19 Deprisa!
Volaban. Rowan con Zeel, Allun con Tor, y Ogden con Mithren.
Habían tardado muy poco en regresar de nuevo hasta el lugar donde los Viajeros les esperaban. Apenas unos momentos, unos breves momentos para que Ogden diera sus instrucciones y la tercera cometa estuviera lista.
Pero cada segundo era una agonía para Rowan. Imaginaba a su madre y a John tumbados inertes en la hierba, delante de la casa de Bree y Hanna; a Annad dormida dentro, y también a Lann. Y luego, a todos cuantos había conocido en su vida diseminados por los callejones, los jardines y los umbrales de las viviendas, mientras el enemigo crecía implacable en la oscuridad y las bayas de la Montaña florecían.
¿Cuánto debió de tardar el gigantesco árbol en hacerse lo bastante fuerte para emerger de la tierra? Con un estremecimiento, recordó la voz de Bree: «Pero el suelo era muy duro; parecía de hierro». Duro, tan duro, no por arte de magia como habían pensado, sino porque aquel árbol estaba creciendo allí, en secreto y a salvo, preparándose…
«Más deprisa, más deprisa», pensaba, deseando que el viento empujara la cometa con fuerza, para así ir más rápido. De todos modos, con una profunda sensación de pánico que rayaba en la desesperación, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que encontraría al llegar a Rin.
—Ya queda poco —gritó Zeel. Su voz casi se perdió en el viento—. Aterrizaremos sobre las colinas, en algún lugar despejado.
Rowan miró hacia abajo y vio unas colinas doradas y, más allá, el valle. El mosaico de campos marrón y verde había quedado atrás. Ahora, Rin se extendía ante él como una alfombra de flores rojas.
Las bayas de la Montaña se habían propagado con asombrosa rapidez. Las había por todas partes: en los jardines, en las callejuelas, en los campos, en el huerto.
—¿Qué haremos ahora, Zeel? —gritó desesperado.
Su duro rostro de cejas negras se volvió hacia él, y en la palidez de sus ojos pudo ver la despiadada ira de una guerrera Zebak.
—Gracias a las estrellas, aún no se han extendido por el valle —gritó—. Ahora será fácil hacer lo que habíamos planeado. Las quemaremos, Rowan. ¡Las quemaremos todas, todas!
‡ ‡ ‡
Corrieron juntos colina abajo. El polen de las margaritas hizo estornudar a Rowan, y las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Pero nunca más volvería a maldecir a las margaritas, se prometió. En Rin siempre las arrancaban. Aquellas cositas dulces, alegres y silvestres eran molestas y no servían para nada. Pero las bayas de la Montaña habían sido muy bien recibidas, pues eran una fuente de orgullo y riqueza. Probablemente, la gente del Valle de Oro se había sentido igual cuando trajeron puñados de bayas desde la Montaña, en señal de triunfo.
«Los mismos errores, el mismo orgullo de siempre».
Ahora, el poema tenía sentido. Todo, menos un verso. Rowan pensó en ello mientras llegaba al bosquecillo donde había encontrado a Sheba. El recuerdo de aquellas palabras sonaba como un eco en sus oídos. Aún quedaba un misterio por resolver, uno más.
—¡Allí! —gritó Zeel, señalando una bruma espumosa de color rojo debajo de uno de los árboles. Cogió una rama cubierta de hojas muertas y le prendió fuego.
—¡No! ¡Aquí no! ¡Aún no! —gritó Allun pasando a su lado—. ¡La gente! ¡Primero hay que sacar a la gente! ¡Mi madre, Marlie, Jiller, Jonn…! ¡Son tantos…! ¡Debemos apresurarnos! ¡Rápido!
—Será solo un momento —dijo Zeel, arrojando las hojas encendidas en medio de los arbustos de bayas—. Un solo instante para acabar con estos demonios y… ¡Oh!
Su grito los obligó a detenerse, a volverse y mirar. Vieron las llamas saltar entre las plantaciones de bayas, y luego silbar y extinguirse, y el suelo se abrió y agrietó, entre una lluvia de terrones de tierra y matojos de hierba.
Y vieron, asimismo, los árboles alzarse, colosales, henchidos, negros como la noche. Sus raíces, gruesas como serpientes mitológicas, se agitaban, restallaban en el aire en dirección a Zeel, hacia ellos, hacia todo ser vivo que pudieran atrapar y arrastrar.
—¡Corred! ¡Corred!
