—Esta noche he tenido un sueño —dijo Ben Holiday, dirigiéndose a sus amigos durante el desayuno.
Fue como si les hubiese dado el parte meteorológico. El mago Questor Thews no pareció oírle. Su delgada cara de búho tenía una expresión pensativa y su mirada estaba fija en un objeto invisible situado a unos seis metros sobre la mesa. Los kobolds Juanete y Chirivía apenas levantaron la vista de la comida. El amanuense Abernathy logró mirarlo con curiosidad cortés, pero para un perro de rostro peludo que miraba habitualmente con curiosidad cortés, eso no era demasiado difícil.
Sólo la sílfide Sauce, que en ese momento entraba en el comedor del castillo de Plata Fina, mostró auténtico interés con un repentino e inquieto cambio de expresión.
—He soñado con mi casa —continuó él, decidido a no abandonar el tema—. He soñado con el viejo mundo.
—¿Perdón? —Questor lo miraba ahora, ya de regreso de cualquier planeta que hubiese estado visitando—. Perdonadme, ¿he oído algo sobre…?
—¿Qué soñásteis exactamente sobre el viejo mundo, gran señor? —lo interrumpió Abernathy con impaciencia, transformando la curiosidad cortés en leve desaprobación.
Dirigió a Ben una mirada reprobatoria por encima de las gafas. Siempre lo miraba de ese modo cuando mencionaba el viejo mundo.
Ben se inclinó hacia delante.
—He soñado con Miles Bennett. Recuerdan lo que les conté sobre Miles, ¿verdad? Mi antiguo compañero de bufete. Bueno, pues he soñado con él. He soñado que tenia problemas. No fue un sueño completo. No tenía un verdadero comienzo ni un final. Fue como si yo llegase a mitad de la historia. Miles estaba en su oficina, trabajando, ordenando papeles. Llamaban por teléfono, entregaban mensajes, había personas sentadas en las sombras que no podía ver con claridad. Pero pude apreciar que Miles estaba prácticamente frenético. Su aspecto era terrible. Preguntaba por mí. Preguntaba que dónde me había metido y por qué no estaba allí. Yo le llamé, pero no me oyó. Entonces se produjo una especie de distorsión, una oscuridad, un retorcimiento de lo que veía. Miles siguió llamando, preguntando por mí. En aquel momento, algo se interpuso entre nosotros, y me desperté.
Paseó la mirada por los rostros que lo rodeaban. Ahora todos estaban pendientes de él.
—Pero eso no es todo —añadió al instante—. Había una atmósfera de… de desastre inminente que acechaba detrás de toda la serie de imágenes. Había una tensión que daba miedo. Era tan… real.
—Algunos sueños son así, gran señor —observó Abernathy, encogiéndose de hombros. Empujó sus gafas hacia arriba y cruzó las patas delanteras ante el pecho. Era un perro remilgado—. Con frecuencia, los sueños son manifestaciones de los temores de nuestro subconsciente, según he leído.
—Este sueño no —insistió Ben—. Fue algo más que un sueño normal. Fue como una premonición.
Abernathy hizo un gesto de desdén.
—Supongo que ahora diréis que por la fuerza de estos sueños emocionalmente perturbadores, aunque racionalmente infundados, sentís la necesidad de volver a vuestro mundo, ¿verdad?
El amanuense no hacía el menor esfuerzo por disimular su preocupación. Sus temores estaban a punto de realizarse.
Ben vaciló. Había pasado más de un año desde que atravesó las nieblas del mundo de las hadas en algún lugar escondido del bosque de las montañas del Blue Ridge, unos treinta kilómetros al suroeste de Waynesboro, en Virginia, y penetró en el reino de Landover. Con anterioridad, había pagado un millón de dólares por ese privilegio, respondiendo a un anuncio del catálogo de unos almacenes, actuando más por la desesperación que por la razón. Llegó a Landover como rey, pero que le reconocieran como tal los habitantes del país no había sido tarea fácil. Los ataques a su derecho al trono llegaron de todas partes. Criaturas cuya existencia ni siquiera hubiera creído posible estuvieron a punto de destruirlo. La magia, el poder que gobernaba todo en este extraño mundo, era una espada de dos filos que había tenido que dominar para sobrevivir. Desde que tomó la decisión de entrar en las nieblas, se vio obligado a aceptar otro concepto de la realidad, y la vida que conoció cuando ejercía su profesión en Chicago se convirtió en un recuerdo alejado de su existencia presente. Sin embargo, esa antigua vida no estaba desechada por completo y, de vez en cuando, pensaba en volver a ella.
Sus ojos se encontraron con los del amanuense. No sabía qué respuesta darle.
—Admito que estoy preocupado por Miles —dijo al fin.
El comedor se quedó muy silencioso. Los kobolds dejaron de comer, sus caras de mono se inmovilizaron con esas aterradoras semisonrisas que mostraban sus numerosos dientes. Abernathy estaba rígido en su asiento. Sauce palideció, dando la impresión de que iba a decir algo que no dijo.
Pero fue Questor Thews quien habló primero.
