en silencio durante las primeras horas de la mañana. El cielo estaba grisáceo y opresivo. Sobre las copas de los árboles se elevaba poco a poco un sol envuelto en nubes, y su luz difusa y neblinosa tenía la suficiente intensidad para formar pequeñas manchas plateadas que perseguían a las sombras y salpicaban el sendero como pasaderas que cruzaran un estanque. Ben abría la marcha, Daga lo seguía uno o dos metros detrás. En el bosque no había sonidos que los acompañasen. Los árboles parecían carecer de vida.
A media mañana llegaron al Irrylyn y siguieron la orilla sur a lo largo de una estrecha vereda que serpenteaba entre los árboles y la madera seca. Al igual que los bosques que lo rodeaban, el lago parecía estar muerto. Sobre sus aguas colgaban nubes bajas, y no soplaba la menor ráfaga de viento. La mente de Ben divagaba. Se descubrió reviviendo su primer encuentro con Sauce. Había ido a la región de los lagos en busca del apoyo del Amo del Río cuando se esforzaba en reclamar el trono de Landover. Coincidieron al bañarse a media noche en las aguas templadas de aquel lago. Nunca había visto nada tan bello como la sílfide. Ella le había devuelto sentimientos que creía perdidos e imposibles para él.
Sacudió la cabeza. El recuerdo le dejó una extraña tristeza, como si hubiese recibido la advertencia de que jamás volvería a verla. Miró hacia la superficie gris y plana del Irrylyn y trató de recuperar el tiempo pasado, pero sólo encontró fantasmas jugando en la niebla.
Se apartaron del lago al llegar a su extremo meridional y volvieron a adentrarse en el bosque. Estaba empezando a llover. Las pequeñas manchas de luz plateada desaparecieron y todo se ensombreció. El bosque cambió de aspecto notable y repentinamente. Los árboles se tornaron nudosos y húmedos, monstruosos centinelas de un mundo surreal de espectros imaginarios que se deslizaban como volutas de humo entre la niebla que lo envolvía todo. Los sonidos regresaron, pero eran más inquietantes que tranquilizadores, retazos de vida que salpicaban la penumbra con indicios de lo que estaba escondido. Ben acortó el paso, parpadeando, secándose el agua de la cara. Había viajado por la región de los lagos en varias ocasiones desde su primer encuentro con Sauce, pero siempre en compañía de la sílfide o de Questor Thews, y algún habitante de la zona había salido a recibirlos. Le había sido fácil encontrar el camino hasta el Irrylyn, pero no sabía continuar. Si deseaba reunirse con el Amo del Río y su gente, necesitaría que alguien le ayudara; y tal vez no lo consiguiera. Los habitantes de la región de los lagos residían en Elderew, la capital, escondida en algún lugar de aquellos bosques. Nadie podía encontrar Elderew sin ayuda. El Amo del Río tenía la potestad de llevarte allí o dejarte fuera. La elección era suya.
Avanzó un poco más, vio que el camino desaparecía ante él, y se detuvo. No había indicación que condujera a otro. No había ninguna señal orientativa. Los bosques que lo rodeaban formaban una tétrica muralla de humedad y penumbra.
—¿Tenéis algún problema?
Daga Demadera apareció a su lado y se sentó remilgadamente, retrocediendo cuando la lluvia lo tocaba. Ben se había olvidado del gato.
—No estoy seguro de qué dirección tengo que tomar —admitió de mala gana.
—¡Ah! —Daga le miró, y Ben habría jurado que se encogió de hombros—. Bueno, sugiero que confiemos en nuestro instinto.
El gato se levantó y comenzó a andar con sigilo, desplazándose un poco hacia la izquierda. Ben lo contempló durante un momento, después lo siguió. ¿Quién podía saberlo? Quizás era correcto confiar en los instintos del gato. No podían ser peores que los suyos.
Caminaban con lentitud y dificultad, deslizándose entre los enormes árboles, agachándose para que las ramas bajas que se arqueaban a causa del peso del musgo no los rozaran, pasando por encima de troncos caídos en estado de putrefacción y esquivando los charcos de fango negro. La lluvia arreció y Ben sintió sus ropas más húmedas y pesadas. El bosque y la niebla aumentaron su densidad y lo envolvieron como una capa. Todo lo que estaba a más de tres metros desapareció. Oyó a seres que se movían en las proximidades, pero no vio nada. Daga seguía caminando sin cambiar de ritmo, ajeno a todo en apariencia.
