16 La pesadilla

Subieron la colina sin hablar. Cuando llegaron a la cumbre, Zeel abrazó a Tor, Mithren y Ogden.

—Volveré a veros —dijo a cada uno de ellos, que repitieron las palabras, mirándola a los ojos.

Allun asió las manos de Rowan.

—Cuídate —dijo. Después, le abrazó—. Cuídate —repitió.

—Marchaos ya —dijo Ogden sin alzar la voz—. Prestad oídos a vuestros corazones. Ellos os guiarán. Esperaremos vuestro aviso de que todo ha ido bien.

Rowan y Zeel dieron media vuelta, y empezaron a descender hacia el fondo del valle.

Rowan bajó la vista y la cabeza empezó a darle vueltas. No porque el risco fuera muy empinado ni el camino demasiado arduo. Detrás de la colina de rocas, la inclinación del terreno era suave, y matas de hierba y margaritas silvestres ablandaban el terreno.

El mareo estaba causado por el miedo. Un miedo terrible. Porque al pie de la colina se agazapaba un lugar cuya maldad habría intuido sin saber siquiera el nombre. Tan solo verlo, le heló el corazón.

Solo veía una masa de árboles achaparrados. Pero no eran bonitos, sino más bien espantosos. Troncos gruesos y negros brotaban del suelo grisáceo en masas retorcidas. Hojas de un púrpura apagado se aferraban a los extremos de las ramas.

En algunos puntos dispersos, charcos de niebla amarillenta reptaban y se aferraban alrededor de las raíces. Y percibía un hedor nauseabundo, algo que jamás había olido en su vida. Invadía su nariz y se pegaba a su ropa, y le provocaba náuseas de asco y terror.

Miró a Zeel, que bajaba la colina con aire decidido, a su lado. Sus pies, calzados ahora con zapatos blandos, no resbalaban en el suelo sembrado de guijarros como los suyos. La hierba y las margaritas parecían darle la bienvenida y amortiguar cada uno de sus pasos.

Ella no le hablaba. No sonreía. No había deseado su compañía. Había deseado partir sola a esta gran aventura.

Allun tampoco había querido que Rowan fuera con ellos.

—Rowan solo es un muchacho, Ogden —había protestado—. Yo sería el más indicado. También soy ciudadano de Rin. Si acompaño a Zeel en lugar de Rowan, eso te demostrará que la amistad entre nuestros pueblos es tan firme como siempre.

Pero Ogden había negado con la cabeza.

—Rowan de los bukshah tiene casi la misma edad que Zeel, Allun —dijo—. Rowan fue el único de vosotros que conquistó la Montaña. Tengo una gran confianza en él, y en su amor por la tierra. Creo que he elegido bien. Quiero que él acompañe a Zeel.

Rowan resbaló en la tierra suelta y trató de no caer, sabiendo que Ogden y Allun, además de los dos Heraldos, Tor y Mithren, le estaban mirando.

Sintió que respiraba más deprisa cuando los árboles torcidos de Unrin fueron aumentando de tamaño, y el fétido olor del lugar salió a su encuentro. Bajó patinando los últimos metros hasta el fondo de la pendiente, y deseó con todo su corazón que Zeel le hablara. Que dijera algo. Solo para ahuyentar el miedo de su mente.

Como si hubiera oído sus pensamientos, la joven se volvió hacia él.

—¿Tienes miedo? —preguntó con frialdad.

Quiso mentir, pero desechó la idea. No cabía duda de que ella era consciente de lo aterrorizado que estaba.

—Sí —contestó—. ¿Y tú? —tanteó.

La joven le miró con orgullo.

—Recuerda que soy una Zebak —dijo—. Los Zebak nunca admiten su temor. —De pronto sonrió, y por un momento le recordó a Allun—. Pero también soy una Viajera —rio—. Y como Viajera, digo, ¡sí, sí, sí! Me muero de miedo. —Hizo una pausa—. Los Viajeros creen que no vale la pena mentir cuando es absurdo —añadió.

