DAGA DEMADERA

El nuevo día no encontró a Ben ante las puertas de Plata Fina con la nariz pegada a la madera, como podría haberse esperado. Lo encontró caminando en dirección sur hacia la región de los lagos. Andaba con rapidez y decisión. Cuando el sol se mostró en el extremo oriental del valle, sobre la niebla y las copas de los árboles, ya había recorrido más de nueve kilómetros y estaba dispuesto a recorrer al menos otros dieciocho antes de que el día terminara.

La decisión de irse no había sido fácil. Tardó en tomarla. Se quedó donde lo dejaron, en la oscuridad y el frío, mirando las luces del castillo y preguntándose qué le había golpeado. Estaba tan aturdido que no pudo moverse durante la primera media hora. Sus emociones pasaron del asombro al miedo y de éste a la furia, para comenzar de nuevo el proceso. Era como un mal sueño del que se está seguro de escapar, incluso después de que la oportunidad para hacerlo haya pasado. Repasó en su mente una y otra vez los acontecimientos de la noche, tratando de encontrar alguna explicación racional que los justificara, de descubrir alguna lógica en ellos. No lo consiguió. Todo se desplomaba ante el hecho de que Meeks estuviese dentro y él fuera.

Con un sentimiento de desesperación, al fin tuvo que reconocer que lo ocurrido era real. Había renunciado a una vida y un mundo que le eran familiares y le ofrecían seguridad para ir a Landover, se había arriesgado a perder todo lo que tenía por la posibilidad de encontrar algo mejor. Había encontrado obstáculos continuos, pero logró superarlos. Había conseguido en la realidad lo que la mayoría sólo encuentra en los sueños. Ahora, cuando empezaba a sentirse satisfecho con lo que tenía, cuando parecía que lo peor había pasado, todas las cosas por las que luchó tan duramente le eran arrebatadas, y se enfrentaba a la clara posibilidad de perderlas para siempre.

No era posible. No era justo.

Pero era un hecho, y no había sido un abogado exitoso durante muchos años en su antiguo mundo por eludir la realidad de los hechos. Así que se tragó su desesperación, se sobrepuso al aturdimiento para poder moverse, barrió el miedo y la rabia, y se obligó a abordar la situación. Sus varios repasos a lo que había ocurrido no le proporcionaron tanta información como hubiera deseado. Meeks le tendió una trampa para atraerlo al viejo mundo, y él lo había transportado en su regreso a Landover. Meeks consiguió eso enviándole un sueño falso protagonizado por Miles. Y también había enviado los sueños sobre los libros de magia desaparecidos y del unicornio negro a Questor Thews y a Sauce. ¿Por qué? Tenía que haber una razón. Los sueños se relacionaban de algún modo; estaba seguro de ello. También estaba seguro de que algo había forzado a Meeks a escoger ese momento determinado para volver a Landover. Su diatriba en el dormitorio lo había dejado claro. De algún modo, Ben había trastornado sus planes, y éstos iban más allá de sus fraudulentas transacciones sobre el trono de Landover o de su exilio. Era algo más, algo mucho más importante para Meeks. Su ira contra Ben había sido avivada por acontecimientos y circunstancias de los que éste aún no tenía noticias. Habían impulsado a Meeks a volver, casi a la desesperada.

Pero Ben no tenía ni idea de qué se trataba.

No sabía la razón por la cual Meeks no lo había matado cuando pudo hacerlo, a pesar de haber existido suficiente provocación. Eso era un misterio. Obviamente, Meeks le odiaba lo bastante para desear que sufriese la situación del paria durante un tiempo; pero ¿no era arriesgado dejarlo vagar libremente por ahí? Tarde o temprano, alguien captaría el engaño y descubriría la verdad. Meeks no podía asumir su identidad ni él permanecer desconocido para todos y para siempre. Tenía que haber algún modo de contrarrestar la magia del vil amuleto que Meeks había usado en su contra, y era probable que lo descubriera. Por otra parte, quizás lo que pudiera conseguir a largo plazo careciera de importancia. Quizás ni siquiera contaba con un largo plazo. Tal vez el juego terminase antes de que llegara a conocer todas sus reglas.