De repente, una sombra se destacó de la penumbra y los detuvo. Era un duende del bosque, delgado pero fuerte, pequeño como un niño, con amarillenta piel granulosa y abundante cabello oscuro, que le crecía como una crin por el cuello y los brazos. Vestido con una indescriptible ropa color de tierra, parecía tan parte del bosque como los propios árboles y, de haberlo deseado, podría haber desaparecido con la misma rapidez que apareció. No dijo nada tras mirar primero a Ben y después a Daga. Dudó un momento ante la presencia del gato, dio la impresión de sentirse indeciso y después hizo un gesto para que lo siguieran.
Ben suspiró. Ya tenían quien les facilitara el camino.
Continuaron andando en silencio, por una vereda estrecha que serpenteaba por una gran llanura llena de ciénagas. La niebla giraba sobre la quieta superficie de las aguas. Las nubes eran de un gris impenetrable. La lluvia no cesaba de caer. Había figuras que pasaban velozmente o se deslizaban como fantasmas a través de la penumbra, algunas con rostros casi humanos, otras con la apariencia de los seres del bosque. Había ojos que parpadeaban, observaban y se iban: duendes, ninfas, nereidas, náyades, hadas; elementales de todas clases. Los mundos fantásticos de docenas de cuentos infantiles adquirieron vida de repente, en una imposible mezcla de ensueño y verdad. Como siempre, aquello llenó a Ben de sorpresa, y de un poco de miedo.
La ruta que recorrían no le resultaba familiar. Era como si cada vez que se dirigía a Elderew, el Amo del Río eligiese para él un camino diferente. En alguna ocasión se había visto obligado a atravesar por sitios donde el agua le llegaba a la cintura; en otra, a bordear tierras cenagosas que succionaban ansiosamente sus botas. Pero, fuera cual fuese el camino, los pantanos siempre se hallaban cerca, y sabía que apartarse de la senda tendría como consecuencia una muerte rápida. Siempre le preocupaba la posibilidad de no saber cómo regresar, en el caso de que llegara a Elderew. Eso significaba quedarse atrapado allí, si el Amo del Río así lo decidiera. Era algo que no había tomado en consideración anteriormente. Entonces era el rey de Landover y poseía el poder del medallón. Pero las circunstancias habían cambiado. Ahora era un desconocido. El Amo del Río podía actuar a su placer con un intruso.
Estaba aún considerando esa disyuntiva cuando entraron en una gran arboleda de cipreses, apartaron las cortinas de musgos colgantes, sortearon enormes raíces nudosas y salieron al fin del cenagal. Las botas de Ben encontraron tierra más firme, e iniciaron el suave ascenso de una colina baja. La niebla y la penumbra se aclararon, los cipreses dieron paso a los robles y a los olmos, los olores fétidos se disiparon, y el agradable aroma de los bosques abiertos llenó el aire de la mañana. Los colores reaparecieron cuando las flores empapadas de lluvia se mostraron, formando guirnaldas a los lados del camino. Ben sintió un toque de alivio. Ahora se hallaba en un lugar conocido. Aceleró el paso, ansioso por terminar el viaje.
Cuando culminaron la colina, los árboles se distanciaron y pudieron contemplar Elderew. Allí estaba la ciudad de la región de los lagos. En primer término se encontraba el gran anfiteatro al aire libre donde el pueblo celebraba sus fiestas, gris y vacío a causa del aguacero. Árboles enormes formaban los muros, sus ramas más bajas servían de soporte a troncos serrados, constituyendo los asientos de las gradas que circundaban un ruedo de hierba y flores silvestres. Las ramas altas se entrelazaban para crear un techo frondoso, desde donde el agua de la lluvia caía en un goteo continuo. Más allá, árboles que doblaban en altura a las secoyas de California, se asomaban por encima del anfiteatro, contrastando con el horizonte nublado, y acogían en sus ramas a la ciudad propiamente dicha: un conjunto de hogares y tiendas conectadas por una intrincada red de senderos y escaleras que se extendían desde la tierra del bosque hasta la copa de los árboles.
Ben se detuvo, miró y pestañeó para librarse del agua que resbalaba por su frente y se le metía en los ojos. Se dio cuenta de repente de que estaba boquiabierto como un muchacho del campo que visita la ciudad por primera vez. Eso le recordó que ahora era un intruso en aquella tierra, a pesar de haber vivido en ella más de un año, a pesar de ser su rey. Aquello bosquejaba con trazos precisos la precariedad de su situación. Había perdido incluso el escaso prestigio de que había disfrutado. Era un extranjero sin amigos ni medios, casi dependiente de la caridad de otros.
