A la misma hora en que El Viudo enciende la luz de su casa y hace pasar a Lixue Le Rouge, otro acontecimiento importante sucede en el único bar del pueblo que todavía conserva una rocola. Un tipo con la dentadura hacia afuera y con mucho vello facial, al que no en vano comparan con un hombre lobo, se dirige a su compañero de trago y le dice con la garganta ahogada en alcohol:
—Qué te parece, hermano, a que no te imaginás a quién me encontré esta tarde… —sonríe desastrosamente tratando de ocultar su ebriedad—. A un tipo que asegura haber visto a un zombi. Una zombi, mejor dicho. Sí, eso que escucharon… Zzzombi —dice volteando a ver a los demás borrachos del bar—. Me llamó por un delivery de ladrillo, estaba tan fisura que me contó que lleva casi dos semanas conquistando a esta zombi y que por fin ésta es su noche. Él había dado por muerta a una mujer, por eso dice que es una zombi.
El profesor aleja la cabeza para evadir el aliento a carne podrida paliado sólo por la combustión de sus palabras, cierra los ojos y vuelve a abrirlos en cuanto su compañero le revela algo inesperado.
—… y porrito de por medio me reveló el apellido de esa zombi: es Dubi.
Mientras tanto, El Viudo descorcha un champagne y lo sirve en dos copas delgadas con las bocas doradas. Lixue puede ver, sin querer, que las copas aún conservan la etiqueta con el precio en el pie. Se sonroja, y se enternece, pensando en que quizás ésta sea la primera cita del hombre después de lo que sea que le haya sucedido a su mujer. Lo mira dulcemente, aceptando cada una de esas torpezas que lo hacen más humano, y cuando él voltea ella rasca las etiquetas hasta arrancarlas para evitarle la vergüenza de darse cuenta que le sirvió a su invitada en una copa sin lavar.
En el bar, el tiempo pasa más rápido. El profesor limpia sus anteojos empañados mientras el hombre lobo continua:
—La esperaste estos tres últimos años, todos pensamos que si no estaba en Fango Rojo entonces estaba muerta. Y él, que no la buscaba, la encontró de casualidad. ¿Sabés dónde vive? Del otro lado del pueblo, con otro nombre y otra imagen. Todos estos años estuvo ahí, mientras vos la asechabas acá… ¡Qué irónico!
El profesor se siente mareado, sus amigos se burlan de él; les pide una moneda y dice que tiene que hacer una llamada urgente. Va hasta el teléfono junto a la barra, aprovecha la oscuridad, el bullicio y se exalta con sus palabras. Éstas dicen algo así: «Morena, soy yo. ¡Al fin podremos estar juntos! ¡Mi búsqueda ha terminado! Voy a verla ahora, pero necesito que vengas a buscarme, cuando termine con ella tendremos que huir. Te lo explicaré después. El Universo nos ha proporcionado un regalo único. Tienes que arrancar el auto ya, tomar un avión urgente o teletransportarte, debes venir a como dé lugar a Fango Rojo. Sí, Fango Rojo. No me creerás en dónde queda. Te daré la dirección del bar en dónde nos encontraremos… ¿Tienes en qué anotar?».
El Viudo abre una alacena y la puerta de ésta cubre su rostro estratégicamente. Lixue supone por el silencio y el tiempo que lleva así que quizás esté llorando, tal vez sintiéndose culpable por traer a otra mujer a la casa. Él parece leerle la mente y dice:
—No creas que estoy llorando. Sólo estoy mirando algo y me quedé pensando —mientras habla estira los brazos introduciéndolos en el mueble, hace fuerza para sacar algo pesado. Ella pregunta si necesita ayuda. Él se apura en decir que no—. Estoy bien, gracias —agrega y atrae hacia él un par de grandes platos que lucen étnicos—. ¿Qué te parece si pedimos una pizza? No he preparado nada —se disculpa mientras ubica lentamente los platos en la mesa. Ella sonríe y asiente con la cabeza.
Epipoteo pide fuego mientras espera que su amigo le diga en dónde encontrar a Dila Dubi.
