La segunda aparición de Meeks no provocó en Ben Holiday el mismo pánico que la primera. No se quedó paralizado, ni experimentó la misma confusión. Estaba sorprendido, pero no asustado. Después de todo, ahora tenía cierta idea de lo que sucedería. No era más que otra aparición del mago desterrado. Alto, envuelto en ropajes de color azul metálico, con el cabello canoso, el rostro arrugado y el guante de cuero negro alzado como una garra, no era más que una aparición.
¿O no lo era?
Meeks empezó a acercarse y, de repente, Ben ya no estuvo seguro. Los ojos azul acuoso destellaban avivados por el odio, y las duras facciones contorsionadas le conferían un aspecto no del todo humano. Meeks se aproximaba cada vez más, deslizándose sin ruido por el corredor vacío e iluminado por fluorescentes. Su figura parecía crecer. Ben se mantuvo en su lugar con dificultad, buscando con una mano el bulto tranquilizador del medallón bajo su camisa. Pero ¿qué protección podía ofrecerle allí? Su mente trabajaba sin descanso. Se acordó de la piedra de runas. ¡La piedra le diría si existía verdadera amenaza! Su mano libre rebuscó frenéticamente en el bolsillo de sus pantalones, tratando de encontrarla. La figura se hallaba ya casi a su alcance. A pesar de su resolución, Ben retrocedió un paso. ¡No lograba encontrar la piedra!
Meeks estaba justo delante, tétrico y amenazador. Ben no pudo evitar encogerse cuando el mago se interpuso entre él y la luz…
Entonces, levantó la vista y se encontró solo en el corredor desierto, contemplando el espacio vacío, escuchando el silencio.
Meeks había desaparecido, era otra aparición inmaterial.
Había encontrado la piedra encajada en un ángulo del bolsillo de su pantalón, y la sacó. Su color era rojo sangre y quemaba.
—¡Demonios! —gruñó, irritado y asustado al mismo tiempo.
Se tomó un momento para recobrar la sensatez, revisando el corredor para asegurarse de que no había nada oculto. Después, al descubrir que mantenía una agazapada postura de defensa, se irguió y atravesó las puertas del ascensor. Nada se movía a su alrededor. Al menos, en apariencia estaba solo por completo.
Pero ¿por qué esa segunda visión? ¿Sería otro aviso? ¿Sería un aviso de Meeks o para Meeks?
¿Qué estaba pasando?
Dudó sólo un instante antes de girar bruscamente a la izquierda hacia las puertas de vidrio de las oficinas de Holiday y Bennett. Ante cualquier cosa que estuviese ocurriendo, lo más sensato era avanzar. Meeks debía de saber que, tarde o temprano, iría a visitar a Miles. Eso no significaba que Meeks se hallase allí, ni siquiera cerca de allí. La aparición podía ser otra contraseña para avisarle de la llegada de Ben. Si conseguía ser lo bastante rápido, se marcharía antes de que Meeks pudiera actuar.
Las luces del vestíbulo de las oficinas estaban apagadas. Tiró del picaporte de la puerta de entrada y la encontró cerrada. Eso era normal. Miles nunca dejaba abierta la puerta principal ni encendidas las luces cuando trabajaba solo. Ben iba preparado para eso. Sacó la llave de la oficina y la metió en la cerradura. Ésta giró con facilidad, abriendo la puerta. Entró, se guardó la llave en el bolsillo y dejó que se cerrase tras él.
Una radio sonaba suavemente; Willie Nelson, la clase de música que le gustaba a Miles. Dirigió la mirada hacia el pasillo interior y vio que salía luz del despacho de su amigo. Esbozó una sonrisa. Estaba allí.
Tal vez. Una nueva oleada de dudas y desconfianza lo invadió, haciendo desaparecer la sonrisa. Era mejor prevenir que curar, se dijo, pronunciando las palabras del viejo refrán como si fuese las de un encantamiento para alejar a los malos espíritus. Sacudió la cabeza. Deseó poder encontrar algún sistema para asegurarse de que Meeks…
Recorrió el pasillo sin hacer ruido hasta llegar a la entrada iluminada. Miles Bennett estaba sentado ante su mesa de despacho, absorto en sus libros de derecho; a un lado tenía un cuaderno amarillo lleno de notas. Había ido a trabajar con chaqueta y corbata, pero el nudo de ésta estaba flojo y la chaqueta abandonada sobre un sillón. Levantó la vista como si hubiera sentido la presencia de Ben, y sus ojos se desorbitaron.
—¡Por todos los santos! —Fue a levantarse, pero luego se dejó caer—. Doc, ¿de veras eres tú?
Ben sonrió.
—Sí, de veras soy yo. ¿Cómo te van las cosas muchacho?
—¿Cómo me van? ¿Has preguntado cómo me van? —dijo Miles en tono de incredulidad—. ¿Qué maldita clase de pregunta es ésa? Te largas a Sangri-La o adonde sea, permaneces ausente más de un año, nadie oye ni una palabra de ti, luego vuelves un día, surgiendo de la nada, y quieres saber cómo me va. ¡Maldito sinvergüenza!
