20 Un principio y un final
Pero Rowan ya se había puesto a correr.
—¡Aquí, aquí! —gritaba mientras corría. Tomó el camino más corto que conocía, abriéndose paso entre los árboles y los arbustos, gritando para que le pudieran seguir.
Decenas de arbustos de bayas de la Montaña estaban agrupados alrededor de la puerta de la cabaña de Sheba. Eran muy grandes. Estaban preparados. Ratones, lagartos y pájaros yacían en el suelo, a la espera de ser devorados. Y dentro, algo más grande.
Rowan entró en la cabaña como una exhalación. Sheba estaba acurrucada junto al fuego, como un fardo de trapos viejos y pelo lacio. Saltó por encima de ella hasta la gran olla de hierro que colgaba sobre los carbones apagados. Estaba llena hasta el borde de un líquido maloliente y aceitoso. Rowan tomó una cucharada y bebió. ¡Sí!
—¡Rowan! ¿Estás ahí? ¡Rowan!
Corrió hacia la entrada. Ogden y los Heraldos estaban en el umbral.
—¡Mirad! —gritó Rowan. Tiró unas gotas de líquido sobre las plantas que había a sus pies. Se estremecieron y se desmoronaron. El suelo tembló. Y entonces, mientras Zeel, Tor y Mithren chillaban, aparecieron de nuevo los espantosos troncos negros, pugnando por emerger.
Los Heraldos se echaron hacia atrás, pero Rowan no se movió. Dejó caer unas cuantas gotas más del brebaje de las margaritas sobre las cosas que se retorcían. Y entonces, se estremecieron y revolvieron sobre sí mismas, y por fin, con un horrible suspiro de odio, se partieron de un extremo a otro y quedaron inmóviles.
—Las margaritas —dijo Rowan con voz estrangulada—. Ellas son la armadura. Jonn dijo a Annad que donde crecen las margaritas no viven otras plantas. De manera que las arrancamos. Todas. Y la gente del Valle de Oro también debió de hacerlo. Para plantar sus huertos, construir sus casas y pavimentar sus caminos de joyas. Por eso, cuando llegaron las bayas de la Montaña, estaban indefensos. Igual que nosotros.
Alzó la olla.
—Pero esto… Esta poción se hace a partir de raíces de margarita. Yo la he estado tomando sin parar. Soy el único que lo ha hecho. He tomado tanta, que los árboles no pudieron conmigo. Los mata. ¡Los mata!
Los Heraldos corrieron hacia él.
—Hay mucha poción —farfulló—. Sheba la preparó. Lo sabía. Sabía lo que debía hacer. Pero ignoraba por qué. ¡Adentro, deprisa!
—Llenad botellas con la sustancia —ordenó Ogden—. Tomad las cometas. Dejad caer el líquido primero en el pueblo. Proceded con cautela. No malgastéis ni una gota. Rowan, provéete de jarros, cuencos, lo que sea. Nosotros iremos a pie.
—¡Mi madre! —exclamó Rowan—. ¡Mi hermana! ¡En los jardines!
‡ ‡ ‡
Los jardines estaban plagados de serpientes blancogrisáceas. Reptaban sobre la hierba, se enroscaban en el pelo de Jiller, avanzaban hacia Jonn. Los árboles estaban inclinados hacia delante, rompían las vallas, en dirección a la casa donde había más carne dormida, lista para ser devorada.
Rowan corría entre ellos, gritando, al tiempo que les arrojaba el precioso líquido, y veía con salvaje placer cómo se partían y retorcían y sus raíces caían sin vida sobre la hierba.
Ogden le dejó actuar y se dedicó a ir vertiendo el líquido de su jarra donde era necesario. Entretanto, las cometas daban vueltas y se lanzaban en picado, y sus jóvenes conductores realizaban el mismo trabajo sobre el pueblo.
Entendía cómo se sentía el muchacho. Sabía muy bien lo que era defender un hogar. Toda esa tierra era su hogar, y en su momento había luchado por ella. Pero nunca así, pensó. Nunca había existido un enemigo semejante.
Después se corrigió. Pues claro que sí. Estaba olvidando el círculo. Mucho tiempo atrás, el mismo enemigo había bajado de la Montaña. Y había vencido.
—Pero esta vez no —dijo en voz alta, al tiempo que inclinaba su jarra. Vio que las gotas caían, y que las bonitas plantas de grato perfume se marchitaban y morían—. Esta vez, un niño resfriado os ha ganado.
Hizo una pausa. Vio un ratón dormido a sus pies, que de pronto se removía, se incorporaba, se limpiaba los bigotes sorprendido y salía corriendo. Sonrió mientras lo seguía con la mirada. Estaba pensando en la historia que contaría.
‡ ‡ ‡
Las llamas de la hoguera saltaban a gran altura. Los niños escuchaban con los ojos desorbitados.
Ogden, el narrador de historias, se inclinó hacia delante, con el enjuto rostro envuelto en sombras.
—Y Rowan tomó el líquido del caldero de la bruja y corrió, gritando como un hombre enloquecido, gritando con cien voces, entre los árboles venenosos que se retorcían y le escupían.
Jiller apretó el brazo de Rowan. Jonn apoyó una mano sobre su hombro. Annad se acurrucó en su regazo.
—¿Fue así, Rowan? —preguntó en un susurro.
