Después, Ben Holiday recordaría lo errada que fue su decisión de aquella noche. Recordaría las palabras con claridad. Aquello podía esperar. Habría tiempo al día siguiente. Recordaría esas palabras como si se le hubieran indigestado. Reflexionaría amargamente sobre la confianza injustificada que le proporcionaron.
Eso es lo maravilloso de mirar atrás, desde luego. Siempre se veían las cosas pasadas a la perfección.
El problema se inició casi de inmediato. Se fue a su dormitorio desde el estudio, se puso la camisa de dormir y se metió entre las sábanas. Estaba exhausto, pero el sueño tardaba en llegar. Lo habían excitado los acontecimientos del día, y el misterio de los sueños corría por su mente como una rata acorralada. Había cercado a la rata, pero no podía atraparla. Era una especie de sombra que se deslizaba sin esfuerzo. Podía ver su silueta, pero no definir su forma.
Los ojos de la entelequia desprendían un resplandor carmesí en la oscuridad.
Parpadeó y se incorporó, apoyándose en los codos. La piedra de runas que Sauce le había dado emitía un fuego rojizo sobre la mesilla de noche donde descansaba. Volvió a parpadear, ahora consciente de que estaba empezando a dormirse, cuando la luz lo obligó a regresar a la vigilia. El color de la piedra anunciaba la amenaza de un peligro, al igual que había hecho durante todo el viaje de vuelta.
Pero, maldita sea, ¿dónde estaba el peligro?
Se levantó y recorrió la habitación como un animal acechando a su presa. Allí no había nada. Sus ropas colgaban sobre la silla en que las había dejado, la bolsa de viaje ocupaba el mismo sitio en el suelo del vestidor. Se quedó de pie en el centro de la habitación durante un momento y dejó que la calidez de la vida del castillo lo abrazara. Plata Fina respondió con un calor acogedor e íntimo que lo envolvió de la cabeza a los pies. El castillo permanecía inalterado.
Frunció el entrecejo. Quizás la piedra se equivocaba.
De cualquier modo, era inquietante. La cubrió con una toalla y volvió a la cama. Esperó un momento, cerró los ojos, los abrió de nuevo, los cerró una segunda vez. La oscuridad en que estaba sumido no le molestaba. La rata se había ido. Las preguntas y las respuestas se mezclaron y se disolvieron en la noche. Comenzó a adormecerse.
Entonces, soñó. Había imágenes de unicornios, algunos negros, otros blancos, y los rostros finos e intemporales de las hadas. Había imágenes de sus amigos, tanto del pasado como del presente, y de los proyectos que había imaginado para su reino y su vida. Las imágenes se movían en su subconsciente y, al hacerlo, lo arrullaban como las olas de un mar sin fin.
Entonces un extraño fuego prendió en su mente, interrumpiendo el flujo. Unas manos salieron de la nada y sus dedos agarraron la cadena que llevaba al cuello. Y sus propias manos y sus dedos, ¿qué estaban haciendo?
¡De repente, vio la imagen de Meeks!
Surgió de una niebla negra. La figura alta y esquelética del mago iba envuelta en su capa azul eléctrico, y su rostro era tan rugoso y duro como el hierro sin fundir. Parecía la muerte en busca de una nueva víctima, con una manga vacía y la otra acabada en una garra negra que bajaba poco a poco.
Ben se despertó sobresaltado, apartó las sábanas con los pies y extendió una mano ciegamente en la oscuridad. Parpadeó y forzó la vista. La llama de una vela brillaba en un rincón de la habitación; un toque solitario de blanco y dorado en contraste con el resplandor rojizo que emitía la piedra de runas de Sauce, que fulguraba en frenético aviso sobre la mesilla. La toalla que la cubría había desaparecido. Ben pudo sentir la presencia del peligro que anunciaba. Su respiración se transformó en un jadeo entrecortado, y fue como si una mano gigantesca oprimiera su pecho. Trató de apartarla, pero los músculos no le obedecieron. Su cuerpo parecía pegado al lugar en que se hallaba.
Algo se movía en la oscuridad, algo enorme.
Trató de gritar, pero sólo consiguió producir un susurro.
Una figura se materializó, cubierta por una luz escarlata como la sangre. La figura estaba de pie y, con una voz que sonaba como uñas rascando una pizarra, dijo:
—Nos encontramos de nuevo, señor Holiday.
Era Meeks.
Ben no podía hablar, sólo mirar. Era como si la imagen que se le había aparecido durante su visita al viejo mundo hubiera logrado seguirlo. Pero no era una imagen. Lo supo al instante. ¡Era real!
Meeks esbozó una leve sonrisa, que le proporcionó un aspecto más humano. La apariencia de animal de rapiña se había desvanecido.