Ben asintió desvalidamente e intentó decir algo. Miles le dejó balbucear durante un momento, luego soltó una carcajada y se puso en pie, como un enorme osito de felpa un poco ajado vestido de ejecutivo.
—Bueno, ven aquí, Doc. No te quedes en el umbral como el hijo pródigo al volver, aunque eso es lo que eres. ¡Ven aquí, siéntate, cuéntame! ¡Maldita sea, no puedo creer que seas realmente tú!
Se apresuró a rodear el escritorio, extendió su manaza, cogió la de Ben y la estrechó con energía.
—Estaba a punto de darte por perdido, ¿sabes? A punto de darte por perdido. Al no saber nada de ti, daba por seguro que te había ocurrido algo. Ya sabes que en este trabajo la cabeza no deja de funcionar. Empecé a imaginar todo tipo de cosas. Incluso pensé en recurrir a la policía o a alguien semejante, pero no me atrevía a contar que mi socio se había ido a cazar duendes y dragones.
De nuevo rió, esta vez con tanta fuerza que se le saltaron las lágrimas, y Ben lo secundó.
—Probablemente reciben muchas llamadas como ésa.
—¡Seguro, eso es lo que hace de Chicago la estupenda pequeña ciudad que es! —Miles se enjugó los ojos. Llevaba una camisa azul arrugada y pantalones de vestir. Parecía un gigante—. Oye Doc, no te imaginas lo que me alegro de verte.
—Yo también, Miles. —Miró a su alrededor—. No se ve que haya habido muchos cambios desde que me fui.
—No, hemos mantenido un santuario vivo en tu recuerdo. —Miles paseó la mirada por la habitación y luego se encogió de hombros—. De todas formas, no hubiéramos sabido por dónde empezar. Este lugar es una obra monumental de art déco. —Sonrió, esperó durante un momento que Ben dijera algo y, como no lo hizo, se aclaró la garganta con nerviosismo—. Así que estás aquí, ¿eh? ¿Te importaría decirme qué ha ocurrido en fantasilandia, Doc? Si no es demasiado doloroso para ti. Pero si prefieres no hablar de eso…
—Podemos hablar.
—No, no hay por qué hacerlo. Olvida la pregunta. Olvídalo todo. —Miles se mostraba nervioso ahora, apurado—. Es una sorpresa que hayas aparecido así… ¡Ah, mira, tengo algo para ti! Lo guardé para cuando volviéramos a encontrarnos. Mira, lo tengo aquí, en el cajón. —Rodeó de nuevo el escritorio y comenzó a revolver en el fondo del cajón—. ¡Aquí está!
Sacó una botella de Glenlivet, aún precintada, y la colocó sobre la mesa. Dos vasos fueron a hacerle compañía.
Ben sacudió la cabeza y sonrió agradecido. Su whisky favorito.
—Hacía mucho tiempo, Miles —admitió.
Miles rompió el precinto, descorchó la botella y vertió dos dedos en cada vaso. Le pasó uno a Ben y levantó el suyo en un brindis.
—Por el delito y otras formas de diversión —dijo.
Los vasos se tocaron y ambos bebieron. El Glenlivet era suave y cálido al paladar. Los dos amigos se sentaron separados por la mesa de despacho. Willie Nelson continuó cantando en el silencio momentáneo.
—Entonces, ¿me lo vas a contar o no? —preguntó al fin Miles, cambiando de opinión una vez más.
—No lo sé.
—¿Por qué no? No debes ser reservado conmigo. No tienes que sentirte avergonzado porque las cosas no salieran como esperabas.
Los recuerdos acudieron en tropel a la mente de Ben. No, en verdad no había resultado como esperaba. Pero ése no era el problema. El problema era decidir qué debía contarle a Miles. No era fácil describir Landover. Se sentía como un adolescente cuyos padres quieren saber lo que le inspira la primera chica que le gusta.
Era como decirles que Papá Noel existía en realidad.
—¿Te parecería suficiente que te dijese que encontré lo que buscaba? —le preguntó a Miles, tras reflexionar un momento.
Su amigo guardó silencio unos instantes.
—Sí, si es todo lo que puedes decir —contestó al fin. Luego titubeó—. ¿Es todo lo que puedes decir, Doc?
Ben asintió.
—Por el momento, sí.
—De acuerdo. Bueno, ¿y después? ¿Podrás contarme algo? Me fastidia pensar que tengo que conformarme con eso, que nunca voy a conocer nada más de la historia. No creo que pueda soportarlo. Te marchaste en busca de dragones y doncellas en apuros, y te dije que estabas loco. Tú creías toda esa patraña sobre un reino donde la magia existe y habitan personajes de cuentos de hadas, y yo te dije que era absurdo. Mira, Doc, necesito saber quién de los dos tenía razón. Necesito saber si sueños como los tuyos son aún posibles. Tengo que saberlo.
