Cacerolo Lunes trabaja en el área de operaciones de una mina en Atacama, a quinientos kilómetros de su casa y a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Trabaja catorce días continuos y descansa siete. Es un tipo común, con una hija adorable que lo reclamaba siempre —¿Papito, estarás en casa esta Navidad?— y que tiene costumbres sencillas de hombre común: le gustan la Coca-Cola helada y las revistas Playboy. En su zona de trabajo colgó un póster de Chela Bon bañándose desnuda en el lago Llanquihue, y la alumbra con una vela como a la virgen del Carmen que está en la entrada de la mina. No es el único póster de la diva chilena, tiene otro autografiado y protegido con vidrio que pertenece a La maldición de la mano de piedra del 64, una malísima película del peor director de cine de la historia, el americano Jerry Warren, que cortaba películas latinoamericanas de terror y empalmaba los fragmentos con escenas filmadas por él. Su mayor visión artística fue saber elegir qué películas mutilar.
Algunas madrugadas, Cacerolo tenía que revisar un estanque de agua que abastecía al campamento, para eso debía cruzar el pueblo fantasma, un lugar en donde alguna vez funcionaron oficinas salitreras pero que fueron abandonadas entre 1940 y 1945. Más al norte, había que cruzar un cementerio que se le hacía muy curioso porque estaba dispuesto en forma piramidal: en la cresta estaban sepultados niños y en la falda adultos. Caminaba junto a los sepulcros de los niños, entre las cruces de colores pasteles resecadas por el sol y el viento se veían los cajoncitos de madera asomados a la superficie como si emergieran impulsados desde el fondo y le era imposible ignorar que algunos ataúdes estaban rotos o abiertos y que de ellos salían frágiles cráneos de polvo, como esos castillitos de arena que uno ve junto al mar, también aparecían tibias o fémures en medio del desierto y algunos piecitos momificados que rellenaban aún los zapatos rasgados. Al principio la situación le revolvía el estómago, aunque no sentía miedo sino incomodidad, pero el tiempo hizo que todas las sensaciones se convirtieran en un profundo sentido del respeto hasta que llegó a sentirse completamente en paz entre aquellas cruces. A veces hasta les hablaba a los niños muertos como uno puede hablarle a sus hijos o sobrinos y les llevaba flores de papel para dejárselas a su paso. Llegó a tal punto de acostumbrarse a lo inusual de su camino que inclusive hablar ante los nichos se le hizo monótono y volvió a considerar que su vida era tan predecible como un desierto; se aburría al terminar de hacer mentalmente el recuento de sus actividades, experiencias, logros, etcétera. Por eso, el día que se encontraron con esos guanacos muertos en el camino, más que asombro sintió cierta excitación de pensar en que por fin algo en su vida iba a cambiar.
El primer hallazgo aconteció cuando Cacerolo regresaba a su casa, iban otros tres compañeros más con él, pero el incidente no pasó a mayores y el asombro se disipó luego de dos o tres comentarios al respecto. Después de todo, fueron sólo tres guanacos. Sin embargo, el segundo hallazgo, cinco días después, causó una conmoción mayor. Fue sospechoso encontrar ocho guanacos muertos uno junto a otro. Cuando Lunes los revisó se percató de que todos ellos tenían agujeros en el cuello, como si alguien los hubiese desangrado haciéndoles hoyitos con algún objeto punzante.
En la cantina se lo comentó a sus colegas: «Me di cuenta de que los guanacos llevaban muertos tipo una o dos horas, algo les pasó en la madrugada, otro animal los atacó o alguien los desangró», dijo. «Yo abrí con mi navaja a uno, y no salió ni una gota de sangre». Otros compañeros se sumaron a la ronda y confirmaron que Cacerolo no fue el único en verlos:
—Ya, lo hemos visto también nosotros, Fabián Arizategui, Roberto Montesinos y quién sabe cuántos más. Alguna hue’a los está masacrando, po. Compa, en esta mina está el diablo.
Dos días después ocurrió lo que silenciosamente todos esperaban.
—¡El chupacabras! ¡El chupacabras está afuera! ¡No puede ser, hue’on! ¡Salgan todos a verlo, aprisa giles!
Como veinte hombres que estaban cerca acudieron al llamado, con más emoción que miedo por encontrarse con eso que llamaban chupacabras, pero a pesar de sus ganas ninguno lo vio. Contaron después que la criatura avistada ese día se parecía a un lobo marino de un pelo, pero con las orejas grandes como alas erigiéndose desde las espaldas, estaba parado en dos patas delante del sol, ensombrecido por el efecto del contraluz y la lejanía o desfigurado por el terror de los dos únicos testigos.
Cacerolo, decidido a encontrarlo, subió a Facebook fotografías de los guanacos muertos y un identikit del chupacabras que él mismo ilustró, esperando a que los pobladores de la región se sumaran a la búsqueda. Acaparó por unas semanas la atención de algunos medios sensacionalistas y de algunos individuos que buscaban sus quince minutos de fama, pero no consiguieron ni una fotografía nítida ni mucho menos capturarlo. Su obsesión se hizo cada vez mayor, entonces, junto a otros compañeros de trabajo y el apoyo de los hombres de seguridad, desinstaló un par de cámaras del monitoreo rutinario y las reinstaló provisionalmente en la intemperie, colocando entre ambas cámaras un paquete de carne de res envasada.
La primera noche no ocurrió nada. La segunda noche, nadie controló las cámaras pero las dejaron grabando y al revisar las cintas descubrieron cierto movimiento anormal junto al paquete de carne. Al retroceder la grabación y reproducirla cuadro por cuadro, descubrieron ciertas figuras delgadas moviéndose rápidamente detrás de la carnada. Para la mayoría de los hombres, en esa imagen ruidosa y en blanco y negro, lo que se veían eran dos patas largas y afiladas.
—¡Conchetumare! ¡La cagamos, culiaos! ¡Debimos de haber enfocado más alto! —exclamó uno.
Lunes le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo y dijo:
—No importa, se me acaba de ocurrir una mejor idea.
Un par de días después, con la ayuda de otros colegas que estaban de receso, instalaron una trampa en la zona donde encontraron los animales muertos. Se trataba de una pesada jaula de malla electrosoldada de dos compartimientos con una vicuña viva encerrada en uno de ellos. El mecanismo consistía en una compuerta levantada que se cerraría cuando el chupacabras pulsara el resorte. Para reforzar la seguridad, los voluntarios se turnarían para vigilar las veinticuatro horas una cámara que apuntaría directamente a la jaula y apenas algo entrara, la compuerta se bajaría y el vigilante habría de accionar una alarma para que todos salieran a ver.
A las dos y media de la madrugada la alarma sonó, Cacerolo despertó de golpe y se cayó de la silla en la que esperaba a que esto sucediera. Subió a un jeep con los otros cuatro compañeros que se habían quedado para atrapar a la criatura. Aceleraron hasta llegar a la jaula; Fabián cargó la escopeta, Adrián preparó la cámara, Cacerolo se aseguró de dirigir la luz alta de los faros del jeep a la jaula y, entonces, para su sorpresa, lo vieron en plano general y a todo color. Se bajaron y caminaron hasta él únicamente para comprobar que sus ojos no los engañaban y que entre las rejas no había un animal ni un extraterrestre, sino un hombre.