5 Desacuerdo

Los rostros preocupados de la multitud se volvieron hacia Rowan cuando entró corriendo por fin en la plaza del mercado.

—¿Dónde has estado, Rowan? —preguntó su madre—. ¡Hace mucho rato que te esperamos!

—¡Mucho rato! —repitió su hermana Annad. Puso los bracitos en jarras y le fulminó con la mirada, a la espera de una explicación.

—Yo… me encontré con Sheba en la arboleda —dijo Rowan, vacilante—. Ella… me retrasó.

Se elevó un murmullo entre la multitud. Sheba era necesaria para el pueblo, porque preparada pociones que curaban toda clase de enfermedades. Pero muchos temían que fuera una bruja, y a otros les caía mal por su carácter desabrido y lenguaraz.

—¿Qué quería? —preguntó Neel, el alfarero.

—¡Olvídala! —ordenó la vieja Lann—. Dinos qué noticias llegan de las colinas. ¡Deprisa!

Golpeó el suelo con su bastón.

Lann, la persona más anciana del pueblo, había sido una extraordinaria guerrera. Ahora necesitaba el bastón para caminar, pero su mente y su voz seguían siendo tan fuertes como siempre. Y no le gustaba esperar.

Rowan no sabía qué hacer. ¿Debía repetir lo que Sheba le había dicho? ¿Debía decir que, en su opinión, los Heraldos habían mentido a Jonn?

Paseó la mirada por la multitud de rostros de la plaza. Algunas personas, como Neel, el alfarero, parecían angustiadas. Otras, como Bronden, Bree y Hanna, se mostraban suspicaces. Algunas, como Solla, la fabricante de dulces, estaban nerviosas, y otras como Val y Ellis, del molino, solo expresaban curiosidad.

Rowan sabía que aquellos rostros se alterarían si repetía el verso que había oído en la arboleda. No estaba seguro de poder afrontar el miedo, la ira y el pánico que se apoderarían de la muchedumbre.

—¿Y bien?

La voz de Bronden rompió el silencio.

Rowan tomó una decisión. Esperaría hasta poder hablar de lo ocurrido con su madre y Jonn el Fuerte en privado. Ellos sabrían qué hacer. Las palabras de Sheba se le antojaban aterradoras, pero era posible que le hubiera gastado una jugarreta para divertirse. De momento, repitió el mensaje que le habían transmitido en la colina.

—Los Heraldos han dicho que los Viajeros no tienen ningún motivo especial para esta visita. —Sorbió por la nariz—. Han dicho que les hizo gracia la idea.

Lann entornó los ojos, pero no dijo nada.

Bronden resopló, disgustada.

—¡Supongo que lo que les hace gracia es hacernos perder el tiempo y consumir nuestra comida! —dijo—. ¡Debe de ser fantástico tener esas ideas!

—Nos invitan a su campamento esta noche, y todas las noches que pernocten aquí, si nos apetece reunimos con ellos —continuó Rowan.

Varios adultos, y todos los niños, prorrumpieron en vítores.

Bronden frunció el ceño.

—Bien, yo, desde luego, no pienso aceptar su invitación —dijo.

—Ni nosotros —dijo Bree, y fulminó con la mirada a Rowan como si fuera culpa suya—. Y todo el que quiera perder su precioso tiempo visitando ese nido de ladrones debería recordar lo que hemos decidido. Ni una palabra de las bayas de la Montaña ha de filtrarse a los Viajeros.

—No cabe duda de que ya están enterados, Bree —gruñó Val, la molinera—. ¿Para qué, si no, han venido? Su excusa es absurda.

Su hermano gemelo, Ellis, asintió para expresar su acuerdo.

Nuevos murmullos se propagaron entre la multitud. Y esta vez expresaban ira.

—No obstante —dijo la vieja Lann—, todos nos morderemos la lengua. Si cerramos el portal después de que los bukshah hayan salido, mala suerte. Es mejor ser cauteloso que arrepentirse. Además de mantener la boca cerrada, hemos de mantener alejados a los Viajeros de nuestros jardines, a toda costa.

—Los jardines no son los únicos lugares donde pueden encontrarse arbustos de bayas —le recordó Timon—. Allun y los otros que escalaron la Montaña tienen sus propios arbustos. Las aves se han alimentado de sus bayas y han dispersado la semilla. Nuevas plantas crecen por todas partes. Cada día más. Su perfume ya impregna el pueblo.

