… Y RECUERDOS

Ben Holiday se quedó paralizado. Los rayos atravesaban el cielo plomizo cargado de nubes bajas que vertían la lluvia en torrentes. Los truenos retumbaban y reverberaban en el vacío, sacudiendo la tierra con la fuerza de su paso. Enormes robles se elevaban alrededor como muros de una gigantesca fortaleza, con sus troncos y ramas sin hojas oscuros y brillantes. Pinos y abetos de menor altura se apretaban en grupos entre los huecos dejados por sus hermanos más corpulentos, y las laderas escarpadas de las montañas de Blue Ridge se destacaban en el horizonte casi invisible.

La figura espectral de Meeks parecía adecuada para aquel entorno. Estaba de pie, inmóvil, alto, encorvado y viejo, con su cabello canoso y su rostro arrugado tan duro como el hierro. No se parecía casi nada al que recordaba Ben. Aquel hombre era humano; éste tenía el aspecto de un animal enfurecido. Ya no llevaba pantalones de franela, ni chaqueta de pana, ni mocasines; los atavíos de la civilización que caracterizaban al típico ejecutivo de ventas de unos importantes almacenes. Esa ropa de trabajo tan tranquilizadoramente familiar había sido sustituida por una túnica de color azul metalizado que se hinchaba como la vela de una embarcación y parecía absorber la luz. Un cuello alto sobresalía de sus hombros para enmarcar un rostro fantasmal contorsionado por una furia que bordeaba la locura. La manga vacía de su brazo derecho aún colgaba laxa. El guante de piel que cubría su mano izquierda aún parecía una garra. Pero, por alguna extraña razón, todo eso resultaba más patente, como si fuesen cicatrices descubiertas para que se las viera.

La garganta de Ben se obstruyó. En aquel anciano había una tensión inconfundible, la tensión de alguien preparado para atacar.

Dios mío, me estaba esperando, pensó Ben, consternado. ¡Sabía que iba a venir!

Entonces Meeks comenzó a acercarse. Ben retrocedió un paso, apretando el medallón con la mano derecha. Meeks estaba casi junto a él. El viento cambió de dirección y los ruidos de la tormenta resonaron en las montañas con renovado brío. La lluvia arreció contra su cara, obligándole a cerrar los ojos un momento.

Cuando los volvió a abrir, Meeks había desaparecido.

Se quedó atónito. Había desaparecido como si fuese un fantasma. La lluvia y la oscuridad envolvieron todo el entorno boscoso con un sudario de humedad gris. Miró a su alrededor apresuradamente, con un gesto de incredulidad en el rostro. No había ninguna señal de Meeks.

Sólo empleó un momento en ordenar sus pensamientos dispersos. Captó las vagas líneas de un camino y se dirigió hacia él. Avanzó entre los árboles sin detenerse, bajando por sus curvas serpenteantes a lo largo de la ladera de la montaña, alejándose del túnel del tiempo que lo comunicaba con Landover. Ahora se encontraba en su mundo, de eso estaba seguro. Se hallaba de nuevo en las montañas de Blue Ridge, en el Parque Nacional de George Washington, en Virginia. Seguía a la inversa el camino que había recorrido para ir a Landover un año antes. Si continuaba en él, saldría de las montañas y llegaría a la autopista Skyline, en un desvío de cambio de sentido marcado con el número 13 sobre una señal verde, a un lugar cubierto y, lo más importante, a un teléfono de información.

En poco tiempo estaría empapado por completo, pero siguió avanzando sin detenerse, con la bolsa de viaje apretada bajo el brazo. Su mente funcionaba con rapidez. El que había visto no era Meeks, ni siquiera se parecía mucho al viejo Meeks, apenas tenía una ligera semejanza. Además, Meeks no hubiera desaparecido de esa forma.

Una duda punzaba su mente. ¿Debía aceptar que lo había imaginado todo? ¿Que sólo fue una especie de espejismo?

Entonces recordó la piedra que le había entregado Sauce. Buscó sin precipitarse en el bolsillo de su cazadora hasta encontrarla y la sacó a la luz. Aún mantenía su color blanquecino y no desprendía calor. Eso significaba que no estaba amenazado por ninguna magia. Pero ¿qué había provocado la visión fantasma de Meeks?

