14 Sustos

El viento pasaba rozando las orejas de Rowan y tironeaba de su pelo. El fuerte cinturón de cuero que le ceñía a Zeel y a la cometa se le clavaba en las costillas. La tierra se desplazaba en dirección contraria bajo sus pies. Muy deprisa. Al cabo de escasos momentos, ya se hallaban muy lejos de la ladera de la colina donde se habían encontrado con los Heraldos. En cuestión de minutos, la distancia pardogrisácea se precipitó a su encuentro.

De modo que esto era volar, como un pájaro en el viento. Rowan no acababa de asimilarlo. Cien pensamientos diferentes le aturdían. Su madre. Annad. Sheba. Los Zebak. Los Viajeros. Ogden. Secretos. El Valle de Oro. El Abismo de Unrin…

Su cabeza daba vueltas mientras la cometa seguía volando. El Abismo de Unrin no era una leyenda. No era un simple cuento. Era un lugar auténtico. Ogden había conducido a los Viajeros hacia él. ¿Por qué? A menos que la idea de Timon fuera cierta. Los Zebak habían prometido a los Viajeros paso libre a través del lugar maldito, con el fin de entrar en el Valle de Oro.

¿Estarían acampados los Zebak ahora con sus nuevos amigos? ¿Exhibirían sus rostros salvajes, como Rowan había visto tan a menudo en los libros, sus sonrisas de falsedad, mientras susurraban mentiras en los oídos de Ogden?

¿Estarían Allun y él volando con el viento en dirección a un terrible peligro? ¿Morirían, y la última esperanza de Rin desaparecería con ellos?

El Abismo de Unrin. Una leyenda de oscuridad, para compensar la leyenda de luz que era el Valle de Oro. Al menos, eso había pensado siempre Rowan.

Había oído hablar de él, por supuesto, en los cuentos de Ogden. Incluso en ese momento podía oír la voz queda de Ogden, susurrando mientras el fuego crepitaba y los niños escuchaban:

«… Y custodiando el Valle de Oro, el espantoso Abismo de Unrin. Es un lugar maldito y oscuro, un lugar de muerte. Un lugar que hay que temer. Un lugar aterrador. Confiad, niños, en no verlo jamás, jamás».

La primera vez que Rowan había oído hablar del Abismo de Unrin, se había despertado en plena noche, chillando a causa de las pesadillas. Eso fue cuando era pequeño y su padre vivía. Su padre había entrado en la habitación, y consigo había traído el aroma a jabón, toallas limpias y fuego acogedor. Había abrazado a Rowan, escuchado sus balbuceos aterrorizados, ahuecado su almohada, y al final le había vuelto a acostar.

—No tengas miedo, pequeño Rowan —había dicho con ternura—. El Abismo de Unrin no existe. No es más que una leyenda.

—Pero ¿y si fuera cierto? —recordó Rowan con lágrimas en los ojos—. ¿Qué pasaría? ¿Y si un día he de ir allí?

Su padre había sonreído.

—Nunca tendrás que ir allí, Rowan —había dicho—. Te lo prometo.

Había pensado que su padre le decía la verdad. ¿Y por qué no? La laboriosa gente de Rin nunca perdía el tiempo viajando a las tierras yermas que se extendían más allá de la Montaña. Cuando viajaban, lo hacían en dirección este, hacia la costa, para comerciar. El oeste era un misterio para ellos. Un misterio sobre el cual se interrogaban pocas veces, y que jamás intentaban dilucidar.

«No podías saber que al final acabaría aquí, padre —pensó Rowan, mirando con temor el suelo cuando la cometa empezó a descender—. Nadie habría podido saberlo. Pues, incluso sin la visión aterradora del Abismo de Unrin, ¿quién osaría viajar a este lugar desolado?».

La tierra árida, mitigada tan solo por algunos matorrales, un brote de margaritas silvestres y matas de hierba puntiaguda, se elevó hacia sus pies.

Vio las tiendas de los Viajeros más adelante, a la sombra de la Montaña, y a la gente congregada, que miraba en silencio. Vio la figura de Ogden erguida en solitario cerca de un empinado montículo de rocas de apariencia cruel.

¿También estarían allí los Zebak? Rowan escrutó el terreno desesperado, en busca de alguna señal. No. No había figuras con cascos, ni armas, ni grandes máquinas de guerra. ¿Se habrían ocultado los Zebak en las cercanías? ¿O tal vez estarían marchando en este mismo momento sobre Rin, mientras los Viajeros esperaban aquí para recibir el premio a su traición?

No había espacio en su mente para el miedo cuando sus pies tocaron el suelo, con un impacto que hizo castañetear sus dientes y envió oleadas de dolor a sus piernas. De pronto, se sintió entumecido.

¿Qué le estaba esperando en este terrible lugar?

Permaneció inmóvil mientras Zeel desabrochaba el cinturón que le había sujetado a la cometa. Tomó conciencia de que estaba temblando de los pies a la cabeza. Sintió la mano de Allun sobre su hombro, y sus rodillas casi cedieron.

—Allun… —dijo con voz ahogada.

—Espera —dijo Allun, pálido.

