Ben se despertó entre sombras y penumbra, y forzó la vista a través de un remolino de imágenes que se balanceaban como pecios y desechos que las aguas de un océano lanzaran contra la playa. Yacía sobre una especie de colchón, y notaba el contacto de su tapicería de cuero frío y suave en la cara. Lo primero que pensó fue que aún estaba vivo. Después se preguntó por qué.
Parpadeó, esperando que las imágenes dejaran de moverse y adquiriesen una forma definida. El recuerdo de lo ocurrido llegó a él con dolorosa intensidad. Nuevamente sintió rabia, frustración y desesperanza. Meeks había regresado a Landover. Meeks le había cogido por sorpresa. Había convertido en polvo la piedra de runas que Sauce le dio, lo había despojado de sus ropas y había utilizado la magia negra contra él hasta hacerle perder la conciencia y…
¡Oh, Dios mío!
Sus dedos buscaron en la parte delantera de la túnica y sacaron el medallón colgado de la cadena que rodeaba su cuello. Lo palpó en la penumbra, angustiado, mientras la desconfianza crecía dentro de su mente y la certeza de lo que iba a encontrar se abría paso entre sus pensamientos. La superficie grabada del medallón pareció emitir un destello. Durante un momento, creyó ver la conocida figura del Paladín saliendo a caballo de Plata Fina bajo el sol naciente. Luego el Paladín, el castillo y el sol desaparecieron, y sólo quedó la figura de Meeks, negra sobre una superficie deslustrada.
Ben tragó saliva para aliviar la sequedad que sentía en la garganta. Sus peores temores se confirmaban. Meeks le había robado el medallón de los reyes de Landover.
Lo invadió un sentimiento de desesperación, y trató de ponerse de pie. Lo logró al principio, gracias a una pequeña descarga de adrenalina que aumentó sus fuerzas. Permaneció de pie, y el remolino de imágenes se estabilizó lo suficiente para permitirle reconocer algo de su entorno. Se encontraba aún en Plata Fina. Identificó la habitación. Era una sala situada en la parte frontal del castillo, una sala de espera para invitados. Reconoció el banco sobre el que había yacido, tapizado en cuero rojizo y con patas de madera tallada. Supo dónde estaba, pero no por qué, al igual que tampoco sabía por qué estaba aún vivo…
Entonces las fuerzas volvieron a abandonarlo, sus piernas fallaron y volvió a derrumbarse en el banco. La madera crujió y el cuero protestó. Los ruidos alertaron a alguien que esperaba fuera. La puerta se abrió hacia dentro. Unos ojos penetrantes centellearon en un rostro de mono provisto de grandes orejas.
¡Era Juanete!
Entró y lo observó.
Jamás, en toda su vida, Ben se había alegrado tanto por ver a alguien. Habría abrazado al pequeño kobold si hubiera encontrado fuerzas para hacerlo. Tal como estaba, sólo pudo continuar echado, sonriendo estúpidamente y tratando de articular unas frases. Juanete le ayudó a incorporarse en el banco y esperó a que consiguiera hablar.
—Busca a Questor —dijo al fin, y volvió a tragar saliva para aliviar la sequedad del interior de su boca que era como de tiza—. Tráelo. Que nadie se entere de lo que haces.
Y ten cuidado. ¡Meeks está aquí, en el castillo!
Juanete se quedó mirándolo un momento más, con una expresión de perplejidad en el rostro, luego se dio la vuelta y salió de la habitación sin ningún comentario. Ben se tendió otra vez, exhausto. No sabía qué estaba haciendo allí el kobold, ni incluso lo que estaba haciendo él, pero era el toque de buena suerte que necesitaba. Si lograba encontrar pronto a Questor, podría agrupar a la guardia y poner fin a cualquier amenaza que Meeks pudiera representar. Era un mago poderoso, pero no lo suficiente para oponerse a tantos. Ben recuperaría el medallón robado, y Meeks se lamentaría de que se le hubiese ocurrido volver a Landover.