La decepción se reflejaba en su cara redonda. Ben sintió lástima por su amigo. Miles conocía este asunto desde el principio. Era el único que sabía que había gastado un millón de dólares en comprar un reino de fantasía que cualquier hombre cuerdo consideraría inexistente. Era el único que sabía que Ben se había marchado en busca de ese reino. Conocía el principio de la historia, pero no cómo terminaba. Y eso excitaba sus nervios.
Pero había algo más importante que la ávida curiosidad de Miles: su propia seguridad. A veces, el conocimiento era peligroso. A Ben le resultaba imposible determinar hasta qué punto Meeks constituía una amenaza para ambos. Aún no había podido descubrir la parte de verdad que contenía su sueño. Miles daba la impresión de encontrarse bien, pero…
—Te prometo que te lo contaré algún día —le dijo, tratando de apaciguarlo—. No puedo precisarte cuándo, pero te prometo que lo sabrás. Es difícil hablar de ello, es algo semejante a lo que me ocurría con Annie. Nunca pude hablar de ella sin… atormentarme. Lo recuerdas, ¿verdad?
Miles asintió.
—Lo recuerdo, Doc. —Sonrió—. ¿Has hecho las paces por fin con su fantasma?
—Sí, al fin. Pero ha hecho falta mucho tiempo, y han sido necesarios muchos cambios. —Se detuvo al recordar la ocasión en que, estando solo entre las nieblas del mundo de las hadas, se encontró frente a frente con el temor que escondía en las profundidades de su ser de haberle fallado a su esposa muerta—. Supongo que hablar sobre dónde he estado y lo que he encontrado requerirá cierto tiempo y ayuda. Todavía tengo que resolver algunas cosas…
Su voz se apagó mientras sus dedos hacían girar el vaso de whisky sobre la mesa.
—Está bien, Doc —dijo Miles, encogiéndose de hombros—. Es suficiente tenerte aquí y saber que estás bien. El resto ya llegará. Lo sé.
Ben permaneció con la mirada puesta en el whisky durante un momento, luego la elevó hacia Miles.
—Voy a estar aquí muy poco tiempo. No puedo quedarme.
Miles parecía desconcertarse, luego forzó una rápida sonrisa.
—Oye, ¿qué estás diciendo? Has venido por alguna razón, ¿verdad? ¿Cuál es? Te perdiste la caída en picado de los Bulls del invierno pasado, la actuación de los Cubs esta primavera, el maratón, las elecciones, y todos los demás acontecimientos de la temporada en Chicago. ¿Quieres ver jugar a los Bears? Los monstruos de la posición intermedia están a treinta y uno, ¿sabes? ¿Qué dices?
Ben se rió a pesar suyo.
—Digo que suena muy bien. Pero eso no es lo que me ha hecho volver. He vuelto porque estaba preocupado por ti.
Miles se quedó mirándolo con fijeza.
—¿Qué?
—Estaba preocupado por ti. No reacciones como si fuera algo sorprendente, maldita sea. He vuelto porque estaba preocupado por ti.
Miles tomó un largo trago de whisky, luego se recostó en el sillón.
—¿Por qué creías que no estaba bien?
Ben se encogió de hombros.
—No lo sé. —Iba a continuar, pero se contuvo—. Bueno, aún consideras que estoy loco, y esto te lo va a confirmar. Soñé que tenías un problema y me necesitabas. No sabía qué clase de problema era, sólo que por mi culpa te enfrentabas a él. Así que vine a averiguar si el sueño era cierto.
Miles le observó durante un momento de la misma forma que un psiquiatra observaría a un paciente loco de remate, luego apuró el resto de su whisky y se inclinó hacia delante.
—Estás chalado, Doc. ¿Lo sabías?
—Lo sabía.
—De hecho, tu conciencia debe de estar hipersensibilizada.
—¿Eso crees?
—Sí. Te sientes culpable porque me plantaste poco antes de Navidad en la época cuando más trabajo había, y me quedé con todos aquellos malditos casos. Bueno, debo decirte que los saqué adelante, y que el trabajo normal de la oficina no se alteró ni un ápice. —Se detuvo un instante, luego sonrió—. Bueno, casi no se retrasó. ¿Orgulloso de mí, Doc?
—Sí, claro, Miles. —Ben frunció el entrecejo—. ¿Así que no hay problemas en el despacho ni tampoco los tienes tú, que no necesitabas que volviese?
Miles se levantó, cogió el Glenlivet y vertió otro dedo. Sonreía con sinceridad.
—Doc, no me gusta decírtelo, pero las cosas no podían ir mejor.
Y justo en ese momento, Ben Holiday comenzó a percibir el peligro.
Quince minutos después se hallaba en la calle. Había estado con Miles justo el tiempo suficiente para no dar la impresión de que ocurría algo grave. Se había quedado incluso cuando todo en su interior le gritaba que debía escapar para salvar su vida.