—¿Qué? ¿No encuentra palabras de saludo, ni de advertencias valerosas? ¿Ni siquiera una amenaza? ¡Qué impropio de usted, señor Holiday! ¿Qué le ocurre? ¿Se ha comido su lengua el gato?
Los músculos de la garganta y la cara de Ben se tensaron mientras se esforzaba en recuperar el autocontrol. Estaba paralizado. Los ojos opacos y aterrorizadores de Meeks parecían atarle con cuerdas irrompibles.
—Sí, sí, sé que lo desea, ¿no es cierto, señor Holiday? ¡Pero es tan difícil! ¡Conozco bien esa sensación! ¿Recuerda lo que me hizo? ¿Lo recuerda? Se burló de mí en el cristal de visión, mi única conexión con este mundo, y luego lo destrozó. Me rompió los ojos, señor Holiday, y me dejó ciego. —Su voz se había convertido ahora en un silbido de furia—. ¡Oh sí, sé como se siente uno cuando se está paralizado y solo!
Dio un paso adelante y se detuvo, inclinando su rostro macilento, enrojecido por la luz de la piedra. Parecía gigantesco, con unas proporciones increíbles.
—Es usted un cretino, rey de comedia, ¿lo sabía? Creyó que podía jugar conmigo y no trató de comprender que era yo quien establecía las reglas. ¡Yo soy quien dirige los juegos, hombrecito, y usted es sólo un novato! Le hice rey de este país. Y puse a su alcance todo lo que podía ofrecer. ¡Usted me lo arrebató como si tuviera derecho a ello! ¡Me lo arrebató como si le perteneciera!
Temblaba de furia, los dedos de su mano enguantada se engarfiaban, formando una garra. Ben nunca había sentido tanto terror en su vida. Deseaba desaparecer dentro de sí mismo, esconderse bajo las sábanas. Deseaba hacer algo, algo que le permitiera escapar de aquel horrible anciano.
Entonces Meeks se irguió y, de repente, la furia de su rostro fue reemplazada por una fría indiferencia. Apartó la vista.
—Bueno, ahora ya no importa. El juego ha terminado. Ha perdido, señor Holiday.
El sudor resbalaba por la espalda rígida de Ben. ¿Cómo era posible que estuviera ocurriendo aquello? Meeks se había quedado atrapado en su antiguo mundo. Tenía cerrada la entrada a Landover mientras él poseyera el medallón.
—¿Quiere saber cómo llegué hasta aquí, señor Holiday? —preguntó Meeks como si hubiese leído su pensamiento—. En realidad fue sencillo. Dejé que me trajese. —Al ver la expresión de la cara de Ben soltó una carcajada—. Sí, señor Holiday, así es. Usted es el responsable de que me encuentre aquí. ¿Qué le parece?
Avanzó hasta situarse junto a la cama. Su rostro arrugado se inclinó para acercarse al suyo. Ben podía percibir su olor.
—Yo provoqué los sueños, señor Holiday. Se los envié a usted, a mi hermanastro y a la sílfide. Yo los envié. ¡No todos mis poderes se perdieron con la destrucción del cristal!
¡Todavía podía llegar a usted, señor Holiday! ¡Cuando estaba dormido! Podía tender un puente entre los dos mundos a través de su subconsciente. Mi estúpido hermanastro olvidó ese detalle cuando lo previno contra mí. El sueño fue la única herramienta que necesité para volver a controlarlo. ¡Qué vivida puede ser la imaginación! ¿Le pareció apremiante el sueño que le envié, señor Holiday? No cabe duda. El propósito del sueño era que me trajese, y lo logró. Sabía que iría si su amigo Bennett lo necesitaba. Sabía que no podría evitarlo. Fue así de sencillo, señor Holiday. La imagen que encontró al final del túnel del tiempo era mágica y me alertó de su vuelta, permitiéndome seguir sus movimientos. Se instaló dentro de usted, y ya no pudo librarse de mí.
El corazón de Ben se contrajo. Debía haber tenido en cuenta la posibilidad de que Meeks usara la magia para seguirle paso a paso. Debía haber sabido que el mago no dejaría nada al azar. Había sido un imbécil.
Meeks sonreía sarcásticamente.
—La segunda imagen fue un truco aún más interesante. Apartó su atención de donde yo estaba en realidad. ¡Oh, sí, estaba allí con usted, señor Holiday! ¡Estaba detrás de usted! Mientras se preocupaba por mi imagen, yo me deslicé entre sus ropas, reducido al tamaño de un insecto diminuto. Me quedé sobre usted y dejé que me trajese a Landover. El medallón sólo permitía su paso, señor Holiday; pero, como yo formaba parte de usted, pude pasar.