Cerró los ojos un instante para ordenar los recursos internos que le quedaban. Luego los abrió y dejó que recorrieran la habitación. Estaba vacía. La luz que emitían un candelabro de pared y otro colocado sobre una mesa alejaba las sombras. La luz del exterior se filtraba por debajo de la puerta cerrada. Consiguió ponerse en pie, y se quedó con las piernas apoyadas contra el banco. Todavía estaba vestido con las ropas de campesino que Meeks le había puesto. Sus manos parecían negras a causa de la suciedad. Un truco muy bueno, pensó Ben, pero no ha funcionado. Aún yo soy yo.
Respiró a fondo varias veces, procurando que su visión se estabilizara, intentando recuperar sus fuerzas. Podía sentir la calidez del castillo que se elevaba del suelo y penetraba a través de sus gastadas botas de trabajo. Podía sentir su vibración vital. Había una urgencia en aquel contacto que producía inquietud. Era como si el castillo percibiera el peligro en que se encontraba.
No te preocupes, todo saldrá bien, le dijo Ben sin palabras.
Oyó unas pisadas que se acercaban y la puerta se abrió. Pertenecían a Questor Thews y a Juanete. El mago vaciló un momento y luego entró. El kobold le siguió, cerrando la puerta tras él.
—¡Questor, gracias a Dios que ha venido! —exclamó Ben. Avanzó, extendiendo las manos como saludo—. Tenemos que actuar con rapidez. Meeks ha vuelto. Está aquí ahora, en alguna parte del castillo. No sé cómo lo ha logrado, pero me robó el medallón. Tenemos que alertar a la guardia y encontrarlo antes…
De repente se interrumpió a media docena de pasos de su amigo. Sus palabras se ahogaron en el silencio. Las manos del mago colgaban inertes en sus costados; no las extendió para recibir las suyas. El rostro de búho tenía una expresión dura.
Questor Thews miraba a Ben Holiday como si nunca en la vida hubiese visto a su rey.
Ben se puso rígido.
—Questor, ¿qué ocurre?
El mago siguió mirándolo con fijeza.
—¿Quién eres?
—¿Quién soy yo? ¿Qué significa esa pregunta? ¡Soy yo, Ben!
—¿Ben? ¿Te llamas Ben?
—¡Claro que me llamo Ben! ¿Cómo voy a llamarme? Ése es mi nombre, ¿no?
—Al parecer, eso crees tú.
—Questor, ¿de qué está hablando? ¡Lo creo porque es así!
Questor Thews frunció el entrecejo. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
—¿Tú Ben Holiday? ¿Tú el gran señor de Landover?
Ben lo contempló, asombrado. La incredulidad que revelaba la voz del mago era inequívoca.
—No me reconoce, ¿verdad? —preguntó.
El mago negó con la cabeza.
—No.
Ben sintió una fuerte opresión en la boca del estómago.
—¡Míreme! ¡No me reconoce por las ropas y la suciedad! ¡Míreme, por favor! Es obra de Meeks, me cambió las ropas, me ensució un poco. ¡Pero aún así soy yo!
—¿Y tú eres Ben Holiday?
—¡Claro que lo soy, maldita sea!
Questor le examinó durante un momento, luego respiró profundamente.
—Puede que tú creas que eres Ben Holiday. Puede que te creas el rey de Landover. Pero yo no. Lo sé porque acabo de estar con el rey… y no eras tú. Eres un intruso en este castillo. Un espía y quizás algo peor. Has entrado aquí sin que se te haya invitado, has escuchado conversaciones privadas, has atacado al gran señor en su dormitorio y ahora pretendes suplantarlo. ¡Si la decisión fuese mía, te haría apresar sin demora! Estás libre porque el gran señor ha ordenado que te deje marchar. Te sugiero que lo hagas inmediatamente. ¡Busca consuelo a tu aflicción, cualquiera que sea, y mantente alejado de aquí!
Ben estaba asombrado. No sabía qué hacer. Se oyó a sí mismo diciéndole a Meeks: «Con medallón o sin él, yo sigo siendo yo y usted sigue siendo usted».
Yoyó la respuesta de Meeks: «¿Estás seguro de eso?».
Se volvió hacia Juanete, buscando en los agudos ojos del kobold alguna señal de reconocimiento. No la había. Se precipitó hacia un espejo que colgaba en la pared junto a la entrada. Observó en la media luz la imagen que se reflejaba en el cristal. ¡Era su cara! ¡Era exactamente la misma de siempre! ¿Por qué no podían verla Questor y Juanete?