—Un momento, gran señor —solicitó con gesto pensativo y uno de sus huesudos dedos sobre los labios.
Se levantó de la mesa, hizo salir de la habitación a los dos sirvientes que se hallaban de pie a ambos lados de las puertas y las cerró. Los seis amigos se quedaron solos en el enorme comedor. Pero no fue suficiente para Questor. La gran arcada de la pared opuesta comunicaba a través de un vestíbulo con el resto del castillo, y Questor se dirigió a ella con sigilo para ver si había alguien en las proximidades.
Ben lo observó, lleno de curiosidad, preguntándose por qué tomaría tantas precauciones. Había que reconocer que las cosas no eran como en los tiempos en que sólo ellos ocupaban Plata Fina. Ahora había criados de todas las edades y categorías, soldados y guardianes, emisarios y representantes diplomáticos, mensajeros y muchos otros, que desempeñaban diversos cometidos en la corte; todos tropezando entre sí e interfiriendo en su vida privada cuando era menos conveniente. Pero la posibilidad de su regreso al viejo mundo se había comentado abiertamente por la mayoría de los residentes en el castillo y Questor actuaba como si el pueblo de Landover no supiese que Ben no era un landoveriano.
Sonrió con resignación. Bueno, las precauciones no perjudican a nadie.
Se estiró, relajando los músculos aún tensados por el sueño. Era un hombre de apariencia normal, de altura y corpulencia media, con el peso distribuido proporcionalmente. Sus movimientos eran rápidos y precisos. En su juventud había sido boxeador y aún conservaba gran parte de su antigua habilidad. Tenía la cara curtida por el sol y el viento, la frente alta y los pómulos prominentes, nariz aguileña e inicio de calvicie en las entradas. En los extremos de sus ojos comenzaban a notarse finas arrugas, pero éstos eran de un azul brillante y frío.
Desvió la vista hacia arriba. El sol de la mañana atravesaba con sus rayos los cristales de las altas ventanas y éstos danzaban sobre la piedra y la madera pulida. La calidez del castillo penetró en él, y pudo sentir su inquietud creciente. El castillo siempre estaba escuchando. Sabía que lo había oído hablar del sueño y ahora le respondía con una manifestación de descontento. Era como una madre preocupada por un hijo alocado e incauto. Era una madre que trataba de mantener a su hijo seguro junto a ella. No le gustaba que hablase de dejarla.
Ben miró disimuladamente a sus amigos: Questor Thews, el mago cuya magia fallaba con frecuencia, un espantapájaros con ropas llenas de parches de color y gestos complicados; Abernathy, el amanuense de la corte transformado en terrier de pelo liso por la magia de Questor, que continuaba así porque éste no consiguió hallar la invocación mágica que lo devolviera a su estado original, un perro vestido como un caballero; Sauce, la bella sílfide que era medio mujer y medio árbol, una criatura del mundo de las hadas provista de magia; Juanete y Chirivía, los kobolds que parecían monos orejudos y vestían calzones, mensajero y cocinero respectivamente. Al principio, le habían parecido muy extraños. Un año después, los consideraba amables y fieles, y se sentía protegido en su presencia.
Sacudió la cabeza. Vivía en un mundo de dragones y brujas, de gnomos, trolls y otras criaturas peculiares, de castillos vivientes y magia de hadas. Vivía en un mundo de fantasía del cual era rey. Lo que había soñado ser, por lo que había dejado atrás su vida pasada. En consecuencia, parecía contradictorio que todavía pensara tan frecuentemente en ese mundo y esa vida, en Miles Bennett y en Chicago, en las responsabilidades y obligaciones que abandonó. Los hilos del tapiz del sueño de la noche anterior se entrelazaban con sus recuerdos y tiraban de él de modo inexorable. No era fácil de olvidar aquello a que había dedicado muchos años y esfuerzos.
Questor Thews se aclaró la garganta.
—Yo también he tenido un sueño esta noche, gran señor —dijo, ya de vuelta de su reconocimiento. Ben fijó la vista en él. La alta y estrafalaria figura se inclinó sobre su silla de respaldo alto, con sus ojos verdes perdidos en la distancia. Se rascó la barba con dedos huesudos y habló empleando un susurro cauteloso—. ¡He soñado con los libros de magia desaparecidos!
Entonces comprendió Ben las precauciones tomadas. Pocos en Landover conocían la existencia de esos libros. Habían pertenecido al hermanastro de Questor, el anterior mago de la corte de Landover, un tipo que Ben había conocido como Meeks en el viejo mundo. Fue Meeks, asociado con el insatisfecho heredero del trono, quien había vendido a Ben el reino por un millón de dólares; seguro de que caería en alguna de las numerosas trampas dispuestas para destruirlo, seguro de que, cuando al fin fuese eliminado, el reino volvería a él y podría venderlo de nuevo. Meeks había intentado ganarse la colaboración de Questor, prometiéndole los conocimientos impresos en los libros de magia escondidos. Pero Questor, a pesar de eso, se alió con Ben, eludiendo todas las trampas que Meeks había tendido, cortando los lazos que lo unían al anterior mago con Landover.
