3 Los Heraldos

—¡Bienvenidos, amigos!

La voz de Jonn resonó en las colinas. Marlie, la hilandera, Allun, el panadero, y él se protegieron los ojos del sol cuando vieron acercarse a los tres Heraldos, que levantaron los brazos en respuesta al saludo. Rowan, de pie entre ellos, vio que el del centro se ponía algo en los labios.

Fueran a donde fueran los Viajeros, los Heraldos llegaban antes para advertir de posibles peligros, indicando con sus diminutas flautas de caña si la tribu debía detenerse o seguir adelante. El sonido de las flautas era demasiado agudo para que la gente normal lo oyera. Solo los Viajeros, con oídos entrenados a lo largo de los siglos, oían sus mensajes. Los Viajeros y, como Rowan había descubierto, los bukshah.

Tal vez otros animales oían también el sonido de las flautas. Rowan lo ignoraba. De hecho, cuanto mayor se hacía, más se daba cuenta de lo poco que sabía sobre el país que se extendía más allá del valle de Rin.

Los Viajeros habían recorrido el territorio durante siglos. Lo conocían como la palma de su mano. Formaban parte de él, al igual que los árboles, las rocas, los pájaros y los bukshah. Algunas de las historias que contaba Ogden, su narrador de historias y líder de la tribu, se remontaban a miles de años atrás.

Pero la gente de Rin eran recién llegados. Apenas trescientos años habían transcurrido desde que sus antepasados fueron transportados a la costa como esclavos guerreros de los invasores Zebak. Fue entonces cuando se rebelaron contra sus amos, se unieron al pueblo de Maris y a los Viajeros para derrotarlos, y por fin se internaron tierra adentro hasta descubrir el valle que ahora era su hogar.

Trescientos años no eran nada para el pueblo de Maris, y mucho menos para los Viajeros, que estaban convencidos de que su tribu había vagado por esta tierra desde el principio de los tiempos.

«Pero yo no me siento como un recién llegado —pensó Rowan, con la vista clavada en Rin, con sus pulcras calles y casas, su río caudaloso, el mosaico verde y marrón de sus campos, el huerto de bayas y los bukshah ascendiendo las colinas—. Es el único hogar que conozco».

—Ya no tardarán mucho —murmuró Jonn a Allun y Marlie—. Confiemos en que sus palabras tranquilicen a los agoreros de abajo.

Se agachó, recogió la hoja de una margarita y la retorció entre sus dedos. Rowan sabía que la hoja formaba parte del ritual de bienvenida. Las hojas de las margaritas estaban hechas de tres lóbulos redondos unidos, como las hojas del trébol. Se utilizaban como señal de amistad entre los Viajeros, el pueblo de Maris y la gente de Rin.

Los Heraldos habían empezado a volar a baja altura. Sus pies desnudos casi rozaban las flores y la hierba. Sus cometas (una amarilla, una roja y una blanca) ondulaban y se agitaban a merced de la suave brisa, cuando ágiles manos morenas tiraban con fuerza de las cuerdas de seda trenzada que las guiaban.

Rowan contempló la escena con avidez. Nunca había visto a los Heraldos tan de cerca. Por lo general, eran recibidos por tres adultos de Rin, encargados de la bienvenida.

Esta vez, sin embargo, los aldeanos querían recibir noticias cuanto antes. En la asamblea habían decidido descubrir el motivo de la inesperada visita de los Viajeros, antes de discutir en profundidad el problema de las bayas de la Montaña. Rowan debía volver corriendo al pueblo en cuanto les comunicaran la noticia.

—Lo único que lamento —dijo Allun, mientras miraba las alegres cometas— es que mi madre me alejara de los Viajeros antes de tener edad de entrenarme para ser Heraldo.

—¿Te habría gustado serlo, Allun? —preguntó Jonn, algo sorprendido—. Sé que es un rango honorífico, pero conlleva grandes peligros.

Allun sonrió con ironía.

—Tienes razón, por supuesto —admitió—. Si los Heraldos encuentran problemas, los afrontan solos, mientras la tribu se retira para ponerse a salvo. Es su misión. ¡Pero las cometas, Jonn! ¡Las cometas! Volar con el viento es el más acariciado deseo de todo niño Viajero.

Mientras hablaba, los Heraldos habían reducido la velocidad del vuelo a paso de marcha. Después, con un solo movimiento, posaron los pies sobre el suelo. Sus cometas ondearon detrás de ellos un momento, y después se plegaron con elegancia hasta convertirse en delgados sacos de seda. Los Heraldos las recogieron con parsimonia y se colgaron la seda a los hombros, mientras avanzaban para saludar a quienes les iban a dar la bienvenida.

Jonn extendió la hoja de margarita.

—Bienvenidos, amigos —repitió.

Rowan miraba fascinado a los Heraldos. Llevaban ropa de seda de brillantes colores. Iban descalzos. El pelo castaño, trenzado con flores, plumas y cintas, caía en rizos enmarañados sobre sus hombros. Eran dos chicos y una chica, algo mayores que él.

Los chicos eran de huesos pequeños y delgados, como Allun. Miraron a Jonn con sus ojos oscuros, que bailaban bajo las cejas arqueadas. La chica parecía más seria. Era alta, casi tanto como Marlie. Tenía las cejas rectas, y sus ojos eran de un extraño azul claro. Avanzó y tomó la hoja que ofrecía Jonn.

—Soy Zeel, hija adoptiva de Ogden, el narrador de historias. Los Viajeros os dan las gracias por vuestra bienvenida, amigos —dijo en tono formal—. Acamparemos aquí, si os parece bien. Y recibiremos con agrado vuestras visitas cada noche, después del crepúsculo.