El Amo del Río salió de una pequeña arboleda próxima a él, flanqueado por media docena de guardias. Alto y delgado, con su extraña piel escamosa provista de reflejos plateados, vestido de verde y cubierto con una capa del mismo color, el señor de la región de los lagos avanzó con decisión. Su rostro duro y cincelado no evidenciaba demasiada propensión a la caridad. Su porte, por lo general sereno y despreocupado, parecía brusco. Dijo algo al guía en un dialecto desconocido para Ben, pero el tono no daba lugar a dudas. El guía se retiró rápidamente, con su pequeño cuerpo rígido, apartando los ojos.
El Amo del Río se detuvo ante Ben. La diadema de plata que rodeaba su frente producía destellos opacos con el agua de lluvia cada vez que levantaba la cabeza. Unas bandas de áspero pelo negro ondeaban a lo largo de su nuca y antebrazos. No iban a haber salutaciones preliminares.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ben había previsto un cierto grado de desconfianza, pero no algo como aquello. Esperaba que el Amo del Río no lo reconociese, y era evidente que así había sido. Pero eso no justificaba aquel comportamiento deliberadamente hostil. Estaba rodeado de guardias armados. Los miembros de su familia, que siempre le acompañaban cuando recibía a los visitantes, se hallaban ausentes. No había esperado a que Ben llegase al anfiteatro, el lugar tradicional de recepción. Y su voz reflejaba indisimulado enojo y suspicacia. Algo andaba mal.
Ben aspiró con fuerza el aire.
—Amo del Río, soy yo, Ben Holiday —anunció, y esperó. No hubo el menor indicio de reconocimiento en los ojos del otro. Dio unos pasos adelante—. Sé que mi apariencia ha cambiado, pero se debe a algo que me han hecho. La magia ha operado la transformación. El mago que servía al hijo del viejo rey, el que abandonó Landover, que en mi mundo se llamaba Meeks, ha vuelto y me ha robado la identidad y el trono. Es una larga historia. Necesito su ayuda, eso es lo importante. Tengo que encontrar a Sauce.
El Amo del Río lo observó con atención, obviamente sorprendido.
—¿Ben Holiday?
Ben asintió.
—Sí, aunque no lo parezca. Se lo intentaré explicar. Al volver de…
—¡No! —le cortó el Amo del Río con un irritado giro de la mano—. Sólo quiero oír una explicación, quienquiera que seas. Quiero saber por qué has traído al gato.
Ahora fue Ben el sorprendido. La lluvia le caía sin cesar sobre la cara, y parpadeó para apartarla de sus ojos.
—¿El gato?
—¡Sí, el gato! El prismagato, la criatura que está sentada ahí. ¿Por qué la has traído?
El Amo del Río era un duende de las aguas y tenía agallas debajo de la barbilla a ambos lados de la garganta. En aquel momento estaba tan agitado que las agallas se dilataban y contraían sin intervención de su voluntad.
Ben miró a Daga, que se hallaba a una docena de pasos y se lamía las zarpas con total desinterés por la conversación.
—No comprendo —contestó al fin, volviendo los ojos hacia el Amo del Río—. ¿Qué problema hay con…?
—¿No he sido lo bastante claro? —le interrumpió otra vez el Amo del Río, tenso de rabia.
—Bueno, no…
—He preguntado por el gato. ¿Qué hace el gato aquí?
Ben renunció a ser diplomático.
—Mire. Yo no traje al gato; él decidió venir. Hemos hecho un pacto: yo no le digo adonde debe ir, ni qué tiene que hacer y él me corresponde de la misma forma. Así que, ¿por qué no renuncia a esa actitud intransigente y me dice qué sucede? Lo único que sé sobre los prismagatos es que pueden crear fuegos y cambiar de forma. No cabe duda de que usted sabe algo más.
La cara del Amo del Río continuaba tensa.
—Eso es cierto. Yo creía que el gran señor de Landover estaba obligado a tener conocimiento sobre los habitantes de su reino. Aún afirmas ser el gran señor, ¿verdad?
—Con todas mis fuerzas.