Estaba escondido en mis ropas, pensó Ben con desesperación, conmigo durante todo el camino de vuelta y no lo noté. Por eso la piedra de runas resplandecía en advertencia. ¡La amenaza estaba allí, pero no podía verla!
—Resulta irónico, ¿verdad, señor Holiday? Usted me ha traído. —La piel de las mejillas y la frente de Meeks estaba atirantada por la amplitud de su sonrisa, y su cara parecía una calavera—. Tenía que regresar, ¿sabe? ¡Tenía que regresar de inmediato a causa de su maldito e insistente entrometimiento! ¿Tiene idea de los problemas que me ha causado? No, desde luego que no. No tiene ni idea. Ni siquiera sabe de qué estoy hablando. ¡No entiende nada! ¡Y, en su ignorancia, casi ha destruido lo que me había costado años crear! ¡Lo ha destrozado todo! ¡Usted y su campaña para convertirse en rey de Landover!
De nuevo montó en cólera, y sólo con gran esfuerzo logró controlarse. A pesar de ello, las palabras salían de su boca como bilis.
—No importa, señor Holiday, no importa. Todo eso no significa nada para usted, así que carece de sentido dar más explicaciones. Ahora tengo los libros, y no me puede hacer daño. Tengo lo que necesito. Su sueño me ha proporcionado dominio sobre usted, el sueño de mi hermanastro me ha proporcionado los libros, y el sueño de la sílfide me proporcionará…
Se interrumpió bruscamente, casi como si hubiera hablado en exceso. En sus ojos pálidos y duros había una inquietud extraña. Parpadeó, haciéndola desaparecer. Hizo un gesto con la mano como para borrar lo dicho.
—Todo. Los sueños me lo darán todo —concluyó.
El medallón, pensaba Ben, lleno de angustia. Si consiguiera poner mis manos sobre el medallón…
Meeks rió incisivamente.
—Sin duda, hay muchas cosas que desearía decirme, ¿verdad, Holiday? Y hacer otras muchas, supongo. —El rostro arrugado se le acercó más. Los ojos duros lo miraban con fijeza—. Bueno, le daré una oportunidad, rey de comedia. Le daré la oportunidad que me negó cuando aplastó el cristal y me expulsó de mi patria.
Uno de los dedos huesudos se dobló ante los asombrados ojos de Ben.
—Pero primero tengo algo que enseñarle. Lo tengo aquí precisamente, colgado del cuello. —Su mano se metió entre las ropas—. Mírelo bien, señor Holiday. ¿Lo ve?
Sacó la mano con lentitud. Entre los dedos había una cadena de la que colgaba el medallón de Ben.
Meeks esbozó una sonrisa de triunfo al ver la desesperación en sus ojos.
—¡Sí, señor Holiday! ¡Sí, rey de comedia! ¡Sí, pobre imbécil! Es su precioso medallón. La llave de Landover. Y ahora me pertenece. —Lo hizo oscilar ante él, permitiendo que girara para reflejar la luz que desprendía la piedra de runas y la llama de la vela. Sus ojos se entrecerraron. ¿Quiere saber cómo conseguí el medallón? Usted me lo dio en un sueño que le produje, señor Holiday. Se quitó el medallón y me lo entregó. Lo hizo por propia voluntad. Yo no podía quitárselo a la fuerza, pero usted me lo dio.
Meeks parecía un gigante que amenazaba con aplastar a Ben, alto, oscuro, destacándose en las sombras. Su respiración silbaba.
—Creo que ya no puedo decirle nada que no sepa, ¿verdad, señor Holiday?
Hizo un gesto rápido con la mano y las cadenas invisibles que mantenían a Ben paralizado cedieron. Ahora podía hablar y moverse de nuevo. Sin embargo no lo hizo. Se limitó a esperar.
—Búsquelo bajo su camisa de dormir, señor Holiday —le indicó el mago.
Ben obedeció. Sus dedos se cerraron sobre un medallón unido a una cadena. Se lo quitó lentamente. Tenía el mismo tamaño y forma del que había poseído con anterioridad y ahora estaba en poder de Meeks. Pero el grabado de su superficie era distinto. Ya no mostraba al Paladín, Plata Fina y el sol naciente. Ya no era de plata pulida. El nuevo medallón era de un negro mate, sucio, con la figura de Meeks en relieve.
Ben lo contempló horrorizado, lo tocó con incredulidad y lo dejó caer como si le hubiera quemado.
Meeks asintió, lleno de satisfacción.
—Está en mi poder, señor Holiday. Puedo hacer con usted lo que quiera. Es evidente que podría destruirlo sin más complicaciones, pero no lo haré. Sería un final demasiado fácil para quien tantos problemas me ha causado. —Se detuvo un instante y la sonrisa reapareció, dura e irónica—. En vez de eso, señor Holiday, creo que le dejaré en libertad.
