17 La huida
Corrieron a toda velocidad a través del polvo. Surgían raíces del suelo delante de ellos y a los lados, pugnando por atraparlos, hasta que la tierra pareció bullir de serpientes blancogrisáceas.
Rowan corría ciegamente, y cada vez que respiraba sentía un dolor indecible en el pecho.
—¡Venga! —suplicaba Zeel—. ¡No te rindas, Rowan!
Agarró su mano con fuerza y le arrastró. El aire estaba impregnado de polvo y de los sonidos espectrales de los árboles. Las raíces se enroscaban en masa bajo sus pies, intentaban cerrarse alrededor de sus tobillos, pero no lo conseguían en ningún momento.
Rowan sabía que no podría seguir mucho tiempo así. No tardaría en tropezar y caer. Y entonces…
—¡Mira adelante! —gritó Zeel—. Allí hay una abertura. Puede que sea el camino. ¡Deprisa!
Salieron a un pequeño claro, un terreno pantanoso muy diferente del resto. Los árboles se cerraban alrededor del claro, inclinados hacia delante.
Rowan y Zeel se internaron en el barro gris y pegajoso. Guijarros y piedras más grandes, retenidos por el lodo, hirieron sus pies y golpearon sus cuerpos cuando avanzaron hacia el centro.
Se detuvieron un momento, jadeantes, aferrados el uno al otro.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Rowan sin aliento—. Saben dónde estamos.
Todo su cuerpo temblaba. El barro palpitaba de vida. Las raíces de los árboles se deslizaban a través de él como anguilas blancas, buscándolos.
—¡Veo luz, Rowan! —gritó Zeel de repente, y señaló con el dedo.
Rowan alzó la vista, pero no vio nada. Nada, excepto barro, y árboles, y tentáculos que reptaban en su dirección.
Zeel avanzó con gran esfuerzo.
—¡Mira adelante, Rowan! ¿No la ves? ¡Casi hemos llegado! ¡Casi hemos llegado al final de los árboles! Casi hemos llegado…
Sus palabras terminaron en un chillido estrangulado cuando algo tiró de ella.
Rowan se abalanzó hacia la muchacha. Sacó su cabeza y hombros del barro asfixiante. Luchó con desesperación por liberarla del tentáculo que rodeaba su pecho. Notó una piedra grande contra su pierna. La arrancó del barro y golpeó el tentáculo con ella, arañándolo y mordiéndolo al mismo tiempo, sin querer rendirse.
El tentáculo se revolvió y soltó a su presa. Zeel y Rowan se lanzaron hacia delante, entre sollozos y toses. Rowan alzó la vista de nuevo. Ahora también veía lo que los ojos penetrantes de la Heraldo habían visto antes que él: una luz, que brillaba débilmente más adelante.
Sintió que el terreno que pisaba empezaba a ser más sólido. El pantano estaba acabando. Y también los árboles. Vio la cara del precipicio. Arrojaba destellos dorados bajo la luz del sol.
—¡Zeel! ¡Unos cuantos pasos más! —gritó—. ¡Vamos, Zeel!
Corrieron hacia delante, saltando sobre las últimas raíces de los árboles, trepando sobre las dentadas rocas mientras las raíces intentaban cazarlos. Rowan se volvió y las golpeó inútilmente con la piedra que aún sostenía en la mano.
—¡No lo intentes! —dijo Zeel con voz ahogada—. ¡Trepa! Hay un saliente más arriba. Allí nos encontraremos a salvo. No mires abajo. ¡No mires abajo!
Rowan impulsó hacia delante su cuerpo dolorido, esperando sentir a cada momento el tirón en el tobillo que le enviaría al suelo. Vio que Zeel llegaba al saliente, se volvía hacia él y extendía el brazo.
Tomó su mano con las últimas fuerzas que le quedaban y sintió que la joven tiraba de él hasta ponerle a salvo. Después, ambos cayeron sobre la dura roca, y la oscuridad se cerró sobre él.
Rowan abrió los ojos y vio el cielo azul. Oyó el canto de los pájaros. Aspiró una profunda bocanada de aire y se encogió de dolor. Tuvo la sensación de que tenía todos los músculos y huesos de su cuerpo contusionados.
—¿Te encuentras bien?
La voz de Zeel era tan enérgica como siempre, pero cuando la miró, vio ternura en sus ojos.
Asintió, y luego sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo por fin. Se incorporó con un gemido y sacudió los guijarros y la mugre húmeda de sus brazos. La gran piedra cubierta de barro que había sido su arma contra los árboles estaba caída a un lado. La depositó sobre su regazo y le dio unas palmaditas, agradecido.
La chica le miraba con semblante grave.
—Me has salvado la vida —dijo—. Mi pueblo está en deuda contigo.
—No —dijo Rowan—. Tú también me salvaste la vida. Estamos en paz.
La joven miró hacia los árboles de Unrin.
—No —contestó—. Tú te salvaste a ti mismo. Yo no hice nada por ayudarte. Cuando golpeaste la raíz, el árbol te soltó.
Volvió sus ojos claros hacia él.
—Eres más fuerte de lo que aparentas —dijo con aire pensativo—. Ogden tenía razón cuando te envió conmigo.