Siguió adelante, deslizándose por la tierra mojada, entre las ramas de pinos que abofeteaban su cara y sus manos al pasar. De repente se dio cuenta de que hacía frío, una heladez que lo traspasaba. Había olvidado que el final del otoño podía ser desagradable, incluso al oeste de Virginia. En Illinois debía de hacer mucho frío, en Chicago incluso estar nevando…

Sintió que algo oprimía su garganta. Entre la niebla y la lluvia se movían sombras, atravesándolas fugazmente y desapareciendo. Cada vez que sucedía, tenía la impresión de ver a Meeks. Cada vez que sucedía, notaba la presión de la mano enguantada en su garganta.

Sigue avanzando, se dijo. Sigue hasta llegar al teléfono.

El trayecto le pareció larguísimo, pero alcanzó su meta media hora después. Salió de entre los árboles y cruzó la carretera hasta la zona cubierta donde se encontraba el teléfono. Estaba empapado hasta los huesos y helado, pero no era consciente de ello. Toda su atención estaba concentrada en la cabina de metal plateado y plexiglás.

Por favor, que funcione, imploró.

Funcionó. La lluvia golpeaba el tejado con un repiqueteo constante, y la niebla y la penumbra se ceñían alrededor. Le pareció oír pisadas. Buscó en la bolsa unas monedas y la tarjeta de crédito que aún llevaba en su cartera, pidió a información el número de una compañía de taxis de Waynesboro, y llamó para solicitar que fuera a buscarlo un coche. Sólo tardó escasos minutos en todo eso.

Se sentó a esperar en el banco de madera adosado a la pared del refugio. Se sorprendió al descubrir que le temblaban las manos.

Cuando llegó el taxi y se acomodó en su interior, recobró la suficiente serenidad para razonar sobre lo ocurrido.

Ya no creía haber imaginado la aparición de Meeks. Lo que vio era real. Pero no había visto al propio Meeks, sino una imagen de Meeks. La imagen había sido impulsada por su cruce en sentido contrario del túnel del tiempo. Él había estado predispuesto a ver la imagen, y ésta había sido colocada al final del túnel para que la viera.

La cuestión era el porqué.

Se recostó en el asiento posterior del taxi mientras éste circulaba por la carretera hacia Waynesboro y consideró las posibilidades. Había que partir de que Meeks era el responsable. Ninguna otra explicación tenía sentido. Pero ¿qué intentaba conseguir? ¿Trataba de intimidarlo para que retrocediera a su punto de partida? Eso no tenía sentido. Bueno, que captara su presencia sí lo tenía. Meeks era lo bastante arrogante para desear que Ben supiese que estaba enterado de su vuelta. Pero tenía que haber algo más. La imagen tenía que haber sido colocada allí por algún otro motivo.

Encontró la respuesta casi de inmediato. La imagen estaba allí no sólo para informarle de la presencia de Meeks, sino también para informar a Meeks de su regreso. ¡La imagen era un artilugio que le indicaba al mago el momento de su vuelta de Landover!

Eso tenía lógica. Era razonable esperar que Meeks emplearía algún artefacto, mágico o no, para tener conocimiento de que los fracasados reyes de Landover regresaban con el medallón. Sabiéndolo, podría encontrarlos…

O, en este caso, encontrarlo…

Era más de media tarde cuando el taxista lo dejó ante la escalera principal de un hotel Holiday Inn del centro de Waynesboro. La lluvia seguía cayendo, la luz diurna se había extinguido por completo. Ben le dijo al taxista que estaba de vacaciones y había iniciado una excursión por el paseo del norte desde Sataunton hasta que el mal tiempo le obligó a abandonar su plan y pedir ayuda. El hombre lo miró como si estuviese chiflado. El tiempo no había cambiado en toda la semana, le contestó. Ben se encogió de hombros, pagó en efectivo y se apresuró a dejar el taxi.

En su camino al mostrador de recepción se detuvo un momento para averiguar la fecha del día en un periódico que alguien había dejado en una mesa del vestíbulo. Era viernes, 9 de diciembre. Había pasado un año y diez días desde que entró por primera vez en el túnel del tiempo para ir a Landover desde las montañas de Blue Ridge. El tiempo de ambos mundos estaba sincronizado.

Solicitó una habitación para la noche, envió sus ropas a limpiar, tomó una ducha para entrar en calor y pidió que le enviasen la cena. Mientras esperaba la comida y la ropa, llamó al aeropuerto para reservar un billete a Chicago. Para el día siguiente no había nada. Tendría que volar a Washington y allí hacer transbordo. Hizo la reserva, cargó el importe a su tarjeta de crédito y colgó.

