2 La oscuridad acecha
En los jardines, Bree y Hanna oyeron los gritos de los niños y dejaron sus azadas. Para ellas, era una muy mala noticia.
—¿Cómo es posible? —exclamó Hanna, al tiempo que se volvía hacia su marido y se enjugaba la frente—. Nunca vienen dos años seguidos.
Bree y Hanna, y los cuidadores de los jardines de Rin antes que ellos, desde siempre habían detestado las visitas de los Viajeros. Los Viajeros se movían con sigilo, como sombras en la noche. Guisantes nuevos, hierbas tiernas, los mejores productos de los jardines tenían la costumbre de desaparecer como por arte de magia de la noche a la mañana cuando los Viajeros estaban en Rin.
Otros habitantes del pueblo, como Jonn, del huerto, y Allun, el panadero, siempre se reían cuando los jardineros se enfurecían. Aunque algunas verduras hubieran acabado en las ollas de los Viajeros en el curso de los años, ¿qué más daba, si los Viajeros llevaban al pueblo tantos productos útiles para comerciar y tanto placer?
Bree escupió en el suelo, disgustado. Tal vez esa gente cantara una tonada diferente este año. Incluso el medio Viajero Allun. Pues al fin y al cabo, era él quien había traído la simiente de la nueva cosecha del valle.
Miró las nuevas plantas de bayas de la Montaña, que ocupaban ahora una cuarta parte de las bayas de la Montaña. Crecían muy sanas, alzaban sus hojas lustrosas al sol y extendían delicados zarcillos nuevos sobre el suelo marrón. Flores rojas perfumadas estallaban en las ramas diminutas, ya cargadas de suculentos frutos rojos.
¡Una planta robusta, que crecía deprisa, florecía y daba frutos al mismo tiempo! En verdad que las bayas de la Montaña eran milagrosas, y la nueva cosecha, esplendorosa. Una cosecha que Bree estaba decidido a guardar en exclusiva para Rin. Pensó en los Viajeros entrando de noche en los jardines, aplastando sus preciosos arbustos, recogiendo la fruta…
—¡Ladrones Silvestres! —estalló—. No han de oír hablar de las bayas de la Montaña, Hanna. ¡De ninguna manera!
Ella asintió.
—Convocaremos una asamblea —dijo—. Contaremos a los demás nuestros temores. Entonces, nadie dirá ni una palabra. También vigilaremos los jardines.
—El año pasado monté guardia —masculló Bree—. ¿Y acaso sirvió de algo?
—El año pasado te quedaste dormido, Bree.
—¡Me echaron un encantamiento! ¡Lo sé!
Bree, congestionado, miró con el ceño fruncido hacia las colinas.
—¡Paparruchas! —replicó Hanna—. ¡Encantamientos para dormir! Nunca había oído semejante estupidez. Ya pareces Neel, el alfarero, diciendo las mismas tonterías infantiles.
Bree dio media vuelta, con los hombros encorvados.
—Convocaremos una asamblea —musitó—. Ve a lavarte, Hanna. No tenemos mucho tiempo.
Hanna no dijo nada. Al cabo de un momento, Bree recogió las azadas y se encaminó al cobertizo de las herramientas.
Hanna se frotó los ojos. Una gran oleada de cansancio la invadió de repente. Habría dado cualquier cosa por tumbarse y descansar, solo un momento. «Estoy agotada —pensó—. Estoy muy cansada de trabajar un día sí y el otro también. Y ahora, esto».
Miró a su marido. Estaba guardando las azadas con movimientos cansinos y después cerró la puerta del cobertizo. Pobre Bree. ¿En qué había estado pensando? Tenía que seguir, como él. Debían afrontar un nuevo problema. Lo harían juntos.
Si todo iba bien, la siguiente estación daría abundantes bayas de la Montaña. Entonces podrían descansar, y Rin se daría un banquete. Y sería bueno para el comercio, porque ningún habitante de la costa había probado esta nueva y deliciosa fruta. Por fin serían ricos. Si todo iba bien.