—¡Escúchenme! —Se volvió hacia ellos, frenético—. Meeks ha vuelto del viejo mundo, me ha robado el medallón y, de algún modo, me ha disfrazado para que nadie excepto yo pueda reconocerme. ¡Para mí no he cambiado de aspecto, pero sí para ustedes!
Questor cruzó los brazos ante el pecho.
—¿Tu aspecto es diferente para todos excepto para ti mismo?
Sonó tan ridículo que, durante un momento, Ben se quedó cortado.
—Sí —contestó al fin—. Y él se ha transformado para adoptar mi apariencia. Se ha valido de algún truco para robarme la identidad. ¡Yo no lo ataqué en su dormitorio! ¡Él me atacó a mí! —Dio un paso al frente, desplazando la mirada de un rostro al otro, sumido en la desesperación—. Él provocó los sueños, ¿no se dan cuenta? Lo planeó todo. ¡No sé por qué, pero así fue! ¡Es parte de su venganza por lo que le hicimos!
En los ojos de Questor había irritación, en los de Juanete indiferencia. Ben sintió que la situación se le escapaba de las manos.
—¡No pueden permitir que lo consiga, maldita sea! ¡No pueden permitir que continúe con esto! —Su mente trabajaba a toda velocidad—. Si yo no fuese quien digo que soy, ¿cómo iba a saber lo que sé? ¿Cómo iba a saber lo de los sueños? Yo soñé con Miles Bennett, usted con los libros de magia desaparecidos y Sauce con el unicornio negro. ¡Por Dios!, ¿dónde está Sauce? ¡Alguien tiene que avisarle! ¡Escuchen, maldita sea! ¿Cómo iba a saber que trajeron los libros anoche y que uno tenía unicornios dibujados? Sé eso, sé lo del medallón, sé… ¡Pregúntenme algo! ¡Por favor, pregúntenme algo! ¡Háganme un examen!
Questor movió la cabeza solemnemente.
—No tengo tiempo para estos juegos, quién quiera que seas. Sabes lo que sabes porque eres un espía y te enteraste de esas cosas espiando. Escuchaste nuestras conversaciones y las adaptaste a tus propósitos. Has olvidado que ya le confesaste todo al gran señor cuando te sorprendió merodeando por su dormitorio. Lo admitiste cuando se te presionó. Tienes suerte de que la guardia no te matara en el momento en que intentaste huir. Tienes suerte de…
—¡Yo no intenté huir! —gritó Ben con furia. Trató de tocar a Questor, pero Juanete se interpuso y lo apartó—. ¡Escúchenme! ¡Soy Ben Holiday! ¡Soy el gran señor de Landover! Yo…
Las puertas se abrieron y aparecieron los guardias, alarmados por las voces. Questor les hizo una seña, y los guardias sujetaron a Ben por los brazos.
—¡No hagáis esto! —gritó—. Dadme una oportunidad…
—¡Ya se te ha dado esa oportunidad! —dijo Questor fríamente—. ¡Tómala y vete!
Ben fue sacado de la habitación a la fuerza, mientras gritaba su identidad y protestaba por lo que le habían hecho. Su mente ardía de rabia y frustración. Vislumbró a lo lejos una figura alta, con ropaje oscuro, que contemplaba la escena. ¡Meeks! Gritó con fuerza, tratando de liberarse. Uno de los guardianes lo golpeó y sintió un dolor agudo. Su cabeza cayó y su voz dejó de oírse. ¡Tenía que hacer algo! ¿Pero qué? ¿Qué?
La figura tétrica desapareció. Questor y Juanete quedaron detrás. Ben fue arrastrado hasta la entrada del castillo y más allá de sus murallas. El puente que había reconstruido al ocupar el trono brillaba con la luz de las antorchas. Lo arrastraron por toda su longitud. Cuando llegó al otro lado, lo arrojaron al suelo.
—Buenas noches, majestad —se burló uno de los guardias.
—Venid a visitarnos pronto —dijo otro.
Se alejaron riéndose.
—La próxima vez nos escuchará —afirmó el primero.
Se quedó tumbado en el suelo durante un momento. La cabeza le daba vueltas. Después, se incorporó lentamente y se volvió para mirar las luces del castillo al otro lado del puente. Contempló las torres y las almenas que emitían su reflejo plateado bajo la luz de las ocho lunas de Landover y escuchó el sonido decreciente de las voces y el ruido sordo de las puertas al cerrarse.