Los ojos de Ben permanecían fijos en los de Questor. Sí, Meeks se había ido, pero los libros de magia seguían en algún lugar del valle…
—¿Habéis oído lo que he dicho, gran señor? —Los ojos de Questor chispeaban de excitación—. ¡Los libros desaparecidos, la magia compilada por los magos de Landover desde el amanecer de la creación del reino! ¡Creo que sé dónde están! ¡Lo vi en mi sueño! —Sus ojos bailaban y su voz bajó aún más de tono—. Están escondidos en las catacumbas de la fortaleza ruinosa de Mirwouk, próxima a la cumbre del Melchor. En mi sueño, yo seguía a una antorcha que ninguna mano sustentaba, la seguía a través de la oscuridad, a través de túneles y escaleras, hasta una puerta adornada con volutas y runas. La puerta se abrió. Tras ella, el suelo estaba pavimentado con bloques de piedra; uno de ellos marcado con un signo extraño. ¡Cedió a mi toque, descubriendo los libros! Lo recuerdo todo… como sí hubiera ocurrido en realidad.
La mirada de Ben mostraba sus dudas. Empezó a decir algo y luego se detuvo, sin saber cómo continuar. Sintió que Sauce se estremecía a su lado, inquieta.
—No estaba seguro de la conveniencia de hablar de mi sueño, para ser sincero —confesó el mago, con palabras precipitadas—. Creí que lo mejor sería descubrir primero si era verdadero o falso. Pero cuando os referisteis al vuestro y… —titubeó—. El mío era como el vuestro, gran señor. Más una premonición que un sueño. Fue intensísimo, de asombrosa claridad. No asustaba como el vuestro; ¡era… estimulante!
Abernathy, al menos, no se impresionó por el relato.
—Todo eso pudo ser consecuencia de algo que cenaste, mago —sugirió sin demasiada amabilidad.
Questor pareció no oírle.
—¿Os dais cuenta de lo que puede significar la posesión de los libros de magia? —preguntó con ansiedad y una tensa expresión en su rostro de búho—. ¿Tenéis idea de la magia que podría dominar?
—¡A mí me parece que utilizas ya más de la necesaria! —exclamó Abernathy—. Permite que te recuerde que fue tu dominio de la magia, o tu carencia de él, lo que me redujo a mi presente estado hace años. ¡No quiero ni pensar en los daños que causarías si tus poderes aumentaran!
—¿Daños? ¿Y qué me dices del bien que podría hacer? —Questor se giró hacía él, acercándose—. ¿Y si lograra encontrar un medio para devolverte a tu estado anterior?
Abernathy se quedó callado. Una cosa era ser escéptico, y otra empecinarse en ello. Lo que más deseaba en el mundo era volver a ser humano.
—Questor, ¿estás seguro de eso? —preguntó Ben.
—Tan seguro como vos, gran señor —contestó el mago y, tras una indecisión momentánea, exclamó—: ¡Qué curioso que en una misma noche se hayan producido dos sueños…!
—Tres —dijo Sauce de repente.
Todos la miraron. Questor dejó sin terminar la frase. Ben, que aún estaba tratando de comprender el significado de la revelación de Questor, interrumpió su meditación. Las expresiones de Abernathy y los kobolds revelaron sorpresa. ¿Había dicho…?
—Tres —repitió—. Yo también he tenido un sueño. Fue extraño e inquietante y quizás más vivido que los vuestros.
Ben captó de nuevo la intranquilidad de la sílfide, más aguda, más intensa. Hasta aquel momento, apenas le había prestado atención, sumido en sus propios problemas. Sauce no era dada a las exageraciones. Estaba impresionada por algo. Vio una preocupación en sus ojos que bordeaba el miedo.
—¿Qué has soñado tú? —le preguntó.
Ella no respondió de inmediato. Dio la impresión de que se esforzaba en recordar.
—Estaba viajando por unas tierras que me resultaban familiares y al mismo tiempo desconocidas. Me hallaba en Landover y a la vez en otro lugar. Yo buscaba algo. Mi gente estaba allí, como vagas sombras que me susurraban de un modo apremiante. Era necesario apresurarse, pero no comprendía por qué. Me limité a continuar buscando.
Hizo una pausa.
—Entonces la luz del día se convirtió en oscuridad, y la luz lunar inundó el bosque que se alzaba a mi alrededor como un muro. Me encontré sola. Estaba asustada y no podía pedir ayuda aunque tenía la sensación de que debía hacerlo. La niebla, recién aparecida, se agitaba. Las sombras se hicieron tan intensas que amenazaban con ahogarme. —Su mano buscó la de Ben y la apretó—. Te necesitaba, Ben. Te necesitaba tanto que no podía soportar la idea de no tenerte allí. Una voz parecía susurrar en mi interior que si no terminaba el viaje en poco tiempo, te perdería. Para siempre.
Algo del tono con que Sauce pronunció esas palabras hizo que Ben Holiday se helase hasta los huesos.
