Atraviesa Sudamérica como una ráfaga de sueños perdidos, incendiando los campos con la furia del amor arrebatado. Es una película de Tarantino que cobró vida para cobrar muertes, el humo negro de las pesadillas forestales y el humor negro de las vidas reales. Él no tiene a nadie. Tuvo a todos, pero ahora no tiene a nadie. Es el alma en pena de los chicos malos. Juancito tiene hábitos perturbadores, se tienta con la sangre caliente de algunos animales, se le hace agua la boca con la merienda McCabra que desciende hacia los pastizales, afila sus cuchillos y atraviesa rebaños como un fantasma. No es el Zorro, no es Batman, es el maldito Chupacabras.
Ahora puede viajar a velocidades afiladas sin hacer ninguna parada, ya no tiene que esperar al perro mutante que le cuida la espalda, el único amigo que ha conocido. Se envuelve en el sonido grave del motor de su motocicleta, saboreando las explosiones en los cilindros como si ocurrieran en sus arterias, desafiando al viento, a la frontera, a los documentos; liberándose como un demonio, como un genio disparado de una botella de cerveza. Los cartoncitos mágicos desde el epicentro de su lengua revientan en carcajadas pintándole funerales psicodélicos para la mujer y el perro que han sido, si no un vaso lleno, una raya de alegría en su solitaria vida.
Su vida ha estado marcada por una necesidad incontinente de equilibrar su propia naturaleza con la del resto de la humanidad, manteniendo siempre y por siempre la independencia tan difícil de alcanzar por el resto de nosotros. Independencia tanto de otras personas como de sí mismo.
Ahora él es un justiciero que ajusticia su propia buena suerte, se mantiene vivo y libre mientras que los únicos seres que amó han sido perseguidos y cazados, muertos y olvidados. Al fin y al cabo él no es ni libre ni sigue con vida; está preso de los compromisos que nunca ha tomado, de la rutina que nunca ha escogido; está preso de los sentimientos más profundos que cualquier hombre común pudo haber sentido pero que él creyó que nunca conocería.
Juancito busca el horizonte y viaja con el sol hacia la muerte del día, sacrificando la luz como ofrenda a Dila. A ella, que amaba el crepúsculo. A ella que disfrutaba la noche. Habrá de perderse en la oscuridad otra vez, para encontrarse, quizás vivo, quizás muerto, quizás zombi, reviviendo la memoria de su única felicidad al ejecutar con frialdad su deliciosa venganza.