Movió la mano para señalar toda la plaza.

—Entonces, hemos de decir a los Silvestres que no son bienvenidos en el pueblo —dijo Bree—. Han de quedarse en su campamento de las colinas.

—No podemos hacer eso, Bree —objetó Timon—. Los Viajeros son nuestros amigos, y nuestros aliados en tiempos difíciles.

—Estoy de acuerdo. No podemos permitirnos el lujo de irritar a los Viajeros —dijo Jiller con calma—. Hemos luchado juntos contra los Zebak en el pasado, y es posible que los necesitemos de nuevo algún día. Su amistad nos es precisa.

—Y a ellos la nuestra. —La vieja Lann irguió la cabeza—. Por lo tanto, tendrán que aceptar nuestras condiciones, Jiller. Para bien o para mal. Este asunto es demasiado importante para permitir que nos guíe la debilidad.

Bree, Hanna y los demás asintieron, en señal de aprobación. Muchos más los imitaron.

—Está decidido —dijo Lann—. Y así se hará.

Jiller emitió un sonido de irritación y decepción. Timon estaba muy serio.

No eran los únicos que consideraban absurda la decisión. Rowan podía imaginar lo que Allun, Marlie y Jonn dirían cuando se enteraran de que habían prohibido a los Viajeros entrar en el pueblo.

Se volvió y empezó a alejarse de la plaza. La asamblea le había puesto nervioso. Tenía que cuidar de los bukshah. El sol no tardaría en desaparecer detrás de la Montaña, y la oscuridad y el frío se adueñarían pronto del valle. Era importante que antes los devolviera a sus campos.

—¿Adónde vas, Rowan? —dijo Annad, que corrió hacia él y le tiró de la mano—. Hemos de ir a casa para preparar la cena pronto. Jonn vendrá a cenar con nosotros esta noche. Después, madre dice que podremos ir juntos al campamento de los Viajeros.

—Antes he de ir a los campos de los bukshah, Annad —le dijo Rowan—. Estrella y los demás se dispersaron mientras yo estaba en las colinas.

—¿Por qué? —preguntó la niña.

Rowan intentó sonreír.

—Quizá, como en el caso de los Viajeros, les dio ese capricho —bromeó sin mucho entusiasmo—. Pero no te preocupes, Annad. Si tardo mucho en recuperar a las bestias, me perderé la cena y me reuniré con vosotros en el campamento. Díselo a madre. ¿De acuerdo?

La niña asintió y volvió corriendo hacia la multitud.

Rowan se puso a andar en dirección a los campos. Se volvió, y vio que Annad le saludaba con la mano. Le devolvió el saludo y después continuó su camino. «Qué chica tan curiosa… —pensó—. Siempre preguntando el por qué de todas las cosas. ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué no puedo estar levantada toda la noche? ¿Por qué los renacuajos comen hierbas y las ranas comen insectos? ¿Por qué no caen las nubes? ¿Por qué se han extraviado los bukshah?».

Rowan llegó a la charca de los bukshah. No había bestias a la vista. Exhaló un suspiro y empezó a caminar junto al río.

¿Por qué se habían extraviado los bukshah precisamente hoy? Había mucha hierba nueva en los campos. Había mucha agua. Los bukshah nunca se alejaban de su charca. Pero hoy lo habían hecho. Justo cuando Rowan deseaba volver a casa cuanto antes. El terrible poema de Sheba pesaba sobre sus hombros. Broma cruel o no, quería compartirla con su madre y Jonn, para quitarse de encima el peso de cargar con ella solo.

Clavó la mirada al frente y vio a los bukshah a lo lejos. Seguían avanzando en paralelo al río. Aceleró el paso.

«La vida en Rin transcurre plácidamente, inalterable —pensó—. Y entonces, tres cosas preocupantes suceden al mismo tiempo. Llegan los Viajeros, Sheba se asusta (o lo finge) y los bukshah se extravían. Mala suerte».

¿Era solo mala suerte? ¿O las tres cosas estaban relacionadas?

El sol se hundió detrás de la Montaña. La luz se fue apagando. Rowan se estremeció. Las palabras de Sheba resonaron de nuevo en su cerebro.

«El enemigo está aquí… El enemigo está… AQUÍ».