—¿A pesar de que no te pareces en absoluto a Ben Holiday, llevas ropas de campesino y viajas sin criados ni estandartes?
—Se lo explicaré…
—¡Sí, sí, sí! —El Amo del Río sacudió la cabeza—. No hay duda de que tienes la audacia del gran señor, aunque no más que eso.
Durante un momento, pareció considerar el asunto. Los guardias que lo rodeaban y el disciplinado guía estaban inmóviles como estatuas. Ben esperó, impaciente. Unas cuantas caras aparecieron entre los troncos de los árboles más cercanos, materializándose a través de la niebla y la penumbra. La gente del Amo del Río sentía curiosidad.
Finalmente, el Amo del Río se aclaró la garganta.
—Muy bien. No acepto que seas el gran señor de Landover pero, de todas formas, permíteme explicarte unas cuantas cosas sobre la criatura con que viajas. En primer lugar, los prismagatos son seres del mundo de las hadas, verdaderos seres mágicos, no exiliados o emigrantes como las gentes de la región de los lagos. Los prismagatos casi nunca se muestran fuera de las nieblas. En segundo lugar, no suelen andar en compañía de los humanos. En tercer lugar, siempre son imprevisibles; nadie puede comprender del todo qué es lo que pretenden. Y en cuarto lugar, adondequiera que van llevan problemas. Tienes suerte de que se te haya permitido entrar en Elderew en compañía de un prismagato. Si hubiera sabido que viajabas con uno, puedes estar seguro de que lo hubiera evitado.
Ben suspiró débilmente, luego asintió. Al parecer, las supersticiones acerca de los gatos no se limitaban a su mundo.
—De acuerdo, prometo tenerlo en cuenta para el futuro —contestó, esforzándose por no reflejar la irritación en su voz—. Pero el hecho es que no se nos impidió la entrada ni a mí ni al gato, y aquí estamos. Que crea o no que soy el gran señor de Landover carece de importancia. De todas formas necesito su ayuda…
Una súbita ráfaga de lluvia le golpeó la cara y le impidió terminar la frase. Se detuvo, tiritando por el frío y la humedad de sus ropas.
—¿Cree que podríamos continuar esta conversación en alguna otra parte, a cubierto? —preguntó sosegadamente.
El otro lo examinó en silencio, sin cambiar de expresión.
—Amo del Río, su hija puede hallarse en gran peligro —susurró Ben—. ¡Por favor!
El Amo del Río continuó examinándolo un rato más, luego le hizo un gesto para que lo siguiera. Ondeando una mano indicó al guía que permaneciese allí. Los rostros de los ciudadanos curiosos desaparecieron. Escoltados por los guardias recorrieron una corta distancia entre los árboles hasta un mirador cubierto, tallado en un abeto. Dentro había un par de bancos colocados uno frente a otro, separados por un gran tocón hueco convertido en jardinera plantada de flores. El Amo del Río se sentó en uno de los bancos, y Ben ocupó el otro. La lluvia continuaba cayendo alrededor de ellos, un chapoteo suave y constante sobre los árboles y la tierra del bosque, pero el interior del refugio estaba seco.
Daga apareció y saltó para colocarse junto a Ben, se echó sobre sus patas replegadas y cerró los ojos como si fuera a dormir.
El Amo del Río miró al gato con renovada irritación, luego se dirigió a Ben otra vez.
—Di lo que ibas a decir —le pidió.
Ben le contó toda la historia. Sintió que nada perdería haciéndolo. Le habló de los sueños, de los viajes emprendidos por Questor, Sauce y él mismo, del descubrimiento de los libros de magia desaparecidos, de la inesperada presencia de Meeks, del robo de su identidad y del medallón y de su exilio de Plata Fina. El Amo del Río escuchó sin interrumpirlo. Permaneció sentado, inmóvil como una estatua de piedra, con los ojos fijos en los de Ben. Cuando éste terminó, el señor de la región de los lagos siguió sin inmutarse.
—No sé qué más le puedo decir —dijo Ben tras un instante.
El Amo del Río respondió con un asentimiento de cabeza apenas perceptible, pero no dijo nada.
—Escúcheme —le rogó Ben—. Tengo que encontrar a Sauce y avisarle de que ese sueño del unicornio negro le fue enviado por Meeks, y creo que no lo conseguiré sin su ayuda. —Se detuvo, recordando de repente una verdad que aún le costaba aceptar, incluso ante sí mismo—. Sauce significa mucho para mí, Amo del Río. La quiero; debe saberlo. Ahora, dígame, ¿ha estado aquí?
