11 Traición

Se hizo el silencio en la habitación. Rowan sabía que todo el mundo pensaba lo mismo. Timon estaba en lo cierto. Lo único que podía tentar a los Viajeros era la oportunidad de encontrar el legendario lugar que constituía el núcleo de sus relatos. Redescubrir, después de miles de años, la poderosa y sabia raza que había sido amiga y aliada de los Viajeros.

—Pensad en lo que significaría para Ogden convertirse en el líder que logró para su pueblo tanta felicidad —dijo—. El Abismo de Unrin siempre ha sido un lugar prohibido para los Viajeros. No pueden entrar en él, del mismo modo que no pueden escalar la Montaña. Si quieren conseguirlo, otros han de hacerlo por ellos. Ogden sabe que ni nosotros ni la gente de Maris les ofreceríamos ayuda para encontrar el Valle.

—¿Para qué íbamos a arriesgar la vida y perder el tiempo en eso? —preguntó Lann por fin—. El Valle de Oro es una leyenda. No existe.

—Los Viajeros creen que sí —repuso Allun con voz fría e inexpresiva—. Como creen que el sol sale por el este y se pone por el oeste. No albergan la menor duda. —De repente, echó la silla hacia atrás y se levantó a medias. Sacudió la cabeza con violencia—. ¡No! —gritó—. ¡No! ¡Los Viajeros jamás se dejarían cautivar por las promesas de los Zebak! ¡Nunca! Ni siquiera por esto. Ni siquiera por el Valle de Oro. Son nuestros amigos. ¡Nunca nos traicionarían!

—Tal vez los Zebak hayan aprendido una lección gracias a los Viajeros —dijo, agachando la cabeza—. Tal vez hayan aprendido que se capturan más abejas con miel que con miradas airadas y palabras agresivas. Cabe la posibilidad de que, mediante trucos y mentiras, hayan vuelto contra nosotros a los Viajeros, Allun. ¿Quién sabe?

Rowan los miraba fijamente. «Bajo dulces apariencias, el mal abrasa». ¿Habían caído en la cuenta de hasta qué punto coincidían las palabras de Timon con el verso?

A juzgar por sus expresiones, sí. Y más. Estaban recordando las visiones de Sheba. Tres cometas. Las cometas de los Viajeros. Y un búho dorado de ojos verdes.

Oyó de nuevo la voz de Ogden. «El Valle de Oro… Casas pintadas con hermosos dibujos, todos diferentes… Delante de cada casa, un ave dorada, un búho de ojos esmeralda…».

Antes de que pudiera decir algo, se oyó un gemido en la otra habitación. Jiller se puso en pie de un salto y corrió hacia el lugar donde Bree y Hanna estaban acostados. Todo el mundo la siguió de inmediato.

Bree estaba moviendo la cabeza sobre la almohada.

La atmósfera de la habitación era asfixiante. Timon se volvió y abrió la ventana. El frío aire de la noche trajo consigo el perfume de las bayas de la Montaña y la hierba recién brotada, pero ningún sonido. Ninguno en absoluto.

—¿Qué ha pasado, Bree? —preguntó Lann con brusquedad—. ¡Dínoslo! ¡Vamos, hombre! ¡Haz un esfuerzo!

Los ojos de Bree se abrieron poco a poco. Miró perplejo a la gente arracimada en su pequeño dormitorio. Después, volvió la cabeza y vio a su esposa, todavía inconsciente, en la cama junto a él.

—¡Hanna! —gimió, y extendió la mano hacia ella.

—Está dormida, Bree, como lo estabas tú —le tranquilizó Jiller—. Hemos de saber qué ha pasado, Bree.

—Estábamos construyendo una valla… —musitó Bree—… alrededor de las plantas de bayas de la Montaña. Queríamos protegerlas de los ladrones Silvestres que pudieran venir de noche. —Allun emitió un audible sonido de disgusto y protesta. Jiller sacudió la cabeza en su dirección. Quería que Bree continuara—. Yo estaba clavando estacas en el suelo —dijo Bree—. Las clavaba y luego afilaba los extremos. Pero la tierra estaba dura. Parecía de hierro. Las estacas apenas se clavaban, por más que me esforzaba. Quedé extenuado. Después, lo intentó Hanna mientras yo descansaba, pero al final también tuvo que rendirse.