Rowan oyó sus propios gritos, mientras veía a Zeel saltar alocadamente de un lado a otro intentando alejarse de los árboles, de los tentáculos que, retorciéndose, pretendían darle caza.
Llegó a su lado con el rostro pálido.
—El fuego —dijo con voz ahogada—. Tan pronto como llegue a las plantas, los árboles escaparán. Deben de estar muy furiosos. Y son enormes, Rowan, mucho más que los de Unrin.
—Aquí la tierra es mucho más fértil —se lamentó Ogden.
Allun temblaba.
—Marlie y yo nunca vimos nada parecido en la Montaña —dijo—. Había algunos árboles pequeños y retorcidos detrás de los arbustos donde solía coger las bayas, pero…
Ogden se frotó el mentón.
—En la Montaña hay poca tierra, la roca empieza justo debajo del suelo y soplan vientos fríos. Allí, esta maldita planta debe quedar atrofiada, alimentándose de insectos y otras criaturas reptantes. Pero aquí, al igual que en el Valle de Oro, nada la detendrá.
Rowan se había quedado petrificado. Las llamas en las que había depositado tantas esperanzas eran inútiles. Y lo peor era que no se le ocurría ninguna otra manera de salvar el valle.
Allun le asió del brazo.
—Tenemos que sacar a la gente de aquí —dijo en tono apremiante—. Es nuestra única posibilidad. Tenemos que sacarlos, tantos como podamos. Antes de que… antes de…
No pudo seguir.
Ogden frunció el entrecejo.
—Debe de haber algún modo —musitó—. Siempre hay una salida. La tierra lo sabe. Protege a sus criaturas. Mantiene el equilibrio.
—Esta vez no —gritó Allun—. Porque estas «cosas» son de la Montaña. ¡Y están aquí por mi culpa! —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡No puedo esperarte! —gritó.
Dicho esto, corrió hacía el pueblo. Zeel, Tor y Mithren le imitaron. Pero Rowan se quedó con Ogden.
—La Montaña también forma parte de la tierra —le dijo Ogden—. Y debe de haber una forma de…
Oyeron un grito lejano, pero no se movieron.
—Recita el poema, Rowan —le urgió Ogden.
Rowan tragó saliva y empezó:
Bajo dulces apariencias, el mal abrasa,
y la vieja rueda poco a poco gira.
Los mismos errores
el mismo orgullo de siempre
la armadura inestimable descartada.
—¡Alto! —Ogden alzó la mano—. «La armadura inestimable descartada» —repitió—. ¿Qué significará?
—No lo sé —murmuró Rowan, desesperado—. He intentado comprenderlo una y mil veces, pero no consigo adivinar a qué se refiere. Parece una bobada, y aun así, todos los versos del poema son importantes, ¡todos!
—Y así debe ser —replicó Ogden—. ¡Piensa, Rowan! Tú has de saber la respuesta. Tal vez está enterrada en tu interior, pero ahí está. Porque eres especial. Hay algo especial en ti. Escapaste de la enfermedad del sueño y salvaste a Allun. Te salvaste, y también a Zeel, en el Abismo de Unrin. Y todo lo hiciste tú solo. ¿Cómo? ¿Por qué?
—¡No lo sé! ¡No lo sé! —gritó Rowan, sepultando el rostro entre sus manos. Como en una especie de eco burlón, oyó la despectiva voz de Sheba: «¡Conejo escuchimizado! ¡Mocoso alfeñique, que te asustas de tu propia sombra! No le sirves de nada a tu madre… No le sirves de nada a nadie… ¡alfeñique!, ¡mocoso!, ¡alfeñique!, ¡mocoso…!».
Respiró con dificultad. Se vio arrastrando a Allun fuera de Rin, hacia las colinas, mordiendo y arañando las asfixiantes raíces de los árboles de Unrin. Recordó algo que había dicho Jonn. Recordó también a Zeel: «Gracias a las estrellas, aún no se han extendido por el valle». Recordó a Sheba, con los ojos vidriosos: «Lo único que sé es que tengo que hacer algo».
Se volvió rápidamente hacia Ogden.
—¡Las plantas no podían salir del valle! —gritó—. Porque las colinas aún llevan puesta la armadura, su armadura de oro, su inestimable armadura. Como yo. ¿Te das cuenta?
Ogden lo miró fijamente.
—¡Llama a los demás! —gritó Rowan—. Sé lo que necesitamos. Y también sé dónde encontrarlo. Está preparado y nos espera. ¡Ogden, por favor!
Ogden no se demoró en preguntas. Apoyó su flauta de caña en los labios y sopló.