Todo quedó en silencio.
Aún no podía creer lo que le había ocurrido.
—¡Madre! —susurró Sauce, con excitación y anhelo en su voz.
La luz lunar cubrió los grandes bosques de la región de los lagos con una mezcla de colores, su helada brillantez era un faro que combatía a las sombras. Chirivía estaba acampado en algún lugar entre aquellas sombras, esperando con paciencia su regreso. Elderew, la ciudad del Amo del Río, se hallaba lejos, envuelta en silencio mientras sus habitantes dormían. Elderew era la ciudad de donde procedía Sauce, hija del Amo del Río, pero aquella noche no había ido a visitar su ciudad ni a su padre.
Había ido a ver a la ninfa de los bosques que danzaba ante ella cómo una visión salida del mundo de las hadas.
Sauce se arrodilló en un extremo del claro rodeado de pinos añosos y observó como se desplegaba la magia. Su madre giraba y saltaba en la quietud de la noche, ligera y efímera, nacida del aire y movida por el viento. Era un ser pequeño, poco más que una voluta de vida. Iba vestida con una gasa blanca, transparente e ingrávida, y la piel verde pálido de su cuerpo de niña resplandecía bajo la tela. Su cabello plateado, que le llegaba a la cintura, ondeaba y rielaba con cada movimiento que hacía, como una estela de fuego blanco en la oscuridad nocturna. La música, que sólo ella podía oír, la hacía danzar.
Sauce la contemplaba arrobada. Su madre era un ser libre, tan libre que no podía vivir entre los humanos, ni siquiera entre los habitantes de la región de los lagos que procedían del mundo de las hadas. Había tenido una breve relación con el padre de Sauce, pero hacía mucho tiempo. Se unieron una sola vez. Él casi llegó a enloquecer por la ninfa de los bosques que no podía retener, y entonces ella desapareció. Nunca volvió. Sauce había nacido de esa breve unión, y era un recuerdo constante para su padre de la criatura fantástica a quien siempre quiso tener y nunca tuvo. Su deseo imposible avivó el amor y el odio. Sus sentimientos hacia Sauce habían sido siempre ambivalentes.
Sauce lo comprendía. Era una sílfide, un espíritu elemental, hija del constante duende de las aguas y de la inaprensible ninfa de los bosques. La propensión doméstica de su padre le daba estabilidad, pero también estaba imbuida del ánimo libre de su madre. Era una criatura contradictoria. Un ser amorfo, a la vez de carne y hueso y vegetal. Era humana durante la mayor parte del ciclo lunar y vegetal en la cúspide del ciclo, una sola noche cada veinte días. Ben sufrió un fuerte impacto la primera vez que la vio transformarse. Se convirtió en árbol en aquel mismo claro, alimentándose de la energía que otorgaba su madre a la tierra en que danzaba. Ben quedó impresionado, pero ella era lo que era, y él había llegado a aceptarlo. Llegaría un día en el que incluso la amaría por eso, pensaba Sauce. No ocurría lo mismo con su padre. Su amor estaba condicionado y siempre lo estaría. Todavía se hallaba cautivo del insaciable deseo que su madre provocaba en él. Sauce sólo parecía aumentar el peso de las cadenas que lo ligaban.
Ésa era la razón de que no hubiese acudido a su padre para que le ayudara a comprender el sueño del unicornio negro, prefiriendo a su madre.
Ésta se acercó, girando y moviéndose con una gracia y energía que desafiaban la imaginación. Aunque salvaje y, a su modo, cautiva de sus propios deseos a los que no se podía resistir, su madre la amaba sin condiciones, sin medida. Acudía cuando Sauce la necesitaba, y el vínculo entre ellas era tan fuerte que se comunicaban con el pensamiento. En aquel momento, se hablaban en el silencio de sus mentes, intercambiando imágenes de amor y cariño. El vínculo se fortaleció, formando un entramado que convertía los pensamientos en palabras…
—Madre —susurró Sauce por segunda vez.