Mientras tomaba la cena, se dio cuenta de que usar la tarjeta de crédito para pagar su pasaje de avión no era lo más inteligente que podía haber hecho. Estaba sentado al borde de la cama, ante el televisor, con la bandeja en equilibrio sobre las piernas, envuelto en una toalla del Holiday Inn, y a una temperatura de unos dieciocho grados. Aún no le habían devuelto su ropa. Tom Brokaw estaba dando las noticias y, de repente, Ben comprendió que en un mundo de sofisticadas comunicaciones la pista de una tarjeta de crédito computadorizada era algo relativamente fácil de seguir. Si Meeks había logrado colocar esa imagen en la salida del túnel del tiempo para enterarse del regreso de Ben, era casi seguro que no se limitaba sólo a eso. Sabría que Ben tenía intención de ir a Chicago. Sabría que lo más probable sería que decidiera utilizar el avión. El seguimiento de la tarjeta de crédito le informaría de las líneas aéreas, la fecha del viaje y el destino.

Cabía la posibilidad de que lo estuviera esperando cuando bajase del avión.

Esa posibilidad le estropeó el resto de la cena. Apartó la bandeja, apagó el televisor y se concentró en el asunto a que se enfrentaba. Abernathy estaba en lo cierto. Aquello iba a resultar más peligroso de lo que había imaginado. Pero, en realidad, no tenía otra opción. Debía volver a Chicago y ver a Miles para descubrir si había algo de verdad en su sueño. Meeks le estaría esperando en algún punto del trayecto. Lo importante era evitarlo.

Se permitió una leve sonrisa. No había problema.

A las nueve le llevaron sus ropas y a las diez estaba durmiendo. Se despertó temprano, tomó el desayuno, se colgó la bolsa de viaje al hombro y tomó un taxi al aeropuerto. Voló a Washington en la reserva realizada la noche anterior, canceló el resto del billete, se dirigió a otra línea aérea, reservó un asiento para Chicago en la lista de espera bajo un nombre falso, pagó el billete en efectivo y se embarcó antes del mediodía.

Veamos si Meeks puede localizarme ahora, pensó.

Cerró los ojos, echó hacia atrás el asiento y reflexionó sobre la extraña serie de circunstancias que le habían llevado desde su hogar en Chicago al País de Nunca Jamás. Los recuerdos le hicieron sacudir la cabeza de modo reprobatorio. Quizás, como Peter Pan, no había crecido nunca. Había sido abogado, un buen abogado, alguien de quien los promotores y magnates de los negocios esperaban grandes cosas. Ejercía su profesión con su amigo y asociado Miles Bennett, una firma compartida en la que ambos se complementaban como los zapatos viejos con los tejanos gastados. Ben, el abogado litigante, elocuente y audaz, y Miles, el profesional de bufete, constante y conservador. Miles deploraba con frecuencia los criterios que seguía Ben para seleccionar los casos, pero éste siempre demostraba tener los pies sobre la tierra a pesar de las alturas desde las que se empeñaba en saltar. Había ganado muchísimas batallas en los tribunales, batallas en las que sus oponentes pretendieron enterrarlo bajo una avalancha de retórica y escritos, de trucos legales, retrasos y maniobras de todo tipo. Miles se había sorprendido tanto por su triunfo en el caso de Dodge City Express que, desde entonces, comenzó a referirse a él llamándole Doc Holiday, el pistolero de los tribunales.

Sonrió. Aquellos habían sido tiempos buenos y satisfactorios.

Pero los buenos tiempos se esfumaron con la muerte de Annie. La satisfacción se dispersó como el mercurio. Estaba embarazada de tres meses. Tras aquello, se convirtió en un solitario, evitando cualquier compañía excepto la de Miles. Siempre había tenido tendencia al aislamiento, y a veces pensaba que las muertes de su esposa y su futuro hijo no habían hecho más que reforzar lo que ya existía. Dejó que su mente divagara sobre los días del pasado, y los acontecimientos acaecidos en ellos se mezclaron incomprensiblemente. Sintió que se alejaba de sí mismo.

Era difícil saber qué hubiese sucedido en caso de no haber mediado el extraño anuncio del catálogo de obsequios navideños de los almacenes Rosen’s poniendo a la venta el reino de Landover. Al principio, le había parecido ridículo. Un reino de fantasía con magos y brujas, dragones y doncellas, caballeros y bellacos, ofrecido a cambio de un millón de dólares. ¿Quién podía estar lo bastante loco para creerlo? Pero la profunda insatisfacción que colmaba su vida lo había inducido a creer que algo de esa fantasía imposible fuera real. Cualquier riesgo valía la pena si le ayudaba a reencontrarse. Había arrinconado las dudas, hecho las maletas y tomado un avión a Nueva York para visitar los almacenes y ver de qué se trataba.