Los taxis estaban muy solicitados los sábados por la mañana, de modo que tomó un autobús en dirección sur hacia la oficina de Ed Samuelson, para acudir a su cita del mediodía. Se sentó solo en un asiento del final, agarrando su bolsa de viaje como un niño a su juguete favorito, y trató de liberarse de la sensación de que todos los ojos le observaban. Se ciñó el abrigo, y esperó que el frío abandonara su cuerpo.
¡Piensa como un abogado!, se dijo. ¡Razona!
El sueño había sido falso. Miles Bennett no se hallaba en problemas ni necesitaba su ayuda. Quizás el sueño sólo era un reflejo del sentimiento de culpabilidad por haber obligado a su amigo a un exceso de trabajo. Quizás era sólo una coincidencia que Questor y Sauce hubieran tenido sueños similares esa misma noche. No lo creía. Algo había provocado esos sueños, algo o alguien.
Meeks.
¿Pero qué pretendía su enemigo?
Bajó del autobús en Madison y caminó un poco hasta llegar al edificio donde estaba el despacho de Ed Samuelson. Los ojos le seguían.
Se reunió con su administrador y firmó algunos poderes y documentos habilitándolo para que continuara ocupándose de sus asuntos durante varios años más, en caso de que se prolongara su ausencia. No tenía previsto estar fuera tanto tiempo, pero nunca se sabía. Estrechó la mano de Ed Samuelson y, a las doce y media, salió del edificio.
Esta vez esperó hasta encontrar un taxi. Le dijo al conductor que lo llevase al aeropuerto y tomó el vuelo de la una y media de Delta a Washington. A las cinco llegó a la capital de la nación y, una hora después, embarcó en el último avión que salía de Allegheny con destino a Waynesboro. Se mantuvo alerta durante todo ese tiempo por si aparecía Meeks. Un hombre, que llevaba puesta una gabardina, no le quitó ojo en el transcurso del vuelo desde Chicago. Una anciana vendedora de flores lo detuvo en la terminal. Un marinero con una bolsa de viaje al hombro chocó con él al volverse con demasiada rapidez, desde el despacho de billetes de Allegheny. Pero no captó el menor rastro de Meeks.
Miró la piedra de runas dos veces durante el vuelo de Washington a Waynesboro. La examinó impulsado por un reflejo tardío la primera vez, y como a disgusto la segunda. En ambas ocasiones comprobó que desprendía un resplandor rojizo y estaba caliente.
Aquella noche no continuó el viaje. Deseaba con toda su voluntad continuarlo. La ansiedad por llegar a su destino era tan fuerte que apenas la podía controlar, pero la razón se impuso a la urgencia. O quizás fue el miedo. No se sentía predispuesto a aventurarse en el Blue Ridge de noche. Era muy fácil perderse o herirse, y existía la posibilidad de que Meeks lo estuviera esperando en la entrada del túnel del tiempo.
Durmió mal, se levantó al amanecer, se puso el chándal y las Nike, comió algo y llamó al servicio de taxis para que fueran a recogerlo. Esperó en el vestíbulo, con la bolsa en la mano, mirando con inquietud a través de las vidrieras. Después salió. El día era frío, gris y desapacible; el hecho de que no lloviese era el único punto a su favor. El aire olía mal y sabía peor, y los ojos le escocían. Todo tenía un aspecto extraño. Examinó su piedra de runas media docena de veces. Aún desprendía un resplandor rojizo.
El taxi llegó poco después. A media mañana ya se encontraba subiendo las montañas boscosas del Parque Nacional George Washington, dejando atrás Chicago, Washington, Waynesboro, Miles Bennett, Ed Samuelson y a todas las personas y cosas de aquel mundo en el que ahora se sentía extraño y fugitivo.
Encontró sin dificultad las nieblas y los robles que marcaban la entrada al túnel del tiempo. No había señales de Meeks, ni como persona ni como aparición. El bosque estaba silencioso y vacío, el camino despejado.
Ben Holiday corrió hacia la entrada del túnel.
Dejó de correr después de atravesarlo.
Los rayos del sol se introducían por entre las nubes poco densas para iluminar y calentar la tierra. Los prados cubiertos de vivos colores y los huertos se extendían sobre las pendientes del valle como un edredón hecho de retales de telas diversas. Las flores punteaban el paisaje. El vuelo de los pájaros trazaba en el cielo pinceladas de arco iris. Los olores eran limpios y frescos.
Hizo una profunda aspiración, parpadeando contra las motas que danzaban ante sus ojos, en espera del regreso de las fuerzas que se habían debilitado en su vuelta precipitada. Oh, sí, había corrido. ¡Había volado! Le aterrorizaba que el pánico lo hubiera dominado hasta ese extremo. Respiró pausadamente, negándose a mirar hacia los bosques oscuros y neblinosos que se elevaban como un muro detrás de él. Ahora estaba a salvo. Estaba en casa.