Rowan sintió que una oleada de agradecimiento le invadía. Al menos, no estaba solo. Sonrió a Zeel, sin hacer caso de los latidos de su corazón.

Empezaron a recorrer el breve tramo de tierra llana que separaba la pendiente rocosa de los árboles. Las alegres margaritas amarillas del camino parecían burlarse de ellos. Pisoteadas, se apresuraban a volverse hacia el sol en cuanto Rowan y Zeel pasaban. No parecían sentirse tristes y atemorizadas por el Abismo de Unrin. Crecían tan despreocupadas como siempre hasta la misma linde del bosque.

Pero no llegaban más allá, como Rowan pudo comprobar. En cuanto empezaban los árboles, ya no había más matojos de hierba ni margaritas. Era como si hasta la mínima expresión de vida desapareciera donde Unrin empezaba.

Todo era fealdad, silencio. Silencio absoluto. Las mariposas no revoloteaban entre los árboles achaparrados y retorcidos. Los pájaros no se removían en sus ramas, en busca de semillas y diminutos ciempiés. Los lagartos no se deslizaban entre las raíces a la caza de insectos. Las ranas no graznaban entre aquella niebla amarilla ponzoñosa.

—Todo está… muerto —susurró Zeel, señalando la tierra gris—. Los árboles no, pero todo lo demás sí. ¡Y el olor!

Arrugó la nariz.

—Zeel… —Rowan vaciló—. Zeel, ¿sabemos a qué peligros nos vamos a enfrentar?

Ella negó con la cabeza.

—Nuestras historias no nos lo cuentan. —Se mordió el labio—. Solo nos dicen que es un lugar donde habitan monstruos. Ningún ser vivo ha entrado en Unrin y regresado para contarlo. Está prohibido.

«Está prohibido».

—Eso decían de la Montaña —dijo Rowan—, pero siete la escalamos, y siete regresamos.

Zeel irguió la espalda.

—Puede que lo mismo pase con Unrin —dijo, y forzó una sonrisa—. ¿Por qué no? ¿Quién sabe, en esos relatos, dónde acaba la verdad y empieza la ficción? Tal vez a los habitantes del Valle de Oro les haya convenido que los forasteros consideren Unrin un lugar mortífero.

Cabeceó con brusquedad, como para dotar de veracidad a sus palabras.

—¡Vamos! —dijo—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

Se volvieron y saludaron a las figuras que los observaban desde arriba. Y después, se inclinaron y avanzaron hacia delante, Zeel primero, luego Rowan, hacia el laberinto tortuoso que era Unrin.

Rowan, que andaba despacio, con los ojos moviéndose de un lado a otro, el pelo erizado en la nuca, se tapaba la nariz con la mano para protegerse del detestable olor. Nubecillas de polvo gris se elevaban bajo sus pies. Pero debajo del polvo, la tierra era dura como la piedra.

Al cabo de unos segundos, ya no podían ver la pendiente por la que bajaban. Ya no veían el cielo. Los troncos y las ramas retorcidas se cerraban a su espalda y por encima de ellos, encerrándolos en un mundo oscuro y maloliente, de un silencio negrogrisáceo.

—¿No deberíamos hacer marcas en los árboles? —preguntó Rowan, nervioso—. Para cuando tengamos que volver.

—Seguiremos las huellas que hemos dejado en el polvo —murmuró Zeel—. Cállate. Presta oídos a tu corazón. Confía en él.

La tensión se notaba en su voz.

Siguieron andando. Cinco minutos. Diez. No pasó nada. Pero Rowan no se relajaba. Era muy consciente de que casi no se atrevía a respirar. Y en su mente se formaban imágenes. Cada vez más brillantes. Cada vez más potentes.

—Está cerca. —Los ojos claros de Zeel centellearon. Aceleró el paso—. El Valle de Oro. Lo presiento.

—Yo también —dijo Rowan.

«La fuente de plata, fría y dulce bajo la tierra… Gente hermosa, alta y fuerte, sabia y buena… Flores y frutos de todas clases, esparcidos sobre los senderos de joyas centelleantes que serpentean entre los jardines… Caballitos blancos, con sillas de seda… Casas pintadas con dibujos hermosos, cada uno diferente… Delante de cada casa, un pájaro dorado: un búho de ojos esmeralda…».