—Yo creo… que iba a llevarla a su casa. Ya saben… —dice levantando las cejas y haciendo un gesto obsceno con la mano—. Zombi o no, dijo que la chica está buena. ¿Cuántos años tendría que tener ahora? Según la describió, todavía parece que sigue siendo una pendeja…
—¡No mames, cabrón, deja de decir idioteces y respóndeme! —exclama Epipoteo levantándolo de la camisa. Los muchachos se sorprenden al ver que el viejo tiene tanta fuerza—. ¡Dónde vive ese hijo de la chingada! Consigue una pluma y dibújame el plano en esta servilleta, muéstrame cómo llegar…
«Porfi» se sujeta la cabeza como si ésta fuera a caérsele con el más mínimo movimiento. Trata de sostener el lápiz e intenta con mucho esfuerzo de trazar las líneas que representan calles, pero está tan mareado que no puede hacerlo. Epipoteo se impacienta y continúa gritando, toma la servilleta así como está. Pide a alguien que le dé un aventón, pero nadie puede manejar de la borrachera que traen o no tienen vehículos. Pide al menos que le den dinero para el taxi; pero un taxi hasta el otro pueblo costaría una fortuna y los borrachos sólo se ríen de él. Epipoteo golpea la mesa con rabia, va hasta la calle esperando encontrar a alguien que pueda llevarlo hasta allá. Comienza a golpear las ventanillas de los vehículos estacionados en la calle como buscando a un alma compasiva que se ofrezca a llevarlo, pero los autos están vacíos. La calle está vacía. Mira desesperadamente hacia todos lados, se asoma a los vidrios para ver si nadie dejó las llaves puestas, no tiene otra opción más que anhelar un milagro. Entonces, llega al callejón que queda junto al bar y ve entre los contenedores de basura algo que lo estremece. Retrocede asustado, casi asqueado, tropieza y se levanta corriendo para alejarse de esa Harley Davidson que se ríe burlonamente de su desesperación, que lo acorrala como un ave carroñera que sólo ha venido para devorarse lo último que queda de él. Alguien lo ha estado vigilando. Epipoteo corre en medio de la calle de tierra roja, perdiéndose en la noche, sólo habrá de detenerse minutos más tarde al sentir que un par de faros lo iluminan desde atrás. Al que maneja ese pedazo de chatarra le pedirá que lo lleve hasta el próximo pueblo.
El Viudo la deja unos minutos sola, mientras ella se come las uñas preguntándose a dónde habrá ido; mientras tanto observa detenidamente el mobiliario del comedor, todo es tan clásico, hasta femenino, y se mantiene tan limpio. Sonríe con amor, aceptando en su corazón que eso es un hogar de verdad. Un hogar con una mujer que no está, con hijos que no están. Un hogar que, tal vez, esté esperando por ella. El Viudo regresa arrastrando un baúl que parece bastante pesado, lo coloca junto a ella y se sienta en el suelo; con la mirada le pide que haga lo mismo. Lixue se sienta también en el piso, juntos ponen sus manos en las manivelas de la tapa del baúl y tiran a la vez para abrirlo. Ella observa, sin mucha satisfacción, ni alegría, que en el interior hay fotografías, papeles, prendas femeninas y hasta juguetes de bebé. Él sonríe tristemente y ese gesto se convierte rápidamente en una expresión de profunda melancolía. Levanta un suéter rosado y lo presiona contra su rostro, aspirando el rastro de un perfume. Ella abre un álbum y observa las fotografías, señala delicadamente a la mujer que lo abraza a él frente a un pastel de cumpleaños.
—Sí, es ella. La amaba con locura. Quizá nunca se lo demostré o quizá yo no lo sabía, pero ella era todo en mi vida. Mi hijo y ella —al decir esto busca los ojos de Lixue y los penetra con dureza—… Te diré cómo murió: se lanzó de un noveno piso. Pero lo peor fue que sobrevivió sólo para quedar paralítica. A los tres meses, estábamos en casa de sus padres y, sin que nadie se diera cuenta, ella simplemente fue con su silla de ruedas hasta la piscina y se dejó caer. Logré rescatarla a tiempo, le devolví el aire a sus pulmones, y así la traje de vuelta a su miserable vida. Al día siguiente la encontré en esta misma cocina con una sonrisa en el rostro y un cuchillo atravesándole la garganta. Ese día llegué tarde, no pude hacer nada más. Vi morir tres veces a mi esposa, así que me merezco más que nadie el título de El Viudo.