Admitir aquello lo tranquilizó. Elevó los ojos al cielo y después los bajó, recorriendo la amplia extensión de Landover, confortado por la inesperada sensación de familiaridad que experimentaba. Era extraño que se sintiera así. Su regreso era como el paso desde la muerte lenta del invierno a la vida de la primavera. Nunca lo hubiese imaginado y, sin embargo, ahora le parecía lo más lógico del mundo.
Se aproximaba el mediodía. Se dirigió al campamento donde había dejado a los miembros de su escolta. Lo estaban esperando y aceptaron su presencia sin sorprenderse. El capitán lo recibió con un saludo, ensilló a Jurisdicción, hizo que sus hombres montasen los caballos y se pusieron en marcha. De un mundo de aviones a reacción y coches a otro donde se viajaba a pie y a caballo. Ben sonrió ante lo natural que le parecía el cambio.
Pero la sonrisa fue breve. Sus pensamientos retornaron a los sueños que había compartido con Questor y Sauce, y a la irritante certeza de que había algo malo en aquellos sueños. El suyo había sido una completa falsedad. ¿Serían también falsos los de Questor y Sauce? El suyo estaba ligado de algún modo a Meeks, casi lo consideraba seguro. ¿Lo estaban también los de sus amigos? Había demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Tenía que volver a Plata Fina sin pérdida de tiempo y reunirse con ellos.
Llegó al castillo antes del anochecer, manteniendo una marcha forzada. Desmontó del caballo, dio las gracias a su escolta con palabras apresuradas, subió al deslizador del lago y atravesó las aguas que lo separaban de la isla. Las torres de plata y la blancura de los muros lo deslumbraron y la calidez de la morada avanzó para envolverlo. Pero en su interior aún persistía el frío.
Abernathy se reunió con él junto a la entrada, resplandeciente con su túnica de seda roja, calzones y calcetines, botas blancas pulidas y guantes, gafas con montura de plata y el libro de audiencias. En su voz había irritación.
—No habéis regresado muy pronto, gran señor. Me he pasado el día entero tratando de calmar los ánimos de ciertos miembros del consejo judicial que vinieron expresamente para veros. Han surgido algunos problemas sobre la reunión de la semana próxima. Se ha producido una ruptura en las instalaciones de regadío de los campos del sur de Waymark. Mañana llegan los señores del Prado, y ni siquiera le hemos echado un vistazo a la lista de quejas que nos enviaron. Media docena de representantes de otros estamentos han estado esperando…
—Yo también estoy encantado de verte, Abernathy —le cortó Ben—. ¿Han vuelto ya Questor y Sauce?
—Eh, no, gran señor. —Abernathy pareció quedarse momentáneamente sin palabras.
Siguió a Ben en silencio mientras éste se dirigía al comedor.
—¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje? —preguntó al fin.
—No mucho. ¿Estás seguro de que no ha regresado ninguno?
—Sí, gran señor, estoy seguro. Vos sois el primero.
—¿Algún mensaje de ellos?
—Ningún mensaje. —Abernathy se adelantó—. ¿Hay algún problema?
Ben no aminoró la marcha.
—No, todo va bien.
Abernathy parecía indeciso.
—Sí, bueno, me alegra saberlo. —Titubeó un momento, luego se aclaró la garganta—. ¿Respecto a los representantes del consejo judicial, gran señor…?
Ben sacudió la cabeza con firmeza.
Hoy no. Los veré mañana. —Giró hacia el comedor y dejó a Abernathy en la puerta—. Infórmame cuando lleguen Questor o Sauce, no importa lo que esté haciendo.
Abernathy empujó hacia arriba las gafas sobre su larga nariz y desapareció por el corredor sin hacer comentarios.
Ben tomó una comida ligera y luego subió a la torre que albergaba a la Landvista. Ésta formaba parte de la magia de Plata Fina, un artilugio que proporcionaba una rápida visión de lo que ocurría en Landover mediante un vuelo ficticio que permitía recorrer el valle de un extremo a otro.
Estaba constituida por una plataforma circular con una barandilla de protección plateada en su parte exterior y unida a la torre por una abertura en el muro que llegaba del suelo al techo. En el punto medio de la barandilla había adosado un atril y, clavado sobre él, un pergamino antiguo que tenía dibujado un mapa completo del reino.
Ben atravesó la plataforma, se agarró con las dos manos a la barandilla, fijó los ojos en el mapa y deseó ir al norte. El castillo desapareció al instante, y se encontró deslizándose por el espacio con el único soporte de la barandilla y el atril. Se dirigió a las montañas del Melchor, pasó en un barrido por sus cumbres y descendió. Tras esto, tomó dirección sur, hacia la región de los lagos y Elderew, el hogar de la gente del Amo de los Ríos. Cruzó y entrecruzó los bosques y las colinas de un extremo a otro de la región de los lagos. No encontró a Questor Thews, ni a Sauce.