El anuncio exigía una entrevista personal para tratar de los detalles de la compra. El entrevistador había sido Meeks.

La imagen de Meeks destelló durante un momento en su mente. Era un hombre alto y anciano que hablaba con voz susurrante y miraba con ojos apagados, un veterano de guerras que Ben sólo podía imaginar. En aquella entrevista fue la única vez que estuvieron cara a cara. Meeks lo consideró un candidato aceptable para rey de Landover; no para desempeñar el cometido con éxito, como Ben había supuesto, sino para fracasar en el empeño. Meeks lo convenció de que hiciese la compra. Meeks lo hipnotizó como una serpiente a su presa.

Meeks lo había subestimado.

Abrió los ojos y susurró:

—Eso es, Ben Holiday, te subestimó. Ahora, asegúrate de que tú no lo subestimas.

El avión aterrizó en el O’Hara de Chicago poco después de las tres, y Ben tomó un taxi para ir a la ciudad. El conductor se pasó hablando todo el trayecto, principalmente de deportes. Los Cubs habían perdido la temporada, los Bulls confiaban en Jordán para el partido decisivo, los Blackhawks tenían varios lesionados, los Bears… ¿Los Bears de Chicago? Ben escuchaba, interviniendo a veces, mientras una vocecita en el fondo de su mente le decía que había un elemento extraño en la conversación. Estaba cerca del centro de la ciudad cuando lo descubrió: era el idioma. Lo comprendía, a pesar de que no lo había oído ni hablado desde hacía más de un año. En Landover, escuchaba, hablaba, escribía y pensaba en landoveriano. La magia le permitía hacerlo. Pero ahora estaba de nuevo en su antiguo mundo, en el Chicago de siempre, oyendo hablar a un taxista en su propio idioma, o en uno bastante parecido, como si fuese la cosa más natural del mundo.

Bueno, quizás era eso lo que le extrañaba, pensó, sonriendo.

Pidió al taxista que lo llevase al Drake, porque no deseaba ir a su apartamento ni contactar con amigos o conocidos en aquel momento. Debía ser precavido. Tenía que pensar en Meeks. Se registró con un nombre falso, pagó en efectivo una noche por adelantado, y dejó que el botones lo condujese a su habitación. Estaba cada vez más satisfecho de haber tenido la precaución de llevarse varios miles de dólares cuando partió hacia Landover el año anterior. Se debió a una decisión de última hora, pero había resultado muy sensata. El dinero en efectivo estaba evitando que usara la tarjeta de crédito.

Salió de la habitación con el dinero y la cartera en un bolsillo del chándal, tomó el ascensor para bajar, abandonó el hotel y caminó varias manzanas hasta llegar al Water Tower Place. Se compró una chaqueta, pantalones, camisas, corbatas, calcetines, ropa interior y un par de mocasines, pagó en efectivo y volvió al hotel. No era conveniente llamar la atención, y vestido con un chándal y unas Nike en la zona de oficinas de Chicago la llamaría. A veces las apariencias lo eran todo; en especial, a primera vista. Ése era motivo principal de que no hubiera dejado que lo acompañasen sus amigos. Un perro hablador, un par de monos sonrientes, una chica que se convertía en árbol y un mago a quien la magia se le escapaba de las manos no habrían pasado desapercibidos en la avenida Michigan.

Se arrepintió al instante de la forma en que había descrito a sus amigos. Se estaba comportando con una ligereza innecesaria. Por peculiares que pareciesen, eran verdaderos amigos. Lo habían apoyado siempre que lo necesitó, aunque fuera peligroso y arriesgaran sus vidas. Eso era más de lo que podía esperarse de la mayoría de los amigos.

Inclinó la cabeza contra una súbita ráfaga de viento, frunciendo el entrecejo.

Además, ¿no compartía él sus peculiaridades?

¿No era el Paladín?

Relegó con rapidez ese pensamiento a los rincones más oscuros de su mente y se apresuró a aprovechar el cambio de luz del semáforo.

Compró varios periódicos y revistas en el vestíbulo del hotel y se retiró a su habitación. Pidió que le sirvieran la cena allí y dedicó el tiempo que faltaba revisando el material de lectura para ponerse al día de lo que había ocurrido en el mundo durante su ausencia. Dedicó una hora a las noticias locales y mundiales, hasta que llegó la cena. Siguió leyendo mientras comía. Después, ya cerca de las siete, decidió llamar a Ed Samuelson.