Juan espera que Epipoteo se aleje lo suficiente y sale del bar, se pone el casco y sube a su moto. Él siempre tuvo la corazonada de que Dila no estaba muerta, deseaba tanto que esa corazonada no estuviera equivocada que hizo todo lo que pudo para descifrarla, decodificarla y utilizarla como mapa. No se sorprendió para nada aquel día en que antes de llegar a Fango Rojo la vio cruzar la calle vestida como una mujer común y corriente. No estaba seguro si podía ser ella o una alucinación. Pero las alucinaciones no tienen vida propia, no bailan como diosas, no huelen a sangre caliente, no tienen la capacidad de despertar el corazón de un muerto, de guiarlo como un detector de metales directo hasta ella. Sí. Juan lleva años sabiendo que Dila está viva, viéndola una o dos veces por semana, protegiéndola invisiblemente, como siempre. Y de ese control no ha escapado el viejo profesor, que de haber sido más astuto y de haber intentado buscarla unos kilómetros más al norte, no sólo la habría encontrado sino que Juan ya lo habría descuartizado. Tal y como ahora pretende hacerlo.
El Viudo, o Vincent, como ha revelado llamarse, termina su porción de pizza de morcilla y mozarella, le ofrece un poco más a Lixue pero ella tampoco puede comer más y se lo agradece sonriendo amablemente mientras intenta tragarse su último bocado. Entonces él guarda la caja en la heladera y lleva los platos al fregadero.
—La primera vez que te vi bailando sobre las tarimas del club no pude dejar de pensar en lo hermosa que te veías —dice mientras lava los platos y la escucha reírse—. No podía entender cómo una mujer tan bella podía ser a la vez un zombi.
Lixue reacciona sorprendida, pero sigue riendo, creyendo que Vincent bromea. Sin embargo, él ni siquiera sonríe; abre un cajón y saca una navaja cabritera; empaña la hoja con su aliento y luego la frota contra su camisa hasta dejarla brillante y la coloca sobre la mesa, frente a ella. Del mismo cajón saca una pieza de papel y lo pone en la cabecera, luego va hasta una planta artificial y de la maseta quita, como un conejo de una galera, un ladrillo de marihuana prensada. Toma la navaja y corta el envoltorio, separa una pequeña porción de cannabis y la desmenuza con la punta de la navaja. Extrae semillas y ramitas; pone la parte seleccionada sobre el papel, enrolla y lame la pega. Lixue lo mira con la boca abierta, todavía sin saber qué decir.
—¿Querés? —pregunta él después de una calada, pero ella no contesta—. Sabés, la primera vez que te vi, yo traía un poco de esto encima, por eso nadie me creía que lo que yo vi era real. Pero esto a mí no me hace nada… Más bien me relaja, hasta me hace más sociable. Algunas veces, es lo único que me ayuda a continuar viviendo. El mundo sería más pacífico si todos fumaran marihuana… Por ejemplo, yo no podría estar hablándote ahora si no fuera por esto —dice, pero parece que no le habla a ella, mira hacia arriba y enciende el cigarrillo como por inercia—. No me preguntaste cómo murió mi hijo —reclama llevándose el cigarrillo a la boca y acaricia el rostro de Lixue con su navaja, ella mira el brillo de reojo y se ve reflejada en el acero, eso la dispara brevemente al pasado, por primera vez recuerda perfectamente el rostro de su padre y entiende por qué lo había olvidado. Vincent le coloca un mechón de pelo delicadamente detrás de la oreja utilizando sólo la punta de la navaja; después, con un golpe inesperado clava la única manzana verde de entre varias rojas del frutero que está en el centro de la mesa y la coloca frente a ella, con la fuerza de una sola mano corta una rodaja y la clava en la punta para acercarla a los labios con sabor a frutilla silvestre de Lixue Le Rouge. Ella abre la boca y se acerca a la navaja, muerde la punta, la mano de él tiembla. Lixue vuelve a retirarse hacia atrás apretando la manzana entre los dientes; ahora mastica sonriendo sensual, sin apartarle los ojos de encima.