Frunció el ceño y empezó a desprender guijarros de sus zapatos, negros y empapados.
Rowan acarició la piedra. La notó fría, lisa y consoladora bajo sus dedos. Miró el pequeño pájaro azul que aleteaba detrás de la cabeza de Zeel; picoteaba las bayas de un arbusto que crecía dentro de una grieta del risco. Ignoraba qué clase de pájaro era.
Se inclinó un poco para verlo mejor. Y entonces, vio lo que estaba picoteando: un arbusto de bayas de la Montaña. Comprendió de dónde procedía aquel olor tan dulce.
¡Rin! Una punzada de miedo recorrió todo su cuerpo. El peligro al que acababan de enfrentarse había borrado todo pensamiento de su mente, pero de pronto recordó el motivo de su presencia allí. El motivo de que hubieran afrontado los horrores de Unrin.
—Zeel —exclamó. Intentó levantarse, pero cayó hacia atrás—. Zeel, ¿cuánto hace que estamos aquí? Hemos de seguir adelante. Hemos de encontrar el Valle de Oro. Hemos de…
Zeel sacudió la cabeza. Su cara manchada de barro se veía sombría.
—Lo siento, Rowan —dijo con ternura.
—¿Qué quieres decir?
—He llamado a los demás para que vengan a buscarnos. Les he dicho que hemos fracasado.
—¡No! —Rowan miró a su alrededor con los ojos desorbitados—. ¡No! ¡Escucha! Ogden dijo que estaba aquí. Más allá de Unrin. Por otra parte, un arbusto de bayas de la Montaña crece detrás de ti. ¿Cómo habría podido llegar hasta aquí, a menos que la gente del Valle de Oro bajara la fruta de la Montaña hace mucho tiempo? Ogden dijo que la habían escalado.
—Por lo visto, Ogden no lo sabe todo —repuso Zeel.
Rowan no tenía la menor intención de rendirse con facilidad.
—Pero presentimos que estaba cerca, Zeel. Yo lo presentí, y tú también. La entrada al Valle podría estar allí, en la base de ese risco. Podría estar…
Zeel sacudió la cabeza de nuevo.
—Nuestras visiones no eran más que sueños compuestos de esperanza y miedo. El Valle de Oro no está aquí. —Su cara expresaba un terrible pesar—. Cuántas veces hemos mirado desde lo alto del precipicio, convencidos de su existencia. Pero estábamos equivocados. Desde este saliente, se puede ver toda la cara del risco, como no se ve desde la cumbre. Mira por ti mismo. No hay cuevas, ni túneles en la roca. Nada. —Rowan agachó la cabeza para que la joven no viera su expresión desesperada. No podía creer que esto estuviera pasando. Zeel continuó—: De modo que, a fin de cuentas, el Valle de Oro no era más que una leyenda —dijo con amargura—. Nunca existió. Nunca iba a servirnos de nada. Todo era una mentira, un cuento para divertir a los niños alrededor de la fogata.
Rowan agarró la piedra y la frotó, en busca de una respuesta.
—Tal vez esté en otro sitio —murmuró—. Tal vez, si lo intentáramos…
Se interrumpió, con la vista clavada en la piedra. Su corazón martilleaba en el pecho, y emitió un grito estrangulado.
—¿Qué pasa? —vociferó Zeel, al tiempo que dejaba caer los zapatos y se ponía en pie.
Rowan miraba la pared del risco, que proyectaba reflejos dorados. Bajó la vista hacia los árboles malvados de Unrin y hacia la piedra que acunaba en su regazo. Extendió sus dedos temblorosos y tomó un puñado de guijarros cubiertos de barro del saliente, recogió otros de su ropa, y los frotó entre sus manos. Y cuando vio brillar un color centelleante a través de la capa negra, una oleada de dolor le invadió y se dobló en dos.
—¿Qué pasa, Rowan? —gritó la muchacha—. ¿Te has vuelto loco? De acuerdo, no hemos encontrado el Valle de Oro, de manera que Ogden estaba equivocado en todo. Al igual que la leyenda. Lo cual es triste para todos nosotros. —Su voz se puso a temblar—. Pero hemos de afrontarlo, del mismo modo que los demás. Aún podemos intentar ayudar a nuestros pueblos…
—Ogden no estaba equivocado en nada —susurró Rowan—. Tú te equivocas, Zeel. El Valle de Oro no es una leyenda. Lo hemos encontrado. —Zeel le miró fijamente y sacudió la cabeza en señal de incredulidad y miedo—. Lo hemos encontrado —repitió Rowan, con la vista clavada en la masa de árboles retorcidos de abajo—. Hemos visto su pared dorada. Ahora estamos acurrucados sobre ella. Hemos recorrido sus caminos enjoyados. Sus joyas se pegan a nuestros zapatos y ropas. Hemos cruzado su fuente de plata. Aún llevamos pegados su barro y su líquido.
Alzó la piedra grande. Liberada del barro, se veía su forma con claridad, y franjas de su color original brillaban al sol. Era un búho dorado de ojos esmeralda.
Rowan respiró hondo.
—El Abismo de Unrin no custodia el Valle de Oro, Zeel —dijo—. Los dos son lo mismo.