La campana sonó en la plaza del pueblo. Rowan la oyó desde los campos de los bukshah.
—Hay una asamblea, Estrella —dijo—. He de acudir. Cuida del rebaño durante mi ausencia.
Estrella mugió y miró hacia las colinas.
—Estoy seguro de que la asamblea será por los Viajeros —le dijo Rowan—. Jonn se alegrará de verlos de nuevo. Y Allun también. Y Marlie, la hilandera, porque los Viajeros cambiarán seda por su tela para el invierno. Pero Bronden se enfadará. Y Bree y Hanna se pondrán furiosos, porque los Viajeros roban en los jardines.
Sonrió con aire culpable. Si Bree y Hanna no miraban, a veces hurtaba un puñado de guisantes nuevos a través de la valla, cuando iba al campo de los bukshah. A sus animales les gustaban mucho los guisantes nuevos. Entonces, Rowan recordó las bayas de la Montaña, y tuvo la impresión de que la luz de la tarde se apagaba. Si los Viajeros tocaban las bayas de la Montaña…
Estrella se balanceó y pateó el suelo, inquieta. Rowan olvidó sus problemas y asió su áspero pelaje, preocupado.
—Tranquila —la calmó—. No tienes nada que temer.
Estrella le miró con sus ojillos negros y le arrimó el lomo. Era como si quisiera decirle algo. Sintió que su piel se estremecía bajo la espesa lana.
Rowan suspiró. Detrás de él, la mariposa terminó de extender sus alas nuevas y se alejó volando, dejando su duro capullo colgando vacío en el árbol. Una leve brisa fresca agitó su pelo y trajo con ella el perfume de las margaritas silvestres de las colinas. Su nariz empezó a gotear de nuevo y le picaron los ojos.
En el pueblo, la campana seguía repicando.
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Acuclillada junto al fuego en su diminuta cabaña, Sheba, la Mujer Sabia, oyó la campana en sueños. Se despertó sobresaltada y se agachó para arrojar ramitas a las llamas. El fuego saltó.
—Conque una asamblea, ¿eh? ¡Idiotas! —dijo con voz ronca, mientras contemplaba las imágenes en las llamas—. Idiotas, estar de cháchara mientras la oscuridad acecha.
Apretó las manos contra su cabeza. Las terroríficas palabras que habían atronado en su mente durante tantos días daban vueltas sin cesar, carentes de sentido. Y las palabras venían acompañadas de las imágenes, una y otra vez…
Tres cometas: amarilla, roja y blanca, recortadas contra un cielo azul. La cara pálida de un chico al que conocía: Rowan de los bukshah. Y un búho dorado, de ojos verdes centelleantes que la miraban, henchidos de conocimiento. Y que la impelían a comprender.
Había otras imágenes, iluminadas por destellos de luz dorada, apagadas después por la negrura impenetrable. Los campos de los bukshah vacíos. El pueblo de Rin inmóvil y silencioso. Y lo más terrorífico de todo, un montón de trapos viejos y mechones de pelo lacio junto a unos rescoldos. Ella, en esta misma estancia. Indefensa. Mientras el enemigo…
Sheba se puso en pie con gran esfuerzo. Dormida o despierta, no había escapatoria. El fuego escupía y crepitaba. Retrocedió.
De pronto, supo lo que debía hacer. Debía dedicarse a su trabajo. Debía escapar de este lugar de pesadilla. Debía ir a recoger raíces en las colinas, donde florecían las margaritas y el aire era transparente. Tal vez allí podría pensar.
Mientras se alejaba de la cabaña arrastrando los pies, la campana dejó de repicar. La gente de Rin se había reunido. Estaban congregados en la plaza.
—¡Idiotas! —masculló Sheba. Y se alejó dando tumbos.