Rowan vio que los adultos intercambiaban una mirada. Esto era muy raro. El suelo de los jardines era fecundo y húmedo. Las estacas se habrían hundido como un cuchillo en la mantequilla.

—Estaba muy cansado —suspiró Bree—. Agotado. Tuve que tumbarme. Muy cansado…

Sus párpados cayeron y se le abrió la boca.

—¡Bree! —gritó Jonn, al tiempo que le sacudía; pero Bree no contestó. Se había vuelto a dormir, y esta vez no se despertó.

—¡Está hechizado! —gruñó Lann, al tiempo que golpeaba el suelo con su bastón, enfurecida—. Y Hanna también. No contentos con vendernos a nuestros enemigos, los Silvestres quieren llevarse las bayas de la Montaña. Endurecieron la tierra para impedir que construyeran la valla. Pusieron a dormir a los jardineros y…

—¡Tal vez pusieron a dormir a los jardineros! —protestó Allun—. Pero, si lo hicieron…, ¿qué, Lann? Es un truco inofensivo. No tiene nada que ver con los Zebak, ni con el poema de Sheba. Saltáis de una cosa a otra sin pensar, guiados solo por vuestra antipatía hacia los Viajeros.

—Eso no es así, Allun. —Jiller apoyó una mano en su brazo.

—¡Sí que lo es! —gritó el hombre, al tiempo que apartaba a Jiller.

—No —rugió Lann, y golpeó su bastón—. ¡Cállate, Allun!

Jiller salió de la habitación. Rowan la siguió.

La encontró inclinada sobre Annad, todavía tumbada en el sofá. Se incorporó para mirarle, con arrugas de preocupación en la frente.

—No me gusta esto, Rowan —dijo—. Ya presiento los problemas que se avecinan. Estamos discutiendo y peleando entre nosotros, cuando deberíamos unirnos más para hacer frente a lo inminente. Solo de esa forma seremos fuertes.

Rowan asintió. Se sentía próximo a la desesperación. Las palabras de Sheba se abrieron camino hasta su mente.

Los mismos errores, el mismo orgullo de siempre,

La armadura inestimable descartada.

¿A eso se refería aquel verso? En tal caso, Sheba tenía razón y el círculo de maldad estaba a punto de cerrarse. La rueda estaba girando, y cada momento acercaba más y más al enemigo. Se estremeció.

—¿Crees que Timon podría tener razón? —murmuró Jiller—. ¿Es posible que los Viajeros se hayan vuelto contra nosotros?

—Pero entonces, ¿para qué han venido? —replicó Rowan.

—¡Para espiar! —dijo Lann desde la puerta del dormitorio. Avanzó cojeando hacia el fuego. Su rostro se veía demacrado y cansado cuando se acomodó penosamente en una silla—. Han venido a espiarnos —dijo—. Para informar a sus nuevos amigos sobre nuestras provisiones de alimentos y armas. —Agachó la cabeza y después la levantó con un gran esfuerzo—. Estoy cansada —murmuró—. Muy cansada.

Jonn cruzó a toda prisa la habitación y se arrodilló a su lado.

La vieja guerrera le rechazó con un débil ademán.

—Los Silvestres han venido a espiarnos —repitió. Entonces, Rowan vio que sus ojos se dilataban—. O algo peor —musitó. Se volvió en la silla para mirarles con los ojos desorbitados—. ¡Hemos estado ciegos! —chilló—. Bree… Hanna…

Intentó ponerse en pie, pero cayó hacia atrás con un gemido.

—¿Qué ocurre, Lann? —gritó Jiller atemorizada. Se llevó la mano a la boca y miró a Annad, pero su voz no había despertado a la niña. No se movió. Una sombra de perplejidad atravesó el rostro de Jiller.

—Marlie —gruñó Lann—. ¡Deprisa!

Allun la miró y fue hacia la puerta. La abrió y llamó a Marlie, pero la alta figura de pie en el jardín no se volvió ni contestó.

Jonn y Timon fueron hacia ella, pero Allun ya estaba corriendo. Oyeron que llamaba a la muchacha, cada vez más alarmado en el denso silencio de la noche.

—¡Marlie! ¡Marlie! ¡Contéstame!

—Despertará a todo el pueblo —dijo Timon, preocupado.