La posibilidad lo aterrorizó. Significaba que tenía que actuar rápidamente si no quería arriesgarse a perder la oportunidad de actuar. Pero ¿qué debía hacer? Volvió a contemplar la oscura silueta del castillo al otro lado del lago y razonó al respecto. Estaba perdiendo el tiempo allí donde era un intruso para todos, incluso para sus mejores amigos. Si no lo reconocían Questor y Juanete, había pocas posibilidades de que cualquier otro habitante de Plata Fina pudiera hacerlo. Meeks era el rey de Landover por el momento; tenía que admitirlo. Le escocía tanto como si le frotaran con arena en una herida, pero no podía hacer nada para evitarlo. Meeks había adquirido su apariencia, engañando a todos, y él era un individuo que se había introducido en el castillo sin ser invitado para causar problemas. Si lo intentaba por segunda vez, podría salir en peores condiciones de las que estaba.

Quizás eso era lo que esperaba Meeks. Quizás estaba aguardándolo. Ben no quería arriesgarse.

Además, había mejores alternativas que elegir. Era cierto que no sabía concretamente qué tramaba Meeks, pero sí cómo provocarle problemas si actuaba con la suficiente rapidez. El mago había enviado tres sueños, y dos de ellos ya habían servido a sus propósitos. Logró regresar a Landover utilizando a Ben, y había usado a Questor para que le proporcionara los libros de magia desaparecidos. No cometas ningún error, se dijo Ben. Meeks tenía la posesión de los libros, podía estar tan seguro de eso como de que el sol salía por el este. Así sólo quedaba por cumplir sus objetivos el tercer sueño, el que envió a Sauce sobre el unicornio negro. Meeks también esperaba algo de aquel tercer sueño; en su arrebato de furia casi lo había dicho. Esperaba la brida de oro que le daría el control del unicornio negro y suponía que Sauce iba a proporcionársela. Después de todo, ¿por qué no? El sueño la había advertido de que el unicornio era una amenaza para ella, de que la brida era la única cosa que podía protegerla y que debía llevársela a Ben. Eso era exactamente lo que haría cuando la encontrase, excepto porque se la entregaría a Meeks, quien la estaría esperando. Pero si él conseguía encontrar a la sílfide antes de que eso ocurriera, evitaría que sucediese. Tenía que avisar a Sauce, y quizás entre los dos descubrirían por qué el mago necesitaba la brida y el unicornio y frustrarían sus planes.

Tras haber tomado esa decisión, Ben partió en dirección sur. Esto significaba renunciar a sus responsabilidades como rey de Landover y cedérselas a Meeks. Significaba abandonar los problemas del consejo judicial, de los campos de regadío del sur de Waymark, a los siempre inquietos señores del Prado, la recaudación de impuestos y todos los que aún esperaban tener una audiencia con el gran señor de Landover. En los próximos días, Meeks podría actuar en su nombre con absoluta impunidad; o no actuar, si ese era su deseo. Significaba abandonar Plata Fina y dejar a sus amigos Questor, Abernathy y los kobolds. Se sentía traidor y cobarde cuando inició la marcha. Una parte de él le exigía quedarse y luchar. Pero Sauce tenía preferencia. Debía encontrarla y prevenirla. Después de hacerlo, podría dedicar su atención a Meeks, desenmascararlo y enderezar las cosas.

Por desgracia, no sería fácil encontrar a Sauce. Se dirigió a la región de los lagos porque ella había dicho que allí empezaría la búsqueda del unicornio y la brida de oro. Pero había pasado una semana desde que partió y la búsqueda podía haberla conducido a cualquier otra parte. Ben era consciente de que no sería reconocido por nadie y, por tanto, no podía confiar en su posición de rey de Landover para pedir ayuda. Sería ignorado por todos, e incluso era previsible que le impidieran la entrada a la región de los lagos. En ese caso, se vería en dificultades.

Por otra parte, era difícil imaginar una situación peor que la presente.