Había dos razones para la vuelta de Ben a Chicago. La primera era visitar a Miles y descubrir si el sueño sobre su amigo había sido veraz. La segunda era poner sus asuntos en orden de modo permanente. Había decidido ya dejar la visita a su amigo para la mañana siguiente, pero no había ninguna razón para posponer lo segundo. Eso significaba llamar a Ed.

Ed Samuelson era su administrador, y socio fundador de la firma de asesores financieros Haines, Samuelson & Roper. Ben le había confiado su patrimonio, que era bastante considerable antes de marcharse a Landover. Ed pertenecía a la clase de personas adecuadas para tales cometidos: discreto, fiable y concienzudo. En algunas ocasiones había pensado que Ben adoptaba decisiones financieras completamente absurdas, pero respetaba el hecho de que, siendo su dinero, podía manejarlo a su capricho. Según él, la culminación de la locura fue comprar el trono de Landover. Ed liquidó los bienes suficientes para conseguir el millón de dólares necesario y recibió poderes ilimitados para controlar los activos de Ben mientras éste estaba ausente. Había aceptado eso sin tener la menor idea de cuáles eran sus propósitos.

Ben no se los había comunicado entonces ni tenía intención de hacerlo ahora. Pero estaba seguro de que Ed lo aceptaría.

Telefonearle era un poco arriesgado. Suponía a Meeks enterado de que Samuelson era su administrador. Previendo que contactarían, el mago podía haber «pinchado» el teléfono del asesor financiero. Quizás era una suposición paranoica, pero Meeks no era alguien a quien se pudiera menospreciar. Su única esperanza se basaba en la posibilidad de que se hubiera limitado al teléfono de la oficina, dejando libre el de su casa.

Llamó a Ed en el preciso momento en que éste acababa de cenar, y pasó los primeros diez minutos convenciéndolo de que era Ben Holiday. Cuando lo consiguió, le advirtió que nadie, absolutamente nadie, debía saber que lo había llamado. Tenía que comportarse como si nunca lo hubiese hecho. Ed le preguntó si estaba metido en problemas, como siempre hacía cuando Ben le hacía una de sus extrañas peticiones. Le aseguró que no, pero que era conveniente que nadie supiese de momento que estaba en la ciudad. Le aseguró que proyectaba visitar a Miles, aunque no contaba con tiempo para ver a muchos más.

Ed pareció satisfecho y escuchó con atención mientras le explicaba lo que quería que hiciese. Ben le prometió que pasaría por su despacho al mediodía siguiente para firmar los documentos necesarios si Ed podía arreglárselas para estar allí. Samuelson suspiró estoicamente y dijo que de acuerdo. Ben le dio las buenas noches y colgó el teléfono.

Una ducha de veinte minutos le ayudó a aliviar la tensión y el cansancio crecientes. Salió del baño y se tendió en la cama con unas cuantas revistas y periódicos apilados cerca de él. Comenzó a leer, los abandonó al poco rato, cerró los ojos y dejó vagar pensamientos.

Momentos después, estaba dormido.

Esa noche soñó con el Paladín.

Al principio se hallaba solo, en un promontorio cubierto de pinos, mirando hacia el valle neblinoso de Landover. Los azules y verdes se mezclaban donde el cielo y la tierra se unían, y parecían estar al alcance de la mano. Respiró, y sintió el aire limpio y frío. La luminosidad del momento era asombrosa.

Entonces las sombras empezaron a oscurecerse. Descendieron y lo rodearon, sumiéndolo en la noche. A través de los pinos le llegaban gritos y susurros. Podía sentir el relieve del medallón presionando la palma de su mano mientras lo apretaba en precaución. Sentía que iba a necesitarlo de nuevo, y estaba contento. ¡El ser que encerraba en su interior quedaría libre otra vez!

A un lado se produjo un movimiento repentino y surgió una figura negra y monstruosa. Era un unicornio de ojos y aliento de fuego. Pero al instante cambió. Se convirtió en un demonio. Luego cambió otra vez.

Era Meeks.

El mago lo llamó por señas. Su figura, alta y encorvada, mostraba una actitud amenazante, y tenía la cara cubierta de escamas como un lagarto. Se aproximó a Ben, aumentando de tamaño a cada paso, transformándose ahora en algo irreconocible. Ben percibió el olor del miedo, de la muerte.