—De repente apareció una criatura ante mí, un espectro salido de las nieblas que preceden al amanecer. —Los ojos verdes de la sílfide centellearon—. Era un unicornio, Ben, tan oscuro que parecía absorber la luz lunar como una esponja absorbe el agua. Era un unicornio, pero algo más. No era blanco como los unicornios de la antigüedad, sino negro como el carbón. Se interpuso en mi camino, con su cuerno bajado, escarbando la tierra con las pezuñas. Su cuerpo esbelto pareció retorcerse y cambiar de forma, y vi que era más diablo que unicornio, más demoníaco que mágico. Estaba ciego como los grandes toros de los pantanos, y tenía su misma fiereza. Se dirigió hacia mí, y yo corrí. Sabía, de algún modo, que no debía permitir que me tocase, que si llegaba a hacerlo estaría perdida. Y fui rápida, pero el unicornio negro me seguía de cerca. Quería alcanzarme. Quería atraparme.
Su respiración se había acelerado, y su cuerpo menudo estaba tenso por las emociones que soportaba. La habitación se sumió en un silencio total.
—Y entonces vi que mi mano sostenía una brida de cordón de oro, hecha con auténticos hilos de oro trenzados por las hadas de antaño. No supe cómo había llegado a mi mano, sólo que no debía soltarla. Sabía que era la única cosa en el mundo que podía controlar al unicornio negro.
La mano presionó con más fuerza.
—Corrí en busca de Ben. Tenía que entregarle la brida. Si tardaba en encontrarlo, el unicornio negro me alcanzaría y me…
Su voz se apagó y sus ojos se fijaron en los de Ben. Durante un momento, él olvidó todo lo que acababa de contar, perdido en esos ojos, en el contacto de su mano. Durante un momento, sólo vio a la mujer indescriptiblemente bella que había encontrado mientras se bañaba en las aguas del Irrylyn hacía casi un año, tentadora e infantil. La visión nunca lo abandonaba. Siempre que ella estaba presente el recuerdo renacía.
Se produjo un silencio tenso. Abernathy se aclaró la garganta.
—Parece que ha sido una noche dedicada a los sueños —comentó en tono de broma—. Todos los que están en esta habitación, excepto yo, han tenido uno. ¿Y tú, Juanete? ¿Has soñado con amigos en apuros, libros de magia o unicornios negros? ¿Chirivía?
Los kobolds sisearon suavemente y negaron con la cabeza a la vez. Pero había una mirada cautelosa en sus agudos ojos sugiriendo que no deseaban tratar el asunto de los sueños con tanta frivolidad como Abernathy.
—Hay algo más —dijo Sauce, aún con la mirada fija en Ben—. Me desperté mientras huía del ser, unicornio negro o diablo. Me desperté con la seguridad de que el sueño no había terminado, de que aún tenía que suceder algo.
Ben asintió lentamente, con su arrobamiento roto.
—A veces soñamos lo mismo más de una vez…
—No, Ben —susurró ella con voz segura, mientras su mano aflojaba la presión que ejercía sobre la de él—. Este sueño era como el tuyo, más una premonición que un sueño. Fue un aviso, mi gran señor. Una criatura del mundo de las hadas está más cerca de la verdad de los sueños que los demás seres. Se me estaba mostrando algo que debía conocer, y todavía no se me ha revelado todo.
—Hay menciones de un unicornio negro en las historias de Landover —informó Questor Thews de repente—. Recuerdo haberlas leído dos o tres veces. Ocurrió hace mucho tiempo, y las referencias son vagas y no confirmadas. Se decía que el unicornio era un engendro del demonio, algo tan maligno que sólo mirarlo una vez significaba la perdición…
La comida y la bebida del desayuno se enfriaban sobre las tazas y platos olvidados en la mesa. El comedor estaba tranquilo y vacío, pero Ben tenía una sensación de presencia de ojos y oídos en todas partes. Era una sensación inquietante. Dirigió una breve mirada al rostro sombrío de Questor y después al de Sauce. Si alguien le hubiera hablado de sus sueños antes de su propia experiencia, posiblemente se hubiera sentido inclinado a negarles valor. Pero el recuerdo de Miles Bennett en la oscura oficina, preocupado y casi frenético porque no estaba allí cuando lo necesitaba, pendía sobre él como una nube. Era tan real como su vida. Reconoció un apremio similar en la narración de los sueños de sus amigos, y su insistencia reforzaba la convicción de que sueños tan vividos como aquéllos no podían ser atribuidos a una cena indigesta ni a un subconsciente superactivo.
—¿Por qué hemos tenido esos sueños? —preguntó en voz alta.
—Esta es una tierra construida sobre sueños, gran señor —contestó Questor Thews—. Esta es una tierra donde los sueños del mundo de las hadas y del mundo de los mortales se unen y se encauzan. La realidad en uno es fantasía en el otro, excepto aquí, donde se encuentran. —Se levantó, espectral en su ropa de colores—. Se han dado casos de sueños semejantes. Reyes, magos y hombres de poder tuvieron tales sueños a lo largo de la historia de Landover.
—¿Sueños que son revelaciones, o incluso avisos?