El Amo del Río se ciñó aún más la capa. Sus ojos tenían una mirada distante.
—Estoy pensando que quizás seas quien dices ser —comentó en voz baja—. Creo que es posible que seas el gran señor.
Se levantó, miró a los guardias que estaban frente al refugio, les hizo un gesto para que todos menos uno se retiraran y avanzó hasta situarse junto a Ben. Se inclinó, acercando a él su rostro extraño.
—Gran señor o impostor, dime la verdad. ¿Cómo es que viajas con este gato?
Ben se esforzó por conservar la calma.
—Se debe a una casualidad. El gato me encontró anoche en las fronteras de la región de los lagos y sugirió que su compañía me podría ser útil. Todavía estoy esperando averiguar si es verdad.
Bajó los ojos hacia Daga un momento, casi en espera de que el gato confirmara sus palabras. Pero Daga siguió con los ojos cerrados y no habló. Entonces se dio cuenta de que el gato había permanecido silencioso desde que llegaron a Elderew. Se preguntó por qué.
—Dadme la mano —dijo el Amo del Río inesperadamente. Se la cogió y la estrechó con fuerza—. Hay un modo de que pueda comprobar si es verdad lo que afirmáis. ¿Recordáis que cuando visitasteis Elderew por primera vez paseamos solos por el pueblo y hablamos de la magia de la gente de la región de los lagos? —Ben asintió—. ¿Recordáis lo que os mostré de esa magia?
Su mano presionaba ahora como un puño de hierro. Ben se estremeció, pero no trató de retirar la suya.
—Tocó un arbusto afectado de marchitez y se curó —dijo, manteniendo la mirada del duende—. Trataba de enseñarme por qué la gente de la región de los lagos podía valerse por sí misma. Después, se negó a darme su promesa de lealtad al trono. —Hizo una pausa deliberada—. Pero al final me la dio, Amo del Río, al final me dio su lealtad.
El Amo del Río lo estudió unos instantes, después tiró de él para forzarlo a ponerse en pie.
—He dicho que podíais ser Ben Holiday —susurró, acercando su rostro duro—. Y lo creo. —Tomó las manos de Ben entre las suyas—. No sé cómo fue alterada vuestra apariencia, pero si lo hizo la magia, la magia os devolverá la original. Yo poseo el poder para curar casi todo lo que está enfermo o agotado. Usaré ese poder para ayudaros, si puedo. —Las manos escamosas apretaron más las de Ben—. Quedaos donde estáis, sin moveros.
Ben aspiró un poco de aire. La calidez de las manos del Amo del Río se trasmitió a las suyas mientras las facciones cinceladas se ocultaron en las sombras. Esperó. La respiración del duende se hizo más lenta y un repentino flujo se extendió por el cuerpo de Ben. Le hizo temblar, pero siguió inmóvil.
Al final, el Amo del Río retrocedió. En sus ojos oscuros había un toque de confusión.
—Lo siento, pero no puedo ayudaros —dijo—. Ahora estoy seguro de que vuestra apariencia ha sido alterada mediante la magia. Pero no por la magia de otros sino por la vuestra propia.
Ben lo miró con incredulidad.
—¿Qué?
—Vos mismo os habéis convertido en lo que sois —dijo el otro—. Vos mismo tenéis que reconvertiros en lo que erais.
—¡Pero eso no tiene sentido! —explotó Ben—. No he hecho nada para alterar mi aspecto. ¡Fue Meeks! ¡Le vi hacerlo! ¡Me robó el medallón de los reyes de Landover y me dio… éste!
Sacó de un tirón la imagen deslustrada de Meeks, guardada bajo la túnica, casi como si quisiera arrancarla de su cadena. El Amo del Río la examinó con atención, la tocó para cerciorarse, luego movió la cabeza.
—La imagen grabada aquí está disfrazada del mismo modo que lo estáis vos. La magia que lo ha hecho es también la vuestra propia.
Las mandíbulas de Ben se tensaron, y volvió a agarrar el medallón. El Amo del Río hablaba de modo enigmático. Era indudable que cualquier magia que hubiera actuado no procedía de él. El Amo del Río se equivocaba, o estaba tratando deliberadamente de confundirlo porque aún no confiaba.
Éste pareció leer su pensamiento. Se encogió de hombros.