Tras una hora, se rindió. Su cuerpo estaba empapado de sudor por el esfuerzo, y sus manos entumecidas de agarrar la barandilla. Abandonó la torre de la Landvista decepcionado y cansado.
Trató de ahogar el cansancio y la decepción en un baño caliente, pero no lo logró del todo. Las imágenes de Meeks lo acosaban. El mago ha conseguido que regresara a su mundo mediante aquel sueño sobre Miles. Estaba seguro de ello, y también lo estaba de que tenía algún plan para vengarse de él por mantenerlo en el exilio. Pero no sabía hasta qué punto había intervenido en los sueños de sus amigos, ni cuáles eran los peligros que estaban corriendo a causa de ello.
La noche se acercaba, y Ben se retiró a su estudio. Ya había decidido enviar grupos a la mañana siguiente en busca de sus amigos desaparecidos. Todo lo demás tendría que esperar hasta que resolviera el misterio de los sueños. Tenía la impresión, que se fortalecía por momentos, de que iba a ocurrir algo terrible y debía actuar contra reloj para evitarlo.
Empezó a oscurecer. Estaba inmerso en los montones de papeles acumulados durante su ausencia y que había clasificado sobre la mesa de trabajo, cuando la puerta se abrió bruscamente y una repentina ráfaga de viento los dispersó. La enjuta figura de Questor Thews salió de la oscuridad.
—¡Los he encontrado, gran señor! —exclamó Questor, acompañándose de un gesto ceremonioso de su brazo, oprimiendo contra el pecho con el otro un paquete envuelto en lona. Se acercó a Ben y depositó el paquete sobre la mesa dando un golpe fuerte—. Aquí están.
Ben lo miró con atención. Poco después un enlodado Juanete apareció en el umbral con las ropas desgarradas. Abernathy también llegó, vistiendo una camisa de dormir arrugada y un gorro medio torcido. Se ajustó las gafas y parpadeó.
—Fue tal como el sueño indicó —explicó Questor apresuradamente, manipulando la lona del envoltorio—. Bueno, no del todo. Surgió el problema del vástago de demonio escondido entre las piedras. Una sorpresa bastante desagradable, os lo puedo asegurar. Pero Juanete se encargó de él. Lo agarró por la garganta y apretó hasta dejarlo sin vida. Pero el resto era igual que en el sueño. Encontramos los pasadizos de Mirwouk y los seguimos hasta la puerta. Ésta se abrió, y la habitación a que daba paso tenía pavimento de piedra. Una de ellas tenía un dibujo extraño. Cedió cuando lo toqué, introduje la mano y…
—Questor, ¿ha encontrado los libros desaparecidos? —preguntó Ben con incredulidad, cortándolo.
El mago se interrumpió, lo miró, sorprendido, y frunció el entrecejo.
—Desde luego que he encontrado los libros, gran señor. ¿De qué creéis que estaba hablando? —Parecía ofendido—. Bueno, estaba a punto de conseguirlos, los podía vislumbrar entre las sombras, cuando Juanete me atrajo hacia atrás. Vi el movimiento del demonio. Hubo una lucha terrible entre ellos… ¡Y aquí estamos!
Acabó de desplegar la lona. En el centro de ella aparecieron dos libros antiguos y enormes. Estaban encuadernados en piel con runas y símbolos grabados. Del dorado que una vez recubrió aquellas marcas sólo quedaban leves trazos. Los cantos y los lomos estaban protegidos por bronce deslustrado, y unas enormes cerraduras los mantenían sellados.
Ben extendió la mano para tocar la tapa del libro de arriba, pero Questor la retuvo con un movimiento rápido.
—Esperad, gran señor, por favor. —El mago señaló la cerradura del libro—. ¿Véis lo que le ha ocurrido al candado?
Ben lo examinó más de cerca. El candado había desaparecido, el metal que lo rodeaba estaba chamuscado como si le hubiesen aplicado fuego. Comprobó el del segundo libro. Se mantenía intacto. Sí, no cabía duda. Algo le había ocurrido al primer libro para que se rompiese el candado que lo aseguraba. Volvió a mirar a Questor.
—No tengo ni idea, gran señor —respondió el mago a la pregunta no formulada—. Os traje los libros tal como los encontré. No he intentado abrirlos. Sé por los grabados de las tapas que son los libros de magia desaparecidos. Aparte de eso, no tengo más conocimientos que vos. —Se aclaró la garganta para dar énfasis a la frase siguiente—. Eh… pensé que sería más adecuado abrirlos en vuestra presencia.
—¿Pensaste que sería más adecuado? —gruñó Abernathy, acercando su rostro peludo. El gorro de dormir le confería un aspecto ridículo—. ¡Querrás decir que lo creíste más seguro! Deseas tener a mano el poder del medallón para el caso de que la magia resulte incontrolable para ti.
Questor hizo un gesto irritado.
—Soy poseedor de una magia importante, Abernathy, y te aseguro que…
—Déjelo, Questor —le cortó Ben—. Usted hizo lo correcto. ¿Puede abrir los libros?