Caminó todo el día, reconciliándose consigo mismo a medida que transcurría, por la sencilla razón de que estaba haciendo algo positivo y no se había quedado mirando tontamente a su alrededor. Avanzó en dirección sur, dejando atrás las colinas de árboles dispersos que rodeaban su isla y adentrándose en los bosques más densos de los dominios del Amo del Río. Las montañas se convirtieron en praderas y luego se poblaron de vegetación selvática húmeda y llena de sombras. Los lagos comenzaron a salpicar la región, algunos no mayores que estanques cenagosos, otros tan grandes que sus orillas se perdían en la niebla. Las copas de los árboles se entrelazaban, formando una bóveda, y el olor de la humedad lo impregnaba todo. A medida que se acercaba el crepúsculo aumentaba la quietud, que después comenzó a llenarse lentamente de sonidos nocturnos.

Ben encontró un claro junto a un arroyo que nacía en colinas lejanas, y acampó allí. Carecía de mantas y de comida, de modo que tuvo que contentarse con hojas y ramas de lindoazules y agua de manantial. El menú calmó su hambre, pero no fue muy satisfactorio. Seguía teniendo la impresión de que algo se movía en las sombras, de que algo lo espiaba. ¿Le habrían descubierto los habitantes de la región de los lagos? Pero nadie se mostró. De hecho, estaba solo.

Estar solo erosionaba su confianza. Considerando la situación con objetividad se llegaba a la conclusión de que se hallaba indefenso. Había perdido su castillo, sus caballeros, su identidad, su autoridad, su título y sus amigos. Y, lo peor de todo, había perdido el medallón. Sin el medallón, no contaba con apoyo del Paladín. Sólo podía contar consigo mismo, y eso no era mucho contra los peligros que suponían las gentes de Landover y sus versátiles formas de magia. Había tenido la suerte de sobrevivir a su llegada al reino, a pesar de que entonces contaba con la protección del medallón. ¿Qué iba a hacer ahora sin él?

Fijó la mirada en la oscuridad, encontrando respuestas tan evasivas como las sombras de la noche. Lo que más le angustiaba era el hecho de haber perdido el medallón en beneficio de Meeks. No podía ni imaginar el modo en que había ocurrido. Se aseguraba que nadie podía quitárselo. Por tanto, debía de habérselo cedido voluntariamente. Pero ¿cómo lo había impulsado Meeks a hacer algo tan estúpido?

Aún continuaba cavilando sobre el giro de acontecimientos que lo había conducido a tan triste situación, cuando vio al gato.

Estaba sentado al borde del claro, a unos cuatro metros, y le miraba. Ben no tenía ni idea de cuánto tiempo debía de llevar allí. No lo había visto hasta ese momento, pero la completa inmovilidad del gato indicaba que no acababa de llegar. Sus ojos de color esmeralda resplandecían bajo la luz lunar. Su pelaje era de un gris perlado, excepto las patas, la cara y la cola, que eran negras. Tenía una apariencia estilizada y elegante, que contrastaba con la selvatiquez del bosque, donde se hallaba fuera de lugar. Daba la impresión de un animal doméstico perdido.

—Hola, gato —dijo Ben, sonriéndole.

—Hola —contestó el gato.

Ben se quedó asombrado, seguro de que sus oídos le habían gastado una broma. ¿Cómo iba a hablar el gato? Se enderezó.

—¿Has dicho algo? —preguntó con cautela.

Los ojos brillantes del gato parpadearon y volvieron a fijarse en él, pero el animal no dijo nada. Ben esperó unos momentos, luego volvió a recostarse, apoyándose en los codos. Después de todo, no era tan sorprendente que el gato hubiese hablado, se dijo. También el dragón Strabo hablaba; y, si un dragón hablaba, ¿por qué no un gato?

—Es una lástima que no me contestes —murmuró, pensando que sería bueno compartir sus desgracias con alguien.

La noche llegó acompañada de frío y le hizo tiritar bajo sus burdas ropas de trabajo. Deseó tener una manta o una hoguera para protegerse de la frialdad y la humedad; o mejor, hallarse en su cama del castillo.

Volvió a mirar al gato. Continuaba inmóvil, sentado, contemplándolo. Ben frunció el entrecejo. La fija mirada del gato era un poco inquietante. ¿Qué hacía allí solo en medio de un bosque? ¿No tenía hogar? Los ojos de color esmeralda emitieron un destello muy brillante. Eran agudos e insistentes. Ben apartó la vista, dirigiéndola hacia los árboles sombríos. Se preguntó otra vez cómo podría encontrar a Sauce. Necesitaba la ayuda del Amo del Río y no tenía la menor idea de qué hacer para convencerlo de su verdadera identidad. Sus dedos rozaron el medallón deslustrado que le colgaba del cuello y siguieron el contorno de la silueta de Meeks. Aquel medallón no le serviría de nada.