Pero él era el Paladín, el caballero errante cuya alma vagabunda había encontrado un hogar dentro de su cuerpo, el campeón del rey que nunca había perdido una batalla y a quien nada podía vencer. Se fundió con su otro yo con un aterrador arrebato de júbilo. Estaba dentro de la armadura y el olor a miedo y muerte fue sustituido por los olores ásperos del hierro, el cuero y el aceite. Ya no era Ben Holiday, sino una criatura de otra época y otro lugar cuyos únicos recuerdos eran de batallas, combates y victorias, de lucha y muerte. Las guerras rugían dentro de su cerebro, y había atisbos de bestias colosales acorazadas en hierro, embistiendo a un lado y a otro en una bruma rojiza. El metal entrechocaba y las voces resoplaban y gruñían con furia. Los cuerpos caían muertos, destrozados y rotos.

¡Se sentía contento!

¡Oh Dios, se sentía renacido!

La oscuridad embistió contra él, las sombras lo tocaban y lo agarraban, y se enfrentó a ellas con rabia. El caballo blanco que montaba avanzó como una máquina de vapor impulsada por fuegos que él no podía controlar. Los pinos pasaban a sus lados en bandas borrosas y continuas, y la tierra desapareció. Meeks se convirtió en un espectro que no podía tocar. Corrió hacia delante, saltando del promontorio al vacío.

La sensación de euforia se desvaneció. En algún lugar en la noche se oyó un grito aterrador. Mientras caía se dio cuenta de que el grito había salido de su garganta.

Los sueños cesaron, pero durmió mal el resto de la noche. Se levantó poco después de que amaneciera, se duchó, pidió que le sirvieran el desayuno en la habitación, comió, se vistió con las ropas que había comprado el día anterior y tomó un taxi ante el hotel poco después de las nueve. Llevaba la bolsa de viaje. Pensaba que no volvería.

El taxi lo condujo al sur de la avenida Michigan. Era sábado, pero las calles comenzaban a estar llenas de ansiosos compradores navideños que trataban de adelantarse a las aglomeraciones del fin de semana. Ben, en la relativa soledad del asiento trasero del taxi, los ignoraba. El júbilo de la proximidad de las vacaciones era algo ajeno a su mente.

Fragmentos del sueño de la noche anterior se introducían en sus pensamientos. Había sentido miedo por el sueño y por las verdades que contenía.

El Paladín era una realidad que no podía captar por completo. Sólo una vez se había convertido en el caballero de la armadura, y más por casualidad que por su voluntad. Le fue necesario convertirse en el Paladín para sobrevivir, y lo hizo impulsado por esa necesidad. Pero la transformación había sido aterradora; como desprenderse de la propia piel para entrar en la de otro, humano o no. Los pensamientos del ser que lo acogió eran duros y brutales; los pensamientos de un guerrero, de un gladiador. En ellos había sangre y muerte, toda una historia de supervivencia que Ben sólo podía comprender a medias. Lo aterrorizaron. No podía controlar al otro, no del todo. Sólo podía convertirse en él y aceptarlo.

No estaba seguro de su capacidad para soportar de nuevo semejante experiencia. No la había intentado ni la deseaba.

Y, sin embargo, una parte de él disentía, como le mostró el sueño. Y una parte de él susurraba que algún día debería hacerlo.

Pasó por delante de las oficinas de Holiday & Bennett. Estaban cerradas los sábados, pero sabía que Miles Bennett estaría allí a pesar de eso, trabajando hasta el mediodía en las redacciones de documentos que se le habían retrasado durante la semana, aprovechando la ausencia de las molestas interrupciones que parecían acosarles en las horas normales de oficina.

Le dijo al taxista que lo dejase al final de la manzana de la acera de enfrente. Luego se apresuró a entrar en otro edificio. Los transeúntes pasaban a su lado, sin preocuparse de lo que hacía, concentrados en sus propios asuntos. El tráfico transcurría con rapidez. En la calle había coches aparcados, pero no parecía que hubiera nadie en su interior vigilando.

—Nunca está de más ser precavido —se dijo en voz baja.

Salió del edificio, cruzó la calle por el semáforo, se encaminó hasta el otro edificio y atravesó las pesadas puertas de vidrio que conducían al vestíbulo. No vio nada anormal, nada extraño.

Se apresuró hacia un ascensor abierto, entró, pulsó el botón de la decimoquinta planta y observó el deslizamiento de las puertas al cerrarse. Comenzó a subir. Sólo faltan unos momentos, pensó. Y si Miles no estaba allí por alguna razón, contactaría con su casa.