Questor estaba rígido a causa de la indignación.
—¡Claro que puedo abrir los libros!
Avanzó un paso y puso las manos sobre el primero de los antiguos volúmenes. Ben se apartó, agarrando el medallón. No tenía sentido correr riesgos con esa clase de…
Questor tocó la aldabilla y, de repente, el metal lanzó unas llamaradas verdes. Todos saltaron hacia atrás.
—¡Parece que de nuevo has subestimado el peligro de la situación! —estalló Abernathy.
Questor se puso rojo y su rostro se tensó. Sus manos se elevaron de pronto, chispearon y desprendieron un brillante fuego carmesí. Poco a poco hizo descender el fuego hasta que tocó la cerradura metálica y lo mantuvo así mientras devoraba las llamas verdes. Luego apartó las manos bruscamente y ambos fuegos desaparecieron.
Dirigió a Abernathy una mirada desdeñosa.
—Un peligro bastante insignificante, ¿no crees?
Volvió a acercar la mano a la aldabilla y la alzó con cuidado. Abrió el libro por la primera página y se encontró ante un viejo pergamino amarillento. Sin nada escrito.
Ben, Abernathy y Juanete se acercaron para ver mejor en la media luz, comprobando que estaba en blanco. Questor pasó la página. La segunda también lo estaba. Pasó a la tercera, con el mismo resultado.
La cuarta era idéntica a las anteriores, pero su centro estaba ligeramente chamuscado, como por la proximidad de una llama.
—¿No fuiste tú quien usó la palabra insignificante, mago? —preguntó Abernathy en tono incisivo.
Questor no replicó. Su rostro mostraba asombro. Comenzó a pasar las páginas del libro lentamente, volviendo una hoja tras otra, encontrando todas en blanco, pero cada vez más chamuscadas. Al final empezaron a aparecer páginas quemadas por completo.
Como siguiendo un impulso, abrió el libro por la mitad y se quedó parado.
—Gran señor —dijo.
Ben bajó la vista hacia el desastre que se encontraba ante él. Un fuego había reducido el centro del libro a cenizas, pero daba la impresión de que el fuego se había producido dentro de él.
El gran señor y el mago se miraron.
—Siga —urgió el primero.
Questor pasó con rapidez el resto de las hojas sin encontrar nada. Cada lámina de pergamino era igual que las otras, salvo por la parte que el misterioso fuego había quemado o chamuscado.
—No entiendo qué significa esto, gran señor —admitió al fin Questor Thews.
Abernathy inició un comentario, pero cambió de idea.
—Quizás la respuesta esté en el otro libro —sugirió débilmente.
Ben indicó con la cabeza que lo comprobase. El mago cerró el primer libro y lo apartó, enguantó sus manos en el fuego rojo, las bajó con cuidado y eliminó el fuego verde que protegía el cierre del segundo libro. Esta vez tuvo que dedicar más tiempo a completar la tarea, puesto que la cerradura estaba intacta. Después, cuando ambos fuegos se extinguieron, quitó el candado y abrió el libro cautelosamente.
Encontró la silueta de un unicornio. Estaba dibujado sobre un pergamino blanquísimo, sin trazas de amarillez. Se hallaba de pie, en actitud de inmovilidad, con su contorno perfectamente marcado por líneas oscuras. Questor pasó la página. En la segunda había otro unicornio, esta vez en actitud de movimiento, dibujado con la misma técnica. La tercera página reveló otro, y la cuarta y todas las demás. Questor hojeó rápidamente el libro hasta el final, y luego de atrás a adelante. Todas las páginas parecían nuevas. Todas tenían un unicornio, cada uno plasmado en una actitud diferente.
No había escritos ni dibujos de ninguna clase, sólo unicornios.
—Aún no comprendo que significado tiene esto —suspiró el mago reflejando la frustración en su rostro enjuto.
—Significa que no son los libros de magia que tú creías —comentó Abernathy.
Pero Questor sacudió la cabeza.
—No, son éstos. El sueño lo indicó, los grabados de la cubierta lo indican, y su apariencia la describen las viejas historias. Éstos son los libros desaparecidos, seguro.
Durante un momento se quedaron en silencio. Ben estaba pensativo, con la vista puesta en los tomos. Después miró a su alrededor hasta que sus ojos encontraron entre las sombras la figura de Juanete que observaba detrás de Questor. El kobold tenía un gesto amenazador.
Ben volvió a mirar los libros.
—Lo que tenemos aquí —dijo al fin— es un libro de unicornios dibujados en todas sus páginas y otro sin unicornios de ninguna clase, pero quemado en el centro. No cabe duda de que eso debe significar algo. Questor, ¿qué hay del sueño de Sauce sobre el unicornio? ¿No podrían éstos estar relacionados con aquél?
Questor lo consideró durante un momento.
