4 El verso
—Bien, Rowan de los bukshah —dijo la anciana, al tiempo que apretaba su presa sobre el hombro de Rowan—. ¿Adónde vas con tantas prisas?
—Al pueblo —contestó con timidez Rowan. Sorbió por la nariz, que se le había llenado otra vez de mocos.
—Necesitas otra dosis de mi poción de primavera, muchacho —dijo Sheba en voz baja—. Tu nariz mana como un torrente. —Señaló la bolsa abultada que había a sus pies—. Ahí llevo más raíces de margarita. Me he acercado hasta las colinas para recogerlas. Mis pobres y viejos huesos me duelen. Esta noche prepararé la poción. ¿No te parece bien? ¿No estás agradecido a la vieja Sheba?
Rowan frunció el ceño. Aún notaba el horrible sabor de la medicina en la boca. Miró la bolsa de Sheba. Estaba a rebosar. Suficiente para un caldero entero de la espantosa mezcla.
Los dedos de Sheba pellizcaron con fuerza su hombro.
—¿No estás agradecido? —repitió.
Rowan asintió, confuso. «¿Qué querrá de mí?», pensó.
Sheba acercó su rostro al del muchacho. Tenía la piel grisácea. Olía a cenizas y hierbas amargas. Su pelo colgaba como cuerdas grasientas alrededor de sus hombros.
—¿Por qué han venido al valle los Viajeros, Rowan de los bukshah? —Su voz era perentoria y grave—. Has de saberlo. En la visión, tu cara aparece con claridad, cuando todo lo demás es un misterio. ¿Por qué han regresado tan pronto? ¡Dímelo! ¡Dímelo! Puede que sea la clave.
—Dicen… dicen que no existe ningún motivo especial —tartamudeó Rowan, intentando soltarse. ¿La visión? ¿La clave? ¿A qué se refería?
Los labios de la mujer dejaron al descubierto sus largos dientes marrones.
—¡Mentiras! —gruñó. Escudriñó sus ojos. Eran como agujeros negros en su cara. Rowan tuvo la impresión de que sus entrañas quemaban. Sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas. Pero no podía apartar sus ojos de los de ella.
Por fin, la mujer asintió. Sus párpados bajaron.
—Bien —musitó—. Tú no mientes, pero ellos sí, Rowan de los bukshah. —Le empujó con brusquedad a un lado—. Así que estaba equivocada. No me sirves. ¡Lárgate de mi vista!
—¿Qué sucede? —barbotó Rowan. Sheba le aterrorizaba, pero tenía que averiguar qué significaba todo aquello.
La mujer recogió su pesado saco y se alejó, arrastrando los pies.
—¡No te vayas! —gritó Rowan—. ¡Sheba! ¿Cómo sabes que los Heraldos mienten? ¿Corremos algún peligro? Dímelo, por favor. ¡Debes decírmelo!
La mujer giró en redondo, con los dientes al descubierto.
—Yo no debo hacer nada, jovencito —gritó, y su voz se quebró debido a la furia—. ¿Quién eres tú para darme órdenes? ¿Crees que porque esos estúpidos paletos te consideran un héroe puedes decirme lo que debo hacer? ¡Bah! —Sus ojos se entornaron. Parecía empujarla una rabia que él no podía comprender—. Sé lo que eres, Rowan de los bukshah —se burló—. ¡Conejo escuchimizado! ¡Mocoso alfeñique, que te asustas de tu propia sombra! No le sirves de nada a tu madre. Ni a mí. Ni a nadie. Ve a esconderte en los campos de bukshah. ¡Solo sirves para eso!
Rowan se encogió como si le hubieran dado una bofetada. Las palabras de la anciana eran como un eco de sus propios pensamientos. Ella tenía razón. Dijera lo que dijese la gente, no servía para nada. Le ardía la cara. Dio media vuelta para salir corriendo. Para huir de aquella voz henchida de odio y de su cara despreciativa.
Pero, al volverse, vio la Montaña, que se alzaba sombría y secreta sobre las colinas. Y recordó la gran lección que había aprendido allí. La lección que los seis héroes habían aprendido también con él. La lección que ninguno de ellos olvidaría jamás.
Giró en redondo de nuevo.
—Solo los locos no tienen miedo, Sheba. Lo dijiste en una ocasión, y es cierto. Sé que no soy un héroe. Pero sé que puedo enfrentarme al miedo si es necesario. Y ahora puedo enfrentarme a ti y preguntarte otra vez: ¿qué te aflige? ¿Qué problemas presientes, por Rin?
—La Montaña te ha enseñado bien —dijo la anciana mirándolo fijamente y con voz pausada. Alzó la vista hacia las rocas recortadas, la cumbre helada donde la nieve brillaba bajo el sol poniente. La expresión burlona que había velado su rostro se había desvanecido. Y debajo había algo más: ¡miedo!
Rowan sintió que su corazón brincaba de terror. ¿Qué podía ser tan aterrador que tiñera de miedo el rostro de Sheba?
—¿Qué pasa? —le gritó.
La mujer sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo en tono desesperanzado—. No lo sé. Solo conozco mis sueños. Las imágenes. Las palabras que me atormentan, día y noche. El enemigo vuelve una vez más. La rueda está girando. Y esta vez… esta vez…
—¿Qué imágenes? ¿Qué palabras? —preguntó Rowan—. ¡Dímelo!
De pronto, las manos de Sheba se pusieron a temblar. Después, los temblores se propagaron hasta que todo su cuerpo se estremeció como si fuera presa de la fiebre. Sus ojos se pusieron en blanco. Brillaban de una forma horrible bajo las sombras de los árboles. Se quedó con la boca abierta.
Rowan saltó hacia delante y la agarró del brazo. La sacudió con violencia.
—¡Habla! —gritó—. ¡Sheba!
La boca abierta empezó a moverse. El poema entrecortado se inició.
Bajo dulces apariencias, el mal abrasa,
y la vieja rueda poco a poco gira.
Los mismos errores
el mismo orgullo de siempre
la armadura inestimable descartada.
El enemigo secreto está aquí.
Se oculta en la oscuridad
¡id con cuidado, idiotas!
Pues día a día su poder aumenta
y cuando por fin muestre su rostro
el pasado y el presente se reunirán:
el círculo del mal se cerrará…
La voz se transformó en un sonoro gruñido. La anciana vaciló. Rowan se tambaleó cuando intentó sujetarla para impedir que se desplomara. Experimentó la sensación de que una mano helada le atenazaba la garganta.
¿Qué significaba aquello? Las palabras de Sheba daban vueltas en su mente mientras buscaba una respuesta.
El verso hablaba de una traición. Y no era una advertencia de cara al futuro. O sí. Rowan contuvo la respiración.
«El enemigo secreto está aquí. El enemigo secreto… está aquí».