—Sueños que ofrecen una guía, gran señor.
Ben se mordió el labio inferior.
—¿Piensa dejarse guiar por los suyos, Questor? ¿Pretende ir en busca de los libros de magia desaparecidos, tal como su sueño muestra?
Questor vaciló, frunciendo el entrecejo con gesto meditativo.
—Y Sauce, ¿debe ir a buscar la brida de oro de su sueño? Y yo, ¿debo volver a Chicago para ver en qué situación se encuentra Miles Bennett?
—¡Gran señor, por favor, esperad un momento! —Abernathy se levantó, con una expresión francamente preocupada—. Lo inteligente sería pensar en este asunto con más detenimiento. Sería un grave error salir corriendo en busca de… de lo que muy bien podría ser un montón de falsedades producidas por una mala digestión. —Miró de frente a Ben—. Gran señor, debéis recordar que el mago Meeks sigue siendo vuestro peor enemigo. Mientras os halléis en Landover no podrá alcanzaros, pero estoy seguro de que vive esperando el día en que cometáis la estupidez de aventuraros a regresar al mundo en donde lo dejasteis atrapado. ¿Y si descubre que habéis vuelto? ¿Y si el peligro que amenaza a vuestro amigo es el propio Meeks?
—Existe esa posibilidad —reconoció Ben.
—¡Sí, es casi seguro! —añadió Abernathy mientras se colocaba las gafas en su sitio. Luego se volvió hacia Questor—. Y tú deberías ser lo bastante sensato para apreciar los peligros inherentes a cualquier intento de utilizar el poder de los libros de magia perdidos. ¡Un poder que fue la herramienta de magos como Meeks! Hay rumores de que mucho antes de que tú y yo existiésemos los demonios se apoderaron de libros de magia y los sometieron a un conjuro para que sólo pudieran usarse para el mal. ¿Cómo vas a asegurarte de que tal poder no te consumirá con tanta rapidez como el fuego consume un trozo de pergamino seco? ¡Esa magia es peligrosa, Questor Thews!
»Y en cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Sauce, cortando los intentos de protesta de Questor—, tu sueño es el que más me asusta. La leyenda del unicornio negro es una leyenda de maldad. Incluso tu sueño te lo indicó. Questor Thews olvidó mencionar en su narración de las historias de Landover que todos aquellos que afirmaron haber visto a esa criatura tuvieron una muerte súbita y terrible. Si existe tal unicornio negro, lo más probable es que sea un demonio escapado de Abaddon, y es mejor no relacionarse con él.
Concluyó cerrando de golpe las mandíbulas, rígidas por el esfuerzo de su discurso. Sus amigos lo observaban.
—Sólo estamos haciendo conjeturas —dijo Ben, intentando serenar al excitado amanuense—. Sólo estamos considerando posibles alternativas…
Sintió la mano de Sauce otra vez junto a la suya.
—No, Ben. El instinto de Abernathy es certero. Las alternativas ya están consideradas.
Ben se quedó en silencio. Ella tenía razón, lo sabía. Ninguno de los tres lo expresaron antes, pero ya había tomado su decisión. Iban a partir en viajes separados hacia sus diferentes objetivos. Estaban dispuestos a comprobar la veracidad de sus sueños.
—¡Al menos uno es sincero! —resopló Abernathy—. ¡Sincero respecto a la marcha aunque no respecto a los peligros que de ella se derivan!
—Siempre hay peligros… —empezó a decir Questor.
—¡Sí, sí, mago! —lo cortó Abernathy, y centró su atención en Ben—. ¿Habéis olvidado los proyectos que se están llevando a cabo, gran señor? —preguntó—. ¿Qué ocurrirá con el trabajo que requiere vuestra presencia para su finalización? El consejo de judicatura se reúne dentro de una semana para considerar el método que habéis propuesto para el proceso de agravios. Los trabajos de canales de regadío y trazados de caminos en el extremo oriental del Prado están dispuestos para su inicio, pendientes de vuestra supervisión del mareaje. La recaudación de impuestos requiere una contabilidad inmediata. ¡Y los señores del Prado realizarán su visita oficial dentro de tres días! ¡No podéis marcharos precisamente ahora!
Ben miraba a lo lejos asintiendo con aire abstraído. Pensaba en lo que le decía, pero también en algo más. ¿En qué momento había decidido que se iría? No podía recordarlo. En cierto modo, era como si alguien hubiese decidido por él. Sacudió la cabeza. Eso no era posible.
Sus ojos se volvieron de nuevo a Abernathy.
—No te preocupes. No estaré fuera mucho tiempo —le prometió.
—¡Pero no podéis hacer eso! —insistió el amanuense.
Ben esperó un momento. Luego, una inesperada sonrisa iluminó su rostro.
—Abernathy, algunas cosas tienen prioridad sobre otras. Los asuntos de Landover pueden esperar los pocos días que me harán falta para llegar al viejo mundo y volver. —Se levantó y caminó para acercarse más a sus amigos—. No puedo dejarlo de lado. No puedo simular que el sueño no se ha producido y que no estoy preocupado por Miles. En cualquier caso, tarde o temprano tendría que volver. He dejado durante demasiado tiempo muchos asuntos no resueltos.