Sintió que soñaba. Su madre seguía danzando, y captó en los movimientos frenéticos y armoniosos la visión que la había llevado allí. El unicornio negro apareció de nuevo, una criatura de belleza exquisita y terrible. Se encontraba ante ella en el oscuro bosque de su primer sueño. Su figura esbelta resplandecía débilmente entre la luz lunar y las sombras como si fuese un fantasma. Sauce sacudió la cabeza al verlo. En un momento era una criatura fantástica, al siguiente un demonio de Abaddon. Su cuerno destelló y sus pezuñas escarbaron en la tierra del bosque. Con la cabeza baja, embistió con un movimiento rápido, luego retrocedió cautelosamente. Parecía atrapado en la indecisión.
¿Qué le sucede?, se preguntó Sauce, sorprendida.
Bajó la vista de repente y halló la respuesta en sus manos. Sostenían una brida de oro trenzado. Era la brida que controlaría al unicornio; lo supo por instinto. La acarició y notó la textura y los hilos suaves en sus dedos. Una extraña corriente de emociones la atravesó. ¡Cuánto poder ofrecía la brida! Sintió que con ella podía hacer suyo al unicornio. Ya no quedaban unicornios, excepto en el mundo de las hadas, adonde ella nunca podría volver. No había ninguno más que aquel, y podría ser suyo si lo deseaba. Sólo tenía que extender la mano…
No. La cautela la invadió de repente. Si tocaba a aquella criatura, aunque sólo fuese un instante, estaría perdida. Lo sabía. Lo había sabido siempre. Tenía que llevar la brida a Ben para que le perteneciese a él…
Entonces el unicornio alzó la cabeza, mostrando su belleza y gracia. Su cara negra tenía una simetría perfecta y su larga crin ondeó como seda en un soplo de viento. Había miedo en sus ojos, un miedo que no estaba relacionado con la sílfide ni la brida de oro, un miedo a algo que sobrepasaba su poder de comprensión. Sauce se quedó paralizada por ese terror. Los ojos del unicornio negro amenazaban con absorberla. El sueño la cercó. Parpadeó para romper el encantamiento y vislumbró algo más que miedo en los ojos de la criatura. Vio una inequívoca demanda de ayuda.
Sus manos se levantaron, casi por voluntad propia, y sostuvieron ante ella la brida como si fuese un talismán.
El unicornio negro resopló, emitiendo un brusco sonido de espanto, y las sombras del bosque parecieron refulgir en respuesta. De pronto, el sueño se desvaneció en humo y el unicornio desapareció. La madre de Sauce danzaba, otra vez sola, en el claro rodeado de pinos. La ninfa de los bosques hizo su pirueta final, como una partícula de luz de luna en un fondo de oscuridad. Después se deslizó en dirección adonde su hija estaba arrodillada.
Sauce se echó hacia atrás sobre sus talones, exhausta, con las fuerzas agotadas por la tensión a que había estado sometida en el sueño.
—Oh, madre —murmuró, y estrechó las pálidas manos verdes—. ¿Qué he visto? —Entonces sonrió dulcemente y las lágrimas salieron de sus ojos y resbalaron por sus mejillas. Pero no tiene sentido que te lo pregunte a ti, ¿verdad? Tú no sabes más que yo de esto. Tú danzas sólo lo que sientes, no lo que sabes.
Los rasgos delicados de la madre cambiaron de un modo apenas perceptible: un descenso de la mirada y una ligera contracción de la boca. Comprendía, pero no podía ayudar. Su baile era una vía hacia el saber, pero no su fuente. La magia funcionaba así con los seres elementales.
—Madre. —Sauce estrechó aún más las manos pálidas, extrayendo fuerza de su contacto—. Debo saber la razón de los sueños del unicornio y la brida de oro. Debo saber por qué se me muestra algo que me atrae y me asusta a la vez. ¿Qué parte tengo que considerar?
Las pequeñas manos se tensaron y retrocedieron. La madre respondió con un sonido breve, semejante al de un pájaro, que resonó en la noche del bosque.
El cuerpo menudo de Sauce se inclinó hacia su madre y una especie de escalofrío hizo que se estremeciera.
—¿Hay alguien en la región de los lagos que pueda ayudarme a entender? —preguntó con voz suave—. ¿Hay alguien que sepa? —La expresión de su rostro se hizo más apremiante—. Madre, debo ir a verlo. ¡Esta noche!