—Quizás la magia del Amo del Río le ayude a reconocerme —pensó en voz alta.

—Yo no contaría con eso, si fuera vos —dijo alguien.

Se sobresaltó y sus ojos se dirigieron al lugar de donde procedía la voz. Allí sólo estaba el gato.

Ben parpadeó.

—¿Te he oído esta vez? —le espetó, lo bastante irritado para no percatarse de la estupidez de su pregunta—. Puedes hablar, ¿verdad?

El gato entornó los párpados y dijo:

—Puedo hacerlo cuando me place.

Ben se esforzó por recobrar la serenidad.

—Ya veo. Bueno, al menos podrías tener la cortesía de informar de este hecho en vez de jugar con la gente.

—La cortesía no tiene nada que ver con el asunto, gran señor Ben Holiday. Jugar es la norma de vida de los gatos. Importunamos, nos burlamos, y hacemos exactamente lo que nos place, no lo que los otros quieren que hagamos. El juego es una parte integral de nuestra personalidad. Aquellos que quieran relacionarse con nosotros, deben aceptarlo. Tienen que comprender que la participación en los juegos es necesaria si desean comunicación a cualquier nivel.

Ben contempló al gato.

—¿Cómo sabes quién soy? —le preguntó al fin.

—¿Quién más podría ser aparte de quien es? —repreguntó el gato.

Ben dedicó un minuto a pensarlo.

—Bueno, en realidad nadie —dijo al fin—. Pero ¿cómo puedes reconocerme si los demás no lo logran? ¿No te parezco otra persona?

El gato levantó una de sus delicadas patas y comenzó a lamerla con cuidado.

—Vuestro aspecto tiene poca importancia para mí —dijo el gato—. Las apariencias engañan, y muchos no son lo que parecen. Yo nunca confío en eso. Los gatos pueden cambiar a placer. Son maestros en el engaño y los maestros en ese arte no pueden ser engañados por cualquiera. Veo en vos quien es, no quien aparenta ser. No tengo ni idea de si el aspecto que muestra en este momento es realmente el suyo.

—No lo es.

—Bueno, si lo decís debe de ser cierto. De todas formas, sé que estoy hablando con Ben Holiday, gran señor de Landover.

Ben guardó silencio unos instantes, tratando de deducir quién era su interlocutor, preguntándose de dónde demonios había salido aquella criatura.

—¿Así que sabes quién soy a pesar de la magia que me disfraza? —concluyó—. ¿La magia no te confunde?

El gato lo estudió un momento, luego cabeceó con expresión reflexiva.

—La magia tampoco os confundiría a vos, si no se lo permitieseis.

Ben frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Mucho y poco. El engaño es, sobre todo, un juego que jugamos con nosotros mismos.

La conversación se estaba haciendo un poco ambigua. Ben se reclinó, revelando cansancio.

—¿Quién eres en verdad, señor gato? —preguntó.

El gato se levantó y avanzó unos pasos, luego se sentó otra vez, comedido y elegante.

—Soy una gran cantidad de cosas, gran señor. Soy lo que ve y lo que no ve. Soy real e imaginario. Pertenezco a la vida que conoce y a los sueños de vida que aún no ha disfrutado. En realidad soy una rareza.

—Muy ingenioso —gruñó Ben—. ¿No podrías ser un poco más preciso?

El gato pestañeó.

—Pues sí. Mirad esto.

De repente el gato resplandeció en la oscuridad, fulgurando como si fuese radiactivo, y el cuerpo elegante pareció alterar su forma. Ben entornó los ojos hasta cerrarlos, luego los volvió a abrir. El gato había crecido. Era cuatro veces mayor que antes, y ya no era del todo gato. Había adquirido un rostro casi humano bajo las orejas, bigotes, nariz y pelaje de gato, y sus zarpas se habían convertido en dedos. Movió la cola en espera de su reacción.