—No veo una posible conexión, gran señor. El unicornio negro es un mito. Los dibujados aquí no están tintados en negro, sino bosquejados deliberadamente sobre blanco. ¿Véis cómo las líneas definen los rasgos? —Pasó las páginas del libro para demostrar su observación—. Un unicornio negro estaría sombreado o caracterizado de algún modo para indicar su color…
Su voz se apagó. Sus cejas se unieron en expresión pensativa. Sus dedos huesudos tocaron con delicadeza la cerradura del primer libro.
—¿Por qué estará roto este cierre y el otro intacto? —preguntó en voz baja, sin dirigirse a nadie en particular.
—Según las historias de los reyes de Landover, no ha habido unicornios en el valle desde que empezó a existir como tal —intervino Abernathy súbitamente—. Pero antes hubo unicornios, muchos. Había una leyenda sobre el tema. Dejadme recordar… Sí, ya me acuerdo. Un momento, por favor.
Se apresuró a salir de la habitación, repiqueteando en la piedra del suelo con las uñas, arrastrando la camisa de dormir. Pasados unos momentos estaba de regreso, llevando en los brazos un libro de las historias reales de Landover. Éste era muy viejo y sus tapas estaban desgastadas.
—Aquí lo tenéis —anunció. Lo colocó junto a los libros de magia, pasó unas cuantas páginas con rapidez y se detuvo—. Aquí está. —Se dispuso a leer—. Ocurrió hace cientos de años, poco después de la creación del valle. Las hadas enviaron a un numeroso grupo de unicornios procedentes de las nieblas. Los enviaron por una razón determinada. Al parecer, estaban preocupadas por la creciente incredulidad en la magia de muchos de los mundos circundantes, mundos como el vuestro, gran señor… —El amanuense le dirigió una mirada de desaprobación—. Deseaban darles alguna señal de que la magia existía realmente. —Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo como si le costara trabajo descifrar la antigua escritura—. Creo que dice eso. Es difícil leerlo con claridad porque la escritura es muy antigua.
—Quizás sean tus ojos los antiguos —sugirió Questor, sin mucha amabilidad, y extendió la mano hacia el libro.
Abernathy lo apartó con irritación.
—¡Mis ojos son el doble de agudos que los tuyos, mago! —le lanzó. Se aclaró la garganta y continuó—. Parece ser, gran señor, que las hadas enviaron a los unicornios a los mundos incrédulos como prueba de que la magia era real. Cada unicornio debía trasladarse a uno de esos mundos que están más allá de Landover a través de los túneles del tiempo. —Se detuvo de nuevo, leyó un poco más, y cerró el libro de golpe—. Pero eso no llegó a realizarse.
Ben frunció el entrecejo.
—¿Por qué no?
—Porque todos los unicornios desaparecieron, gran señor, y nadie los volvió a ver.
—¿Desaparecieron?
—Recuerdo esa historia —declaró Questor—. Con franqueza, siempre me ha parecido bastante extraña.
La expresión ceñuda de Ben se acentuó.
—Así que las hadas enviaron un montón de unicornios a Landover y todos desaparecieron. Ése fue su final, quedando sólo el unicornio negro, que puede o no ser real, y se aparece de vez en cuando, saliendo de Dios sabe dónde. Pero ahora tenemos los libros de magia desaparecidos que no contienen nada sobre magia y sí una gran cantidad de dibujos de unicornios y páginas en blanco medio quemadas.
—Recordad que una cerradura está rota y la otra intacta —añadió Questor.
—Nada que haga referencia a Meeks —musitó Ben.
—Nada que haga referencia a la forma de reconvertir perros en hombres —refunfuñó Abernathy.
Se quedaron en silencio, mirándose entre sí. Los libros seguían abiertos sobre la mesa ante ellos: dos de magia que no parecían muy mágicos, y uno de historia que no decía nada históricamente útil. La inquietud de Ben creció. Cuanto más seguía los tramos de aquellos sueños, más confusión creaban. Su sueño se probó falso. El de Questor no fue del todo verdadero. La fuente de sus sueños era diferente…
En apariencia.
Pero quizás sí en realidad. En aquel momento no se sentía seguro de nada. Se estaba haciendo tarde. El viaje de vuelta había sido largo. Estaba cansado, y el cansancio nublaba sus pensamientos. A tan altas horas de la noche le faltaba energía para sobreponerse y razonar. Habría tiempo al día siguiente. Por la mañana, buscarían a Sauce. Cuando la encontraran, abordarían el asunto de los sueños hasta comprender exactamente qué ocurría.
—Guarda los libros, Questor. Nos vamos ya a la cama —dijo.
Todos murmuraron que estaban de acuerdo. Juanete se dirigió a la cocina para lavarse y comer. Abernathy lo acompañó, llevándose el antiguo libro de historia. Questor cogió los libros de magia sin decir nada.
Ben los observó marchar, quedándose solo en las sombras y a media luz. Intentó meditar un poco más sobre el enigma y casi lamentó no haberles pedido que se quedaran.
Pero era absurdo. Aquello podía esperar.
Se retiró a dormir casi contra su voluntad.