—Creedme o no, la elección es vuestra. Os digo lo que veo. —Hizo una pausa—. Si este nuevo medallón que lleváis al cuello os fue dado por vuestro enemigo, quizás deberíais arrojarlo lejos de vos. ¿Qué razón hay para que lo conservéis?
Ben suspiró.
—Meeks me dijo que el medallón le permitiría localizarme. Me avisó de que cierta magia impide que me lo quite, una magia que podría matarme.
—¿Eso dijo? —preguntó el duende—. Considerad la posibilidad de que mintiera.
Ben vaciló antes de responder. Ya había considerado esa posibilidad. Después de todo, ¿por qué iba a creer en lo que dijese Meeks? El problema era que no había modo de comprobar la verdad sin arriesgar la vida.
Levantó el medallón para examinarlo.
—Ya lo he pensado… —comenzó a decir.
Entonces, con el rabillo del ojo, vio que Daga se estremecía. Irguió la cabeza y sus ojos verdes se abrieron de repente. Era como si el gato se hubiera forzado a salir del estado semicomatoso en que se hallaba con el propósito de contemplar la reacción de Ben. Los ojos extraños estaban fijos y atentos. Éste dudó, pero volvió a guardar el medallón bajo su camisa.
—Creo que tal vez sea necesario que lo piense mejor —concluyó.
Los ojos de Daga volvieron a cerrarse. El rostro oscuro se inclinó. La lluvia continuó su golpeteo en la momentánea tranquilidad, y el prolongado rugido de un trueno recorrió la región de los lagos procedente de algún lugar del este. Ben experimentó una extraña mezcla de frustración y rabia. ¿A qué estaba jugando el gato ahora?
El Amo del Río retrocedió hasta el otro banco, permaneciendo de pie.
—Parece que después de todo no puedo ayudaros —comentó—. Creo que será mejor que os vayáis, vos y el gato.
Ben vio que la posibilidad de obtener ayuda desaparecía. Se levantó.
—Al menos indíqueme dónde puedo encontrar a Sauce —rogó—. Dijo que vendría a la región de los lagos para descubrir el significado de su sueño. Seguramente debió de consultarle.
El Amo del Río lo miró con fijeza durante un momento, sopesando en su mente cosas que Ben desconocía. Después, movió la cabeza de un lado a otro.
—No, gran señor, o aspirante al trono, o lo que seáis, no vino a consultarme.
Se adelantó de nuevo rodeando el tocón. El viento agitaba su capa y él se la ciñó para protegerse de la lluvia helada.
—Soy su padre, pero no la clase de padre a quien pediría ayuda en una necesidad. Nunca lo he sido. Tengo muchos hijos de muchas esposas. De algunos me siento más próximo que de otros. Sauce nunca perteneció al primer grupo. Es muy parecida a su madre, un ser libre que sólo busca librarse de ataduras. Ninguna de las dos desea mi compañía; ninguna la deseó nunca. La madre estuvo conmigo sólo una vez, luego se marchó, volvió al bosque…
Se quedó ensimismado y su voz se debilitó hasta extinguirse.
—No llegué a saber su nombre —continuó al cabo de un momento—. Una ninfa de los bosques, no más que un leve retazo de seda y luz. Su presencia me aturdió y los nombres carecieron de importancia aquella única noche. La perdí sin haberla tenido en realidad. Y creo que perdí a Sauce a consecuencia de la desazón que eso me produjo. Contra mi voluntad, dejé libre a su madre, y ella se vio obligada a convivir con mi resentimiento. Eso hizo que se alejara de mí, y fui incapaz de evitarlo. Amaba tanto a su madre que no pude perdonar ni olvidar lo que me había hecho. Cuando di permiso a Sauce para vivir en Plata Fina, corté el único lazo que nos unía. Se convirtió en su propia dueña y dejó de ser mi hija. Ahora me ve como a un hombre que tiene más hijos de los que puede atender como padre. Prefiere no ser uno de ellos.
Se volvió, perdido quizás en los recuerdos. Su confesión fue extraña, expresada de un modo sencillo y directo, pero carente de emoción. No habían existido cambios de tono en la voz del Amo del Río ni en la expresión de su rostro. Sauce significaba mucho para él pero, a pesar de eso, le era factible limitarse a exponer los hechos como si no le afectaran. Esto hizo que Ben se preguntase de repente sobre sus propios sentimientos hacia la sílfide.