Zeel se alejó en dirección a Ogden. Le dio algo: la hoja de margarita que Allun le había entregado.

Ogden tomó la hoja y levantó la cabeza para mirar a Allun. Después, caminó hacia ellos con parsimonia.

—Saludos, Allun, hijo de Forley de los Viajeros —dijo—. ¿Qué deseas de mí?

—No malgastaré palabras, Ogden —replicó Allun—. El tiempo apremia.

Ogden enarcó las cejas. Sus ojos oscuros eran impenetrables.

—Explícate —ordenó.

Allun señaló la hoja de tres lóbulos que sostenía Ogden.

—Nuestros pueblos han sido aliados durante trescientos años —dijo—. Durante trescientos años nuestras fortunas han estado vinculadas, de modo que somos distintos, aunque uno solo. —Ogden no dijo nada. Dio vueltas entre sus delgados dedos pardos al tallo de la margarita. Allun respiró hondo—. En nombre de nuestra antigua amistad, Ogden de los Viajeros, te pido que liberes a la gente de Rin de la maldición que le has impuesto —añadió—. Si ha sido por nuestra culpa, te pedimos que nos perdones. Haremos lo que podamos…

—¡Espera! —ordenó Ogden en voz alta, al tiempo que levantaba la mano. Sus ojos relampaguearon. Zeel y los demás Heraldos corrieron a su lado.

Allun había retrocedido y guardaba silencio. Rowan se acercó más a él y le cogió del brazo. Su corazón se había acelerado. Nunca había visto aquella expresión en el rostro de Ogden, el misterioso y sonriente narrador de historias. Hosco, ceñudo y muy irritado.

—¿Por qué me hablas de maldiciones? —preguntó Ogden—. ¿Qué mentiras intentas decirme? ¿Qué planes estás tramando? ¿Quién te ha dado la orden?

Allun le miró sobresaltado. Intentó hablar, pero no pudo.

Los mismos errores,

el mismo orgullo de siempre,

la armadura inestimable descartada…

—¡No estamos diciendo mentiras! —bramó Rowan. Sabía que no le correspondía hablar, pero no podía soportar estar callado por culpa del miedo y la ira. Los ojos negros de Ogden se volvieron hacia él. Rowan se obligó a continuar—. Todo el mundo está enfermo en Rin… de-debido a lo que hicisteis —tartamudeó—. Allun y yo nos marchamos… para encontraros. Para pediros que lo detengáis. —Las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Luchó por reprimirlas, pero se derramaron y empezaron a resbalar sobre sus mejillas—. Los bukshah sabían que estaban en peligro —sollozó—. Oyeron vuestras flautas. Debieron de comprender lo que estabais planeando. Estrella intentó decírmelo, pero yo no la quise escuchar. Se llevó al rebaño, lejos del pueblo, siguiendo el río. Los puso a salvo, a excepción de unas pocas crías. Pero la gente… mi madre, mi hermana… Están dormidos, indefensos… Y cuando vengan los Zebak…

La cara de Ogden había cambiado. Mezclada con la furia, traslucía perplejidad. Miró a los tres Heraldos que había a su lado.

Los dos chicos parecían inseguros, pero Zeel frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Es un truco —dijo—. No escuches al muchacho. Le están utilizando porque saben que te cayó bien cuando le conociste anoche. Del mismo modo que están manipulando al otro, porque tiene una flauta de caña y es medio Viajero.

Su voz se elevó.

—¿Por qué solo han escapado estos dos de la supuesta enfermedad? ¿Por qué, salvo porque no existe tal enfermedad y los han elegido para seguirnos el rastro?

—¡Eso no es verdad! —exclamó Rowan, al tiempo que paseaba la mirada extraviada entre Allun y Ogden. ¿Qué estaba pasando? Los Viajeros parecían convencidos de que los traidores eran los habitantes de Rin.

Ogden no dijo nada.

—Fue un grave error contestar a la llamada —gritó Zeel con vehemencia—. No cabe duda de que el enemigo localizó nuestras cometas. Estás permitiendo que estos espías retrasen nuestra huida. Justo lo que ellos esperaban. Estamos desperdiciando unos minutos preciosos. ¡Vamos! Al Abismo de Unrin y al Valle de Oro, como habíamos planeado. ¡Es nuestra única oportunidad!

Rowan sintió que se le revolvía el estómago. Miró con detenimiento a Zeel, la hija adoptada de Ogden el Viajero. Examinó sus cejas negras y rectas, sus ojos claros. Examinó su estatura, su espalda ancha. Ahora que estaba furiosa, era como si una máscara se hubiera desprendido de su rostro.

Elimina las plumas, las flores, el pelo largo, los pies descalzos, la alegre seda holgada. Ponle ropa ceñida gris acero, botas resistentes, una franja negra desde el pelo a la nariz, y Zeel sería la viva imagen de los libros. Una imagen de una Zebak.

La señaló con el dedo.

—¡Eres tú! —gritó con voz ahogada—. ¡Tú eres el enemigo! ¡Tú eres la espía! Has instilado veneno en los Viajeros y nos has traicionado a todos. ¡Tú nos has hecho esto! ¡Tú!