—Te gusta lo rudo. Pudiste hacerte daño… —dice él dejando la navaja sobre la mesa, retira la mirada y le pasa la fruta, ella la toma entre sus manos, juguetona, y la sigue comiendo—. Quiero contarte cómo murió mi hijo… —insiste con el porro entre los dientes y ahora sí le clava la mirada, la penetra con los ojos como si fueran estacas en el corazón—. Vos lo mataste, señorita Dubi. ¿Creíste que ibas a escapar haciéndote stripper? A mí nunca me has engañado —dice parándose frente a ella, cubriéndola con su sombra; se endurece su rostro, sus ojos se llenan de sangre—. ¡Fantasma! ¡Zombi! ¡Vampiro! ¡Saliste de la nada y te paraste frente a mi auto, cuando yo no podía hacer nada más! Quise desviarte, pero debí de haberte pasado por encima, fui misericordioso contigo, pero igual mataste a mi familia. El recuerdo de Cornelius volando por el aire no se borrará nunca más de mi mente. Tenía que haberme sacado la vida como mi esposa… para no sufrir más. Pero entonces, cuando ya estaba convenciéndome de que era imposible encontrarte, la casualidad o el destino me llevaron hasta ese antro en donde comprobé el lado humano de los zombis: tienen cuerpos y los cuerpos no son eternos. Y así supe que algo más me quedaba en esta vida. Vengar la muerte de mi hijo. Te gusta la sangre, y te gustaría tener un final épico y feroz para que tus seguidores te aclamen. Pero no lo vas a tener. ¿Qué se siente? ¿Qué se siente que te arrebaten la vida? Ya… Ya me lo dirás en el Infierno, porque estás comiendo una manzana envenenada.
Este día iba a llegar tarde o temprano. De lo único que Juan se arrepiente es de no haber matado al viejo cuando pudo. No fue su culpa, también él quiso creer en lo que a Dila hacía feliz; en ese engaño de vivir la vida ajena sólo para ser libre de su propia naturaleza. Hace dos años, cuando la vio bailando en el club, la reconoció perfectamente en la oscuridad aun mejor que si la hubiese visto en la luz. Sólo distinguía un cuerpo, pero el olor y los movimientos le demostraron que era Dila y no Ava Dubi. Desde entonces, protegerla desde la sombras se convirtió para él en la única razón para seguir en ese pueblo. Y en este mundo. Pudo haberle dicho alguna vez que él estaba ahí y que venía a buscarla, pudo haberle dicho que la necesitaba con locura y que no la abandonaría nunca más. Pero pasaron los días, los meses, los años y él comprendió que Dila había sido por fin aceptada en este mundo, que había elegido la paz que otorga una vida normal, en contra de su naturaleza, pero de todos modos, paz. Ella podía ahora caminar entre la gente sin que la señalaran, sin tener que justificar sus impulsos, sus instintos, su esencia. No podía decirle que venía a buscarla, ¿a dónde habría de llevarla? De nuevo a las persecuciones, a las burlas, a los castigos, a la marginación. Y él nunca podría dejar de ser un monstruo, no tardaría en terminar en una hoguera. La realidad para él, es que los aldeanos con antorchas todavía existen, y él no quería arrastrar a Dila a esa hoguera. Igual quiso decirle, proponerle, preguntarle; tomó coraje hace unos días y resolvió que ella debía decidir. Y justo entonces apareció El Viudo, y vio en Dila esa mirada que nunca le produjo él. Una mirada profunda, llena de amor, donde vivían los hijos que él nunca tendría, la casa que él nunca compraría, la vejez que nunca viviría. Día tras día aprendió a renunciar un poco y otro poco a ese amor que no le correspondía, a esa felicidad que siempre le fue negada sólo por ser él mismo y por rehusarse a ser otro.
El profesor Epipoteo Hernández derriba la puerta de una patada y se mete a la casa de Vincent. El silencio no lo alienta a seguir, por un momento piensa que posiblemente se equivocó de casa, pero huele mota y sigue el aroma hasta la cocina; desde la puerta se detiene a mirar a Vincent que fuma apaciblemente contemplando a una mujer pelirroja con la cabeza recostada sobre la mesa. Inmediatamente la reconoce; es Dila Dubi.