El Amo del Río permaneció con la vista fija en la lluvia durante un rato, sin moverse, en silencio. Luego se encogió de hombros.
—Pude enmendar muchas cosas, pero no ésa —dijo con serenidad—. No supe cómo. —De repente volvió a mirar a Ben, y pareció que lo veía por primera vez—. ¿Por qué os habré hablado así? —susurró con sorpresa.
Ben no tenía ni idea. Guardó silencio mientras el Amo del Río lo contemplaba con atención, como desconcertado por su presencia. Entonces, el señor de la región de los lagos pareció descartar el asunto. Su voz sonó fría y carente de inflexiones.
—Perdéis el tiempo conmigo. Sauce irá a ver a su madre. Irá a los viejos pinos y danzará.
—Entonces la buscaré allí —aseguró Ben y se levantó. El Amo del Río lo observó en silencio. Ben dudó antes de hablar—. No es necesario que me acompañe un guía. Conozco el camino.
El Amo del Río asintió, aún en silencio. Ben empezó a alejarse, avanzó una docena de pasos, se detuvo y se volvió. El único guardia que quedaba había desaparecido entre los árboles. Los dos hombres estaban solos.
—¿Le gustaría venir conmigo? —preguntó Ben en un impulso.
Pero el Amo del Río estaba mirando de nuevo la lluvia, absorto en su resplandor plateado, absorto en su ruido. Las agallas de su cuello redujeron el movimiento a una vibración casi imperceptible. El rostro duro y cincelado se hallaba vacío de vida.
—No os ha oído —dijo Daga Demadera inesperadamente. Ben bajó la vista, sorprendido, y encontró al gato a sus pies—. Se ha sumergido en sí mismo para descubrir su verdadero comportamiento. A veces ocurre después de revelar algo que se ha ocultado durante mucho tiempo.
Ben frunció el entrecejo.
—¿Ocultado? ¿Te refieres a lo que dijo de Sauce? ¿De su madre? —Las arrugas de su frente se acentuaron cuando se arrodilló junto al gato—. Daga, ¿por qué me explicó todo eso? Ni siquiera está seguro de quién soy.
Daga lo miró.
—Hay muchas formas de magia en este mundo, gran señor. Algunas son muy espectaculares, otras poco. Algunas funcionan con el fuego y la fuerza del cuerpo y el corazón… y otras funcionan con la revelación.
—Sí, ¿pero por qué…?
—¡Escuchadme, gran señor! ¡Escuchadme! —La voz de Daga era un siseo—. Muy pocos humanos escuchan lo que un gato tiene que decir. La mayoría nos hablan. Nos hablan porque nosotros somos buenos escuchadores. Encuentran agradable nuestra presencia. Nosotros no hacemos preguntas ni juzgamos. Nos limitamos a escuchar cuanto nos dicen. Ellos hablan y nosotros atendemos. ¡Nos lo cuentan todo! Nos cuentan los pensamientos y los sueños más íntimos, cosas de las que no hablarían ante nadie. La mayoría de las veces, gran señor, lo hacen sin comprender por qué.
Tras su discurso, volvió a quedarse en silencio y, de repente, Ben se dio cuenta de que no había hablado en términos amplios, sino muy concretos. No se refería a la gente en general, sino a alguien determinado. Sus ojos se alzaron para encontrar la figura solitaria del Amo del Río.
Y de pronto pensó en sí mismo.
—Daga, ¿qué…?
—Sssssss —siseó el gato para hacerle callar—. No interrumpáis el silencio, gran señor. No lo alteréis. Escuchad su voz, si os es posible.
El gato se dirigió lentamente hacia los árboles, andando con cuidado sobre la tierra empapada del bosque. La lluvia caía del cielo nublado en cortinas uniformes que se extendían de horizonte a horizonte bajo la bóveda gris. El silencio llenaba los huecos dejados por el sonido de la lluvia, envolviendo la ciudad de Elderew, las casas y los senderos arbóreos, los parques y los caminos, y el enorme anfiteatro vacío que se elevaba detrás de la figura aún inmóvil del Amo del Río. Ben escuchó como le había indicado Daga, y casi pudo oír hablar al silencio.
¿Pero qué le decía? ¿Qué se suponía que debía comunicarle? Sacudió la cabeza, desesperanzado. No lo sabía.
Daga se había sumergido en la bruma, frente a él, como una pálida sombra gris. Abandonando su escucha, se apresuró a seguirlo.