—Tales asuntos pueden aguardar con menor perjuicio que los de vuestro reino. ¿Qué ocurriría aquí si no regresarais, gran señor? —murmuró el amanuense, preocupado.
La sonrisa de Ben se ensanchó.
—Prometo que tendré cuidado. Deseo el bien de Landover y de su gente tanto como tú.
—Además, yo puedo encargarme de los asuntos de estado en vuestra ausencia, gran señor —añadió Questor.
Abernathy gruñó.
—¿Por qué no siento ningún alivio ante esa perspectiva?
Ben cortó la respuesta de Questor con un gesto de advertencia.
—Por favor, no discutan. Necesitamos el apoyo de todos. —Se giró hacia Sauce—. ¿Estás también decidida?
Sauce se echó hacia atrás su largo cabello y le dirigió una mirada significativa y casi triste.
—Ya sabes la respuesta a esa pregunta.
El asintió.
—Supongo que sí. ¿Dónde empezarás la búsqueda?
—En la región de los lagos. Allí hay algunos qué me ayudarán.
—¿Podrías esperarme hasta que vuelva para que te acompañe?
Los ojos verdemar permanecieron fijos.
—¿Me esperarías tú, Ben?
Él presionó suavemente su mano en respuesta.
—No, creo que no. Pero, sin embargo, tú estás bajo mi protección y no deseo que vayas sola. De hecho, no deseo que tú ni Questor vayáis solos. Necesitáis cierta protección. Juanete irá con uno y Chirivía con el otro. No, las protestas son inútiles —continuó, viendo que las palabras de oposición comenzaban a articularse en los labios de la sílfide y del mago—. Vuestros viajes pueden ser peligrosos.
—Y el vuestro también, gran señor —señaló Questor.
Ben asintió.
—Sí, ya me doy cuenta. Pero nuestras circunstancias son distintas. Yo no puedo llevarme a nadie de este mundo, al menos no puedo hacerlo sin llamar demasiado la atención, y es en el otro mundo donde aguarda el peligro que puede amenazarme. Tendré que ser mi propio protector en esta expedición.
Además, el medallón que llevo colgado al cuello ya es suficiente protección, pensó. Deslizó sus dedos sobre la túnica hasta palpar la dura superficie. Resultaba irónico que Meeks le hubiera proporcionado al venderle el reino la llave de la magia que ahora era suya. Sólo su portador podía ser reconocido como rey. Sólo su portador podía atravesar las nieblas del mundo de las hadas desde Landover a otros mundos y volver de nuevo. Y sólo su portador podía contar con los servicios del invencible campeón conocido como el Paladín.
Evocó la imagen del caballero errante saliendo por las puertas de Plata Fina al amanecer. Él era el único conocedor del secreto del Paladín. Ni siquiera Meeks había llegado a comprender por completo el alcance del poder del medallón o su conexión con el Paladín.
Esbozó una sonrisa tensa. Meeks se había considerado demasiado inteligente. Había usado el medallón para entrar en el mundo de Ben y después se había quedado allí, atrapado. ¡Qué no daría el viejo mago por recuperar el medallón!
La sonrisa se desvaneció. Pero eso nunca ocurriría, desde luego. Nadie, excepto el portador, podía quitarse el medallón una vez colocado, y él nunca se lo quitaría. Meeks ya no era una amenaza.
Pero en algún lugar de las profundidades de su mente, casi enterrado en el muro de determinación que soportaba todo aquello a lo que se había comprometido, un diminuto fragmento de duda lanzaba su aviso.
—Bueno, parece que nada de lo que yo pueda decir sobre este asunto os hará cambiar de parecer —declaró Abernathy sin dirigirse a nadie en particular, pero logrando atraer la atención de Ben. El perro le observó por encima de sus gafas, empujó éstas hacia arriba sobre la nariz, y adoptó la postura de un profeta rechazado—. Que así sea. ¿Cuándo partiréis, gran señor?
Se produjo un silencio incómodo. Ben se aclaró la garganta.
—Cuanto antes me vaya, antes volveré.
Sauce se levantó y se situó ante él. Sus brazos le rodearon la cintura, estrechándola. Estuvieron un momento abrazados bajo las miradas de los otros. Ben pudo sentir algo que se agitaba en el menudo cuerpo de la sílfide, una especie de vibración que indicaba temores no expresados.
—Creo que será mejor que todos volvamos a nuestras ocupaciones —dijo Questor en voz baja.
Nadie contestó. El silencio fue suficiente. El desayuno se había prolongado hasta la media mañana y había una necesidad compartida de aprovechar el día que tenían ante sí.
—Vuelve a mí sano y salvo, Ben Holiday —le dijo Sauce. Abernathy oyó el ruego y apartó la mirada.
—Vuelva a todos nosotros sano y salvo —dijo.
Ben no perdió el tiempo en preparativos.