De nuevo la madre respondió de forma rápida y misteriosa. Se levantó y giró velozmente en el claro y volvió. Sus manos gesticulaban de modo frenético.
Mañana, dijeron. Esta noche no es posible. Tienes ocupación esta noche.
El rostro de Sauce se alzó.
—Sí, madre —susurró, aceptándolo.
Comprendió. Podía desear que fuese de otro modo, y en realidad lo había deseado más de una vez, pero no podía negar el hecho. El ciclo de veinte días tocaba a su fin. Tenía que producirse el cambio. La necesidad era tan acuciante que apenas podía controlarla. Se estremeció de nuevo. Debía apresurarse.
De repente se acordó de Ben y deseó que estuviese allí con ella.
Se levantó y caminó hasta el centro del claro. Sus brazos se elevaron hacia el cielo como para dibujar en la luz coloreada de las lunas. Un resplandor la envolvió y pudo sentir la esencia de su madre que emanaba de la tierra sobre la que había danzado. Comenzó a alimentarse de ella.
—Quédate cerca de mí, madre —le rogó mientras su cuerpo temblaba.
Sus pies se arquearon y dividieron, formando raíces que serpentearon por la tierra oscura hasta penetrar en ella. Sus manos y sus brazos se alargaron para convertirse en ramas, y comenzó la transformación.
En pocos momentos, se completó. Sauce había desaparecido. Ahora era el árbol cuyo nombre llevaba y así permanecería hasta el amanecer.
La madre se aproximó a ella, como el fantasma de una niña que saliera de las sombras. Se quedó sentada e inmóvil durante un rato. Después los brazos pálidos y delgados rodearon el tronco rugoso que albergaba la vida de su hija y lo abrazó con fuerza.
El amanecer estaba cerca. Las lunas de Landover comenzaban a desvanecerse una tras otra, y las sombras de la noche iban cediendo ante la luz dorada que se expandía lentamente en el horizonte oriental.
Questor Thews estaba recorriendo los salones de Plata Fina. Su figura esquelética, con su túnica gris y las faltriqueras de colores, vagaba inquieta por todas partes como si hubiese perdido a su mejor amigo. Dobló una esquina próxima al vestíbulo de la entrada principal y se topó con Abernathy.
—¿Dando un paseo tan de mañana? —inquirió el amanuense con socarronería.
Questor gruñó y las arrugas de su frente se acentuaron.
—No he logrado conciliar el sueño, y no tengo ni idea de por qué. Hay razones suficientes para estar cansado, el cielo lo sabe.
El rostro peludo de Abernathy no reveló nada de lo que pensaba sobre eso. Se encogió de hombros y dio media vuelta para caminar junto al mago.
—Me he enterado de que han cogido a alguien que se introdujo en el dormitorio del gran señor. Alguien que afirmaba ser el rey.
Questor lanzó otro gruñido.
—Un loco. Tuvo suerte de que lo soltásemos. Lo ordenó el gran señor. «Sacadlo de la isla», dijo. Yo no habría sido tan generoso si hubiera tenido que decidir, te lo aseguro.
Siguieron caminando.
—Es extraño que el gran señor se limitara a expulsarlo —comentó Abernathy, arrugando la nariz—. Por lo general, encuentra mejor empleo para sus enemigos.
—Hummmmm. —Questor pareció no oírlo. Estaba negando con la cabeza algo—. Me resulta curioso que el hombre supiese tanto sobre los sueños. Conocía la existencia de los libros de magia, la visita del gran señor a su viejo mundo, lo referente al unicornio… —Se interrumpió durante un momento—. Parecía saberlo todo. Parecía tan seguro de sí…
Ninguno de los dos habló durante un rato. Questor pasó delante al subir una escalera que conducía a un corredor que daba a los parapetos exteriores de la parte frontal del castillo. Debajo, el puente que conectaba la isla con la tierra firme se extendía sobre el lago neblinoso y vacío. Questor contempló la otra orilla entre la penumbra menguante, recorriendo el borde del agua. El rostro de búho estaba tenso.
—Parece que el intruso se ha ido —dijo al fin.
Abernathy lo miró con curiosidad.
—¿Esperabas otra cosa? —preguntó.
La respuesta a su pregunta no llegó. Questor continuó con la vista fija en la orilla opuesta del lago, sin decir una sola palabra.