A Ben se le ocurrieron media docena de preguntas, pero renunció a formularlas.

—Tú debes de ser una criatura del mundo de las hadas —dijo al fin.

El gato esbozó una sonrisa, una sonrisa casi humana.

—¡Exactamente! ¡Muy bien deducido, gran señor!

—Muchas gracias. ¿Te importaría mucho decirme qué clase de criatura fantástica eres?

—¿Qué clase? Bueno, un… hummmm. Soy un prismagato.

—¿Y eso qué es?

La sonrisa desapareció.

—Oh, no creo que pueda explicarlo, aunque quisiera hacerlo, que no es el caso. De cualquier modo, no os serviría de nada saberlo, gran señor. No lo entenderíais siendo humano. Os diré que pertenezco a una clase de gatos muy antigua y muy rara. Soy uno de los pocos que quedamos aún. Siempre hemos sido una casta selecta y no propagamos la especie al igual que los animales comunes. Así ocurre con las criaturas del mundo de las hadas; ya os lo habrán explicado, ¿verdad? Bueno, pues así es. Los prismagatos somos extraños. Debemos exhibirnos poco para llevar a cabo nuestros propósitos.

—¿Y cuáles son los propósitos que intentas llevar a cabo aquí? —preguntó Ben, tratando de encontrar un poco de sentido a toda aquella verborrea.

El gato movió la cola.

—Eso depende.

—¿Depende de qué?

—De vos. De vuestra… intrínseca autoestimación.

Ben contempló al gato sin decir nada. Ya tenía las cosas demasiado complicadas para esforzarse en seguir aquella conversación. Había sido asaltado en su propia casa y expulsado de ella como un intruso. Había perdido su identidad. Había perdido a sus amigos. Tenía frío y hambre. Sentía que cualquier grado de autoestimación que hubiese poseído estaba reducido a cero en aquel momento.

El gato se movió un poco.

—Estoy tratando de decidir si seré o no vuestro compañero durante un tiempo —anunció.

Ben esbozó una leve sonrisa.

—¿Mi compañero?

—Sí. Sin duda lo necesita. No os véis a vos mismo como sois en realidad. Y, aparentemente, los demás tampoco, excepto yo. Eso me intriga. Puede que decida acompañaros el tiempo necesario para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.

Ben no podía creerlo.

—Bueno, voy a decirte algo. Eres diferente a todo… a los gatos, a los humanos, a las hadas y a cualquier otra clase de ser. Pero quizás sea mejor que lo pienses dos veces antes de unirte a mí. Tal vez te metas en algo que te sea imposible manejar.

—Oh, lo dudo —contestó el gato—. No suelo encontrar nada verdaderamente difícil en los últimos tiempos.

—¿De veras? —La paciencia de Ben empezaba a agotarse. ¡Aquel gato era insufrible! Se inclinó más cerca de él—. Bueno, a ver que te parece esto, señor gato. Hay un mago llamado Meeks que me ha robado la identidad, el trono y la clase de vida que me corresponde, enviándome al exilio en mi propio país. ¿Me creerás si te digo que pretendo recuperar todo eso, pero que para hacerlo necesito encontrar a una sílfide que a su vez está buscando un unicornio negro? ¿Y si te digo que hay muchas probabilidades de que yo, y cualquiera que sea lo bastante insensato como para prestarme ayuda en este intento, seamos eliminados del modo más desagradable si nos descubren?

El gato no dijo nada. Se limitó a quedarse sentado en actitud reflexiva. Ben volvió a retreparse, a la vez satisfecho y disgustado consigo mismo. Estaba contento de haber puesto las cartas sobre la mesa para que el gato viera cómo estaba la situación. Pero también preocupado por haber destruido la única oportunidad de obtener ayuda. No se puede andar por caminos opuestos, se amonestó.

Pero el gato no parecía afectado.

—Los gatos no se desaniman con facilidad cuando han tomado una decisión. Los gatos tienen unas normas especiales de comportamiento y no se les puede persuadir ni amedrentar. No entiendo por qué intentáis esas tácticas conmigo, gran señor.

Ben suspiró.

—Sólo pensé que debías saber cómo están las cosas.

El gato se levantó y arqueó el lomo.

