PRÓLOGO

El unicornio negro surgió de la niebla matutina, casi como si hubiera nacido de ella, y contempló el reino de Landover.

La aurora asomaba por el horizonte oriental, igual que una intrusa que sacara la cabeza de su escondite para ver la rápida partida de la noche. El silencio pareció hacerse más profundo con la aparición del unicornio, como si ese insignificante suceso acaecido en un rincón hubiera repercutido de algún modo en el valle. En todas partes el descanso dio paso a la actividad, los sueños a la vida, y en ese momento de transición pareció que el tiempo se detenía.

El unicornio se encontraba cerca de la cima del borde norte del valle, sobre las montañas del Melchor, próximo a la frontera con el mundo de las hadas. Landover se extendía ante él, con sus montes arbolados y riscos desnudos que descendían hacia las colinas y las praderas, los ríos y los lagos, los bosques y la maleza. El color rielaba en manchas brumosas a través de la declinante oscuridad donde los rayos del sol se reflejaban en el rocío. Los castillos, pueblos y casas eran formas vagas e irregulares, y parecían criaturas durmiendo acurrucadas que exhalaban humo al respirar.

Había lágrimas en los ojos de fuego verde que recorrían el valle de extremo a extremo y brillaban con una reencontrada vida. ¡Cuánto tiempo…!

Un arroyo bajaba para acumular sus aguas en un cuenco formado de roca a una decena de metros del unicornio. Un pequeño grupo de criaturas del bosque estaba junto al borde de ese estanque contemplando con admirado temor la maravilla que acababa de materializarse ante ellas. El grupo estaba compuesto por un conejo, un tejón, varias ardillas y ratones campestres, un opossum y un joven y solitario sapo. Al fondo, una criatura cavernícola se fundía con las sombras. Dentro de su agujero se aplastaba un wump de pantano. Los pájaros estaban inmóviles en las ramas de los árboles. La calma lo llenaba todo. El único sonido era el susurro que producía el arroyo al correr sobre la roca.

El unicornio asintió con la cabeza en reconocimiento del homenaje que le rendían. Su cuerpo de ébano brillaba en la media luz, la crin y las cernejas destellaban como seda agitada por el viento. Los pies de cabra se movían inquietos y la cola de león restallaba como un látigo, en contraste con la quietud circundante. El cuerno cortó la oscuridad emitiendo un leve brillo mágico. Nunca había existido una criatura de tanta gracia y belleza, y nunca volvería a existir.

El amanecer irrumpió bruscamente en el valle de Landover, y un nuevo día comenzó. El unicornio negro sintió el calor del sol en la cara y levantó la cabeza agradecido. Pero aún lo sujetaban cadenas invisibles, y la frialdad de su presencia disipó casi al instante la calidez del momento.

El unicornio tembló. Era inmortal y los seres mortales nunca podrían matarlo. Pero, a pesar de ello, la vida podía serle arrebatada. El tiempo era el aliado del enemigo que lo había aprisionado. Y el tiempo empezaba a avanzar de nuevo.

El unicornio negro se deslizó entre las sombras y la luz, como si fuera mercurio, en busca de su libertad.