Esperaba no tener que hacerlo. Tenía la sensación de que le faltaba tiempo. Quizás era el sueño, quizás sólo las circunstancias de su visita, pero ese presentimiento no lo abandonaba.

El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron y salió al vestíbulo de la planta quince.

La respiración se detuvo en su garganta. Se encontró de nuevo frente a Meeks.

Questor Thews apartó la cortina de telas de arañas que colgaba de la estrecha entrada de piedra en las ruinas de la torre del castillo y la atravesó. El polvo que se introdujo en su nariz le hizo estornudar, y protestó en tono bajo contra la humedad y las tinieblas. Se dijo que debería haber llevado una antorcha…

Una chispa de fuego fulguró a su lado, y las llamas coronaron un trozo de rama de árbol. Juanete se la pasó a Questor.

—Estaba a punto de usar la magia para conseguir una —comentó el mago en tono irritado, pero el kobold se limitó a sonreír.

Se encontraba entre los decadentes muros de Mirwouk, la antigua fortaleza que Questor había visto cuando soñó con los libros de magia desaparecidos. Estaban muy al norte de Plata Fina, en lo alto del Melchor, el viento golpeaba la piedra y aullaba en los corredores vacíos, la heladez empapaba el aire rancio como si el invierno se hallara próximo. El mago y el kobold habían tardado casi tres días en llegar allí, y habían viajado con bastante rapidez. El castillo los recibió con las puertas abiertas y las ventanas vacías. Sus habitaciones y salones estaban abandonados.

Questor avanzó, buscando algo que le pareciese reconocible. Estaba atardeciendo y no deseaba vagar por aquella lúgubre tumba cuando anocheciera. Era un mago y podía percibir cosas que estaban ocultas para los demás, y aquel lugar estaba impregnado de olor a maldad.

Caminó a tientas durante un rato, luego le pareció reconocer el pasadizo que atravesaba. Siguió sus vueltas y revueltas, atisbando en la penumbra. El polvo y las telarañas dificultaban su avance, y había arañas tan grandes como ratas y ratas tan grandes como perros. Corrían y reptaban, y debía tenerlas en cuenta antes de dar un paso. Decididamente, aquello era muy incómodo. Estuvo tentado a usar la magia para convertirlas en polvo y dejar que el viento se las llevase.

El pasadizo comenzó a descender y la forma de sus paredes se alteró apreciablemente. Questor enlenteció aún más su marcha, estudiando la roca. De repente, se enderezó.

—¡Conozco esto! —exclamó con un susurro excitado—. ¡Éste es el túnel que vi en el sueño!

Juanete le quitó la antorcha de la mano sin ningún comentario y continuó el camino, precediéndolo. Questor estaba demasiado nervioso para discutir el asunto y lo siguió. El pasadizo se ensanchó y se aclaró, libre de telarañas, polvo, roedores e insectos. Ahora había un nuevo olor en la piedra, una especie de olor almizcleño e insalubre. Juanete mantenía un paso rápido y, a veces, Questor sólo podía ver ante sí el halo de la antorcha.

¡Todo era exactamente igual que en el sueño!

El túnel proseguía, ahondando en la roca de la montaña, en una espiral de pasillos cavernosos y curvadas escaleras. Juanete continuaba al frente, con los ojos atentos. Questor se mantenía tan cerca que su aliento rozaba el cuello del kobold.

Entonces el túnel finalizó en una puerta tallada con volutas y runas. Questor tembló de excitación. Palpó los dibujos y su mano pareció saber exactamente a qué lugar dirigirse. Tocó algo y la puerta se abrió con un débil chirrido.

La habitación a que dio paso era enorme, con el suelo pavimentado con granito pulido. Ahora era Questor quien guiaba, siguiendo la visión de su mente, el recuerdo del sueño. Se dirigió al centro de la cámara, con Juanete a su lado, rodeados por el eco de sus pisadas.

Se detuvieron ante una de las losas del suelo de granito sobre la que había grabado el signo de un unicornio.

Questor Thews lo miró con atención. ¿Un unicornio? Se llevó una mano a la barbilla, desconcertado. Algo no encajaba. No recordaba ningún unicornio en su sueño. Había un signo grabado en la piedra, pero ¿era el del unicornio? Parecía demasiada coincidencia…

Durante un momento, consideró la posibilidad de abandonar todo el proyecto y desandar el camino que lo había llevado allí. Una vocecilla en su interior susurraba que debía hacerlo. Allí existía un peligro oculto; lo notaba, lo sentía, y le aterrorizaba.