El muchacho se encogió de hombros. No lo recordaba así, pero no iba a estropear un buen cuento. Aún no, en cualquier caso. Era demasiado dichoso. Sentía demasiado alivio. Estaba henchido de demasiada alegría.
Sonrió a Allun, que estaba de pie cerca de Ogden, con los brazos alrededor de Sara y Marlie. Sabía que nadie culpaba a Allun de lo sucedido. Todo el mundo aceptaba la culpa por igual. Así lo habían manifestado. Allun había sido saludado como un héroe, por acompañarle en busca de los Viajeros y luchar contra el enemigo.
Sonrió a Zeel, que le contestó de la misma manera por encima de las llamas. Vio a Neel, el alfarero, y a Bree y Hanna con Maise y sus demás hijos. Vio a Bronden, a Val y Ellis, a Timon, a Lann. Y a todos los demás. Todo el mundo estaba presente. Todo el mundo, excepto Sheba, que los maldecía y llamaba idiotas, encerrada en su cabaña.
Los meses venideros serían duros. Habría mucho trabajo que hacer, reparar los daños causados por los árboles de Unrin al pueblo. La comida escasearía. Habría que plantar nuevas cosechas. Pero todo el mundo se regocijaba. Estaban vivos.
Ogden alzó la voz.
—Y Rowan volvió a rociarlos con el brebaje, una, dos, tres veces —gritó—. Chillaron, y se retorcieron, y se partieron… y murieron. —Hizo una pausa y paseó la vista a su alrededor. Su voz se convirtió en un murmullo—. Y sus raíces, enroscadas todavía en el pelo de su madre, se marchitaron y desmenuzaron. Inutilizadas. Impotentes. Muertas.
Un murmullo se elevó entre la multitud.
—Y en todo el pueblo, Allun y los Viajeros estaban cumpliendo su cometido, y las demás plantas maléficas iban muriendo. Al anochecer, el pueblo se había salvado. Los bukshah habían regresado. La gente había despertado. Y también los pájaros, y las crías de los bukshah, y todos los demás seres que a punto habían estado de ser devorados y destruidos por los árboles de Unrin. La vida había vuelto al valle. La rueda se había detenido. La vieja historia tenía un nuevo final. El círculo se había roto.
»Y la gente de Rin se regocijó, y cantó, y fue feliz. Durante un tiempo, se olvidaron de las riquezas. Por una vez, fueron como los Viajeros. Felices tan solo de respirar el aire. De contemplar el cielo. Y aquella noche, cuando la luna llena salió, Ogden, el narrador de historias, contó un cuento. Un cuento que repetiría una y otra vez, a lo largo y ancho del país, durante los años venideros. —Se echó hacia atrás—. Es una historia de valentía y miedo; de leyenda y verdad; de un acertijo y una solución; de suspicacia y amistad; de un tesoro perdido y de otro tesoro salvado; de un terrible enemigo que no llegó de fuera, sino de dentro. —Sonrió—. Y, sobre todo, el cuento de un conejo escuchimizado, con una nariz llena de mocos y un gran corazón, que regresó para salvar su hogar y no paró hasta conseguirlo.
La gente se puso a aplaudir y vitorear. El tumulto se prolongó varios minutos. Resonó en el valle. Arrancó ecos de la Montaña. Flotó sobre las colinas hasta los carromatos de los Viajeros, que volvían en silencio a Rin.
Y cuando el sonido se apagó, Ogden se levantó.
—Hay una cosa más —dijo—. Tomó una bolsa de seda que Zeel le entregó. Rodeó el fuego poco a poco, en dirección a Rowan—. Tu pueblo está en deuda contigo —dijo—. Pero nosotros también. Salvaste la vida de nuestra amada hija adoptiva, Zeel, y por eso solo bastará con llamarnos y nosotros acudiremos a ti. Dondequiera que estemos. En cualquier momento. Esta es nuestra solemne promesa. —Tendió a Rowan una flauta de caña—. Y —añadió Ogden como si tal cosa, al tiempo que introducía la mano en la bolsa— te dejaste estas cosas en nuestro campamento. Ahora, te las devolvemos. Es posible que tu pueblo les encuentre una utilidad en los meses venideros.
Las piedras preciosas cayeron de sus dedos en el regazo de Rowan como gotas de lluvia multicolores. Una exclamación ahogada se elevó entre la multitud. Los ojos negros de Ogden centellearon. Su brazo se hundió en la bolsa. Y depositó en las manos de Rowan el búho de oro. Lo habían limpiado y pulido. Brillaba como el sol. Sus ojos eran como fuego verde.
—Vende el resto, pero conserva esto —dijo—. Como yo, es muy viejo, muy valioso, y tiene muchas historias que contar. Guarda esto, Rowan de los bukshah, como señal de nuestra amistad. Ahora, es el único de su especie. Pues no iremos a explorar el Abismo de Unrin, para desenterrar los tristes huesos y la gloria pretérita del Valle de Oro. El tiempo de ese lugar dorado ha terminado. Al igual que el tiempo de Rin acaba de empezar. —Volvió hacia la hoguera en medio de un estupefacto silencio y se sentó—. ¡Bien! —dijo. Miró a su alrededor y apoyó las manos sobre las rodillas—. ¿Alguien querría dar de cenar a un pobre e inútil Silvestre?
Y no hubo ni una sola persona que no se apresurara a cumplir su deseo.
FIN