—Sé perfectamente cómo están las cosas. Sois vos quien está engañado. Pero los engaños se desvanecen en el momento en que se descubren como tales. Tenéis eso en común con el unicornio negro, creo.

De nuevo, Ben se sorprendió. Frunció el entrecejo.

—¿Sabes algo del unicornio negro? ¿Existe de veras esa criatura?

El gato parecía disgustado.

—Lo estáis buscando, ¿verdad?

—En realidad, busco a la sílfide más que al unicornio —respondió Ben apresuradamente—. Ella soñó con esa criatura y una brida de oro trenzado para sujetarla; partió en busca de ambas. —Dudó un momento, y continuó la narración—. El sueño del unicornio fue enviado por el mago. También envió otros dos, a mí y a Questor, otro mago, su hermanastro. Creo que, en cierto modo, todos los sueños están relacionados. Temo que Sauce, la sílfide, se encuentre en peligro. Si logro reunirme con ella antes de que el mago Meeks…

—De acuerdo, de acuerdo —lo interrumpió el gato sin mucha delicadeza. Había una expresión de aburrimiento en su cara—. Creo que será mejor que os acompañe. No se puede bromear con los magos ni con los unicornios negros.

—Está bien —admitió Holiday—. Pero no pareces estar mejor preparado que yo para hacer frente a lo que sea preciso. Además, este no es tu problema, es el mío. No creo que me vaya a sentir más cómodo arriesgando tu vida además de la mía.

El gato estornudó.

—¡Qué demostración de nobleza!

A Ben le pareció captar una pizca de sarcasmo, pero la cara del gato no lo reveló. Describió un círculo y se sentó otra vez.

—¿Qué gato no está mejor preparado que un humano para hacer lo que sea preciso? Además, ¿por qué os empeñáis en seguir considerándome un simple gato?

Ben se encogió de hombros.

—¿Eres algo más?

El animal mantuvo los ojos puestos en él durante un rato, luego comenzó a asearse. Lamió y alisó su pelaje a su entera satisfacción. Mientras tanto, Ben permaneció sentado, observándolo. Cuando el gato quedó al fin satisfecho, le devolvió su atención.

—No me escucháis, gran señor. No es de extrañar que os hayáis perdido a vos mismo ni que os convirtierais en alguien que no deseabais ser. No es de extrañar que nadie, excepto yo, pueda reconoceros. Empiezo a preguntarme si sois digno de que os dedique mi tiempo.

Ben enrojeció ante el reproche, pero no dijo nada. El gato parpadeó.

—Hace frío aquí en el bosque. El aire está helado. Yo prefiero una casa con chimenea encendida. ¿Os gustaría contar con una hoguera, gran señor?

Ben asintió.

—Me encantaría, pero no tengo los medios precisos para encenderla.

El gato se levantó y se estiró.

—Exactamente. Pero yo sí. Mirad.

El gato comenzó a resplandecer, al igual que la vez anterior; y, bajo el resplandor, su forma se alteró. Entonces, de repente, se produjo un destello cristalino y la criatura de carne y hueso que antes era desapareció para ser reemplazada por algo que parecía una gran figura de vidrio. La figura aún conservaba el aspecto de un gato con facciones humanas, pero se movía como si fuese líquida. Los ojos color esmeralda se destacaban del cuerpo transparente donde la luz lunar se reflejaba y refractaba en las superficies espejadas que oscilaban como minúsculas placas de vidrio colgadas de un hilo. Luego la luz pareció concentrarse en los ojos y fue despedida hacia fuera como un láser. Incidió en un montón de madera situado a unos cuatro metros y lo convirtió al instante en una hoguera con llamas altas.

Ben se protegió su vista, haciendo pantalla con la mano; luego observó que éstas disminuían a un tamaño razonable. Los ojos esmeralda se apagaron. El gato volvió a sentarse sobre las patas traseras y contempló a Ben con gesto solemne.

—¿Recordáis lo que le dije que era? —preguntó.

—Un prismagato —respondió Ben en seguida, recordándolo.

—Muy bien. Puedo captar la luz de cualquier procedencia, incluso de una fuente tan distante como las de las ocho lunas. Después puedo transformar esa luz en energía. Física elemental, nada más que eso. En todo caso, tengo habilidades mucho más desarrolladas que las vuestras. Sólo habéis visto una pequeña demostración.