Rowan sabía que estas eran las palabras que decían siempre. No significaban gran cosa. Los Viajeros montaban el campamento donde les daba la gana. Nadie, excepto los Zebak, había intentado llevarles la contraria. Y los Zebak, según las leyendas, lo habían lamentado.

Esperó a ver qué sucedería a continuación.

—¿Podemos saber qué motivo os trae de vuelta por aquí tan pronto? —preguntó Jonn—. Nunca antes los Viajeros habían visitado Rin dos años consecutivos.

Los ojos claros no se apartaron de su rostro ni un momento.

—La idea nos apetecía —dijo Zeel, la Heraldo—. Sentimos la necesidad, y vinimos.

—Pensamos que quizá necesitabais comida, o cualquier otra cosa —insistió Jonn—. El invierno ha sido largo y duro.

—Lo ha sido —admitió la muchacha—, y siempre nos complace comerciar con vosotros, amigos. Pero nuestra necesidad no es mayor que la de cualquier otra primavera.

—Pensamos que quizá traíais noticias de la costa —intervino Marlie—. Noticias de los movimientos de nuestros enemigos, tal vez. Pensamos que veníais para advertirnos.

Rowan examinó a Zeel con detenimiento. ¿Acaso había visto un destello en el fondo de aquellos ojos claros?

Pero ella negó con la cabeza.

—No tenemos noticias que daros —dijo.

«Está mintiendo —pensó Rowan—. Lo noto. Está mintiendo. Al menos, no está diciendo toda la verdad».

Se hizo el silencio en la colina. Los Heraldos miraban a Jonn, Marlie y Allun con calma. Era evidente que no tenían nada más que decir.

—Muy bien —dijo Jonn por fin. Se hizo a un lado, para que los Heraldos vieran a Rowan con claridad, y se volvió hacia él—. Corre al pueblo, pues, Rowan, y cuenta a la gente lo que nuestros amigos han dicho. No hay ningún motivo especial para su visita. Simplemente, les apetecía.

Rowan supo, por la forma de hablar de Jonn, que él también pensaba que los Heraldos ocultaban algo. Estaba seguro de que los tres Heraldos se habían dado cuenta de que no los habían engañado. Parecieron sobresaltarse un poco cuando le miraron sin pestañear. Acto seguido, se miraron entre sí, como si se comunicaran un mensaje no verbalizado.

Rowan no perdió más tiempo, asintió, dio media vuelta y corrió colina abajo hacia el pueblo. Sabía que la gente de la plaza estaría esperándole con ansia. No podía ofrecerles ningún consuelo, pero era absurdo hacerlos esperar. Además, quería volver con los bukshah.

Desde lo alto de la colina, vio que el rebaño seguía avanzando junto al río. A cada momento, se alejaban más y más del pueblo. Probablemente habrían tirado una valla. No quería que las bestias se alejaran demasiado. Incluso ahora le costaría mucho rato devolverlas a sus campos. Empezó a jadear debido al esfuerzo de la carrera. Se frotó encolerizado su nariz tapada y los ojos hinchados, y deseó por enésima vez ser tan fuerte como los demás chicos de su edad.

Lo deseaba cada vez que veía a Jiller, su madre, arrastrarse detrás del arado que levantaba la tierra de sus campos. Lo deseaba cada vez que la veía doblar la espalda bajo un saco de grano. A su edad, debería ser capaz de ocupar el puesto de su padre y ayudarla, al menos en parte.

Pero cuando se atrevía a decírselo, ella se limitaba a sonreír.

—Aún me quedan fuerzas, Rowan —decía—. Un día serás lo bastante mayor para ayudarme más en los campos. De momento, ya me ayudas de otros modos. Que sea suficiente para ti, como lo es para mí.

Las margaritas amarillas inclinaron la cabeza bajo sus pies, y después se alzaron de nuevo cuando pasó. El polen invadió el aire formando una nube dorada. Rowan estornudó mientras corría. Le lloraban tanto los ojos que casi no podía ver.

Frunció la nariz, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un frasquito verde. Contuvo el aliento y tomó un sorbo. La potente medicina, de sabor espantoso, inundó su boca. Tosió y jadeó, pero se obligó a tragar el brebaje.

La medicina era horrible. Y peor todavía para él, porque procedía de Sheba. Se estremeció al pensar que sus manos huesudas habían recogido las raíces de margaritas de las que estaba hecho el mejunje, así como agitado la olla en que hervían.

Estaba seguro de que la vieja se había reído a carcajadas al introducir la poción en los frascos. Él era la única persona del pueblo que necesitaba tomarla, y sabía desde hacía tiempo que Sheba le daba tan mal sabor a propósito. Era el tipo de bromas crueles que le gustaban.

Vio aliviado que las sombras de un bosquecillo le esperaban. Pronto dejaría atrás las margaritas, y la medicina empezaría a surtir efecto enseguida. Con suerte, los estornudos le dejarían en paz un rato.

Aminoró la velocidad y empezó a caminar entre los árboles. Sus ojos llorosos, acostumbrados a la brillante luz del sol, parpadearon en la penumbra. Tuvo que orientarse a tientas.

Por eso no vio al principio la forma chepuda que se alzaba ante él. No se encogió a tiempo de esquivar el brazo huesudo que se extendió para impedirle avanzar. No consiguió librarse de los dedos duros como el hierro que aferraron su hombro y le obligaron a detenerse.

Rowan lanzó un chillido de sorpresa y miedo. La figura que había ante él se puso a reír. Fue una carcajada aterradora, burlona. Demasiado familiar.

Era Sheba.