Pero la atracción que ejercían sobre él los libros desaparecidos era enorme. Tocó el suelo y sus dedos, casi por impulso propio, siguieron el contorno del cuerno de la criatura. La losa tembló y se corrió, deslizándose con suavidad por una ranura en la que encajaba a la perfección.

Questor Thews miró el interior del agujero.

Allí había algo.

El anochecer cubrió la región de los lagos de sombras y niebla, y la luz de las lunas de colores y las estrellas plateadas no era más que un débil resplandor que se reflejaba en la tranquila superficie del Irrylyn. Sauce se hallaba sola en la orilla de una pequeña cala rodeada de álamos y cedros. Las aguas del lago lamían los dedos de sus pies. Estaba desnuda, y sus ropas se hallaban cuidadosamente colocadas sobre la hierba, detrás de ella. La brisa acariciaba su piel verde pálido y agitaba su larga melena de color esmeralda, encrespándola y dividiéndola en mechones, y erizaba el vello de sus pantorrillas y sus antebrazos. Ella temblaba. Era una criatura de increíble belleza, medio humana, medio fantástica, como una descendiente de las míticas sirenas que atraían a los hombres a un funesto destino sobre las rocas de los antiguos mares.

Los pájaros nocturnos lanzaban sus gritos a través del lago, y sus llamadas resonaban en la quietud. Sauce les respondía con silbidos.

Alzó la cabeza y olfateó el aire como si fuese un animal. Chirivía la esperaba pacientemente en el campamento, a unos cincuenta metros detrás. La luz de la hoguera encendida para cocinar quedaba oculta tras los árboles. Había ido sola al Irrylyn para bañarse y recordar.

Entró en el agua con precaución. El líquido tibio provocó en su cuerpo un estimulante hormigueo. Era allí donde había conocido a Ben Holiday, donde se habían visto por primera vez mientras se bañaban, despojados de formalismos. Allí había sabido que él era quien le estaba destinado.

Su sonrisa se acentuó al recordar el maravilloso momento. Le habló del futuro que debían compartir y, aunque él se mostró incrédulo y aún continuaba dudando, su propia certeza nunca flaqueó. Los hados de su nacimiento, expresados al modo de las hadas en las enredaderas y flores del lecho donde fue concebida, no podían mentir.

¡Oh, ella amaba al extranjero Ben Holiday!

Su rostro infantil brilló y se ensombreció luego. Lo echaba de menos. Estaba preocupada por él. Algo en el sueño que habían compartido la inquietaba de un modo que no podía explicar. Había un enigma tras esos sueños que susurraba peligro.

No se lo había mencionado a Ben porque había captado en su voz cuando explicaba el sueño que estaba decidido a irse. Supo entonces que no podría alterar su propósito y decidió no intentarlo. Comprendió los riesgos y los aceptó. La urgencia de su preocupación se debilitó ante la firme voluntad de él.

Quizás ése era el motivo que había impedido que le relatara todo su sueño. Existía algo en él que lo diferenciaba de los de Ben y Questor Thews. Era algo sutil y difícil de expresar, pero indudable.

Se agachó en el agua, y el pelo esmeralda se extendió sobre ella como un manto. Su dedo trazó dibujos sobre la superficie inmóvil, y el recuerdo del sueño volvió. Pensó que la sensación angustiosa se hallaba en la estructura del sueño, en el modo de proyectarse en su mente. Las visiones habían sido vividas, los hechos claros. Pero su contenido incluía algo falso, algo que sólo podía ocurrir en un sueño, pero no en la vigilia. Parecía como si el recuerdo fuese una máscara que ocultase un rostro debajo.

Dejó de dibujar en el agua y se levantó, preguntándose por la identidad del rostro que la máscara ocultaba.

Su expresión preocupada y sombría se acentuó y, de repente, deseó no haber aceptado la decisión de Ben. Deseó haberse opuesto a su marcha o insistido en que la llevase consigo.

—No, saldrá bien del paso —susurró una y otra vez.

Sus ojos se elevaron al cielo y dejó que el resplandor lunar la calentase. Al día siguiente pediría consejo a su madre, cuya vida estaba tan próxima a la de las criaturas fantásticas de las nieblas. Ella sabría del unicornio negro y de la brida de oro trenzado y le daría consejo. Pronto volvería a estar con Ben.

Se sumergió de nuevo en el lago oscuro, dejó que las aguas se cerrasen a su alrededor y flotó en paz.