Después de la cena se retiró a su dormitorio y guardó en la bolsa que había llevado consigo cuando abandonó su mundo las pocas pertenencias que creyó necesarias. Se puso el chándal azul marino y las Nike. Se sintió extraño dentro de aquellas ropas y zapatos después de haber vestido tanto tiempo al estilo de Landover pero eran cómodos y, a pesar de todo, le resultaban familiares. Al fin iba a volver, pensó mientras se preparaba. Al fin iba a hacerlo.
Salió de la habitación, bajó una serie de escaleras y atravesó varios salones hasta llegar a un pequeño patio situado ante la entrada principal donde aguardaban los otros. El sol de la mañana brillaba en un cielo azul sin nubes reflejándose en la piedra blanca del castillo, produciendo destellos deslumbrantes al incidir en los adornos plateados. El calor se desprendía de la tierra de la isla en la que se asentaba Plata Fina y le proporcionaba al día una especie de atmósfera indolente.
Estrechó con fuerza las manos de los kobolds Juanete y Chirivía, devolvió a Abernathy su rígida reverencia protocolaria, abrazó a Questor y besó a Sauce con una pasión generalmente reservada para las noches. No había mucho que decir. Casi todo se había hablado ya. Abernathy le previno de nuevo contra Meeks, y esta vez Questor le hizo caso.
—Tened cuidado, gran señor —le aconsejó el mago, apretando con una mano el hombro de Ben como para retenerlo—. Aunque se encuentre en un mundo extraño, mi hermanastro no está del todo privado de su magia. Aún es un enemigo peligroso. Cuidado con él.
Ben prometió que lo tendría. Atravesó con ellos las puertas, pasó junto a los centinelas de la guardia diurna y bajó a la orilla. Su caballo le esperaba en la opuesta, un bayo castrado al que había dado por nombre Jurisdicción. Era su chiste privado, puesto que cualquier sitio al que viajase a lomos del caballo siempre estaba bajo su jurisdicción. Nadie más que él comprendió a qué se refería.
Un grupo de soldados montados esperaba allí también. Abernathy había insistido en que, al menos dentro del reino, el rey de Landover viajaría con la protección adecuada.
—Ben. —Sauce se acercó a él una vez más, para estrechar sus manos—. Llévate esto.
Él bajó la vista disimuladamente. Le había dado una piedra lisa y de color lechoso, con runas grabadas.
Sauce le cerró la mano sobre la piedra.
—Mantenía oculta. Es un talismán que suele llevar mi gente. Si amenaza algún peligro, la piedra se calienta y se vuelve escarlata. De esa forma te avisará. —Levantó una mano para acariciarle la mejilla—. Recuerda que te quiero. Siempre te querré.
Él le sonrió para tranquilizarla, pero aquellas palabras le incomodaron como siempre. Prefería que no le amase; al menos, que su amor no fuera tan intenso ni tan incondicional. Le asustaban las implicaciones. Annie también le había querido así. Su esposa Annie, una parte de su antigua vida, de su antiguo mundo, muerta en un accidente de coche que a veces parecía haber sucedido hacía más de mil años y otras el día anterior. No deseaba arriesgarse a un amor semejante y perderlo por segunda vez. No podía. La perspectiva lo aterrorizaba.
Una repentina punzada de dolor le atravesó. Era extraño, pero hasta que encontró a Sauce nunca había soñado con la posibilidad de experimentar de nuevo aquellos sentimientos compartidos con Annie…
Besó a Sauce y guardó la piedra en su bolsillo. El toque de su mano permaneció en su mejilla cuando le dio la espalda.
Questor lo condujo en el deslizador del lago a la otra orilla y esperó hasta que estuvo montado.
—Cuidaos, gran señor —le rogó el mago.
Ben se despidió con la mano, dirigió una última mirada a las torres de Plata Fina, obligó a Jurisdicción a dar media vuelta y se alejó galopando seguido por la patrulla de soldados.
La mañana cedió paso al mediodía y éste a la tarde mientras Ben cabalgaba en dirección oeste hacia el borde del valle y las nieblas que marcaban los límites del mundo de las hadas. Los colores de final del año cubrían los campos que atravesaba de tonos brillantes. Los prados estaban alfombrados por hierbas de verdes suaves, azules y rosas, y tréboles blancos moteados de rojo. Los lindoazules, los árboles que eran elemento fundamental en el valle por la bebida y comida que proporcionaban, crecían en grupos por todas partes, contrastando su color azul intenso con las distintas tonalidades de verde del bosque. En el horizonte norte estaban suspendidas dos de las ocho lunas de Landover, visibles incluso a la luz del día, una anaranjada y la otra malva pálido. La cosecha se estaba recogiendo en los campos de las pequeñas granjas esparcidas por todo el paisaje. Aún faltaba un mes para la semana de descanso del invierno.
Ben absorbió el olor, el sabor y la vista, y saboreó el valle como si fuese un vino exquisito. Ya había desaparecido la neblina y el gris invernal que caracterizaban al país a su llegada, cuando la magia estaba agonizando. Ahora se había recuperado la magia y con ella la tierra. El valle y su gente estaban en paz.