—No te quedes ahí, pasa amigo —dice Vinny sin voltear a verlo.
—¿Qué hiciste, pendejo? —pregunta el profesor con un nudo en la garganta, extendiendo la mano derecha hacia ella mientras se acerca lentamente—. ¿Cuánto tiempo lleva así? Si tenemos suerte su sangre todavía podría servirnos —murmura mientras busca algo en sus bolsillos.
Vincent no habla, su mirada sombría lee lo que el intruso busca, toma la navaja por la hoja y se la pasa a Epipoteo; él la agarra y se dirige hacia Dila, separa una silla y se sienta a su lado, gime como si llorara, pero se resiste a soltar las lágrimas.
—Maldito bruto. Ella era la oportunidad que tenía la Humanidad de ser salvada —dice mientras toma un brazo de la mujer y le hace un corte en la muñeca—. Ella no te ha hecho nada; al contrario, hombre, ella podía darte larga vida.
—La vida es una emboscada. Para mí que del infierno nadie se salva.
Epipoteo lame la sangre de la muñeca del cadáver.
—Ella no le hizo daño a nadie… —repitió en un susurro ahogado.
—No hables sin saberlo, viejo. Ella es la razón por la que mi hijo y mi esposa están muertos. ¿Para qué quiero vida larga sin ellos?
—¿Por qué dices que ella mató a tu hijo, imbécil?
—Yo la vi.
—Pues, seguramente viste a su hermana, pinche pendejo. Esta chica nunca ha hecho daño a nadie.
—¿Hermana?
Epipoteo se levanta aferrando la navaja con fuerza y toma a Vincent de los pelos, como si fuera a arrancarle el cuero cabelludo y pone la hoja de acero contra su garganta:
—¿Acaso te equivocaste méndigo idiota?
—Ya mátame, viejo, qué más da… —dice y apaga su cigarrillo contra la mesa como si apagara su propia vida.
El profesor realiza un corte rápido, profundo y preciso, y la sangre salpica los cristales de sus gafas. Se los quita y los limpia con su camisa.
—¡Epipoteo! —grita Morena Iglesias ingresando al último bar con rocola del pueblo. Al principio nadie la escucha, pero ella camina hasta el centro y rompe una botella contra la mesa para captar la atención—. ¿Alguien conoce al profesor Epipoteo Hernández?
El cantinero enciende el resto de las luces para que todos vean con claridad a la hermosa dama de disimulada edad, que con rostro angustiado suplica ayuda. Los amigos de Epipoteo la miran, pero por alguna razón hacen la vista gorda. El cantinero se compadece de ella y le dice:
—Aquellos tipos raros lo conocen.
Cuando los mira, antes de que haga otro escándalo, el sujeto de características licantrópicas se levanta y se acerca a ella:
—Madame, ¿ha venido en taxi? Porque necesitará uno para ir a buscarlo…
El profesor le ha sacado los zapatos a Dila y está de cuclillas ante sus pies azules, torciéndolos como un par de trapos para escurrirles la sangre rosa en una palangana. Juan ve la psicodélica escena apenas ingresa a la casa:
—¡Detente ahora! —exige con un movimiento veloz que consiste en llevar sus cuchillos desde la cintura hasta encima de su cabeza.
—Es que no entiendes… ¡Ésta es nuestra última oportunidad para hacerle la exsanguinación!
—Aléjate de ella —dice mostrando los dientes.
—¡Aléjate tú! —ordena Epipoteo alzando la navaja bañada en sangre, con el pelo alborotado, los ojos saltones; totalmente fuera de sí—. No esperé tanto tiempo como para irme ahora con las manos vacías. —Extiende el brazo con la navaja en punta y a pasos grandes, casi a saltos se dirige al rival.