Ben asintió lentamente, sintiéndose un poco incómodo.

—Acepto tu palabra.

El gato se acercó un poco más al fuego y se sentó otra vez. Los sonidos de la noche se habían silenciado. En el aire se captaba una repentina tensión.

—He estado en lugares con los que otros sólo han soñado y visto las cosas que se ocultan allí. Sé muchos secretos. —La voz del gato se convirtió en un susurro—. Acercaos al fuego, gran señor Ben Holiday. Sentid su calidez. —Ben lo hizo, mientras el gato le observaba. Los ojos esmeralda parecían refulgir de nuevo—. Sé de los magos y los libros de magia desaparecidos. Sé de los unicornios negros y blancos, algunos perdidos, otros encontrados. Incluso sé de los engaños que hacen que algunos seres parezcan lo que no son. —Ben trató de interrumpirlo, pero el gato emitió un siseo de advertencia—. ¡No, gran señor, escuchadme! No estoy dispuesto a conversar tan abiertamente en muchas ocasiones, así que sería bueno para vos dejarme terminar. Son pocas las veces que los gatos decimos algo, pero siempre sabemos mucho. Así es en este caso. Sé muchas cosas que están ocultas para vos. Parte de lo que sé puede ser útil, parte no. Todo es cuestión de seleccionar. Pero seleccionar requiere tiempo, y el tiempo requiere un compromiso. Pocas veces me comprometo con algo. Pero vos, como dije, me intrigáis. Estoy considerando hacer una excepción. ¿Qué os parece?

Ben no estaba seguro de qué le parecía. ¿Cómo podía aquel gato tener conocimientos sobre unicornios negros y blancos? ¿Cómo podía tener conocimientos sobre los libros de magia desaparecidos? ¿Hasta qué punto hablaba en general y hasta qué punto se refería a su caso concreto? Deseaba preguntárselo, pero estaba tan seguro como que era de noche de que el gato no iba a responder. Sintió que todas sus preguntas se fundían en su garganta.

—Entonces, ¿vendrás conmigo? —preguntó al fin.

El gato pestañeó.

—Estoy pensándolo.

Ben asintió.

—¿Cómo te llamas?

El gato pestañeó una vez más.

—Tengo muchos nombres, tantos como cosas soy. El nombre que más me gusta ahora es Daga Demadera. Pero podéis llamarme Daga.

—Encantado de haberte conocido, Daga —dijo Ben.

—Ya veremos —respondió Daga Demadera, sin comprometerse. Se volvió, aproximándose un poco más al fuego—. La noche me cansa. Prefiero el día. Creo que voy a dormirme. —Dio varias vueltas sobre sí mismo y se tendió sobre la hierba, enrollándose como una bola de piel. Se produjo un resplandor instantáneo que lo envolvió, confiriéndole de nuevo el aspecto de un gato normal—. Buenas noches, gran señor.

—Buenas noches —contestó Ben mecánicamente.

Aún estaba tenso por las emociones que Daga había despertado en él, tratando de averiguar hasta dónde llegaban los conocimientos de la criatura y qué parte de su charla se limitaba a generalidades. El fuego crepitaba y crujía en la oscuridad, y se acercó a él en busca de calor. En cualquier caso, Daga Demadera podía ser útil, razonó, y extendió las manos hacia las llamas. Si aquella extraña criatura no fuese tan veleidosa…

Y de repente pensó en una posibilidad inesperada.

—Daga, ¿viniste a mi encuentro? —preguntó.

—¡Ah! —susurró el gato en respuesta.

—Dime. ¿Viniste a buscarme deliberadamente?

Esperó, pero Daga Demadera no dijo nada más. La quietud de unos momentos antes empezó a llenarse de los ruidos nocturnos. La tensión de Ben se disolvió. Las llamas lamían la leña y espantaban a las sombras del bosque. Contempló al gato que dormía y experimentó una extraña sensación de serenidad. Ya no se sentía tan solo.

Tomó una gran bocanada de aire y suspiró. ¿No estaba ya solo? ¿A quién intentaba engañar?

Todavía se esforzaba por encontrar una respuesta cuando se quedó dormido.