Él no lo estaba. Mantenía una marcha estable en su viaje, pero sin apresuramiento. La urgencia que había sentido al principio había sido sustituida por una extraña ansiedad ante la conciencia de lo que dejaba. Era la primera vez que salía de Landover desde su llegada y, aunque la idea de marcharse no le había incomodado antes, ahora comenzaba a hacerlo. Una preocupación insistente rondaba por los límites de su determinación. Cuando dejase Landover sería incapaz de regresar.
Era ridícula, desde luego, y trató de superarla, intentando convencerse de que estaba experimentando los mismos temores que cualquiera al comienzo de un viaje que lo alejaría de su hogar. Trató de persuadirse de que era víctima de las repetidas advertencias de sus amigos y tarareó una canción para levantar el ánimo.
No obstante, nada de eso le ayudó y, por último, dejó que la preocupación actuara. Ciertas cosas tenían que ser toleradas hasta que perdían su fuerza.
Era media tarde cuando llegó a las laderas inferiores del borde occidental del valle. Allí dejó a los soldados y los caballos y les dio instrucciones para que estableciesen un campamento y esperaran su vuelta. Podía tardar una semana como máximo, les dijo. Si para entonces no había regresado, se dirigirían a Plata Fina y avisarían a Questor. El capitán de la patrulla le dirigió una mirada divertida, pero aceptó las órdenes sin discutir. Estaba acostumbrado a que su rey saliese en extrañas misiones sin protección, aunque por lo general iba acompañado de alguno de los kobolds o del mago.
Ben aguardó a que el capitán hiciera su saludo, luego se colgó la bolsa al hombro y comenzó a ascender la pendiente del valle.
Casi se había puesto el sol cuando llegó a la cima y atravesó la línea neblinosa de bosque que marcaba el límite del mundo de las hadas. La calidez del día se transformaba rápidamente en el fresco del anochecer, y su sombra alargada le seguía como una silueta grotesca. En el aire había una quietud intensa y penetrante, y tuvo la sensación de algo que se ocultaba.
Buscó con la mano el medallón colgado de su cuello, y lo apretó con firmeza. Questor le había anticipado lo que encontraría. El mundo de las hadas estaba en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, y todos sus numerosos accesos a otros mundos se encontraban en su interior. El camino de regreso sería el mismo que hubiese escogido para la ida y podía encontrarlo en cualquier punto que eligiese para entrar. Lo único que necesitaba era fijar el destino en su mente y el medallón lo conduciría por el pasadizo adecuado.
Ésa era la teoría, al menos. Questor no había tenido nunca la oportunidad de comprobarla.
La niebla se agitó y se arremolinó entre los grandes árboles del bosque, retorciendo sus jirones como si fueran serpientes. Parecía estar viva. Ben procuró convencerse de que no había motivo para asustarse. Se detuvo ante la niebla, la contempló con recelo, tomó una gran bocanada de aire para tranquilizarse y se introdujo en ella.
Al instante, se cerró a su alrededor y el camino de regreso se tornó tan impreciso como el que tenía que recorrer. Siguió avanzando. Un momento después se encontró ante un túnel, el mismo agujero negro y enorme que había atravesado a la inversa el año anterior desde su mundo. Se adentraba en la niebla y los árboles y desaparecía en la nada. Había sonidos en el túnel, distantes e inciertos, y sombras danzando sobre sus paredes.
Ben enlenteció el paso, recordando lo que había ocurrido la primera vez que viajó por él. En aquella ocasión, el demonio conocido como la Marca y su negro y alado portador surgieron de la nada y él sólo comprendió que eran reales cuando estaban a punto de matarlo. Después, casi tropezó con el dragón que dormía…
En los límites de la oscuridad, entre los árboles y la niebla se movían leves formas. Las hadas.
Ben desechó los recuerdos y se obligó a caminar con más rapidez. Las hadas le ayudaron una vez y hubiera debido sentirse cómodo entre ellas. Pero no era así. Se sentía extraño y solo.
Los rostros se materializaban y se desvanecían en las nieblas, facciones angulares, ojos penetrantes y cabellos musgosos. Las voces susurraban, pero no se captaban las palabras. Ben estaba sudando. Le repelía estar dentro del túnel y ansiaba salir de allí. Al frente, la oscuridad avanzaba.
Los dedos de Ben se mantenían aferrados al medallón y, de repente, pensó en el Paladín.
En aquel instante, la oscuridad se aclaró hasta convertirse en una penumbra grisácea, y la longitud del túnel quedó reducida a menos de cincuenta metros. Sombras indefinidas ondeaban en la media luz, formando un entrelazado de telas de araña y varas curvadas. Las voces y el movimiento de las paredes del túnel cedieron su puesto a un agudo siseo. Se levantó un viento repentino que aulló.
Ben aguzó la vista a través de la penumbra. El viento se lanzaba contra él desde los bordes del final del túnel, llevando el sonido siseante hasta su cara en una embestida húmeda y punzante.
Y había algo más…
Salió de la protección del túnel una lluvia cegadora y se encontró cara a cara con Meeks.