Juan lanza ambos cuchillos a la vez y se los clava en los pectorales, el profesor cae al suelo. Juancito aprovecha para mirar a Dila y la ve desplegada como una muñeca de trapo en una silla, con espuma en la boca, los ojos hundiéndose como aceitunas negras en dos copas vacías, sus pies sumergidos en sangre; y ese vestido estampado de ama de casa de los cincuenta que encubre a la vampira table dancer que había en ella. Se le hace un nudo en la garganta y siente esa maldita presión en el pecho y dolor detrás de los ojos. Epipoteo grita al sacar los cuchillos de su carne, eso hace que Juan recuerde que está en medio de una pelea, va a buscarlo y se agacha para levantarlo; pero el profesor con toda la fuerza de su pies lo patea en las tibias y lo tira al suelo, se para frente a él y lo espera arriba con el filo de los cuchillos hacia abajo. El Chupacabras se levanta y Epipoteo le incrusta el acero en los hombros; pero esas hombreras de acero que le acaba de colocar parecen hacerlo más fuerte. El profesor se arrastra hasta la palangana con sangre y junta las manos para llevarse a la boca algunos tragos antes de que Juan lo tome del cuello con ganas y lo siente a la fuerza en una silla rústica de madera.
Juan desata de su cintura una tira de cuero de res y enlaza a Epipoteo a la silla.
—¡Desátame, imbécil!
—Nunca. Cometiste un error al matarla. Un error que no te voy a perdonar.
—¿Pero es que no entiendes, hermano? —pregunta relajando los músculos faciales, también su voz se suaviza—. Hace años arrastro la sospecha de que la muerta de la carretera era Ava y que Dila seguía viva en algún lugar… La he buscado sin cansancio y hasta he vivido en su pueblo sólo para esperarla, merezco quedarme con su legado. Yo no la maté.
—¿La mató el cadáver degollado que está en la cabecera de la mesa?
—¿No me crees? Yo sólo quiero su sangre. Ella es la Redentora de la Humanidad, en su sangre trae la salvación. Ella sobrevivió a todo aquello para darnos vida eterna a los elegidos…
—¡Shit! —dice Juancito para sí mismo, los cuchillos en los hombros no lo incomodan, se acerca a Epipoteo y lo mira desde arriba casi con compasión—. Estás más loco que una cabra, pana, así que lo único que te mereces es morir como una.
Lo rodea y se posiciona atrás del tembloroso profesor, dobla las rodillas, le pone una mano en la frente y la otra sobre el hombro, inclina su cabeza y le clava sus largos colmillos en el cuello. Comienza a succionar la sangre sin sacarle la vista de encima a Dila, mientras el cuerpo de ella va cambiando de color frente a sus ojos.
Juan deja a Epipoteo cuando siente que ya no queda nada más. Camina desolado hasta Dila, la carga en sus brazos y la aprieta contra su pecho, la besa en la frente. Por fin se suelta y se permite llorar en silencio, tan sólo emitiendo un ruido como de olas que se alejan de la orilla, como de hojas que se secan y se arrugan, se pregunta quién va a ser ella en su próxima vida, si la va a encontrar o si ya no habrá nada y una bala traspasa su cerebro, huyendo como su vida, dejándole un agujero en la frente, cae de rodillas antes de desplomarse sobre Dila.
La doctora Morena Iglesias baja el arma humeante y va hasta Epipoteo, mientras lo desata le pide que luche por su vida, aunque ya sabe que está muerto. Se sienta en la mesa, le da un vistazo a Vinny y saca de entre los dedos del cadáver medio porro, lo enciende y vuelve la mirada a los cuerpos enredados de Juan y Dila.
—Todo esto es tu culpa, perra —le dice señalando el sangriento entorno—. La manzana podrida pudrió al resto —toma la fruta mordida que estaba sobre la mesa y la muerde con soberbia como pavoneando su vida frente a aquellos ojos muertos—. No eras inmortal después de todo —sonríe amargamente y luego de una bocanada de marihuana le da otra mordida a la manzana—. Después de todo, nadie lo es —finaliza y da una mordida aún mayor.
Baja la mirada a la manzana, hay algo que no le queda claro. Da otra pitada, prueba otro bocado y sólo para descifrar el sabor de la fruta da otra mordida más. Se lleva una mano a la garganta, acerca el vástago de la manzana frente a sus ojos y lo descubre. Es esa nada que cuelga de sus manos, ese pequeño y humilde esqueleto, quien tiene la última palabra, y sus pupilas se dilatan mientras comprende que su destino no es diferente al de los demás.