Un lugar legendario donde moraba el bien. Custodiado por un lugar malvado.

Voces del pasado le hablaban entre susurros, ocultaban las imágenes brillantes, lanzaban dardos de miedo.

«… un lugar de maldad y oscuridad… un lugar de muerte… un lugar al que hay que temer. Un lugar de terror…».

«—No temas, pequeño Rowan…

»—Pero ¿y si es verdad? ¿Y si un día tengo que ir allí?

»—Nunca tendrás que ir allí, Rowan. Te lo prometo».

Algo los estaba vigilando. Rowan lo intuía. Algo sabía que estaban allí. Algo estaba esperando. Esperando…

Todo su cuerpo se estremeció debido a la certeza, mientras sus ojos escudriñaban con desesperación las sombras oscuras arracimadas entre los árboles, las ramas retorcidas sobre su cabeza, la niebla remolineante que se levantaba del suelo. No había nada. Nada.

Pero él lo sabía.

—¡Zeel! —susurró a la figura que andaba a toda velocidad delante de él—. Zeel…

Y entonces, el suelo cambió bajo sus pies. El polvo se elevó. Y gritó cuando algo agarró sus tobillos, se enredó a su alrededor, tiró de sus pies.

Cayó pesadamente, al tiempo que oía los chillidos de Zeel. Miró con horror incrédulo la horripilante cosa blancogrisácea que había surgido de la tierra como un gran gusano ciego y que lo estaba inmovilizando con terrible fuerza, entre los pliegues de su cola.

—¡Serpiente! —gritó Zeel, y se abalanzó sobre la criatura, la apuñaló con su cuchillo, la arañó con los dedos.

Anillas como hierro aferraban las piernas, el estómago y el pecho de Rowan. Notó que las fuerzas le abandonaban cuando le arrebataron el aire de los pulmones. Le estaban triturando. Le estaban arrastrando hacia la base hinchada y retorcida de un árbol, donde más gusanos blancogrisáceos estaban surgiendo de la tierra reseca, y le buscaban como los tentáculos de algún monstruo marino de los cuentos de Ogden.

Una neblina roja de horror pasó ante sus ojos cuando comprendió la verdad. Los monstruos de Unrin no se escondían en los árboles. Los monstruos eran los propios árboles. Árboles que se alimentaban de seres vivos. Eran las raíces de un árbol lo que le estaba arrastrando. Y daba la impresión de que el árbol temblaba, inclinado sobre él. Ansioso. Hambriento.

Intentó lanzar un grito de terror, pero no salió ningún sonido de su boca. Sintió que Zeel tiraba de él, intentando liberarle. Y entonces creyó oír un sonido. Una especie de crujido. El sonido de algo que había esperado mucho tiempo y que por fin iba a alimentarse.

Su cabeza estaba apretada ahora contra la base del árbol, aplastada contra la masa polvorienta de huesos diminutos y los cuerpos, encogidos y resecos, de pájaros, lagartos y otros animales de los que el árbol se había alimentado mientras esperaba un manjar mejor. Vio un tentáculo blancogrisáceo que se alzaba a su lado, y sintió algo espantosamente suave y maloliente que resbalaba sobre su cara y su boca.

Embargado por el horror, sin saber apenas lo que hacía, mordió la raíz con todas sus fuerzas. Se estremeció y mordió con más ahínco.

La raíz se debatió y luchó, apartándose de él. Surgió un rugido profundo desde dentro del árbol. ¿Era dolor? ¿Cómo era posible, si el afilado cuchillo de Zeel había apuñalado a su atacante en vano?

Pero el tentáculo se estaba alejando. Con incredulidad, vio que los demás también le soltaban, liberaban sus manos, el pecho y las piernas, y desaparecían bajo tierra. Y después, Zeel le ayudó a ponerse en pie, mientras gritaba:

—¡Corre! Nos rodean por todas partes. ¡Corre, corre, corre!