Pero nada se movió. Y mucho menos Marlie. Porque, cuando en respuesta a los gritos desesperados de Allun, Rowan, Jonn y los demás corrieron a su lado, le encontraron sacudiendo a la joven, aterrorizado, mientras ella, inmóvil como una estatua, miraba hacia la lejanía.

‡ ‡ ‡

—Respira —dijo Jiller, inclinada sobre el cuerpo rígido de Marlie, tendida ahora junto al fuego—. Pero…

—No despertará —musitó Lann—. Uno a uno vamos cayendo víctimas de esta… de esta brujería. Este es el plan. Nos dormimos… y después…

Enmudeció. Se reclinó en su silla.

«Se oculta en la oscuridad, ¡id con cuidado, idiotas!».

Jiller se puso en pie con un grito y apoyó una mano sobre la frente de la anciana, pero esta no se movió. Jiller dio media vuelta, con los labios apretados, y se acercó al sofá donde estaba tendida Annad.

—¿Por qué no ha venido nadie a averiguar lo que está pasando aquí? —preguntó Timon de repente—. Los gritos de Allun tendrían que haber atraído al menos a una docena de personas. La casa de Bronden está muy cerca. Y hay más, muchos más.

—Quizá no le han oído —dijo Jonn con seriedad—. Quizá estaban profundamente dormidos. Como los hijos de Bree y Hanna. Como los propios Bree y Hanna. Como Marlie. Y ahora, al parecer, como Lann.

Jiller emitió un leve sonido de angustia desde el sofá. Cuando la miraron, se humedeció los labios resecos.

—Y Annad, Jonn —susurró—. Annad está como los demás.

Rowan sintió que se le revolvía el estómago. Corrió hacia el sofá y sacudió a Annad con violencia, pero la niña no se movió. Se volvió hacia Allun, a punto de llorar.

—¡Allun! —gritó—. Allun, has de decir a los Viajeros… ¡que pongan fin a esto!

Allun retrocedió. Estaba muy pálido.

—No es posible —dijo—. No es posible…

Después, miró a Marlie, tendida en el suelo, a Lann, derrumbada en su silla, a Jiller, agachada sobre el pequeño bulto del sofá.

—Yo iré —dijo en voz baja—. Si esto es obra de mi pueblo, lo detendré. ¡Lo juro! —Aferró el brazo de Jonn—. Toca la campana de la plaza —dijo atropelladamente—. Toca bien fuerte hasta que alguien acuda. No podemos ser las únicas almas con los sentidos intactos.

—Yo iré —dijo Timon—. Que Jiller y Jonn se queden aquí con los que duermen, para impedir que les pase algo. Tú, Allun, ve al campamento de la colina. Ve deprisa, pero no solo. Llévate a Rowan.

—¡No! —gritó Jiller—. ¿Por qué Rowan?

—Ogden conoce a Rowan, y le respeta por ser el héroe de la Montaña —dijo Timon—. Esta noche dio la impresión de que reconocía algo en el muchacho. Algo que consideró interesante y que le gustó. Después de Allun, Rowan es nuestro mejor mensajero.

—Sí —admitió Jonn—. Rowan debería ir. Sheba dice que ve su rostro en los sueños. Tal vez desempeñe algún papel en este misterio.

Jill asintió y se derrumbó, agotada, en el sofá, con la cabeza de Annad en el regazo. Parecía agotada. Las sombras que había debajo de sus ojos habían pasado del gris al negro.

—¡Madre! ¡No te duermas! —advirtió Rowan, angustiado.

Allun le tiró del brazo.

—Vámonos —le urgió—. ¡Deprisa!

Salieron de la casa y empezaron a correr a través del pueblo. Los primeros signos de la aurora ya estaban despuntando en el cielo. Cuando llegaron a los árboles donde Rowan se había encontrado con Sheba, oyeron que la campana empezaba a tañir.

Rowan imaginó a Timon solo en la plaza, tirando de la cuerda con sus largos dedos. Estaría sordo por la campana. Sus ojos escudriñarían la oscuridad, por si se acercaba gente alertada por su tañir.

Rowan y Allun salieron del bosque y empezaron a ascender la colina corriendo. Rowan trotaba con la cabeza gacha, jadeante.

Oyó que Allun maldecía y reducía la velocidad.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz estrangulada—. ¿Allun?

Allun se detuvo.

—Mira —dijo, y señaló.

La colina donde habían acampado los Viajeros estaba desierta.

Se habían marchado.