Retrocedió varios pasos, esperando. Ben dudó, luego se levantó de la cama mientras su mente se esforzaba en encontrar un camino para salir de aquella pesadilla. No tenía ningún arma a mano. Meeks se interponía entre él y la puerta del dormitorio.
Avanzó un paso.
—Ah, una cosa más. —La voz de Meeks lo detuvo con tanta contundencia como si hubiera colocado ante él un muro de piedra. El rostro duro y viejo era una masa de hondonadas y montañas erosionadas por el tiempo.
—Está libre, pero tendrá que marcharse del castillo. Ahora. Como puede comprender, señor Holiday, ya no pertenece a este lugar. Ya no es el rey. De hecho, ya no es siquiera usted mismo.
Alzó una mano. Se produjo un leve destello de luz y la camisa de dormir de Ben desapareció. Se encontró vestido con ropas de trabajo: unos burdos pantalones de lana y una túnica, capa de lana y botas gastadas. Estaba sucio y olía a animales.
Meeks lo estudió desapasionadamente.
—Una persona sin relieve, uno de tantos, Ben Holiday. Eso es lo que será en adelante. Trabaje con todas sus fuerzas y tal vez logre progresar. En este país hay oportunidades incluso para los que son como usted. No volverá a ser rey, eso es evidente. Pero puede encontrar otra ocupación aceptable. Eso espero. No me gustaría imaginarlo como un menesteroso. Lamentaría que tuviera que soportar penurias. La vida es muy larga, ya sabe.
Su mirada se dirigió de repente a la piedra de runas.
—Por cierto, ya no la necesitará.
Su mano se alzó y la piedra voló hacia ella desde la mesilla de noche. Sus dedos se cerraron y la piedra se convirtió en polvo al tiempo en que se apagaba su luz rojiza.
Volvió a mirar a Ben, con su sonrisa dura y fría dibujada en el rostro.
—¿Dónde estábamos? Ah sí, estábamos hablando de su futuro. Puedo asegurarle que lo controlaré con gran interés. El medallón me mantendrá informado. No intente quitármelo; ni se le ocurra. Una magia especial me protege contra esa estupidez, una magia que le acortaría la vida considerablemente si la desafiara. Y no quiero que muera, señor Holiday, al menos durante mucho tiempo.
Ben contemplaba con incredulidad al mago. ¿Qué clase de juego se traía entre manos? Hizo un cálculo rápido de la distancia que lo separaba de la puerta del dormitorio. Podía moverse y hablar, estaba libre de aquello que lo había paralizado. Debía intentar huir.
Entonces vio que Meeks lo observaba, lo examinaba como un gato a un ratón acorralado, y el miedo cedió ante la furia y la vergüenza.
—Esto no funcionará Meeks —dijo, controlando la voz—. Nadie lo aceptará.
—¿No? —Meeks mantenía la sonrisa—. ¿Y por qué, señor Holiday?
Ben tomó una bocanada de aire y avanzó un par de pasos para calcular bien.
—Porque estas ropas viejas que me ha puesto no engañarán a nadie. Y, con medallón o sin él, yo sigo siendo yo y usted sigue siendo usted.
Meeks arqueó las cejas, en un gesto burlón.
—¿Está seguro, señor Holiday? ¿Seguro de veras?
Ben sintió una punzada de duda en el fondo de su mente, pero evitó que se reflejara en sus ojos. Desvió la vista hacia el gran espejo que reproducía su imagen y se sintió aliviado al descubrir que, al menos físicamente, seguía siendo la misma persona que siempre había sido.
Pero Meeks parecía tan seguro… ¿Lo habría cambiado de algún modo imperceptible para él?
—Esto no funcionará —repitió, acercándose a la puerta mientras hablaba, tratando de adivinar qué era lo que Meeks sabía y él ignoraba, porque seguramente sería algo…
La carcajada de Meeks fue aguda y ácida.
—¿Por qué no comprobamos qué funciona y qué no, señor Holiday?
La mano enguantada describió un semicírculo ascendente, con los dedos abiertos, y en sus puntas estalló un fuego verde. Ben se lanzó hacia delante en una embestida, tropezando con la tétrica figura del mago, rodando a toda velocidad para esquivar el fuego e incorporándose de nuevo. Llegó hasta la puerta cerrada en un impulso y sus dedos asieron el picaporte en el mismo momento en que la magia lo alcanzaba. Trató de gritar, pero no pudo. Las sombras lo envolvieron, lo sofocaron, y no pudo resistirse al sueño que antes se mostró esquivo con él.
Ben Holiday sintió un escalofrío y se sumió en la oscuridad.